En el Ministerio desierto sólo había luz en la antesala y en el despacho del ministro. En la antesala, el ujier se estaba leyendo los anuncios de un diario vespertino que ya se había leído de cabo a rabo. El único visitante no había querido sentarse y seguía de pie cerca de una ventana, mirando el patio oscuro, donde había tres coches estacionados.
—Esos señores están conferenciando…
—Ya lo sé. No obstante, anúncieles que estoy aquí…
Pasaron diez minutos antes de que se abriera la puerta. El ambiente olía a cigarro y había una solemnidad desagradable en las actitudes, algo furtivo, molesto, casi vergonzoso.
El comisario era el único que no se había quitado el abrigo. Seguía respetuosamente de pie, como era su deber, después de haber intercambiado una mirada poco entusiasta con su jefe. El ministro, con las manos apoyadas sobre la mesa, pareció que tenía que sacudirse para preguntar:
—¿Qué hay?
—Todavía nada, señor ministro…
El otro se volvió hacia el prefecto de policía.
—¿Encuentra usted natural que esos tipos estén esperando tanto tiempo? Por mi parte voy a acabar preguntándome si aquel anónimo no era una broma pesada…
Sin embargo eso lo decía como se les dice a los moribundos:
«Ya verá usted como en la primavera que viene se siente mucho mejor».
Sonó el timbre del teléfono, lo descolgó y después lo pasó al comisario:
—Es para usted…
—Con permiso… ¡Diga!… Sí… ¡Oh!… ¡Bien!… No… Nada…
Todos lo estaban mirando. Volviendo la cabeza, el comisario dijo:
—Ha muerto.
—¿Quién?
—El brigadier Combi… Han intentado extraerle la bala, pero…
—¿Qué se ha dicho a la prensa? — se inquietó el ministro.
—Casi nada: un malhechor perseguido que se vuelve y dispara a los policías que iban a detenerlo…
—¿Todavía no lo han encontrado?
El comisario miró a su jefe directo, como para decirle que era difícil hablar de aquello con uno que no es del oficio. Luego meneó la cabeza y reconoció:
—Todavía no lo he encontrado…
—En resumidas cuentas, aparte del Barón, ¿no ha detenido usted a nadie?
—Acabamos de detener a siete personas, en Puteaux, donde se reúne habitualmente un grupito de anarquistas. Desde hace dos días, todos y cada uno eran seguidos individualmente. Ochenta y tres sospechosos, exactamente, están vigilados día y noche…
—Y, entre tanto, el hombre que ha disparado sobre el brigadier…
—… ha entrado en el local en cuestión… Eso es lo que me ha hecho decidir a precipitar los acontecimientos… Desgraciadamente, a pesar de que hemos registrado el inmueble de arriba a abajo, no lo hemos encontrado…
El comisario hablaba gravemente, sin humildad, como hombre consciente de haber hecho todo lo posible.
—¿Barón todavía no ha hablado?
—Aún no. Le hemos servido una copiosa comida, lo hemos dejado mano a mano con un vino generoso. Esto lo ha vuelto más familiar, pero no se ha decidido a hablar. Lo he enviado a Courbevoie, como cebo, por si acaso uno de los otros…
—Este truco ya ha fallado una vez — dijo severamente el ministro.
—Ya lo sé…
—¿No pretenderá usted…?
Se estaba encolerizando, pero se detuvo, sintiendo confusamente que se equivocaba.
—Señores, piensen que un hombre, solo, con una bomba, puede… Y nosotros no sabemos quién está detrás de ese hombre, quién tiene interés en…
Tuvo un sobresalto al oír al comisario que murmuraba para él mismo:
—Ya lo sabremos después…
—¿Después de qué? No va usted a decirme que está resignado a…
Era la hora en que París cenaba, en que la multitud se metía en los cines, y dos teatros daban un estreno.
