No pensaba. Era algo más impreciso, más deshilvanado. De las letras amarillas de la puerta, su mirada había pasado a las letras negras de la pared de enfrente que formaban las palabras «Prohibido fijar carteles». La pared estaba iluminada por el sol, y a causa de las letras, que parecían impresas, Chave se acordó del Impresor y pensó que tal vez había hecho mal en no telefonearle.
En aquel instante tenía un mondadientes entre las manos, con la consciencia de que no tenía ninguna prisa por salir, cuando, en el trozo de acera desierta que quedaba enfrente, vio surgir la larga silueta de K…
Otros veinte clientes hubieran podido seguir la escena que se desarrolló, pero nadie se fijó, y si algunos vieron algo, les fue imposible comprender de qué se trataba. K…, que caminaba de prisa, daba la impresión de un hombre que debía hacer un esfuerzo enorme para superar su miedo y no echar a correr.
La acera de enfrente, la pared, la inscripción eran como un escenario sobre el cual se apuntaba el proyector del sol… K… había entrado en aquel escenario solo, pero he aquí que, por el lado opuesto, surgía un nuevo personaje, al que Chave reconoció fácilmente como el policía bajito y gordo.
K… lo vio también, claro está. Se hallaba todavía a unos cincuenta metros cuando, bruscamente, dio media vuelta en el preciso instante en que un tercer personaje, el policía corso, entraba a su vez en escena.
No había ninguna razón para que las cosas presentaran un aspecto menos real que de costumbre. Si Chave tenía esa impresión era porque había comido copiosamente y se había bebido una botella, casi entera, de vino y porque, con el palillo entre los labios, se iba sumergiendo en un suave bienestar.
Los personajes le parecían más pequeños que al natural y su andar curiosamente irregular. Ahora, K… estaba en medio, con su traje azul, su cabello oscuro, que llevaba largo como Chave, y su mano derecha siempre en el bolsillo. Cerrándole el paso por un lado, el policía bajito no parecía peligroso; por el otro lado estaba el corso que, en el teatro, hubiera interpretado el papel del traidor.
Enfrente, algo más de veinte personas comían charlando o mirando al vacío.
En realidad, toda la escena debió durar poco rato, muy poco.
La distancia entre K… y los dos hombres disminuía, lo estaban acosando, uno por delante, el otro por detrás. Cuando se dio cuenta de que iban a cogerlo se detuvo un instante, a tres metros del corso; se oyó una detonación, luego se vio un hombre vestido de azul que se iba a todo correr y que salía del campo visual.
El corso se sujetaba el vientre con las dos manos, vacilaba y se apoyaba en la pared, ni de pie ni agachado, como si estuviera suspendido de un clavo. El otro policía corría hacia él. El herido le dijo algo y el inspector se lanzó a su vez, con el revólver en mano, buscando el silbato en su bolsillo.
Todos se habían levantado. La puerta estaba abierta. Chave estaba en la acera y, como los otros, veía la calle, recta, con las dos siluetas que galopaban mientras que el policía tocaba el silbato a pleno pulmón.
Algunos cruzaron la calzada. Un taxista, que tenía su auto a unos metros, preguntaba a su vecino:
—¿Voy por él?
Era un tipo de lo más vulgar, pero no vaciló, puso su auto en marcha mientras que, al paso, un joven saltaba sobre el estribo.
—¡Dejad paso!… ¡Despejad el asiento!…
Transportaban al corso. Tenía los ojos abiertos y hacía una mueca desagradable de dolor. Al llevarlo casi lo doblaban en dos. El dueño telefoneaba. Se habían caído dos botellas de tinto que se vaciaban en el suelo. Y Chaye no se atrevía a marcharse porque en aquella calle desierta, donde no había, en suma, más que los personajes del drama, corría el peligro de que lo tomaran por uno de ellos.
