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Joanna se apoyó en el brazo del apuesto y joven oficial, agradecida por su fortaleza y apoyo, pero sin prestar mayor atención a la solícita atención que él le dedicaba. Tampoco prestó atención a los soldados británicos, que permanecían firmes con sus pulcros uniformes, ni a las elegantes damas con sus anchos vestidos y sus sombreros, mientras los oficiales, montados a caballo, levantaban los sables saludando a los dos ataúdes que estaban haciendo descender en las dos tumbas. Joanna sólo era consciente de una cosa: que había perdido a las dos únicas personas a las que quería y que ahora, a los dieciocho años, acababa de quedarse absolutamente sola en el mundo.

Cuando los soldados levantaron los rifles y dispararon al aire, Joanna levantó la mirada, asombrada, y, de algún modo, esperó que el claro cielo azul se desgarrara. Vio el sol a través de su velo negro. Parecía demasiado grande y cálido, y demasiado cercano a la tierra.

Cuando el comandante del regimiento inició la lectura del panegírico sobre las tumbas de sir Petronius y lady Emily Drury, Joanna lo miró con una expresión de extrañeza. No hablaba con claridad. Ella no comprendía lo que estaba diciendo. Miró a su alrededor, hacia la multitud reunida para ofrecer sus últimos respetos a sus padres. Entre los allí presentes se encontraban desde los más altos oficiales del ejército y la élite real de la India, hasta los sirvientes más humildes, y a ninguno de ellos le parecía extraño el confuso discurso del comandante.

Joanna tuvo la impresión de que algo terrible andaba mal y, de pronto, sintió miedo.

Volvió a registrar la multitud con la mirada; debía haber por lo menos cien personas en el funeral. Todas permanecían de pie, envueltas en un silencio inverosímil, observando fijamente los dos ataúdes iguales, que quedaron tan rápidamente cubiertos de flores que aquella fragancia pareció llenar la cabeza de Joanna. Entonces, entre la multitud, observó algo que la dejó petrificada: un perro amarillo, con el cuerpo robusto cubierto de viejas cicatrices, moviendo lentamente la cola de un lado a otro.

Era el perro rabioso que había matado a su madre.

¡Pero si lo habían matado! ¡Ella misma había visto hacerlo a un soldado! Y, sin embargo, allí estaba, donde sólo ella podía verlo, con sus fríos ojos negros fijos en ella, emitiendo por la garganta un gruñido bajo.

Cuando el perro hizo un movimiento para acercarse a ella, Joanna intentó gritar, pero no pudo. Apretó con fuerza el brazo del joven oficial, petrificada por el terror, incapaz de moverse, incapaz de gritar siquiera.

El perro empezó a trotar hacia ella. Luego, se lanzó a la carrera. Ella lo observó, impotente, mientras el animal se acercaba más y más. De repente, se lanzó.

Pero en lugar de echarse sobre ella, el perro voló directamente hacia el cielo y estalló allí en mil estrellas blancas y calientes.

Joanna contuvo la respiración mientras contemplaba las estrellas, que giraban sobre su cabeza como un carrusel de destellos, envolviéndola en su brillantez. Se sintió abrumada por su belleza, olvidada ya de su temor anterior.

Entonces, las estrellas empezaron a juntarse y a formar una figura que manchaba el cielo. Era como una carretera larga y tortuosa, pavimentada con diamantes. Pero no era un camino fijo, sino que se movía, y Joanna se dio cuenta con horror de que las estrellas se habían juntado para formar un solo cuerpo que ella reconoció: una enorme culebra que serpenteaba por entre los cielos.

Al principio se quedó pasmada, pero al momento siguiente se sintió presa del terror. La serpiente de diamantes incrustados empezó a desenroscarse del cielo azul y a deslizarse hacia ella.

Percibió el calor frío del fuego estelar que se derramaba sobre ella. Observó cómo el cuerpo macizo se iba haciendo más y más grande, hasta que lo vio en el centro de su propia cabeza, como un solo ojo ferozmente brillante.

Las mandíbulas se abrieron. Distinguió la negrura dentro de la serpiente. El túnel de la muerte que estaba a punto de envolverla.

Y entonces gritó.

Los ojos de Joanna se abrieron de pronto y, por un momento, no supo dónde se encontraba. Luego, al percibir el suave balanceo del barco y observar a su alrededor las paredes del camarote en penumbras, lo recordó: estaba a bordo del SS Stella, con rumbo a Australia.

Se incorporó y extendió la mano en busca de las cerillas que había sobre la pequeña mesita de noche, junto a su cama. Pero las manos le temblaban tanto que no pudo encender la lámpara. Se echó un chal sobre los hombros y se dirigió hacia la portilla donde, tras un frenético intento por abrirla, pronto sintió el aire fresco del océano que le daba en la cara. Cerró los ojos y trató de superar su temor.

El sueño había sido muy real.

Respirando profundamente y reconfortada con los sonidos familiares del barco —el crujido de los estantes, el gemido del maderamen—, Joanna fue regresando poco a poco a la realidad. Se dijo a sí misma que aquello sólo había sido un sueño. Sólo otro sueño más…

«¿Son los sueños nuestro lazo de unión con el mundo espiritual? —había escrito en su diario lady Emily, la madre de Joanna—. ¿Traen consigo mensajes o advertencias, o respuestas a los misterios?».