—No, señor ministro… O me equivoco mucho, o no será ni para esta tarde ni para esta noche… Lo que me hace pensar esto, es la reunión que han tenido hoy… En cambio no me extrañaría que mañana por la mañana…
—¿Y qué piensa usted hacer?
—Todo lo que esté a nuestro alcance. Interrogar a los detenidos. Continuar vigilando a los demás. Buscar por todas partes, y quizá entonces…
Se volvió hacia su jefe.
—¿Quién se encarga de lo de Combi?
Se trataba de saber quién iría a dar la triste noticia a la viuda, con la consolación de costumbre, la promesa de una medalla, tal vez de una distinción póstuma de mayor importancia.
—Me encargo yo… —afirmó el director.
El comisario se marchó. Se cerró de nuevo la puerta y siguieron haciéndose preguntas, inquietos, hoscos, en la pesada atmósfera del despacho con tapices rojos.
Chave no sabía cómo llamar la atención. No se atrevía a golpear los cristales, pues tenía miedo de la dueña, una mujer con cara de pocos amigos y que encima llevaba una venda que indicaba que tenía dolor de muelas. Esperaba que la Prima se volviera hacia él, pero hubiérase dicho que lo evitaba adrede.
Las dos mujeres estaban arreglando la tienda, quitaban los quesos y las mantequillas de encima de los mármoles y los guardaban en la nevera. Después llevaban a la trastienda los restos de legumbres cocidas. Habían dejado la puerta entreabierta, como si no quisieran perder la oportunidad de un último cliente, y Chave sólo temía una cosa: que echaran el cierre metálico antes de que hubiera podido hablar con la Prima.
También allí cerca había un cine, pero no se trataba de un cine pobre, con un timbre pasado de moda, como el de Puteaux. Y gracias a la gente que de él entraba y salía, Chave pasaba inadvertido.
Una vez que la Prima miraba abiertamente hacia él, abrió la boca cuanto pudo e hizo un gesto, pero, contra todo lo que él se esperaba, siguió haciendo su trabajo como si nada.
Se apoderaba de él la impaciencia, el pánico. ¿No hubiera sido ridículo, incluso odioso, fracasar por una razón tan estúpida?
Entonces, golpeó los cristales con una moneda. Se volvió la dueña, lo miró un momento en silencio y luego fue hasta la puerta para gritarle:
—¿Qué quiere usted?
—Perdone… Tengo que hablar un momento con la chica…
—Ahora no tiene tiempo…
—¡Prima!… —llamó él, de todos modos—. Debo hablarte un momento, es absolutamente necesario…
Entonces, comprendió el porqué ella lo había estado mirando con aquella indiferencia. No lo había reconocido con aquella nueva indumentaria. Se le acercó, desconfiada, y se encogió de hombros.
—¿Es usted? Podía haber avisado, en lugar de hacer tantas muecas… Vuelvo en un minuto, madame Ligeard…
—¿Y me dejas a mí todo el trabajo?
—¡Le digo que vuelvo en seguida!
Efectivamente, no tenía intención de ir muy lejos. Dio sólo cuatro pasos por la acera, sin tomarse la molestia de salir de la zona iluminada por la lechería. Estuvo a punto de decirle a Chave algo a propósito de su indumentaria, pero encogió los hombros, sin duda pensando que no valía la pena.
—¿Qué hay? —preguntó ella.
—Alejémonos un poco… Tengo que comunicarte cosas muy serias…
—Tenemos que cerrar la tienda en seguida…
—Te aseguro que se trata de algo lo bastante grave para que no te preocupes por la tienda… Ven…
Lo siguió hasta la esquina de un callejón donde se quedaron de pie el uno frente al otro, como las parejas de enamorados que se ven por la noche en ese tipo de calles.
—¿Has vuelto a ver a Robert?
Se había dado cuenta de que ella estaba menos amable con él que por la mañana y entonces tuvo la prueba, pues le respondió volviendo la cabeza:
—No… ¿Por qué?