Tampoco podía quedarse en el restaurante que, dentro de poco, sería invadido por la policía, pues el patrón estaba hablando con el comisario. Entonces, empujó una puerta que había al fondo. Una mano pintada en la pared indicaba un patio repleto de cajas, barriles y botellas. A la izquierda, estaban los servicios, pero pensó que no era un buen escondite. Empujó otra puerta, descubrió una escalera de piedra que conducía a la bodega.
Pasó una hora allí, sin saber nada, sentado sobre un tonel, dispuesto a ocultarse detrás de este a la menor alarma, entre un olor a vinaza que hacía tiempo que había olvidado. No oía ningún ruido de fuera y, por toda distracción, no tuvo más que las idas y las vueltas de un par de gatos cuyos dominios eran el patio y que trataban de distraerse sin demasiada convicción.
Eran un poco más de las cuatro cuando se decidió a salir de nuevo al aire libre. Esperaba deslizarse en la sala sin que repararan en él, como si viniera de los lavabos, pero no había previsto que se iba a encontrar de improviso, en una sala vacía, donde estaba sólo el dueño, con sus anteojos de acero, leyendo el periódico cerca de la estufa.
Era demasiado tarde para volverse atrás y Chave adoptó un aire tan desenvuelto como le fue posible, mientras que el dueño levantaba la mirada hacia él con una expresión de estupor que resultaba bastante cómica.
—¿Ya no hay nadie? —preguntó Pierre aturdido.
No sólo ya no había nadie, sino que ya todo había sido recogido y ordenado. Nunca un pequeño restaurante de suburbio había tenido un aspecto más tranquilo, más tibio, más agradable.
—¡Caramba!… —dijo el hombre, levantándose.
Chave pensó que era mejor no esperar a sus preguntas.
—No se habrá muerto, ¿verdad? —balbuceó—. Cuando he visto toda aquella sangre, me he sentido mal… Me he ido ahí detrás… Se ve que me he desvanecido… ¿Cuánto le debo? Supongo que habrán cogido al asesino…
—¡No! —respondió el otro, brusco y desconfiado.
Un cuarto de hora después, Chave se preguntaba aún cómo se las había arreglado. Había tenido que esperar que le hicieran la cuenta de todo lo que había comido, luego pagar, llegar hasta la puerta, todo sin traicionar su prisa y sin dejar de espiar al dueño. En la acera había seguido dominándose, al menos hasta la primera esquina, entonces echó a andar en dirección opuesta al muelle y se hundió en el corazón de Courbevoie donde para él había menos peligro.
Se le había ocurrido una idea y cada vez le parecía más acertada: los policías no debían conocer a K…, que hacía muy poco que estaba en Francia, y si lo habían acosado debía ser porque se parecía a Chave, cuyas señas sí tenían.
Este parecido no lo había impresionado aquella mañana, pues no era un parecido propiamente dicho. Si se les conocía no podían tornarse el uno por el otro. Pero las señas escritas eran las mismas: los dos eran altos, delgados, con el pelo oscuro y largo, a lo «artista», como se dice, los ojos también oscuros, ariscos.
¿Quién sabe? ¡Si por la mañana había podido circular tranquilamente, era porque los policías estaban hipnotizados por el extranjero al que tomaban por él!
Ya que, después de haber disparado, se les había escapado, debía haber una verdadera movilización policial en aquellos parajes. Y Chave continuaba alejándose de la zona de peligro representada, en su espíritu, por las orillas del Sena y sus alrededores más próximos.
Le ocurrió algo curioso, recordó lo que estaba pensando justo antes del incidente, se acordó del Impresor y decidió telefonearlo inmediatamente.
No sabía exactamente dónde se encontraba, en alguna parte de Coubevoie o de Puteaux, pues no conocía los límites de los dos municipios. Entró en un bar y se encerró en la cabina telefónica, llamó al pequeño restaurante de la Rue Mont-Cenis, donde solía comer el Impresor.
No era un restaurante como los demás, todo el mundo tenía cuenta pendiente y podían ir a enredar en la cocina. Sólo se veían en él tipos raros escapados del Montmartre de antes de la guerra y el Impresor, que ocupaba un taller al fondo del patio, era uno de los primeros entre estos, pues se vanagloriaba de haber pertenecido de pequeño a la banda de Bonnot.
