8

Aquello tenía algo de tren nocturno, de asilo del Ejército de Salvación, de cuartel, de habitación de un enfermo, de cárcel, de velatorio, de todo lo que es acre y obsesionante, con un olor humano demasiado fuerte, un regusto de miseria que se queda en la garganta.

Y aquello ocurría en el duermevela, en una región gris e incierta, donde a veces Chave tenía ganas de agarrarse para no hundirse en el vacío.

Con un suspiro de animal cansado, Robert se había dado la vuelta sobre su mala cama y aparecía reluciente, con las ventanas de la nariz dilatadas, los labios hinchados y el pelo rizado como una oveja.

Chave no habría podido hacer otra cosa que observarlo detalladamente, sobre todo porque el muchacho le parecía más voluminoso de lo natural, como un primer plano del cine, hasta el punto de que se veían sudar los poros de su piel.

De todos modos, las pestañas se le agitaron imperceptiblemente, a pesar de que su respiración seguía siendo regular, y a Chave le pareció que Robert lo espiaba, a su vez, a través de una fina rendija entre sus párpados.

El otro, el polaco, estaba sentado al fondo de la habitación, junto al pie de la cama, y su principal manifestación de vida consistía en, cada vez que iba a apagársele el cigarrillo, encender otro con la colilla, luego cruzaba de nuevo las piernas y miraba a Chave soplando el humo.

Eso era todo. Allí estaban los tres. El resto del mundo estaba lejos, exceptuando al viejo libidinoso de la habitación contigua.

Había pocos accesorios: cerca de Robert, restos de comida y las pieles pegajosas de uva; sobre la mesa, al alcance de la mano de Stéphan, un revólver cerca de una botella de vino, un despertador y un termo.

Finalmente, a fuerza de inmovilidad y silencio, se oían ruidos que ni siquiera existían, como el paso de un tren o la respiración de una máquina gigante.

Chave estaba abatido, triste. Triste como… Hubiera podido decirse que como Cristo. Una tristeza sin fondo. Una tristeza gris, desesperante. Y, de vez en cuando, si le parecía que los párpados de Robert se habían estremecido, los suyos le escocían y su labio inferior empezaba a levantarse.

No le guardaba rencor a Robert. Incluso miró a Stéphan y se convenció de que a este tampoco. Era un desgraciado. Llevaba la marca encima. Cuando no se hacía el listo, se parecía a todos los de su tierra que Chave había visto invadir el Norte y el Borinage para poblar las zonas mineras.

Debía tener sueño; no era posible permanecer en aquella habitación mal iluminada sin sentir deseos de dormir y por eso fumaba sin parar.

¿No había confesado que la bomba estaba allí, a la vista? Hizo una minuciosa observación de lo que se encontraba a su alrededor, y al fin comprendió, y eso a causa del despertador que evocaba la idea de un mecanismo.

¿No sería la bomba el termo que había a su lado? La prueba era que Stéphan, al verlo absorto en su contemplación, miró también la botella y luego esbozó una sonrisa que quería ser sarcástica.

Pasaron unos minutos. El polaco, que debía pensar aún en la botella, extendió la mano y cogió el revólver que, a partir de aquel momento, ya no soltó, ni siquiera cuando encendía un cigarrillo.

El cerebro de Chave, sin que se diese cuenta, se llenaba de humo. Las imágenes se deformaban. Los acontecimientos acababan por embrollarse.

Entonces, hacía un doloroso esfuerzo para despertarse y miraba a su alrededor abriendo enormemente los ojos, hasta que el contorno de los objetos se hacía preciso.

Stéphan había dicho que a las cinco… A las cinco vendrían a buscar a Robert del mismo modo que se va a buscar a un condenado, haría frío, estaría oscuro, habría humedad, y lo conducirían hacia Courbevoie llevando la bomba con precaución y haciéndole las últimas recomendaciones. Y Robert, en aquel momento, ¿no sentiría vacilar su resolución? Sus ojos, bordeados de rojo por la fatiga, ¿no buscarían a su alrededor un medio para escapar a su suerte?