Chave estaba seguro de que la chica mentía. Y mentía tan mal que tuvo la necesidad de mirarlo a la cara, con la vana esperanza de convencerlo de su buena fe.
—¿Has visto a Robert?
—¡Acabo de decir que no! Además, eso sólo me importa a mí. —Al mismo tiempo que se volvía hacia la tienda, como si tuviera mucha prisa.
—Diga pronto lo que tenía que decirme…
En lugar de hablar, la cogió del brazo, inclinándose hacia ella pues era mucho más pequeña que él. La Prima se estremeció, y trató de soltarse.
—¿Qué hace usted? ¿Qué le pasa ahora? No, si a veces…
Se revelaba arisca, con una vulgaridad que molestaba.
—Me pregunto por qué he venido…
—¡Me vas a escuchar!… No sabes lo que está pasando…
Él no la soltaba del brazo y ella exclamó:
—¡Me está usted haciendo daño!…
Le daba igual. La gente que pasaba debía tomarlos por dos enamorados que discutían. Chave se obstinaba sin importarle la gente.
—Ignoro lo que te ha podido decir Robert, lo único que sé es que tengo absoluta necesidad de verlo… Escúchame, Prima…
—Primero suélteme…
—Esta mañana has sido amable conmigo…
—¡Porque no estaba enterada!
—¿De qué?
—Lo sabe usted muy bien…
Y Chave, en lo incoherente de aquella disputa, perseguía la verdad. Por si fuera poco, la dueña de la lechería, desde la puerta, los estaba observando y, finalmente, llamó:
—¡Jeanne!… ¡Jeanne!…
—¡Ya voy!…
—Un momento… Creo que voy adivinando… Stéphan ha debido hacerte creer…
—¿Me suelta usted, sí o no? O tendré que llamar a sus amigos.
—¿Qué amigos?
—¡Los de la policía! ¡Caramba!
Y, como al final se había soltado, echó a correr hacia la tienda, cerrando la puerta tras ella. La luz seguía encendida. Las dos mujeres continuaban agitándose como en una jaula de cristal y se veía cómo la muchacha movía los labios, podía comprenderse que estaba contando algo con un tono despreciativo mientras fregaba el suelo.
¡Lo único que Chave no había siquiera imaginado era que lo hicieran pasar a los ojos de Robert como un traidor! La Prima había visto a Robert y este se lo había dicho…
Sin perder el tiempo, cruzó la calle y, un instante después, penetraba en el pequeño hotel de la Rue de Birague, tratando de pasar por delante del mostrador sin detenerse. El dueño lo alcanzó en la escalera.
—¿Qué desea usted?
No reconoció a Chave, en quien no se había fijado por la mañana y cuyo aspecto había cambiado mucho con el vestido de marinero.
—Subo a ver a unos amigos…
—¿Qué amigos?
—Los del siete…
—No vale la pena que suba… Ya no están aquí…
—¿Está usted seguro?
—Le digo que ya no están aquí y esto debe bastarle. Haga usted el favor de salir…
Tal vez era cierto. K…, al saber que Chave había descubierto su guarida, había tomado la precaución de cambiar de lugar. Pero entonces, ¿había perdido ya toda posibilidad de localizar a Robert? Chave no podía arriesgarse a esperarlo allá abajo, en el puente de Courbevoie, donde no dejaría de ser interpelado por la policía.
Tuvo un momento de depresión y de cólera. De cólera contra todos, contra el Barón, contra el Impresor, especialmente contra Robert, que era el más estúpido de todos. En una charcutería que seguía abierta, compró un poco de salchichón y empezó a comérselo sin pan, mirando hoscamente a su alrededor.
Pero no se alejó de allí. Tal vez lo retenía su instinto. Miraba a lo lejos las luces crudas de la lechería y, finalmente, fue a apoyarse en una pared, no lejos de la tienda, consciente de que jugaba ya su última carta.