—¿Es usted, Pierre?… —preguntó él cuando reconoció la voz del dueño al otro lado del hilo—. Quisiera hablar con Laforgue… Sí, el Impresor… Es urgente…
Creía ver al dueño en el teléfono, un tipo grande, rubio, joven aún, que llevaba siempre un gorro de cocinero mugriento y un delantal que le servía para todo, limpiar las mesas, secarse las manos o sacudir el polvo de los platos.
—¿Qué dice usted?
—… Se ha ido esta mañana… Creo que ha ido al campo, pues me ha dicho que esta noche volvería muy tarde… O quizá mañana por la mañana…
—¡Oiga!… Escúcheme, Pierre… Yo no le puedo decir mi nombre por teléfono… Soy un amigo… ¿Me comprende? ¿Ha venido alguien hoy preguntando por Laforgue?… ¿Ha observado usted clientes raros?
—¡Sí!
—¿Qué dice usted?
—Que sí… Vinieron dos tipos raros… que deben estar aún dando vueltas por la calle…
Chave no se había equivocado al pensar que el Impresor estaba vigilado, como lo debían estar todos los del grupo que fueran conocidos por la policía. Colgó el teléfono y se alejó inmediatamente del bar desde donde había llamado, pues empezaba a desconfiar de todo.
Los acontecimientos se precipitaban. Se sentía al mismo tiempo que más nervioso, más lúcido. Esperaba con impaciencia que cayera la noche, pues las calles cada vez le parecían menos seguras y los bares tampoco lo eran mucho.
Que el Impresor estuviera en el campo era, evidentemente, falso, y Pierre, el del restaurante, no había podido pronunciar aquellas palabras sin cierta ironía. Laforgue, que había nacido en la Butte, en el mismo patio donde seguía viviendo ahora, ya consideraba como una verdadera excursión bajar hasta los grandes bulevares.
Durante semanas enteras no se alejaba de la Place du Tertre; de la mañana a la noche y de la noche a la mañana estaba preso de una especie de embriaguez que le pertenecía a él exclusivamente, una embriaguez filosófica e irónica que le valía, por la noche, un círculo de atentos oyentes entre los burgueses que subían a cenar a Montmartre.
No sólo era un excelente impresor sino también un hábil grabador y, a veces, lo sorprendían en su taller solo, tirando planchas eróticas para su deleite personal.
Era un anarquista de pañuelo rojo, el anarquista que conocía todos los cantos de rebelión y la historia de todos los terroristas del mundo. Pero esto no impedía que tuviera una clientela que le encargara trabajos, tarjetas de visita, recordatorios de difuntos, prospectos comerciales, etc. Él los regañaba, a veces los echaba a la calle, pero volvían sin rencor.
Si no estaba en su casa, ni en el restaurante de Pierre, ni en la Place du Tertre (el dueño del restaurante, desde su puerta descubría todo ese panorama), es que tenía muy buenas razones para estar en otra parte y Chave pensó que, casi sin duda, debía encontrarse en el local del grupo, en Puteaux, donde él no había estado nunca pero cuyas señas conocía. Durante una hora, Chave anduvo cuidadosamente dando más y más rodeos para asegurarse de que no lo seguían. Cuando por fin oscureció totalmente, se dirigió hacia la plazoleta de Puteaux, a mitad de camino de un bulevar donde se encontraba el local en cuestión, un café en la primera sala del cual había dos billares y un letrero que anunciaba: «Sala para sociedades - Salón para bodas y banquetes».
A decir verdad, no se acercó a la casa que sólo vio de lejos sin llegar a cerciorarse de si había policías apostados en los alrededores.
Era todavía la hora en que se ve gente por las calles, gente que se esperan los unos a los otros, enamorados, grupos que sin motivo alguno se instalan junto a una acera y ya no se mueven. En aquel rincón, la animación era mayor porque cerca del café había un cine permanente con un timbre continuo, a la antigua.