Como los condenados, olería a alcohol, y una mala colilla temblaría en sus labios…

Chave se dormía. No, se enderezaba de nuevo. Se pellizcaba para seguir despierto y lanzaba una mirada desafiante al polaco que no estaba mucho más despejado que él.

A veces se le ocurrían ideas irrealizables, pero lógicas y seductoras, como las que se tienen en el duermevela.

Una de estas ideas estaba encaminada a salvar a Robert: se trataba de romperle una pierna, pues con una pierna rota no podría ir a lanzar su bomba a Courbevoie. Le bastaría con un objeto pesado, un martillo o una barra de hierro. Antes de que Stéphan hubiera podido intervenir, Chave habría actuado.

¿Qué harían los otros después de esto? ¿Llevarían la bomba ellos mismos? Lo más seguro sería que no, ya que habían preparado a Robert para que lo hiciera él…

Pero el caso es que no tenía ni martillo ni barra de hierro. Y aunque hubiera tenido un arma de este tipo, no se hubiera atrevido a utilizarla. Nadie se pone a golpear de aquel modo, sobre todo a sangre fría, cuando no se tiene costumbre, y Chave había rehuido siempre las peleas y todo lo que se pareciera a la violencia.

Pensó en otro medio, más heroico. Calculó cuántas personas podía haber en el hotel en donde se hallaban. No muchas, probablemente. ¿Diez, quizá? Y no se trataba de personas ciertamente interesantes. ¿Acaso la mujer del ojo de cristal, por ejemplo, que esperaba a los clientes en el umbral, hubiera perdido mucho si le hubiesen quitado la preocupación de la vida? ¿Y el viejo sucio que jadeaba en la habitación de al lado?

Y como en Courbevoie había más probabilidades de que la bomba causara muchas más víctimas, ¿no era preferible hacerla saltar en seguida? Echándose encima en el momento en que Stéphan menos lo esperara…

Lo estaba pensando. Lo pensaba de nuevo, desde el principio al final, sin cesar, pero, en el fondo, sabía que no lo haría, y de pronto se sobresaltó perqué llamaban a la puerta.

Stéphan también tuvo un sobresalto, Robert entreabrió los ojos pero los volvió a cerrar inmediatamente, herido por la luz.

El polaco hizo una pregunta en su lengua, a media voz. Se había acercado a la puerta y, por consiguiente, a Chave, por lo que lo estaba apuntando prudentemente con su revólver.

Respondió la voz de una mujer. Stéphan abrió la puerta, permitiendo la entrada de una mujer de unos treinta años, sin duda polaca, bajita y gorda, con una grasa malsana, con los brazos y las piernas rechonchos, la cara mal maquillada, un cuerpo raro, envuelto en un abrigó de pieles baratas.

La puerta se cerró de nuevo. La mujer encendió un cigarrillo; no pareció extrañarse del espectáculo que se ofrecía a sus ojos, y empezó a hablar con desenvoltura.

Stéphan, al escucharla, parecía contrariado. Por dos veces, Chave sorprendió la palabra telefoon y, cuando el polaco fue a salir, se convenció de que había comprendido bien.

Sin duda, K…, acosado por la policía, no quería ir a la Rue de la Roquette y había llamado a una de sus amigas, que debía vivir en los alrededores, para que fuera a buscar a Stéphan. Este se había puesto un gorro, sin dejar de espiar a su prisionero, y después de haber hablado, de nuevo en polaco, a la mujer, le entregó el revólver. Ella se sentó en el sitio que antes ocupaba él.

Después de salir, cerró por fuera la puerta con llave y bajó por las escaleras. El ruido de la puerta que se cerraba despertó a Robert, que se sentó en la cama, mirando con estupor a la mujer que ocupaba el sitio de su compañero.

—¿Qué ocurre? —balbuceó.

