5

Había, entre el Boulevard Henri-IV y la Rué Saint-Antoine, una callejuela cortada por unas obras y Chave, atraído por la luz roja, saltó por encima de la cuerda y de la zanja y trató de abrir la barraca de tablas que servía para guardar las herramientas; detrás de ella encontró un rincón seco y resguardado y se instaló en él. Quizá en toda su vida no había dormido tan bien, con tal impresión de profundo bienestar. La tierra era blanda, cóncava. Chave había puesto en el suelo dos sacos de cemento vacíos y, envuelto en su impermeable, no tardó en gozar de su propio calor. Oía pasos a lo lejos, sin duda los de los agentes de ronda, y tenía una tranquilizadora sensación de estar en una madriguera, hasta el punto de que, a partir de entonces, la idea de sueño profundo estuvo ligada ya para siempre al olor de cemento húmedo.

Cuando lo despertaron, empezó por gruñir, como lo hacen los animales y los niños, de modo que los obreros se divirtieron unos minutos a costa suya. Luego bebió café en un bar y comió unos cruasanes, sin dejar de echar de menos aquel rincón tranquilo donde había dormido tan bien.

Había una bruma diáfana y, a medida que amanecía, se hacía dorada, presagiando el sol del día.

Si Chave no había abandonado aquel barrio era porque no había renunciado a encontrar a Robert. Se acordó de una muchachita de la que este le había hablado las dos veces que había ido a Bruselas y que él llamaba su Prima.

No era su prima de verdad, pero Robert, como todo el mundo, la llamaba así. Por lo demás era una historia bastante desagradable, como todo lo que se refería a Robert. Podría decirse que tenía el don de atraer hacia sí a los seres más marcados por la vida, los dramas más sórdidos. Sólo le ocurrían cosas trágicas y fuera de lo normal, avatares que parecían imposibles y nunca, jamás, algo trivial o reconfortante.

¡Incluso en los detalles! Así, por ejemplo, cuando había ido por primera vez a Bruselas, llevado por el Impresor, que había querido que conociese a Chave…

Tenía el dinero justo para el billete de ida y vuelta… Marie había preparado una buena comida y habían comprado varias botellas de vino… Robert miraba a Pierre y a su mujer con ojos maravillados y habría hecho lo que fuera para complacerlos…

Le habían hecho dormir en el suelo, en la habitación, sobre un colchón y unas almohadas; durante la noche, se había sentido mal como nunca en su vida, había vomitado ensuciando todo lo que había a su alrededor y sus amigos tuvieron que levantarse.

Aquello le hizo llorar. Había enviado a Marie una carta disculpándose y atribuyendo su mareo a la emoción que le había producido estar frente a un hombre como Chave.

Les había costado lo indecible hacerlo volver a Bruselas, ¡tanta vergüenza sentía!

La Prima era también un ser marcado por el destino. Pierre no la había visto nunca, pero se la habían descrito lo suficiente como para reconocerla. Tenía dieciséis años y era muy menuda, con un cuerpo demasiado formado y el rostro de mujer de treinta años. Robert la conoció en una granja de los alrededores de Pithiviers, donde la Asistencia Pública los había colocado a los dos. Se descubrió que cuando ella tenía doce años el granjero abusaba de ella no sin haberla contagiado.

Los periódicos hablaron del caso. Más tarde, Robert encontró a la Prima en París, en una lechería de la Rue Saint-Antoine, cerca del cine Saint-Paul. Y ahora Chave estaba buscando esa lechería. El sol acababa de inundar la mitad de la calle y era alegre ver a las dependientas y los aprendices preparar las paradas en la acera. Sólo había cosas de comer, carnes, pescados, pilas de quesos, botes de conservas, en fin, de todo lo que se puede comer, bizcochos, legumbres, pastelillos en cantidades industriales.

Se quedó un momento de pie frente a una lechería que no estaba lejos del cine, pero no vio a nadie que se pareciera a la Prima y estaba a punto de irse cuando una silueta viva se deslizó entre la gente y penetró en la tienda.