«Desearía poder saberlo, madre», le dijo Joanna en silencio al vasto océano que se extendía, alejándose, hasta las estrellas.

Había creído que las estrellas que se veían en la India eran muy luminosas y abrumadoras. Pero decidió que no eran nada comparadas con el formidable despliegue que se observaba en este cielo nocturno. Las estrellas aparecían agrupadas en formas que no había observado antes. Los faros tranquilizadores de su niñez habían desaparecido y ahora había otros nuevos que le parpadeaban desde las alturas. Porque esto era el hemisferio sur.

Joanna pensó en el sueño que acababa de tener y en su significado. Que soñara en el funeral, era comprensible, e incluso quizá lo fuera haber soñado con el perro rabioso. Pero ¿qué significaba la estrella-serpiente? ¿De dónde había procedido su propio terror? ¿Cómo sabía ella que la serpiente iba a destruirla?

Pocas semanas antes de su muerte, lady Emily había escrito en su diario: «Ahora suelo tener dos clases de sueños. Hay una pesadilla recurrente que no puedo explicar y que me aterroriza de forma insoportable. Y están los otros sueños, como extrañas visiones de acontecimientos que no producen miedo, y que me parecen muy reales. ¿Podría tratarse, de hecho, de recuerdos perdidos? ¿Acaso estoy recordando de algún modo mi infancia, por fin? Si lo supiera… porque sé que en estos sueños crípticos hay una respuesta. Una respuesta que debo encontrar con rapidez, puesto que en caso contrario pereceré».

Los pensamientos de Joanna se vieron interrumpidos por sonidos procedentes del agua, y la voz de un hombre, gritando en la oscuridad: «Remad, remad, remad», acompañada por el sonido de los remos hundiéndose en el agua. Y sólo entonces recordó que el Stella se encontraba en una zona de vientos encalmados.

—Nunca había visto una cosa igual —había dicho el capitán apenas el día antes—. En todos mis años en el mar, nunca me había encontrado con los vientos en calma en estas latitudes. Por mi vida que no puedo explicármelo. Me da la impresión de que me veré obligado a hacer bajar a los hombres a los botes para ver si nos pueden sacar de aquí.

Y Joanna sintió que sus temores surgían de nuevo.

Había sabido que esto iba a suceder. En Allahabad, en la casa de reposo donde había pasado varias semanas recuperándose de las muertes inesperadas y prematuras de sus padres, a Joanna se le había dicho que esto sucedería.

«¿Soy yo la causa de esto? —se preguntó, estremeciéndose dentro del chal—. ¿Acaso la cosa venenosa que acosó a mi madre y que finalmente la destruyó me ha seguido hasta el océano y me acosa a mí también?».

—Tienes que ir a Australia, Joanna —le había dicho lady Emily pocas horas antes de morir—. Tienes que hacer el viaje que tú y yo teníamos previsto hacer. Hay un veneno que nos aflige. Tienes que descubrir la fuente de la que procede y darlo por terminado, porque, en caso contrario, tu vida acabará como ha acabado la mía, prematuramente, y sin saber por qué.

Joanna se apartó del portillo y contempló el diminuto camarote. Al disponer de riqueza, había podido permitirse un buen alojamiento para el largo viaje desde la India a Australia. No había querido compartir su camarote con nadie. Necesitaba estar a solas, con su dolor, y tratar de descifrar el enigma que la estaba llevando hacia la otra parte del mundo, hacia un país del que sabía muy poco.

Observó los documentos que estaban limpiamente colocados sobre la pequeña mesa de escritorio. Eran un legado de hacía mucho tiempo, procedente de unos abuelos que ella nunca conoció. Joanna había estado intentando descifrar el mensaje oculto en aquellos documentos, del mismo modo que su madre intentó traducir su extraño significado. Entre las cosas que había sobre la mesa también había un diario. El «libro de la vida» de lady Emily, lleno con sus sueños y temores y sus propios e inútiles intentos por comprender el misterio de su vida: los años perdidos de los que no guardaba recuerdo alguno y las crecientes pesadillas que parecían predecir el futuro aterrorizante. Y había una escritura de propiedad, que también formaba parte del legado de Joanna, dejado hacía mucho tiempo por aquellos abuelos. Nadie sabía dónde se hallaba aquel territorio que se mencionaba en la escritura, ni por qué lo habían comprado los padres de lady Emily o por qué nunca habían vivido allí.

—Pero tengo la extraña sensación, Joanna —le había dicho Emily hacia el final—, de que la respuesta a todo se encuentra en el lugar indicado en esa escritura. Está situado en alguna parte de Australia. Posiblemente, sea mi lugar de nacimiento. No lo sé. Y quizá la mujer que se me aparece en sueños esté allí. O quizá mi propia madre esté allí, todavía viva. Lo único que sé es que se trata de un lugar llamado Karra Karra y que en otra época vivió allí una raza de gente muy antigua y misteriosa. Tienes que encontrarla, Joanna, para salvarte a ti misma y salvar a tus futuros hijos.