Ella le respondió con un acento muy marcado:

—Nada… Stéphan ha ido a hablar por teléfono…

Mantenía concienzudamente el revólver apuntando a Chave, que empezaba a tener miedo de que un falso movimiento la hiciera disparar.

—¿Qué hora es?

Fue Chave quien respondió:

—Las doce y media…

El otro lo miró como si ya no se acordara demasiado de su cólera de hacía poco. Alargó el brazo para alcanzar el vaso y bebió un sorbo que se convirtió en una mueca de asco.

—¿A quién ha ido a telefonear? —preguntó a la polaca.

Pero esta le hizo señal de que no podía decírselo. Y Robert, que tenía los ojos saltones, se encogió de hombros.

—Escucha… —balbuceó Chave—. Escúchame un instante, Robert, mi pequeño Robert, no debes hacer eso…

Este lo miró con expresión de aburrimiento, bostezó, se frotó la cara y suspiró:

—¡Sabes muy bien que es demasiado tarde!

—No es demasiado tarde… No sólo es tu vida la que está en juego, sino otras vidas y…

—¡Déjame en paz!

Ya no tenía fuerzas para indignarse ni enfadarse. La fatiga le pesaba, y la atmósfera descorazonadora de la habitación, donde, además, empezaba a notarse el olor a sudor de la mujer y el perfume rancio.

En el mismo momento en que se le ocurrió la idea a Chave, Robert lo estaba mirando, y se impresionó por la fisonomía de su compañero. Fue muy rápido e inesperado. Chave iba a empezar de nuevo con sus jeremiadas y súplicas. Pero, de repente, después de que había estado horas buscando una solución, la encontraba, en aquel momento, sin querer. Y, a pesar suyo, sonreía, atónito de no haberlo pensado antes.

¿Qué era lo que le había impedido actuar, desde que estaba en aquella habitación? ¡El revólver, evidentemente! ¡El revólver que tenía el polaco en la mano y que, ahora, había confiado a su compatriota!

Ahora bien, ¡era evidente, de una evidencia clarísima, que no podía utilizar aquel revólver! ¡Era algo infantil! ¡La bomba estaba sobre la mesa! En la esquina de la Rué de Lappe había policía. Stéphan no podía, a ningún precio, atraer su atención hacia aquella habitación donde inmediatamente se descubriría la verdad.

Chave temblaba de la emoción. Poco le faltó para que no se levantara en seguida, pues las piernas se le iban. Evitaba mirar a su compañero, pues no debía ver el triunfo que se leía en sus ojos.

Tenía que esperar. En aquellos momentos, la habitación estaba cerrada y la llave la tenía el polaco, que estaba fuera. Pero iba a volver. Y, entonces, se iría la mujer. Él volvería a sentarse en su sitio empuñando su arma, ¡que ya no era más peligrosa que una pistola de juguete!

Chave cerraba los ojos y apretaba los labios para que no le temblaran. Por fin, oyó pasos en la escalera. Se detuvieron ante la puerta. La llave se introducía en la cerradura.

Stéphan estaba allí. Y, como lo había previsto, volvía a tomar el arma, dirigiendo unas palabras a la polaca que ya se iba, a disgusto, como si hubiera preferido seguir asistiendo al espectáculo.

Stéphan no se veía contento. Le dijo a Robert:

—Era él… No podrá venir, pero me ha dado todas las instrucciones…

—¿Saldremos a las cinco igual?

Primero Chave se había prometido esperar a que la atmósfera hubiera hecho de nuevo sus efectos, a que cada cual estuviera sumergido en su pesado ensueño. Pero fue más fuerte que él. Se levantó de un modo tan rápido y brusco, tan de improviso, que nadie se movió. Tal vez creyeron que le había dado un calambre o una necesidad súbita.

Los miró por espacio de un segundo, al uno después del otro. Temblaba. Había algo tan doloroso en lo profundo de su ser, que debía actuar de prisa, para poner fin a esa angustia.

Hizo el gesto sin darse cuenta. Le bastaba dar un paso en dirección a la mesa, extender el brazo v coger el termo con la mano.