La poca confianza que aún tenía estuvo a punto de desvanecerse al ver que se apagaban las luces y al oír que bajaban la puerta metálica. No sabía si las dos mujeres habían cenado, ni si la Prima dormía allí.
Esperó, de todos modos, pues no tenía nada que hacer. Por aquí y por allá veía gente que también esperaba algo: unos el intermedio del cine, otros la llegada de una amiguita o del autobús.
Un joven con gorra, que leía el periódico a la luz de una farola, fue servido el primero y se alejó del brazo de una muchacha robusta y apetitosa, que se reía a carcajadas. Un señor de bigotes grises, que se estaba impacientando desde hacía unos minutos, vio llegar su autobús y desapareció del mundo de Chave.
Estuvo a punto de no reconocer a la Prima, pues también ella había cambiado de indumentaria. Llevaba un abriguito de color rojizo que debía haber comprado en una de esas tiendas baratas de los alrededores del Ayuntamiento. A pesar de su desenvoltura, miraba a su alrededor mientras andaba.
Chave la siguió de lejos, y temió perderla de vista cuando atravesó la Place de la Bastille. Tuvo aún más miedo de haberse equivocado cuando vio que se dirigía a la Rue de Lappe, pues creyó que iba a meterse en uno de los bailes del barrio.
Pero no. Siguió adelante, andando cada vez más de prisa, como si el vértigo, en el momento de llegar al final, se hubiera apoderado de ella. En ninguna otra parte había visto Chave tanta gente en los rincones, abrazados, o esperando sabe Dios qué en las sombras y pensó que había perdido a la Prima cuando desapareció repentinamente, como tragada por un corredor.
Sólo cuando llegó a la altura de la casa se dio cuenta Chave de que se trataba de un hotel, más sucio aún que el de la Rue de Birague. Una mujer enorme, pintada como una porcelana, se estaba arreglando en el portal y Chave pasó, vacilando, preguntándose una vez más qué iba a hacer.
Por primera vez en su vida le supo mal no ir armado. No había manejado un revólver jamás. Las armas de fuego le daban miedo, lo mismo que cualquier otra arma, igual que todo lo que podía hacer sufrir a la carne.
Pero ignoraba qué se había hecho de K…, y Stéphan le daba miedo.
Sin embargo, entró, dando una falsa alegría a la mujerona, quien le sonrió con un ojo solamente, pues el otro era de cristal. Quiso abrir una puerta.
—No… Estoy buscando a un amigo mío que se aloja aquí desde esta tarde…
No estaba acostumbrado a aquellas situaciones. Le faltaba seguridad, y parecía mucho más joven de lo que realmente era.
—Mi amigo Robert… Está con unos extranjeros… La chica que acaba de entrar ha subido a su habitación…
—Entonces debe ser en el segundo, pues la he oído detenerse en el segundo piso…
—Se lo agradezco mucho…
Y ella, encogiéndose de hombros y volviendo a su sitio, respondió:
—No hay de qué.
No vio ningún mostrador. Mientras subía la escalera se preguntó dónde se pagaba. En el rellano del primer piso se apartó para dejar pasar a una pareja, un hombre con abrigo, que volvió la cabeza y se puso a andar de lado, y una muchacha sin sombrero que iba detrás de él arreglándose el pelo rojizo.
Hasta aquel momento no había sentido la fatiga de los últimos días ni el peligro del paso que iba a dar. Había llegado hasta allí, en cierto modo, por la fuerza adquirida y casi sin darse cuenta.
Ahora bien, al llegar al oscuro rellano del segundo piso, le desfallecía el corazón. Sentía sus piernas débiles, la cabeza vacía. Hubiera dado lo que fuera por un vaso de vino que le hubiera devuelto su aplomo.