«Para salvarme a mí misma y salvar a mis futuros hijos, ¿de qué?», pensó ahora Joanna. ¿Qué significaba todo aquello? Sobre la mesa también había una carta… una carta de enojo, en la que se decía: «El hecho de que hables de una maldición es una afrenta a Dios». La carta no estaba firmada pero Joanna sabía que había sido escrita por tía Millicent, la mujer que había criado a Emily y que se había negado a hablar del pasado porque eso la aterrorizaba. Y finalmente, sobre la mesa había un retrato en miniatura de lady Emily, una mujer hermosa de mirada acosada. ¿Eran todas aquellas las piezas del rompecabezas de la vida de una mujer?, se preguntó Joanna. ¿O quizá su destino?

—No tengo ni la más remota idea de por qué se está muriendo tu madre —le había dicho el médico a Joanna—. Eso queda más allá del alcance de mis conocimientos y capacidades. No está enferma. Parece estar muriéndose de una aflicción del espíritu más que de la carne. No puedo ni imaginarme cuál pueda ser la causa.

Pero Joanna sí que tenía alguna idea. Varios días antes, un perro rabioso había logrado entrar en el recinto militar donde estaba acuartelado el padre de Joanna. Había arrinconado a esta, que se quedó petrificada por el temor, a la espera de que atacara. En ese momento, lady Emily se interpuso entre su hija y el perro y, justo en el momento en que el animal saltaba, un soldado que actuó con rapidez disparó su rifle y el perro cayó muerto a los pies de Joanna y de su madre.

Lady Emily parece tener los síntomas de la rabia, señorita Drury —había dicho el doctor—. Pero no fue mordida por el perro, por eso me deja perplejo el hecho de que tenga los síntomas.

Joanna volvió a mirar por la portilla, hacia el océano oscurecido, y escuchó a los hombres de los botes tratando de arrastrar el barco a través de la noche, como si se tratara de algo gigantesco e invisible. Y pensó en cómo había visto a su madre, acostada, moribunda, impotente para luchar contra el poder que la estaba matando. Y en cómo, pocas horas después de la muerte de su querida esposa, el coronel Petronius se había llevado a la cabeza su revólver de reglamento y había apretado el gatillo.

—Hay fuerzas que están actuando, mi querida Joanna —había dicho lady Emily, ya agonizante—. A mí me han reclamado, después de todos estos años. Y también te reclamarán a ti. Por favor… por favor, ve a Australia, encuentra Karra Karra, descubre lo que sucedió allí e impide que este veneno… esta maldición te haga a ti algún daño.

Pero ¿cuál era el veneno que había temido su madre? ¿De dónde había surgido? Por lo que se refería a lady Emily, su vida se había iniciado cuando ella contaba con seis años de edad, porque hasta esa época alcanzaban sus recuerdos; no recordaba nada más antiguo, y ni siquiera sabía dónde había nacido.

Joanna pensó en lo que su madre le había dicho hacía mucho tiempo.

—Un capitán de navío me trajo a la casa de campo de tía Millicent, en Inglaterra —había dicho lady Emily—. Al parecer, yo había viajado en su barco desde Australia. En aquel entonces apenas tenía cuatro años y llevaba muy pocas cosas conmigo. No hablaba. No podía hablar. Fuera lo que fuese que ocurriera en Australia, algo que nunca he podido recordar, tuvo que haberse tratado de algo literalmente impronunciable. Millicent dijo que transcurrieron varios meses antes de que yo fuera capaz de decir algo. Joanna, es importante saber por qué, y qué le sucedió a nuestra familia en Australia. Ocurrió algo horrible y creo que eso es la base de las terribles pesadillas que padezco.

Y entonces, hacía apenas un año, cuando lady Emily celebró su trigésimo noveno cumpleaños, empezó a tener los otros sueños, aquellos que creía podrían haber sido recuerdos verdaderos de aquellos años perdidos. Los había descrito en su diario: «Soy una niña pequeña sostenida en los brazos de una mujer joven. Su piel es muy oscura, y estamos rodeados por personas de piel oscura. Todos esperamos en silencio algo. Estamos observando la abertura de una cueva que parece hallarse en la base de una extraña montaña de color rojizo. Empiezo a hablar, pero se me dice que guarde silencio. De algún modo, sé que mi madre se encuentra en el interior de esa montaña. Quiero que salga de allí. Siento miedo por ella. El sueño termina aquí, pero es algo tan vivido —hasta siento el calor del sol sobre mi cuerpo desnudo— que no puedo evitar el preguntarme si no se trataría de un recuerdo de los años que pasé en Australia. Pero ¿quién es la mujer de piel negra que me sostiene en brazos? ¿Quiénes son las personas reunidas alrededor de la boca de la cueva?».

Joanna levantó la mirada hacia la acumulación de estrellas conocida como la Estrella del Sur —cuya punta señalaba el camino hacia Australia, que ya sólo estaba a unos pocos días de navegación de distancia—, y se preguntó, tal como hizo su madre, si lady Emily no habría vivido alguna vez entre los aborígenes. Y en tal caso, ¿qué era lo que había presenciado y que resultó tan terrible como para que su mente se negara a recordarlo? ¿Qué fue de su madre y de su padre? ¿Por qué se había marchado ella sola de Australia cuando no era más que una niña pequeña? Y, lo más enigmático de todo, ¿cómo lo había hecho?