No sólo la reconoció por su talla, sino también por lo que de dramático había en ella, de marcada por el destino. Vio cómo preparaba unos botes de leche y en seguida volvió a salir cargada, él la alcanzó un poco más lejos.

—Disculpe…

Ella lo miró con desconfianza, frunciendo el entrecejo, lo que la envejecía aún más.

—Soy un amigo de Robert… Necesito verlo…

—¿Qué quiere usted de él? ¿Por qué se dirige usted a mí?

—Porque no tengo su dirección. He ido a la Place des Vosgues…

—Ya no está allí…

—Es lo que me han dicho… Entonces, he pensado en usted…

—¿Quién le ha hablado de mí?

—Robert…

—¿Qué le ha dicho?

—Todo lo que sabía y que usted es como una hermana…

—¿No será usted su amigo de Bruselas?

—Si…

—¿Por qué no me lo ha dicho antes? No sé si lo va usted a encontrar, pues, últimamente, casi nunca está solo… La última vez que lo vi…

—¿Cuándo?

—Hace dos días… Estaba con un extranjero… Me dijo que dormía en un hotel de la Rue de Birague…

La chica había dado ya unos pasos. Se detuvo.

—No ocurre nada, ¿verdad?

La Rue de Birague estaba justo al lado y no había más que un hotel de la más ínfima categoría. Antes de entrar en él, Chave vigiló durante largo rato los alrededores para asegurarse de que la policía no le había tendido una trampa. Luego entró en un corredor, vio que salía un hombre de un despacho pequeño, un hombre joven, fofo, hinchado, malsano, que le inspiró una inmediata repulsión.

—¿Qué quiere usted?

—Estoy buscando a un amigo mío que debe alojarse aquí…

—¿Cómo se llama?

—Robert… Es un chico joven, ciclista, que lleva siempre un jersey oscuro y una gorra.

—¿Qué quiere usted de él?

—Necesito hablarle. Es un amigo…

El hombre tenía unos ojos grandes, miopes, y Chave, que se esperaba un mar de dificultades, se asombró al oírle decir:

—Vaya usted al número siete… Si no está ya lo verá.

La casa olía mal. Una criada menuda, bizca, morena, estaba barriendo las escaleras. Algunos huéspedes debían haber salido ya, pues a través de las puertas que estaban abiertas se descubrían las camas deshechas.

Chave llamó al número 7 y escuchó. Llamó de nuevo, porque no respondían, pero oyó ruido en el interior. Pensó mirar por el ojo de la cerradura pero la presencia de la criada se lo impidió.

—¡Vuelva a llamar! Seguro que hay alguien —dijo ella—, aunque sólo sea el señor Stéphan… En aquel mismo momento una voz preguntaba:

—¿Quién es?

—Un amigo… Abra…

—¿Qué amigo?

—Un amigo de Robert…

Tuvo casi la certidumbre de que estaban cuchicheando en la habitación, pero cuando se entreabrió la puerta no vio más que a una persona, un hombre que, manifiestamente, se levantaba de la cama, pero que estaba completamente vestido, y sus ojos aún no se habían acostumbrado a la luz.

—¿Qué Robert? —preguntó, examinando a Chave de pies a cabeza.

Tenía acento polaco, y su aspecto era miserable. El haber dormido vestido le daba un aire más desarrapado aún. Sin duda reconoció en el recién llegado a alguien de su especie, que había dormido a la intemperie, pues pareció que su desconfianza se atenuaba.

—Sabe usted muy bien a quién me refiero… Soy un amigo de Robert… Necesito hablar con él inmediatamente…

—No está aquí…

El llamado Stéphan se había sentado de nuevo al borde de la cama y Chave se fijó en el hueco que había dibujado su cuerpo durante el sueño. A su lado había otro hueco muy semejante. Las sábanas aún exhalaban humedad. Allí habían dormido dos personas que, sin duda, no se habían despertado hasta que Chave llamó a la puerta.