¿Sabía siquiera dónde se encontraba? La casa, sin razón alguna, le parecía misteriosa. Oía ruidos que lo sobresaltaban. No se atrevía a quedarse allí por miedo a que se abriera alguna puerta, pero tampoco quería marcharse.
Cobardemente, y consciente de su cobardía, subió y se encontró en el tercer piso. Había una puerta entreabierta y vio a una muchacha que hacía una cama. Tuvo miedo de que le dijera algo y volvió a bajar.
No había preparado nada. Al pasar rozando una puerta, oyó una voz:
—¿Qué te ha dicho?
¡Era la voz de Robert! Sin pensarlo dos veces, Chave buscó el pomo de la puerta, lo giró y se encontró, en cuestión de segundos, en medio de la luz de una habitación estrecha, tan parecida a la de la mañana, con su cama de hierro y sus mantas deshilachadas, que creyó estar de nuevo en la Rué de Birague.
En primer lugar vio a la Prima, porque estaba de pie y él la había empujado al abrir la puerta. Luego, sobre la cama, vio a Robert… Cuando se volvió se encontró cara a cara con Stéphan, y entonces se turbó.
—Escucha, Robert…
Era tan exigua la habitación, que estaban unos encima de los otros. Las ropas de la Prima olían aún a lechería. El polaco había cerrado la puerta con llave y no le quitaba los ojos de encima al visitante.
—¡Me ha seguido! —gritó encolerizada la chica.
El polaco, con su acento, le ordenó:
—Ahora, sería mejor que te fueras…
—¿Debo irme, Robert?
—Sí… Vete…
—¿De verdad no corres ningún peligro?
—Si te digo que no… Vete… Mañana por la noche te invito al cine…
E hizo una mueca de chulo que a Chave no le gustó nada. Robert y la Prima no se besaron ni se dieron la mano. El polaco se limitó a abrir y volver a cerrar la puerta, luego se metió la llave en el bolsillo.
Entonces, con una voz que impresionó a Chave, Robert le preguntó:
—¿Qué has venido a hacer aquí?
Tuvo que hacer un esfuerzo para acordarse de la noche en que el muchacho se había mareado, en Bruselas, y comprendió que aquella vez también había bebido.
Además, allí estaba la botella, con restos de comida sobre unos papeles grasientos. Stéphan se había sentado al pie de la cama y no dejaba de vigilar a Chave.
—¿Has venido a espiarnos también a nosotros? ¿Eh?…
—Escucha, Robert…
—No me vengas ahora con el cuento ¿eh? ¿Crees que no estamos al corriente? ¿Quién ha delatado al Barón en Bruselas? ¿Por qué te han dejado pasar la frontera, precisamente a ti, que eres el más sospechoso de todos? ¿Eh? Responde a esto…
—Cálmate… Voy a explicarte…
—¿Ah sí?… ¿Verdad, Stéphan, que nosotros sabemos muchas cosas?… ¿Podrías decir por qué la policía ha montado vigilancia en el puente de Courbevoie, mientras tú no te movías de aquellos parajes? ¿Por qué, siendo un desertor, a nadie se le ha ocurrido detenerte? Y esta mañana, ¿qué has venido a hacer a nuestro hotel?… Te he oído… Yo estaba allí, dentro del armario…
—Lo sospechaba —dijo Chave tristemente.
—Así que confiesas…
—¡No confieso nada! ¡Robert, reflexiona! ¡Cálmate! Cuando te hayas tranquilizado, podremos hablar, aunque no me gusta mucho hablar en presencia de ciertas personas…
—¡Vaya!
—¿Qué quieres decir?
—Que ellos han comprendido el juego que hacías en Bruselas… Ahora, casi has tenido pleno éxito… ¿A cuántos han detenido no hace mucho rato?…
—¿Detenido? ¿A quién?