Mientras el barco se balanceaba con suavidad, la brillante luz de las estrellas inundó momentáneamente el camarote, y Joanna volvió a ver los documentos sobre la pequeña mesa de despacho. Aquellos documentos habían sido escritos por su abuelo, John Makepeace, que tuvo que haber perecido en alguna parte de Australia, junto con su esposa. Sus notas estaban escritas en clave; lady Emily no había sido capaz de descifrarlas. Ahora, Joanna estaba segura de que la respuesta tenía que encontrarse en aquellos documentos, escritos hacía tanto tiempo.

Estaba decidida a descubrir aquellas respuestas. Mientras estuvo sentada junto al lecho de su madre, observando a la hermosa lady Emily morir de una enfermedad misteriosa, quizás un veneno espiritual, Joanna había pensado: «Ahora ya ha terminado. Han terminado las pesadillas y los temores innombrables. Ahora estás en paz». Pero luego, en el sanatorio donde había pasado varias semanas recuperándose de la conmoción sufrida a causa de la muerte de sus padres, había tenido un sueño: se encontraba a bordo de un barco, en medio del océano, y el barco estaba rodeado por la calma chicha, con las velas colgando inertes de los mástiles y el capitán diciéndole a la tripulación que las raciones de agua y aumentos eran peligrosamente bajas. Y en aquel sueño, Joanna había sabido que, de algún modo, ella era la causa.

Se había despertado sintiéndose aterrorizada; en ese momento se había dado cuenta de que aquello que había acosado a lady Emily durante toda su vida, fuera lo que fuese, no había muerto con ella, sino que ahora le pertenecía a ella misma.

Escuchó a los marineros esforzándose en la oscuridad sobre sus remos, tratando de arrastrar al Stella sobre las aguas en calma. Entonces, Joanna se sintió abrumada por una nueva sensación de urgencia. Aquello no podía ser una coincidencia: su sueño y este barco en medio de la calma. Después de todo, había algo en el veneno en el que su madre tanto había creído. Joanna volvió a mirar hacia la noche y trató de imaginarse el continente que sólo se hallaba situado a unos pocos días de distancia: Australia, donde le esperaban secretos y un misterio.

—¡Melbourne! ¡El puerto de Melbourne! ¡Preparados para desembarcar!

Joanna estaba de pie en la cubierta, junto con el resto de pasajeros, observando cómo se acercaba más y más el puerto de Melbourne. Tenía prisa por descender del barco, por alejarse del pequeño camarote donde las pesadillas, los sueños y los fantasmas del pasado habían sido su única compañía.

Miró más allá de la multitud que se había reunido sobre el muelle para recibir el barco, elevó la mirada hacia el perfil de la ciudad, a corta distancia, y se preguntó si allí, más allá de los edificios y las agujas de las iglesias, encontraría a la «raza antigua y misteriosa» de la que había hablado su madre. En alguna parte de allí fuera, en el corazón del país que durante miles de años sólo había conocido a los aborígenes nómadas, se hallaba la respuesta a su pregunta. Y ella se vio abrumada por una sensación de malos presentimientos.

Cuando se tendió la pasarela y los oficiales del barco se reunieron para despedirse de los pasajeros que desembarcaban, Joanna se sujetó a la barandilla y levantó la mirada hacia el cielo. Se quedó asombrada ante la luz. No se parecía a ninguna luz que hubiera conocido, no era como la luz cálida y almizcleña de la India, donde ella se había criado, ni la luz suave y brumosa de Inglaterra, donde había estado una vez siendo niña. A Joanna la luz del sol de Australia le pareció amplia, directa y clara; era casi agresiva en su brillantez y claridad. Una luz que, rogó ahora, iluminara la oscuridad de su vida.

Vio a un grupo de hombres, trabajadores portuarios a juzgar por sus ropas, que subió apresuradamente por la pasarela. Una vez en la cubierta, empezaron a hacerse cargo del equipaje y de todo aquello sobre lo que pudieran echar mano, prometiendo a los pasajeros, que se disponían a desembarcar, que la tarea de transportar su equipaje sólo les costaría un penique o dos. Un joven negro se aproximó a Joanna.

—Me haré cargo de esto por usted, señorita —dijo, extendiendo las manos hacia su baúl—. Sólo seis peniques. ¿Adónde desea ir?

Ella se lo quedó mirando con fijeza. Era un aborigen. Se trataba de su primer encuentro con un miembro de la raza de la que tanto había oído hablar en su vida y que, en cierto modo, la había ensombrecido.

—Sí —asintió al cabo de un momento—. Bájelo, por favor. Sólo hasta el muelle.

Con una mano enorme, el hombre tomó el asa de uno de los extremos del baúl y empezó a levantarlo. Le dirigió a Joanna una sonrisa que fue una mueca. Ella vio unos enrojecidos ojos marrones, agudos y vivos, por debajo de unas cejas pobladas.

Luego, al hombre le desapareció la sonrisa del rostro. Le dirigió a Joanna una larga mirada inquisitiva y pareció como si, por un instante, estuviera haciendo una especie de viaje interior. Luego, sus ojos parpadearon, dejó el baúl sobre la cubierta, se volvió bruscamente y extendió las manos hacia un destartalado canasto que una mujer de edad avanzada intentaba transportar.