—Puede usted dejar el recado… Si lo veo…

—Preferiría que me dijera usted dónde está…

—No lo sé… Le juro que no lo sé…

La mirada de Chave se detenía sobre un pie que asomaba por debajo de la cama, cubierto con un calcetín descolorido. No tomó -una decisión de inmediato. Trató de mirar hacia otra parte.

—He venido expresamente de Bruselas para verlo…

—Yo no tengo la culpa.

A pesar suyo, su mirada volvió al calcetín, que no se movía, y Stéphan se dio cuenta de ello, entonces pronunció unas palabras en una lengua extranjera. Un cuerpo se movió, debajo de la cama, y se irguió un personaje que, enderezado, pasaba con mucho de la talla media. El hombre miró a Chave, se echó el cabello hacia atrás y fue a enjuagarse la boca encima de la palangana.

Pierre no había visto nunca al famoso K… No sabía exactamente cómo, pero estaba seguro de que estaba ante él.

Sin preocuparse del visitante, el segundo personaje se pasó el peine, luego se sacudió la ropa para hacer caer el polvo, mientras que Stéphan le hablaba, siempre en lengua extranjera. Respondió brevemente y este tradujo:

—¡No! Él tampoco sabe dónde está su amigo… Puede ser que lo encontremos… ¿Qué quiere usted que le digamos?

—No tienen que decirle nada… Debo verlo…

—¿Dónde puede encontrarse con usted?

—Yo vendré a buscarlo…

—¡Le vuelvo a decir que no vive aquí! Ha pasado una noche con nosotros, nada más…

—¿Cuándo?

Una duda.

—La semana pasada…

—¿Por qué no ha ido a trabajar estos últimos días?

—Tal vez esté enfermo.

El que Chave tomaba por K… se estaba anudando una corbata arrugada alrededor de su cuello y esperaba con una paciencia que tenía algo de amenazadora. Hubiera podido creerse que no sabía francés, pues no dirigió la palabra al visitante ni una sola vez. No hablaba más que a su compañero, y eso en un tono condescendiente y cansado.

—Ahora —dijo Stéphan abriendo la puerta— es mejor que se vaya usted, pues nosotros tenemos trabajo…

K… le habló más que de costumbre y le recomendó:

—Sería preferible que no se quedara usted por los alrededores, podría perjudicarnos…

Hasta que no estuvo fuera, Chave no tuvo la intuición de que Robert estaba allí, quizá en una habitación contigua, quizá en el armario que había visto. No se atrevió a volver a subir para asegurarse, además supuso que el dueño habría recibido órdenes de no dejarlo subir más.

Aquella mañana había demasiado sol, un sol demasiado alegre, un sol que molestaba en la cabeza. Demasiada vida y demasiada alegría, a lo largo de toda aquella calle, verdadero mercado de comestibles. Era difícil concentrarse, sentir el lado serio de las cosas.

En un momento dado, Chave, no lejos de una parada de autobús, se preguntó qué iba a hacer. Unas mujeres con el cesto de la compra lo empujaron. En un puesto muy cerca de él, había centenares, quizá millares de arenques, todo un banco de arenques plateados con los ojos rojos.

¿No haría mejor volviéndose a Bruselas y reanudando su vida apacible? Se volvió bruscamente para asegurarse de que no lo seguían, pero, esta vez, no pensaba en la policía: era en Stéphan y su compañero. El primero era polaco, estaba seguro. El otro era también de por allá, sin duda de alguna parte de Europa central u oriental, de un país de miseria. De una clase de miseria revuelta que Chave conocía bien y cuyo olor le había llegado, por así decirlo, en aquella habitación.

La gente que pasaba, los que compraban, los que vendían, los que se desgañitaban haciendo la propaganda de su mercancía, no sospechaban nada, ni el agente de la esquina, ni el empleado que, indiferente, conducía el autobús. ¿Quién podía imaginar que dos hombres en la habitación de un hotel estaban preparando un artefacto para matar a otros?

La Prima repartía la leche a pesar de todo lo que le había ocurrido en la vida. Chave no sabía qué hacer y maquinalmente subió a un autobús y se dejó conducir a la Porte Maillot, contemplando suavemente el paisaje.