Ya lo tenía. Los miró, al uno y al otro, con desafío y retrocedió hacia la puerta, abriéndola.

Stéphan se había puesto tan lívido que parecía un enfermo. No se movía. Sus dedos se separaron y el revólver cayó al suelo.

Chave ni se enteró. Ya estaba fuera. Corría escaleras abajo. Empujó a la mujer que seguía en el estrecho corredor.

Resonaban unos pasos detrás de él. Creía oír un líquido que se agitaba en la botella y fue entonces cuando su miedo llegó al paroxismo.

Pues lo que tenía entre las manos era una bomba. Una bomba cuyo sistema y regulación desconocía. En su precipitación había empujado a la mujer del ojo de cristal. ¿No bastaría un golpe para hacer estallar el artefacto?

De todos modos, andaba de prisa. La calle estaba desierta. La mayor parte de los bailes de la Rue de Lappe estaban ya cerrados, pero en la acera había aún dos agentes.

Sólo que, como estaban allí para evitar peleas entre los que frecuentaban los bailes, ni siquiera miraron a Chave, que pasaba apretando la botella contra sí.

Atravesó la Place de la Bastille a grandes pasos al tiempo que otros pasos se le acercaban y una voz le decía:

—Pierre… Escucha…

El pequeño Robert lo seguía, sin sombrero, despeinado, con la camisa abierta sobre el pecho.

—No tienes derecho a hacer eso… No te lo perdonaría en toda mi vida…

Echó una mirada atrás. Stéphan también lo seguía, pero a distancia. Lo seguía, aunque no muy convencido, más bien dispuesto a torcer en la primera esquina a la más mínima alarma.

Chave seguía andando, como en un sueño triunfal. No caminaba; ¡volaba! Nunca en su vida había dado unos pasos como aquellos, tan largos, tan decididos. Seguía por el Boulevard Henri-IV… Al final de las dos hileras de castaños, distinguió ya el puente del Sena y sintió deseos de correr. Si no lo hizo fue por miedo a que estallara el artefacto.

—¡Pierre!… Te lo suplico…

El otro, más pequeño que él, tenía que correr para seguirlo y era realmente extraordinario ir escoltado de aquel modo, era único, sobrehumano. Hasta el punto de que Chave se puso a hablar solo, a comentar su propio gesto.

—Ya sabía yo que encontraría algo… Lo sabía… Ignoraba el qué, pero lo sabía…

A veces se movía algo en la botella. Tenía la impresión de que llevaba algo con vida y de que esta vida lo amenazaba. El puente estaba sólo a cien metros, a cincuenta, a treinta… Se volvió y vio que el polaco ya no lo seguía, se acababa de detener. Tuvo la impresión de que la oscuridad lo absorbía, lo aniquilaba.

Robert, por su parte, vacilaba en avanzar y Chave cruzó solo la calzada y pisó el puente, sobre el que dio unos pasos.

Fue presa de una última vacilación. Para asegurarse de que iba a superarla hizo un gran gesto y arrojó el termo al Sena, tan lejos como pudo. Estuvo a punto de quedarse allí, como retenido por una fuerza desconocida. Tuvo que despegar sus pies del suelo, uno después del otro, y echó a correr con todas sus fuerzas, en línea recta, hasta el otro extremo del puente, luego a lo largo de la isla de Saint-Louis.

Cuando se detuvo, estaba a unos quinientos metros del lugar donde había arrojado la bomba. Jadeaba, se cogía el pecho con las dos manos, tratando de apaciguar los latidos de su corazón, de frenar la sangre en sus arterias, de inmovilizar sus sienes que palpitaban.

Iba a pasar algo. Lo esperaba. Casi lo necesitaba. La explosión amortiguada por el río, algo como unos fuegos artificiales, con un gran surtidor de agua y luego unos remolinos, lo hubieran aliviado.