—¡No te hagas el imbécil!… Sabes perfectamente que los han detenido a todos, en Puteaux… Y sabes también que las orillas del Sena, por aquella parte, están defendidas como una fortaleza… ¡Dame de beber, Stéphan!…
Chave apenas se atrevía a mirarlo. Ya no era el Robert que conocía, sino un Robert al que habían emborrachado de desconfianza y odio al mismo tiempo que de alcohol. Estaba allá, en tirantes, sentado sobre una cama deshecha. Sus ojos tenían tal expresión que Chave se veía obligado a volver la cabeza.
—… Por lo demás, tendrás ocasión de explicarte dentro de poco… Estamos esperando a alguien que tendrá mucho gusto de encontrarte aquí…
—¡Robert!…
—¿No quieres que hablemos los dos cinco minutos? Sólo con que estuvieras un momento sin beber, si vinieras conmigo a tomar el aire…
El polaco no decía nada. Estaba completamente seguro del otro.
—¿Acaso ya está abajo la policía?
De pronto Robert se levantó, más Lleno de odio todavía. Al hablar escupía, porque había bebido, y su boca, que era muy grande, estaba demasiado roja, como maquillada.
—Prefiero decirte que, si has hecho una cosa así…
—La policía no está abajo.
—Entonces, ¿por qué quieres que salgamos?
—Para hablarte… Para hablarte de ciertas cosas…
—Sin duda alguna para hablarme de que he comido en tu casa, de que ensucié vuestra alfombra devolviendo todo cuanto pude, ¿verdad?
—¡Cállate!
—… Y de que lloré, porque soy un estúpido y cuando bebo…
—Ahora sí que has bebido…
—¡No me digas!
La escena era de una vulgaridad atroz, grotesca. Y Stéphan dejaba ver sus largos dientes amarillos en una sonrisa sin alegría, que le bastaba para expresar todos sus sentimientos.
—Me creas o no… Te juro, por la salud de mi hijo, por la de mi mujer y por la de mi padre, que yo no he delatado a nadie… Por lo demás, de haberlo hecho, habría debido empezar por ti, puesto que eres tú quien, mañana por la mañana…
Stéphan se levantó y fue a escuchar a la puerta, para asegurarse de que no los espiaba nadie. Al igual que Robert, iba en mangas de camisa y no llevaba cuello.
—No, Robert, no soy un chivato… Y si he vuelto a Francia, aun exponiéndome a pasar meses y meses en la cárcel, teniendo a mi hijo enfermo, es porque no quiero que tú…
Le costaba un gran esfuerzo continuar. Le dolía todo aquello. Hubiera querido poder decir aquellas cosas al menos con un mínimo de dignidad, expresar aquellos sentimientos en unas circunstancias menos incoherentes.
Había algo de vergonzoso en la atmósfera que los rodeaba, como ciertos vicios, ciertas enfermedades. Y, sobre todo, había un Robert que parecía haberse puesto al diapasón de aquella atmósfera y que tenía el aspecto de un golfillo llevado por un vicioso a un hotel equívoco.
—¡Sigue cantando!… —le decía mientras estaba comiendo unas uvas.
—¿Es que no te importaría enterarte, mañana por la tarde, de que por tu culpa hay diez o veinte muertos, trabajadores como tú, gente que hace lo que puede para seguir adelante en esta perra vida, y heridos, hombres que jadean en el olor de hospital, y mujeres que lloran, y niños a quienes no se atreven a decir la verdad, y…?
—¡Siempre has hablado muy bien!
—¡Robert!…
Chave lloraba. Pero no se daba cuenta. Hubiera sido capaz de cualquier cosa, de ponerse de rodillas, de arrastrarse por el suelo para poner fin a aquella escena estúpida y cruel, para poner fin, sobre todo, a aquella pesadilla, a aquel miedo a la mañana siguiente, que le hacía un nudo en la garganta.
—Sin embargo, tú eras un chico honrado…
—¡No me digas!