Rué de Rivoli… Champs Elysées… L’Arc du Triomphe… Aquella mañana de otoño era tan hermosa como una mañana de primavera, y dos enamorados en un pequeño descapotable se lanzaban hacia el campo.

Chave, por su parte, pensaba que sería mejor que se deshiciera de su gabardina, pues el día anterior probablemente lo había visto el policía y podría identificarlo. Entró en un café, bebió algo y les pidió si le podían guardar el impermeable. No hacía nada de frío, apenas fresco. Tomó otro autobús. Tenía que esforzarse por no soñar. Apenas había encarrilado su espíritu en lo que quería pensar, cuando le llegaron pequeñas sensaciones, nada de importancia, recuerdos, imágenes abigarradas, y su drama se diluía de nuevo hasta perder toda su consistencia, hasta convertir en absurda aquella historia de la bomba, de un ciclista de periódico, de un polaco y de un camarada cuyo calcetín descolorido asomaba por debajo de la cama.

Todo a lo largo de la Avenue Neuilly estaba muy concurrido por las amas de casa y por las sirvientas que hacían sus compras. En medio de la calzada, a pleno sol, los taxistas leían su periódico esperando algún cliente.

Chave habría querido tener noticias de Pierrot. Se había prometido, si tenía un hijo, educarlo con dureza. ¡Cómo si eso fuera posible!

En el puente de Neuilly se apeó. Miró el muelle que conducía al puente de Courbevoie y le costó trabajo reconocerlo, en aquella luz triunfante. Le costó trabajo, también, decirse que corría algún riesgo, que ciertas personas, entre los que pasaban por allí, eran policías que tenían sus señas y que estaban en aquel lugar con la única finalidad de detenerlo.

A lo lejos, cerca de los montones de ladrillos, había tres veces más barcazas que la víspera, especialmente barcazas belgas, oscuras, de acero, con la popa redondeada, las ventanas pintadas y ropa tendida de unos alambres.

Una aserradora ponía en el aire un rugido continuo, con un ruido más estridente cada vez que se acababa la pieza de madera y los dientes de la sierra no mordían nada.

¿De dónde salía toda aquella gente que se paseaba y que tenían el aspecto frío de los personajes de las tarjetas postales? Unos pescadores, a tres o cuatro metros el uno del otro, alguno con su ropa de trabajo, como un carnicero, con su blusa rayada, un ferroviario con su gorra plana… Luego había también mujeres con niños… Dos niños, gemelos, que debían tener cuatro o cinco años, llevaban la bata idéntica, a cuadritos rojos, como la había tenido Chave de pequeño, caminaban delante de su madre, cogidos de la mano, mirando hacia delante con sus grandes ojos abiertos…

Si Robert hubiera estado realmente escondido en el armario o en la habitación contigua, habría reconocido la voz de su amigo. ¿Comprendería que este había venido sólo para impedirle que cometiera una tontería?

¡Ay!, aunque lo hubiera comprendido, los otros le hubieran convencido de nuevo en seguida. No era culpa suya. Se le podía convencer de que hiciera lo que fuera. Y eran, indudablemente, sus nuevos amigos quienes le habían aconsejado que se llevara los trescientos francos de la portera.

¿Acaso Chave cuando tenía quince años no le había dicho a su padre?:

—¡Te desprecio, porque eres un hombre despreciable!

Porque su padre hablaba con respeto de monsieur Dortu y le temía, porque al volver a casa decía:

—Monsieur Dortu estaba de mal humor… Le indignaba que un hombre como su padre, un hombre que él hubiera querido ver situado por encima de todos los demás, se humillara ante el patrono, le temiera y le respetara. ¡Le indignaba también que su madre se vistiera de tal forma o de tal otra porque podía encontrar a madame Dortu!

Le indignaba que pudiera vivir en una ciudad como Limoges, ser el jefe contable en una fábrica de calzados, hacer trabajar a los obreros a destajo, hacer que las muchachitas se doblaran sobre las máquinas y hacer trabajar a las mujeres embarazadas hasta pocos días antes del parto.