—¿Me permite que se lo lleve, señora? —dijo el hombre moviéndose sobre la cubierta, alejándose de Joanna.

Entonces se le acercó un mozo del barco, llevando una carretilla.

—¿Quiere que le baje el baúl al muelle, señorita? —preguntó.

—¿Por qué ha hecho eso? —preguntó ella señalando al aborigen.

—No se lo tome como nada personal, señorita. Probablemente decidió que el baúl era demasiado pesado para él. No les gusta trabajar muy duro. Mire, se lo bajaré yo mismo con la carretilla.

Siguió al mozo por la pasarela, volviendo la mirada hacia atrás para ver si podía distinguir al aborigen. Pero este se había desvanecido.

—Ya está, señorita —dijo el mozo una vez que estuvieron sobre el muelle—. ¿Vendrá alguien a recibirla?

Ella observó a la multitud que se apretaba en el muelle, gente que saludaba agitadamente a los pasajeros que llegaban. En ese momento pensó en la anotación en el diario de su madre, donde lady Emily había escrito: «¿Hay alguna posibilidad de que miembros de mi familia sigan todavía con vida en Australia? ¿Mis padres, quizá?».

—No. Nadie saldrá a recibirme —dijo Joanna entregándole unas monedas al mozo.

Mientras la multitud se arremolinaba a su alrededor, Joanna tuvo que pensar en lo que debería hacer a continuación. Lo primero sería encontrar un lugar donde alojarse y descubrir luego una forma de recibir allí su asignación; por el momento, sólo recibiría su herencia al cabo de dos años y medio. Después, tendría que encontrar a alguien que la ayudara a localizar la heredad que, al parecer, había sido propiedad de su familia. Y tendría que tratarse de alguien que poseyera conocimientos sobre la Australia de treinta y siete años atrás.

De repente, Joanna escuchó una gran conmoción detrás de ella. Alguien gritó:

—¡Alto! ¡Detengan a ese chico!

Al volverse, vio a un niño pequeño que se escabullía corriendo entre la multitud, sobre la cubierta del barco. Parecía tener cuatro o cinco años de edad y avanzó en una dirección y luego en otra, seguido de cerca por un camarero.

—¡Deténganlo! —gritó el camarero.

Cuando la gente intentó sujetar al niño, este se retorció de entre las manos, bajó corriendo la pasarela y pasó volando junto a Joanna.

Ella le observó lanzarse ciegamente entre la multitud, con las delgadas piernas subiendo y bajando, enfundadas en unos pantalones cortos. Cuando el camarero, de rostro enrojecido, le dio alcance por fin, el niño se dejó caer al suelo y empezó a golpearse la cabeza contra el muelle.

—¡Eh, eh! —gritó el hombre sujetando al niño por el cuello y agitándolo—. ¡Deja ya de hacer eso!

—¡Oiga! —intervino Joanna—. ¡Le está usted haciendo daño!

Se arrodilló junto al chico que se retorcía y se dio cuenta de que se había producido un corte en la frente.

—No temas —le dijo—. Nadie va a hacerte daño. —Abrió el bolso, sacó un pañuelo limpio y se lo pasó con suavidad por la herida—. Vamos, esto no te hará daño —añadió cuando el chico empezó a tranquilizarse.

Joanna extrajo una botella del bolso, vertió un poco del líquido en el pañuelo y se lo apretó al chico en la frente. Luego levantó la mirada hacia el camarero.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó—. El niño está aterrorizado.

—Lo siento, señorita, pero no soy una niñera. Lo subieron a bordo en Adelaida, y alguien tenía que ocuparse de vigilarlo. Ha permanecido bajo cubierta durante los últimos días y no ha hecho más que dar problemas. No quiere comer, no quiere hablar…

—¿Dónde están sus padres?

—No lo sé, señorita. Lo único que sé es que ha causado muchos problemas y va a desembarcar aquí. Se supone que alguien debía venir a reclamarlo. Joanna metió la mano en el bolso y extrajo de él una venda enrollada. Mientras le vendaba la cabeza al niño, vio que este llevaba un billete de una fibra sujeto a la camisa con un imperdible, y un trozo de papel en el que se leía: ADAM WESTBROOK.

—¿Te llamas Adam? —preguntó—. ¿Adam? El niño se la quedó mirando fijamente, pero no dijo nada. El camarero empezó a abrir el imperdible y tomar el billete de una libra.

—Creo que esto me pertenece, teniendo en cuenta todos los problemas que me ha causado.

—Pero si eso le pertenece a él —dijo Joanna—. No se lo lleve.

El camarero se la quedó mirando por un momento, calibrando aquel bonito rostro y el tono de voz, que sonaba como si estuviera acostumbrada a dar órdenes. Reconoció el corte caro de sus ropas y observó la etiqueta de primera clase en su baúl. Finalmente, decidió que debía de pertenecer a alguna familia importante.

—Admito que tiene usted razón —dijo—. No es que me disgusten los niños, no crea. Lo que ocurre es que él ha sido demasiado. Se ha pasado todo el tiempo llorando, y no hacía más que dar puñetazos y patalear. Y no ha querido hablar. No ha pronunciado una sola palabra/Bueno, el caso es que ahora tengo que regresar al barco.