Estuvo largo rato aguardando, sudoroso, con los dedos crispados. Luego oyó pasos y voces. Dos agentes seguían por la acera y él caminó unos cien metros delante de ellos, llegó al extremo de la isla, cruzó el puente y se encontró cerca de Notre-Dame.

¡Afortunadamente allí cerca había un banco! Sentía el imperioso deseo de sentarse. Le parecía que iba a desmayarse, de la forma más tonta. Todo su ser se ablandaba.

Sin embargo, no se desmayó. Todo lo que hizo fue hundir la cabeza entre sus manos y llorar, de pronto, llorar violentamente, sin razón, con la impresión de que todo su ser se fundía en aquel llanto.

Era la reacción, más violenta y voluptuosa que el más cálido abrazo de mujer.

—¿Es realmente necesario? —preguntó sin convicción el Barón, que parecía a punto de deshincharse como un globo.

Lo habían convertido en un autómata. Le habían hecho tal cantidad de preguntas y de tantas maneras, que ya no oía lo que le preguntaban. Le decían que se sentara y se sentaba, le decían que se levantara y se levantaba, le decían que comiera y comía.

Ahora ya había llegado al límite, y miraba como un decorado de pesadilla aquel café de la esquina adonde lo obligaban a ir a sentarse otra vez, bien a la vista, para hacer eventualmente de cebo.

Seguía con la cartera en la mano, la famosa cartera que contenía los dos barcos y los proyectos de al menos quince sociedades anónimas; llevaba su importante abrigo y lucía sus mejillas falsamente prósperas, cuya flaccidez no se adivinaba.

—¡Un calvados!… —ordenó al dueño, que ya empezaba a conocerlo.

Sólo veía un poco del puente, el edificio de ladrillos de la oficina de consumos y los primeros árboles del muelle.

Había un sol que parecía de primavera; La naturaleza estaba tan alegre, que parecía que los árboles iban a reverdecer, y los gorriones alborotaban como niños a la hora del recreo.

Dos mesas más allá estaba el policía bajito que, por dos veces, en la comisaría, cuando no lo veían, había tratado de hacer hablar a su prisionero dándole patadas en la espinilla.

Habían visto al comisario, que había pasado toda la noche por los alrededores, y que había escondido a sus hombres por todas partes, hasta el punto de que el barrio estaba lleno de inspectores y de guardias móviles.

La gente no se fijaba. Se volvían asombrados cuando, al pasar por delante de un rincón, veían tres o cuatro hombres pegados a la pared, como los niños cuando juegan a policías y ladrones, pero lo olvidaban pronto y pescaban con caña, como los otros días, o más aún, porque el tiempo era espléndido; o descargaban una barcaza de arena y una de carbón, formando un bonito contraste de blanco y negro, un curioso carro tirado por seis caballos. Llevaba un gigantesco árbol a la aserradora e interrumpía la circulación.

El Barón ya no pensaba. Los policías debían acabar con la cabeza dándoles vueltas.

Esto no impedía que las llamadas telefónicas se sucedieran y que los autos no cesaran en su ir y venir de la Prefectura a la Rué des Saussaies. Incluso alguien creyó ver, por la mañana, un coche del Ministerio del Interior que se detenía cerca del puente y que finalmente se había marchado.

—¿Sigue usted creyendo que aquella carta anónima no era más que una broma pesada? —había preguntado el ministro al comisario que llevaba bigote.

Durante aquel tiempo, Chave, con su traje que le estaba tan mal, y su gorro de marinero, subía al tranvía en la estación del Midi.

Las calles de Bruselas eran todavía más luminosas que las de París, quizá porque estaban más vacías, porque dejaban más espacio al sol. El tranvía hacía sonar su campanilla mientras se deslizaba por los raíles, y escupía arena cuando en una curva debía frenar. Se volvía mucho más ruidoso en las calles tranquilas de Schaerbeek, donde Chave bajaba, por fin, en una esquina frente a la tienda donde ellos compraban.