—¡Cállate! ¿No te das cuenta de que estás a punto de mancharte? ¿No te das cuenta de que esos tipos —señalaba a Stéphan— se sirven de ti y después dejarán que te hundas solo? ¿No te das cuenta de que no son de los nuestros, sino que están pagados por no sé quién?…
Se detuvo de repente. Con una voz cambiada, odiosa, Robert pronunciaba:
—¡Stéphan!… ¿Le parto la cara? ¡Dímelo!…
Para Chave fue algo así como si su mujer, de repente, le hubiera hablado con la misma voz que una prostituta cuando llama a los viandantes desde su puerta.
—¡Cállate!
—¡Stéphan!…
El otro, con su acento eslavo, pronunció:
—Tenemos que esperar a nuestro amigo…
Evidentemente se trataba de K…, y Chave lanzó como por casualidad:
—Hace poco, acaba de matar a un policía en plena calle… Tal vez era padre de familia…
—¡Uno menos! —se burló Robert—. Mañana, puedes creerme, habrá unos cuantos de su calaña que estarán hechos papilla… ¿Verdad, Stéphan?…
En la habitación de al lado, chirrió una cama.
Luego se oyó una voz, tal vez la de la mujer del ojo de cristal… Y una voz de hombre murmuraba algo como unas plegarias…
Entonces, con los nervios a punto de estallar, Chave se puso a sollozar, con la cabeza entre las manos, porque tenía la impresión de que era algo de su vida lo que fracasaba en medio de toda aquella suciedad.
Le parecía imposible que, cuatro días antes, estuviera todavía sentado en su despacho —el comedor transformado en despacho— en Bruselas, sintiendo el olor de la comida que preparaba Marie, oyendo de vez en cuando la voz de su hijo, escribiendo frases que releía lentamente, corrigiéndolas con una letra que hacía lo más legible posible para los tipógrafos. Robert se burló:
—¡Lágrimas de cocodrilo!… Cuando uno ha traicionado a sus compañeros…
—Entonces, ¿no comprendes nada?
—¿Qué tengo que comprender?
—Nada… Eres demasiado estúpido… Sólo que yo supiera que no vas a tirar la bomba…
—¿No se la quieres enseñar, Stéphan?
Chave descubrió su rostro. Le brillaron los ojos.
—¿Está aquí?
—Si fueras más listo, ya la habrías visto.
Stéphan, una vez más, fue a escuchar a la puerta, y la entreabrió, pues alguien subía por la escalera. Pero aún no era K… y la puerta volvió a cerrarse mientras Chave enrojecía, pues acababa de tener una idea terrible. Estuvo a punto de aprovecharse de aquella puerta abierta, empujar al polaco, bajar la escalera corriendo e ir a avisar al primer policía.
—¡Stéphan!…
El polaco se volvió, siempre con aquella especie de sonrisa helada.
—Al menos no estará armado, ¿verdad?
El otro le hizo señal de que no, lo cual probaba que, sin que se hubiera notado, había tenido el cuidado de palpar los bolsillos del visitante.
—¿Qué vas a hacer con él?
—Tenerlo aquí hasta que haya acabado todo… A menos que el jefe decida otra cosa…
—¿Y si se pone a pedir auxilio?
Stéphan sacó la mano de su bolsillo, sólo hasta la mitad, lo suficiente para dejar ver la culata de un revólver.
—¿Qué hora es?
—Las diez…
—¿A qué hora vendrán a buscarme?
—No antes de las cinco de la mañana…
—Empiezo a tener sueño… Si no fuera por ese…
Miró a Chave con enojo. Luego se encogió de hombros.
—¿Lo vigilas tú? ¿Puedo dormir un poco?
Antes de echarse bebió otro trago y comió unos granos de uva, escupiendo los huesos al aire.
—Buenas noches, Stéphan…
Se había vuelto de cara hacia la pared y Chave no pudo ver la expresión de su rostro cuando añadía, dirigiéndose a él:
—¡Buenas noches, sinvergüenza!