Chave acabó por entrar en un bar que estaba a un centenar de metros, y se encerró, una vez más, en una cabina telefónica, después de haberse fijado en todos y cada uno de los consumidores.
—¡Oiga!… ¿Quiere hacer el favor de llamar al Impresor?… ¡Sí, sí!… Debe estar arriba, en la reunión… Dígale que es de parte de su amigo de Bruselas…
Repentinamente, se encontraba nervioso, demasiado nervioso. Tenía el deseo constante de abrir la puerta para comprobar que nadie lo estaba escuchando. Se preguntaba si habría acertado, si iba a oír la voz de Laforgue.
—¡Oiga!…
¡Nadie! ¿Se habría cortado la comunicación? ¿Quién sabe si K… no estaba allí e impedía a los otros que le contestaran?
—¡Oiga!…
—¡Diga!
—¿Jean?
Lo llamaba por su nombre, expresamente, pero una voz le respondió bruscamente:
—¿Quién está al aparato?
—C…, de Bruselas.
—¡Sí!
Ya no había duda posible. Era el Impresor quien estaba al otro extremo del hilo, pero desconfiaba, a pesar de que había reconocido la voz de Chave.
—Escucha… Sé muchas cosas que tú probablemente ignoras… ¿Está con vosotros Robert?…
Un silencio. Chave estaba a oscuras, pues al entrar se había olvidado de encender la luz y ahora no encontraba el interruptor.
—¡Oiga!…
—Te escucho… —dijo la voz del Impresor.
—No has respondido a mi pregunta… ¿Está Robert?…
—¡No!
—Jean, te juro que esto es muy importante… Dime la verdad… Tengo que encontrar a Robert en seguida…
—No está aquí…
—¿Y los demás?
—Algunos sí, están aquí…
—¿Y K…?…
De nuevo el silencio.
—¿Es que no comprendes que estamos todos en peligro? Hace dos días que estoy en París. No he querido ir a verte, porque sospechaba que estabas vigilado…
Le pareció que el otro se reía con una risa incrédula, injuriosa.
—¿No me crees?
No obtuvo respuesta. Y el silencio fue tan largo que Pierre se preguntó si su interlocutor habría colgado el aparato.
—¿Eso es todo lo que querías decirme?
—¡Qué va! No cuelgues… Espera un instante…
Entreabrió bruscamente la puerta, no vio a nadie detrás. Los clientes, en el bar, ocupaban su sitio de costumbre.
—Estáis todos vigilados… El Barón fue a mi casa… La policía ha hecho un registro…
—¿Y qué más?
—Te he dicho que tengo que ver a Robert…
—¿Por qué?
—¿Es que no estás al corriente de lo que se está preparando?
—No sé de qué me hablas…
—Al menos, contesta a mi pregunta… ¿K… está ahí? Hace poco lo vi disparar sobre un inspector, en Courbevoie…
—¿Estás bromeando?
—¡Pero, imbécil!…
¡Se hubiera echado a llorar con ganas! Se estaba dando perfecta cuenta de lo que pasaba. Tanto más cuanto que, de vez en cuando, le llegaba un cuchicheo que probaba que había alguien en el segundo auricular.
¡Desconfiaban de él en el grupo! ¡Sabe Dios lo que debían haber contado de él! ¡Tal vez creían que los había traicionado y que era él quien había alertado a la policía!
—Jean, te suplico que me escuches… Desgraciadamente no puedo ir a verte…
Y el Impresor, que sin duda se creía listo, le preguntó:
—¿Por qué?
Adoptaba un tono falsamente ingenuo de personaje de cine. Chave apretaba los dientes de rabia.
—¡Pues porque la policía está a vuestro alrededor!… Si no quieres creerme, sal y paséate un poco… Cuando te vuelvas ya verás que te están siguiendo…
—¿Nos ha traicionado alguien?
—¡Imbécil!