Le faltaban recorrer unos cien metros apenas, pero aminoraba el paso, pues las piernas le flaqueaban de nuevo. No tenía llave. Ya no sabía si se la había llevado o no.

Puso el pie en el umbral de piedra azul, extendió el brazo y tocó la campanilla, una, dos veces. Luego, maquinalmente, levantó la cabeza, pues sabía que iba a abrirse la ventana y a asomar una cabeza.

—¿Quién es?… ¿Qué hay?…

Él se puso a reír. Se puso a reír porque su mujer no lo había reconocido con su indumentaria y su barba de cuatro días. Su risa era cálida y húmeda.

—¡Soy yo!

Apenas había acabado de decirlo cuando se abrió una puerta, unos pasos bajaban precipitadamente la escalera y su mujer casi resbalaba en las limpias baldosas del corredor.

—¡Pierre!…

Ella también reía. Lo arrastraba consigo. Miraba con orgullo hacia una puerta que se movía, la de la vieja arpía de la propietaria que explicaba por todo el barrio que Chave estaba en la cárcel en París.

—Ven de prisa…

—¿Y Pierrot?

No tuvo necesidad de responder. La puerta estaba entreabierta. Con el sol, llegaban también vahos de sopa de puerros, y en medio del polvo dorado, como una aureola de santo, se veía a Pierrot, sentado en el suelo, con su camisón afelpado, entreteniéndose con un juego de construcciones.

—¿Eres tú, papá? —preguntó del modo más natural del mundo.

Para él no había existido el tiempo. Recibía seriamente los besos ásperos de su padre que casi le lastimaban la mejilla. Luego se quedó realmente asombrado:

—¿No me has traído nada?

Porque, ya se sabe, ¡cuando uno vuelve de viaje, siempre trae algo!

—¿Has tenido miedo? — preguntaba ahora Pierre a su mujer.

Lo más emocionante era encontrar las cosas exactamente igual que como las había dejado. Cuando abrió la puerta del comedor, encontró la estufa encendida, como si hubiera estado esperando que él fuera a sentarse allí a trabajar. El linóleo, limpiado el día anterior, olía a cera y aguarrás.

—Todavía no sé lo que voy a hacer —dijo, yendo y viniendo, husmeando, tocando las cosas—, creo que lo mejor sería que avisara a la policía…

—¿Avisarla de qué?…

—Es muy largo de explicar… Quiero que sepan que ya no existe peligro…

—¿Has vuelto a ver al Barón?

No pudo impedir que se le escapara una sonrisa al pensar en cómo había visto al Barón… Veamos, era el día anterior… Sí, el día antes… detrás de los cristales del café de Courbevoie, semejante a un personaje descolorido del museo de cera.

De pronto, llamaron dos veces. Contrariamente a lo que se hubiera podido esperar, en lugar de asomarse a la ventana, Marie miró el reloj y dijo:

—Es el comisario…

—¿Qué comisario?

—Meulemans… Viene dos veces al día…

Marie se puso a reír por la expresión de Chave. Y fue aún peor cuando la voz cordial del comisario se dejó oír por la escalera, con el más marcado acento belga que jamás hubiera oído Pierre.

—¡Vaya! Así que, ¿ya se ha levantado?

—Pues sí, señor comisario…

—¡Qué bien! ¿Verdad?… Un niño tan inteligente… Hubiera sido una lástima…

Al mismo tiempo, se encontró cara a cara con Chave y se sobresaltó, farfulló, embarazado además por el paquete que llevaba en la mano.

—¿Ha vuelto usted? —exclamó en un tono huraño—. ¡Vaya!… Más complicaciones…

Y el niño se puso a gritar señalando el paquete:

—¿Es mi trompeta?

—Exacto, es tu trompeta, muchacho… Sólo que ahora yo tengo que hablar con tu papá…

Y, volviéndose hacia este, le dijo:

—¿Vamos al despacho?

Entró como los otros días, y estuvo a punto de sentarse en «su» sitio y abrir el cajón para coger «su» tabaco.