Y tras decir esto, el camarero se giró sobre sí mismo y desapareció entre la multitud, antes de que Joanna pudiera decir nada más.

Joanna observó atentamente al niño y vio un rostro pálido con un aspecto frágil. Estaba tan delgado que se le ocurrió pensar que si lo sostenía a la luz podría ver a través de él. Se preguntó por qué habría estado tan solo en el barco, y qué terrible dolor o desgracia le habría inducido a herirse a sí mismo de aquel modo.

En ese momento, Joanna escuchó a un hombre que preguntaba:

—Discúlpeme, señorita, pero ¿es este Adam?

Levantó la cabeza y se encontró mirando a un hombre atractivo, con una mandíbula cuadrada, la nariz recta y arrugas producidas por el sol alrededor de unos ojos de color gris humo.

—Soy Hugh Westbrook —dijo el hombre, quitándose el sombrero—. He venido a buscar a Adam. —Le dirigió una sonrisa y luego se agachó, apoyándose en una rodilla—. Hola, Adam. Bien, bien. He venido para llevarte a casa.

Sin el sombrero, Joanna creyó observar un cierto parecido entre el hombre y el niño: la misma boca, con un labio superior delgado y otro inferior lleno. Cuando el hombre le dirigió al niño una mirada seria, ella observó que entre las cejas del hombre aparecía la misma arruga vertical que ya había entre las cejas del niño.

—Me imagino que debes de sentirte algo asustado, Adam —dijo Westbrook—. Pero todo está bien. Tu padre era primo mío, así que somos de la misma familia. Tú también eres mi primo.

Extendió una mano hacia el niño, pero Adam retrocedió hacia Joanna. Westbrook sostenía un paquete envuelto en papel marrón y atado con una cuerda. Empezó a abrirlo, al tiempo que decía:

—Mira, te he traído todo esto para ti. Pensé que te gustaría tener ropa nueva, como la que llevamos en Merinda. ¿Te habló alguna vez tu madre de la granja de ovejas que tengo en Merinda? —Al ver que el niño no decía nada, Hugh Westbrook se levantó y le dijo a Joanna—: He comprado todo esto en Melbourne. —Desplegó una chaqueta que había estado envolviendo unas botas y un sombrero—. En la carta no se especificaba lo que él podría necesitar, pero esto servirá por el momento y más tarde ya le compraré otras cosas. Está bien, aquí tienes.

Le tendió la chaqueta a Adam, pero el niño emitió un grito extraño y se cubrió la cabeza con los brazos.

—Por favor —intervino entonces Joanna—. Permítame ayudar.

Tomó la chaqueta y ayudó al niño a ponérsela, pero la prenda era tan grande que Adam casi pareció desaparecer en ella.

—¿Qué tal te sentará esto? —dijo Westbrook, y cuando puso el sombrero de ala ancha sobre la cabeza del niño, cubrió a Adam hasta los ojos y las orejas y quedó descansando sobre su nariz.

—¡Oh, querido! —exclamó Joanna.

—No pensé que pudiera ser tan pequeño —dijo Westbrook volviéndose hacia ella—. Cumplirá cinco años en enero y yo no estoy acostumbrado a los niños, así que supongo que he exagerado un poco las cosas. —Le dirigió a Adam una mirada pensativa y luego le dijo a Joanna—: Me había imaginado a un niño capaz de hacerse cargo de sí mismo. No tengo ni la menor idea de cuáles pueden ser las necesidades de un niño tan pequeño, y en la granja ovejera nos pasamos todo el día trabajando. Creo que Adam va a necesitar mucha atención.

Joanna bajó la mirada hacia el niño y le inspeccionó el vendaje que le había puesto en la frente.

—Está muy dolido —dijo ella—. ¿Qué le ha ocurrido?

—No lo sé con exactitud. Su padre murió hace varios años, cuando Adam no era más que un bebé. Y su madre ha muerto recientemente. Las autoridades del Sur de Australia me escribieron diciéndome que Adam se había quedado repentinamente huérfano, y me preguntaron si yo estaría dispuesto a hacerme cargo de él, puesto que era su pariente más cercano.

—Pobre muchacho —murmuró Joanna, posando una mano sobre el hombro del pequeño—. ¿Cómo murió su madre?

—No lo sé.

—Espero que él no lo viera. Es muy pequeño. Pero parece como si algo hubiera dejado en él una marca terrible. ¿Qué te ocurrió, Adam? —le preguntó Joanna—. Cuéntamelo, por favor. Hablar de eso te ayudará.

Pero la atención del niño parecía concentrada en una enorme grúa que estaba descargando mercancías de un barco.

—Mi madre también recibió un daño cuando era muy pequeña —dijo Joanna volviéndose hacia Westbrook—. Al parecer, presenció algo terrible que la acosó durante toda su vida. No hubo nadie capaz de curarla ni de comprender su dolor y ofrecerle el amor y la amabilidad que necesitaba. Fue educada por una tía que no le dio afecto, y, de ese modo, nunca llegó a curarse su herida. Creo que, finalmente, murió a causa de aquel suceso ocurrido en su niñez. —Le puso a Adam una mano por debajo de la barbilla y le levantó el rostro con suavidad. Observó dolor en sus ojos, y también una expresión de terror—. Es como si estuviera viviendo una pesadilla —dijo—. Como si todos nosotros formáramos parte de un mal sueño. —Se inclinó sobre el niño y le dijo—: Pero no estás soñando, Adam. Estás bien despierto, y todo está bien. Alguien va a cuidar de ti. Nadie te va a hacer el menor daño. Yo también tuve malos sueños. Los tengo siempre. Pero sé que sólo son sueños y que no pueden hacerme daño.