—¡Muchas gracias! ¿Es todo lo que tienes que decirme?
De nuevo intervino el cuchicheo y Laforgue habló.
—¿Desde dónde estás llamando?
—No importa…
—¡Perdona! Pero importa mucho… Aquí hay alguien que quisiera hablarte…
—Podrán hacerlo en otra ocasión…
—Me están diciendo que pareces muy enterado de los hechos y acciones de la policía…
—¡Jean! ¡Por favor! Dime sólo dónde puedo encontrar a Robert. No te pido más que esto. Después os daré todas las explicaciones que queráis…
Su rostro se volvió carmesí. En efecto, acababa de oír el clic de la comunicación que se cortaba al otro extremo del hilo. Estuvo a punto de volver a pedir línea. Prefirió salir. Chocó con alguien y se estremeció, estuvo a punto de salir huyendo, se contuvo por milagro. Mientras pagaba, en el mostrador, se dio cuenta de que el individuo con el que había tropezado no era más que un borracho cualquiera. ¿Acaso no tenía el derecho de esperarse encontrar a la policía en todas partes?
Afuera, vio el cine de enfrente y oyó su timbre agudo; levantó los ojos hacia las ventanas del primer piso del café donde estaban reunidos sus amigos y, por un momento, dudó si jugarse el todo por el todo y subir a verlos, abiertamente, a pesar de la policía.
Si no lo hizo no fue por él mismo, sino por el pequeño Robert, al que se imaginaba en alguna parte, preparado por Stéphan o por otros amigos de K…, a la espera de la hora fijada para el atentado.
Así, pues, Robert no estaba en el local, con toda seguridad, con los otros, porque eso hubiera sido demasiado arriesgado. Chave se lo imaginó más bien en la Rue de Birague o en algún lugar por el estilo.
Bastaría, en el último momento, un vaso de alcohol para quitarle la menor vacilación.
Por todas partes había cafés y Chave entró en otro. Telefoneó de nuevo y pidió por el Impresor, diciendo:
—Soy el mismo que ha llamado antes…
Ya no sabía si lo que le revolvía el estómago era la tristeza o la rabia. Conocía a todos los camaradas que estaban allí, a todos menos a K…, que era un recién llegado. Los conocía y los apreciaba. Era él quien les daba ánimos cuando uno u otro iba a Bruselas.
¡Todos eran desgraciados, sinceros! Todos lo escuchaban boquiabiertos porque tenía más elocuencia que ellos y porque traducía en frases lapidarias lo que ellos pensaban confusamente.
En aquellos momentos, allá arriba, escuchaban el informe que les hacía el Impresor sobre la conversación telefónica y Chave ya creía ver cómo se endurecían las caras, cómo se encendía en sus ojos la desconfianza, luego el odio.
—¡Diga!…
—¿Eres tú? — dijo con una voz cansada y triste.
—¿Qué quieres ahora?
—¡Escúchame, Jean!… No estoy muy lejos de vosotros… Casi puedo veros. Como por casualidad, a cien metros del café, están estacionados dos coches, a pesar de que este no es precisamente el barrió… Vengo de Courbevoie… Me he pasado dos días allí, al acecho… No sé a ciencia cierta lo que ha pasado, pero la policía está vigilando…
—¿Y qué?
—Pero ¿es que no lo comprendes? Me pregunto qué es lo que K… y Stéphan han podido contaros. He ido a su casa, esta mañana, para ver a Robert… Ellos lo tienen oculto… No quieren que nosotros volvamos a tener influencia en él… ¿Sabes lo que han decidido hacerle hacer?
Silencio.
—¿Lo sabes? —gritó Chave, alarmado.
—¿Y qué?
—¿Lo sabes y lo aceptas? Lo sabéis todos y aceptáis que ese muchacho… ¡Jean!… ¡No! No cuelgues… No quiero creer que tú… que vosotros…
Apretó los puños, pues de nuevo se oía cuchichear y tenía la impresión de que era K… en persona quien escuchaba con el Impresor.