—Es mejor que cierre la puerta, ¿verdad?… Como sorpresa ya le aseguro que lo es, ¡una buena sorpresa!… Esta misma mañana, sin ir más lejos, he telefoneado a París y me han dicho que no había pasado nada…

—Y no pasará nada —dijo Chave dulcemente, jugando con sus pipas alineadas sobre la mesa—. Al menos así lo espero. La bomba está en el Sena, cerca del Boulevard Henri-IV, exactamente a quince metros de la orilla…

—¿Está usted seguro?

—Completamente seguro. Quizá usted pueda hacérselo saber a los de París y decirles también que todos los que han detenido no tienen nada que ver con este asunto…

Volvió la cabeza. Acababa de evocar los muelles, con el talud salpicado de pescadores, las barcazas, los cafés que tenían cada cual su olor característico, olor de una provincia, de un campo de Francia.

—¡Marie! Sírvele algo de beber al comisario… — gritó.

—¿Qué quiere usted beber? — preguntó la mujer.

—Cerveza. Todavía es lo mejor, ¿verdad?

Allá lejos, uno de los cafés olía a aguardiente, otro a calvados y sidra y otro, sin que pudiera decirse el porqué, con su dueño con bigotes y delantal azul, olía a Auvernia.

—Voy a llamar por teléfono… Luego haré mi informe… Tendrá usted que darme detalles…

—No hay detalles… Desde el momento que se encuentre la bomba…

Un hombre con el rostro ennegrecido que, ayudado por un perro enganchado al carrito, tiraba de este en la calle de adoquines iguales, daba toques de trompeta y luego gritaba con voz aguda:

—¡Carbón!

Era el carbonero. Estaba en Bélgica. Estaba en Schaerbeek. El comisario se secó los labios y se fue a telefonear la noticia a París. La vieja, abajo, espiaba detrás de su puerta.

Y Marie lo miraba dulcemente:

—¿Qué tienes?

—¿Yo? — se sobresaltó Chave —. Yo no tengo nada… Quisiera lavarme y afeitarme…

—Voy a ponerte agua a calentar… También tendré que acercarme al teatro…

—¿Has vuelto a ver al muchacho que se encontró tan mal, aquella noche que…?

—¿Robert?… Sí…

—¿Qué ha hecho?

—Nada… Tendré que escribirle…

—¿Y el Barón? ¿No crees que con todas sus torpezas no acabará por…?

Marie se calló, porque él la miraba a los ojos y porque sentía en aquel instante que no tenía que decir nada más. Había que dejar a sus nostalgias el tiempo de diluirse y a las impresiones demasiado fuertes el tiempo de suavizarse.

Y la prueba era que no se ocupaba de su hijo ni oía el sonido agrio de la nueva trompeta.

Luego, como si saliera de un sueño, se acercó a ella en el momento en que acababa de poner al fuego una inmensa olla de agua —que utilizaba para la colada y para los baños— y murmuró con voz neutra:

—¿Has tenido suficiente dinero?

—Ayer pagué el gas y me quedan treinta francos…

¡Había que ponerse de nuevo en marcha, poco a poco!

—¿Qué día es hoy?

—Viernes…

—¿Crees que el niño ya puede salir?

—Mañana o pasado…

Pierre estaba sentado —desnudo en el barreño, sobre un linóleo especial qué ponían en medio del dormitorio— cuando, frotándose con la esponja enjabonada, murmuró:

—El domingo iremos a algún sitio donde haya agua… ¿Quieres pasarme la toalla?…

Ella fue a dársela corriendo, porque tenía miedo de que se le quemaran las judías. Continuaron hablándose de este modo, de una habitación a la otra, con los ruidos de la trompeta de hojalata, entre los ruidos del agua, de remover la cacerola, de atizar el fuego.

—Esta tarde me acercaré al teatro… Me extrañaría mucho que hubieran encontrado a alguien…

Y así siguió todo, sosegadamente, con precaución, porque todo aquello era frágil y no querían romper nada.