Westbrook observó a Joanna hablar al niño con un tono apaciguador. Observó cómo su cuerpo grácil se arqueaba hacia Adam, como los eucaliptos que crecían en despoblado, y al cobrar conciencia del efecto tranquilizante que estaba teniendo sobre el niño, le dijo:

—Gracias por lo que ha hecho. La he visto salvar a Adam de ese camarero. Fue muy amable por su parte tratar de ayudar. Debe de estar ansiosa por marcharse. Si alguien ha venido a recibirla, seguro que la estará buscando, señorita…

—Drury —dijo ella—. Joanna Drury. Y no, nadie ha venido a recibirme, señor Westbrook.

—Entonces, ¿ha venido usted de vacaciones?

—No, tampoco he venido de vacaciones. Mi madre y yo, teníamos intención de venir juntas a Australia. Íbamos a ocuparnos de algunas cosas relacionadas con nuestra familia y también de una tierra que ella había heredado. Pero murió antes de que saliéramos de la India. Así que he venido sola. —Le sonrió—. Nunca había estado antes en Australia. ¡Y resulta un poco abrumador!

Westbrook se la quedó mirando durante un momento, y le sorprendió observar un centelleo en sus ojos, que desapareció rápidamente. También creyó haber percibido algo en su sonrisa. ¿Había sido temor, quizá? Al escuchar lo contenido de su voz, como si estuviera diciendo algo practicado pero que se ha mantenido en secreto durante mucho tiempo, se sintió repentinamente intrigado.

—¿Dónde está esa tierra que anda usted buscando? —preguntó.

—El caso es que no lo sé. Creo que está cerca de un lugar llamado Karra Karra. ¿Lo conoce?

—Karra Karra. Suena a nombre aborigen. ¿Está aquí, en Victoria?

—Lo siento, pero no lo sé.

Westbrook se la quedó mirando durante un momento. Luego dijo:

—Conozco a mucha gente en Australia. Me agradaría ayudarla a buscar su tierra.

—Oh —exclamó ella—, eso sería muy amable por su parte, señor Westbrook, pero seguramente tendrá usted prisa por llevarse a Adam a casa.

—Señorita Drury, se me ocurre que quizá podamos ayudarnos el uno al otro. Usted necesita ayuda para familiarizarse con Australia, y yo necesito ayuda con Adam. ¿Qué le parece si hacemos un trato? Usted me ayuda durante algún tiempo con Adam, y yo la ayudo a buscar Karra Karra. No tendrá por qué ser durante mucho tiempo. Me caso dentro de seis meses. Mi granja ovejera, Merinda, no es elegante y me imagino que estará usted acostumbrada a lugares mucho más exquisitos. Hay una cabaña de troncos, rodeada por una gran terraza, pero usted y Adam pueden disponer de ella y me ocuparé de que tengan todo lo necesario. Quiero que el niño empiece su vida conmigo de una forma correcta desde el principio, y con usted parece sentirse mucho más tranquilo. —Cuando ella pareció dudar ante su ofrecimiento, añadió—: Comprendo su vacilación a marcharse con un extraño, pero el trato sería que viniera usted a hacerse cargo de Adam durante seis meses. Mientras tanto, yo la ayudaría a buscar lo que ande usted buscando. Australia tiene siete millones y medio de kilómetros cuadrados y la mayoría de ellos están todavía sin explorar, pero yo conozco bastante el país. No podrá usted conseguirlo a solas; necesitará ayuda. Yo tengo muchos amigos. Uno de ellos es un abogado a quien podría pedirle que se ocupe de investigar la propiedad que usted ha heredado. Le ruego que lo piense, señorita Drury. Aunque sólo sea por un mes, ayúdeme a empezar y yo la ayudaré a empezar también en las cuestiones que me ha mencionado. Piénselo mientras voy a buscar el carro.

Le vio desaparecer entre la multitud y entonces sintió una mano pequeña deslizarse entre las suyas. Al volverse vio que los grandes ojos grises de Adam estaban estudiándola. Joanna reflexionó sobre aquel giro inesperado de los acontecimientos.

Pensó en todo lo que había sacrificado para llegar hasta allí, en todo lo que había dejado atrás: sus amigos en la India, las ciudades que conocía tan bien, la cultura en la que se había criado, y finalmente al joven y apuesto oficial que había permanecido a su lado durante el funeral y que le había pedido que se casara con él. Y ahora, de repente, sintió nostalgia. A Joanna le había disgustado mucho abandonar todo aquello; para ella no había sido una decisión fácil. Y ahora, mientras observaba a la multitud sobre el muelle, dispersándose en carruajes, carros y caballos, cobró conciencia del tráfico pesado que se movía por la calle que se adentraba en Melbourne, pensó que se encontraba sola por primera vez en su vida, entre personas extrañas y en un país extraño, y pensó en lo fácil que habría sido para ella quedarse en la India.