—He venido de Bruselas para impedirlo… No está en nuestra «línea»… Esto no forma parte de…
—¿No tienes nada más que decirme? Si es así, puedes advertir a tus policías de que, a pesar de todo lo que puedan hacer…
—¡Jean!
Se dio cuenta de que estaba gritando. Tuvo miedo de llamar la atención de las dos o tres personas que estaban en el café. Se puso la mano delante de la boca para que no lo oyeran.
—Escúchame una vez más… No estoy hablando por mí, es por Robert… Es un niño… Sabes muy bien…
—Yo sólo sé una cosa: que si lo cogen será porque tú lo habrás hecho coger.
—¿Y los obreros que corren el riesgo de saltar con la…?
Esta vez fue definitivo. Se oyó un rumor, luego el chasquido, y Chave se encontró solo, empujó la puerta de la cabina, pidió algo, cualquier cosa, señalando una botella al azar, pues sentía un nudo tan grande en la garganta que le impedía hablar.
Cuando estuvo fuera, miró de lejos a los dos coches, y hubiera puesto la mano en el fuego a que eran de la policía. Además, en el rincón de la plaza veía a tres hombres que no se habían movido de allí en media hora y que, sin embargo, no estaban retenidos por ninguna conversación animada.
A los otros, en rigor, que lo tomaban por un chivato, los habría sacrificado, pero estaba Robert, el Robert que se había encontrado tan mal, en su casa, porque había comido demasiado bien, y que al día siguiente lloraba como un niño porque había ensuciado el piso…
—Perdón… —le decía a Marie—. No sé qué me ha pasado… Cuando bebo…
¡Y Chave estaba convencido de que acabaría yéndose a vivir con la Prima, pues hablaba de ella a cada instante!
Caminaba, sin darse cuenta de ello. Se detuvo de pronto, pasaba por delante del escaparate de un ropavejero, algo le había llamado la atención: un traje de marinero de grueso paño azul.
No lo pensó ni un instante. Entró. Preguntó — ¡debía tener el aspecto de un tipo medio loco! —señalando el traje:
—¿Me lo cambiaría usted por el mío?
Le costaría trabajo si tuviera que acordarse de la extraña mujer que lo ayudó a cambiarse, una mujer bastante vieja, con una peluca de un color negro como la tinta que parecía pintada sobre su cabeza.
Se llevó también la gorra. Si hubiera regateado, le habrían dado dinero encima, pues la blusa estaba raída, mientras que su traje, después de un buen planchado, pasaría por casi nuevo.
Se puso a andar de nuevo. Hubiera querido hacerse cortar el pelo, que no estaba muy de acuerdo con su indumentaria, pero tuvo miedo Me entrar en un salón de peluquería, con tanta luz, y por instinto se puso en marcha hacia Courbevoie.
Con su nuevo aspecto era mejor que siguiera por los muelles, como así lo hizo, y tuvo la certeza de que se veían nuevas fuerzas de policía, de que el barrio entero estaba como en estado de sitio.
Sin embargo, reflexionó y se tranquilizó un poco. Llegó a la conclusión de que, si la cosa hubiera sido para aquella misma noche, los del grupo no se habrían reunido. Era una regla. En tales casos, había que dispersarse, de modo que fuera más difícil atraparlos y cada uno pudiera preparar su coartada.
¿Sería para la mañana siguiente? Por lo menos tendría todavía una noche de tregua. Y, aunque no sabía cómo tomarlo, lo cierto es que no desesperaba.
Se había convertido en una idea fija. Ya no sabía si quería evitar la muerte de unos inocentes o impedirle a Robert cometer una tontería, o si, considerándose en parte responsable de la actividad del grupo, luchaba para tener la conciencia tranquila.
Estaba metido en un engranaje. Le era difícil acordarse de qué modo había entrado en él, y las representaciones del teatro, con el chaqué gris y las cóleras del actor francés, le parecían lejanas.