Pero entonces pensó en el joven aborigen que había subido a bordo del barco unos minutos antes, y en la extraña mirada que le había dirigido cuando se hizo cargo del baúl. Y recordó que, en realidad, no le había quedado más alternativa que venir hasta aquí.

Pensó en Hugh Westbrook, y se sorprendió al darse cuenta de que se sentía atraída hacia él. Era muy apuesto, y también joven; calculó que debería tener unos treinta años. Pero se trataba de algo más que eso. Joanna estaba acostumbrada a los uniformes impecables y a las actitudes rígidamente correctas. Hasta la proposición matrimonial planteada por el joven oficial lo había sido de una forma rígida y amable, como si hubiera estado siguiendo las normas dictadas por el protocolo. Joanna sabía que a aquel joven jamás se le habría ocurrido dirigirse a una dama a la que no hubiera sido presentado formalmente. Westbrook, por el contrario, le había parecido un hombre relajado, flexible y cómodo, como si sólo siguiera sus propias normas, y Joanna acababa de descubrir que eso le agradaba.

Le había dicho que la ayudaría a encontrar Karra Karra. Sabía que iba a necesitar la ayuda de alguien, y él le había asegurado que estaba familiarizado con Australia. Por un momento, se preguntó si no debería contarle el resto de la historia, lo del veneno/maldición. Decidió que no. No ahora, no, al menos por el momento. Porque aquello era algo que ni siquiera ella comprendía bien; ni siquiera estaba segura de que existiera.

Cuando el recuerdo del joven aborigen del barco acudió de nuevo a su mente —la forma en que la había mirado y luego se había marchado tan bruscamente—, lo apartó de sí, enfocando su pensamiento en cómo sería la granja ovejera de Hugh Westbrook. ¿Estaría situada en suaves colinas cubiertas de pastos verdes, como las que había visto en cierta ocasión en Inglaterra? ¿Estaría cubierta por la sombra de los robles, y habría gorriones piando en el jardín, por detrás de la cocina? ¿O sería el hogar de Hugh Westbrook completamente diferente a cualquier otra granja que pudiera encontrar en Inglaterra? Joanna había leído lodo lo que había podido sobre este curioso continente que era Australia, donde no había animales ungulados, ni grandes felinos depredadores, donde los árboles no perdían las hojas en el otoño, sino que perdían la corteza, y donde, según decían algunos, los aborígenes constituían la raza más antigua que existiera sobre la Tierra. De pronto, sintió una gran curiosidad por verlo todo.

—¿Y bien, señorita Drury? ¿Qué me dice usted?

Ella se volvió y miró a Hugh Westbrook. Aún no se había vuelto a colocar el sombrero y observó la forma un tanto desainada en que llevaba el cabello. Ella se había criado entre hombres que se lo untaban con pomada, entre oficiales que mantenían el cabello perfectamente pulcro. El de Westbrook, en cambio, le caía de cualquier forma, largo y un tanto enmarañado, como si hubiera renunciado al peine para dejar que creciera de forma natural.

Joanna sintió entonces la pequeña mano sobre la suya, y pensó en lo desesperadamente que Adam se había golpeado la cabeza contra el suelo, como si quisiera borrar de allí recuerdos inexpresables.

—Está bien, señor Westbrook —dijo finalmente—. Iré con usted durante una temporada.

Sobre el rostro del hombre se extendió una sonrisa de alivio.

—¿Quiere usted detenerse en la ciudad para algo? Quizá quiera enviar una carta a su familia, o decirle dónde estará.

—No tengo familia —dijo ella.

Mientras Westbrook cargaba el baúl de Joanna en el carro, dijo:

—Y a propósito, ¿qué ha sido lo que le ha puesto antes en la frente de Adam?

—Aceite de eucalipto. Es un antiséptico y cura las heridas con rapidez.

—No sabía que hubiese árboles de eucalipto fuera de Australia.

—Han importado unos pocos en la India, donde yo vivía. Mi madre obtuvo el aceite a través de una farmacia local. Ella lo utilizaba en muchos de sus remedios.

—Pues yo creía que sólo los australianos conocíamos los poderes curativos del aceite de eucalipto. Aunque eso es algo que se lo debemos a los aborígenes. Ellos utilizaban el eucalipto en sus remedios medicinales muchos siglos antes de que el hombre blanco llegara aquí.

Mientras el carro se alejaba del muelle, de las multitudes del Stella, Joanna pensó en lo que podría encontrar en alguna parte de aquellos siete millones y medio de kilómetros cuadrados. Pensó en la misteriosa y joven mujer negra que había aparecido en los sueños de su madre, en unos abuelos que todavía podrían estar vivos en alguna parte de este continente. Pensó en los sueños y pesadillas y en los significados que pudieran tener. Finalmente, pensó en regresar al lugar donde se había iniciado todo, de donde surgían los recuerdos perdidos de su madre, donde se había iniciado una maldición que tenía que terminar. Y finalmente, pensó en el hombre sentado a su lado, y en el pequeño niño herido que había aparecido en su vida de una forma tan repentina e inesperada. Y se sintió llena de una sensación de maravilla y temor.