Incluso se había olvidado del Barón. Caminaba siguiendo la hilera de los árboles, reconocía a lo lejos los montones de ladrillos, las barcazas adormecidas sobre las tranquilas aguas y luego, por aquí y por allá, unas siluetas que era preferible evitar rozarlas siquiera.
En cierto momento estuvo a punto de tropezar con el perro que el portero de la fábrica paseaba, sujeto de una correa, sin duda a causa de toda aquella gente.
¿Cuál sería el plan establecido por K…? ¿Qué instrucciones había dado a Robert? ¿Llegaría este en bicicleta como la otra vez? ¿Le daría un paquete al portero, rogándole que lo entregara al director? Era poco probable este sistema, pues ya se había empleado recientemente en Austria y corría el peligro de despertar la desconfianza.
Tal vez se tratara de una bomba a la que bastaría con arrojar por encima de la pared para hacerla estallar y Robert iba a sacrificar su vida.
El aire era suave, mucho más suave que los otros días. Chave seguía andando y no lograba deshacerse del rencor que se había anidado en él a causa de la conversación telefónica mantenida con el Impresor.
¿No merecían todos, tal como se habían portado con él, que fuera a hablar con la policía? Al menos Robert salvaría su vida, pues no se atreverían a mandar al patíbulo a un muchacho que había aceptado perpetrar un atentado pero que no había podido cometerlo. Y al mismo tiempo se salvaban otras vidas…
Buscó en su bolsillos, los revolvió y comprobó que había olvidado los cigarrillos en su traje. Había llegado a las inmediaciones de un estanco y estuvo a punto de entrar, cansado ya de pensar y tomar precauciones.
Fue una pura casualidad que, a unos metros de la puerta de cristales, levantara la cabeza. Entonces se detuvo, pero en seguida reanudó la marcha caminando muy de prisa. Justo en frente de él, en la mesa más próxima al mostrador, acababa de ver al Barón, sentado delante de un aperitivo amarillento.
Sin duda alguna, su presencia era insólita. Pero lo más turbador era su aspecto. Iba vestido como de costumbre. Llevaba el sombrero un poco echado para atrás, como siempre que estaba en el café. Nada de eso le impresionaba: era el aspecto general, la impresión que producía de encontrarse uno no frente al Barón, sino frente a una figura suya que hubieran hecho para el museo de cera.
¿A qué se debía aquella sensación? Chave no habría podido decirlo. Sólo lo había mirado durante unos segundos y había experimentado un extraño malestar, como si hubieran disecado al Barón para colocarlo allí, inerte y sin vida, como un monstruoso cebo.
Tuvo que sacudirse para desprenderse de esa desagradable sensación. Luego se acordó de la maldad del Impresor y los otros para con él.
Todos estaban convencidos de que había mordido el anzuelo de la policía y los había delatado.
Quizá no estuvieran del todo equivocados. Eso es lo que Chave se preguntaba al pasar por el puente, sin saber adónde iba.
El que había podido morder el anzuelo era el Barón, y lo habían llevado de nuevo al escenario de los hechos. A causa de los pescadores que había observado en los últimos días, Chave no podía alejar la imagen de un enorme gusano de cebo…
Se sobresaltó. Estaba demasiado absorto por sus pensamientos para poder mirar a su alrededor. De pronto descubrió unos pies, unos zapatos negros bien lustrados, docenas de zapatos negros; levantó la cabeza y descubrió, cerca de un puente, un grupo de guardias móviles, armados, que se ocultaban en la sombra. Tuvo que enderezarse para seguir caminando al mismo paso, pero eso no le impidió ver, unos cincuenta metros más lejos, un autocar detenido junto a la acera.
Todo aquello era algo siniestro, olía a motín, a guerra civil. Era más siniestro para él que para cualquier otro, porque él sabía, porque él estaba casi en el mismo origen de los hechos, porque le bastaría con encontrar a Robert y hablarle frente a frente…
Entonces, de repente, se puso a caminar más de prisa y, una vez en el puente de Neuilly, se metió en un autobús.