—¿Por qué voy a respetarte yo, si no te respetas tú mismo?

Por primera vez, a los quince años y medio, había intentado escaparse de casa, pero se había equivocado de hora del tren y lo habían cogido en la estación. Una segunda vez, a los dieciséis años, lo había logrado y había llegado a París.

«No vale la pena que me busquéis. A menos que me encerréis para siempre, no podréis impedirme que viva mi vida…».

Su padre aún vivía en Limoges, donde seguía siendo jefe contable de la fábrica de monsieur Dortu. Su madre había muerto cuando él estaba en Bourges, en el servicio militar.

Se sentía triste, con una tristeza sucia como la habitación de aquella mañana, como la vida de la Prima, como el pequeño Robert. Estaba triste y, sin embargo, había momentos en que le parecía que no tendría que hacer casi nada, un gesto, un esfuerzo, como el de un nadador para subir a la superficie…

Unos niños estaban jugando y se detuvo para mirarlos, para escuchar sus voces agudas, luego uno de ellos le hizo la zancadilla a su compañero y Pierre continuó su camino, echando una mirada de preocupación a un hombre que estaba sentado en un banco y que tal vez era un policía.

Pasó por delante de la fábrica. Vio el perro atado en el patio. También observó unos autos, muchos, delante de los edificios, y vio de lejos a unos hombres que pasaban de un taller a otro, en grupo, lo que le hizo pensar que se trataba de una delegación, extranjera quizá, que venían a comprar aviones.

¿Estaría K… al corriente? De ser así, ¿habría escogido precisamente aquella ocasión para su atentado?

Chave se acordaba de cómo le había vuelto la espalda despreciativamente el portero el día anterior, cuando a propósito del perro le había dirigido la palabra. De lejos también observó el estanco de la esquina y se fijó en un hombre pequeño y gordo que seguramente era de la policía. Estaba bebiendo algo de alcohol, sin duda un calvados, y se hacía chasquear la lengua contra el paladar.

Si llegara a ver a Chave y a reconocerlo, se dirigiría a él, duro y amenazador, lo interrogaría sin tregua y tal vez una vez en el calabozo se daría el gustazo de darle una paliza.

Ahora bien, casi con toda seguridad se trataba de una buena persona. Eso era lo que pensaba Pierre, al sol. Veía pasar a la gente y se decía:

«Si, por ejemplo, este policía y yo estuviéramos los dos en una trinchera, como simples soldados, nos convertiríamos en buenos camaradas. Sin duda, en el caso de que uno de los dos fuera herido, el otro sería capaz de lo que fuera, de un verdadero heroísmo, para salvarlo. Y también el portero de la fábrica, y ese empleado de consumos, que despotrica contra los camioneros. El pequeño Robert es un alma simple y cándida. Es un niño desgraciado abierto a todas las ternuras. Stéphan…».

La cosa ya se hacía más difícil, porque él le tenía antipatía a Stéphan, y más aún a K…, suponiendo que el otro ocupante de la habitación fuese realmente K… Pero, ¿por qué no? Aquellos también eran desgraciados y si…

En el entierro de su esposa, monsieur Chave se había negado a dirigirle la palabra a su hijo, había declarado solemnemente que para él ya no existía.

¿No era terrible pensar que, en cualquier momento, a pesar del sol, de los niños que paseaban, de la niñita que jugaba con unos trapos, de aquel jubilado que leía una novela sobre la hierba del talud, de los barcos aconchados en la orilla, a pesar de todo, de las posibilidades de la vida, podía surgir una bicicleta, montada por ese muchacho, por Robert, con un paquete en la mano…?

Y poco después se produciría el horrible estruendo, el espectáculo aún más odioso, como en las catástrofes ferroviarias, o las de minas, en Bélgica, cuerpos ennegrecidos, despedazados, la carne abierta, sucia, dolorida, los ojos vacíos de pensamientos y, alrededor, la gente sobrecogida de respeto y horror, con el corazón en vilo, los dedos crispados, las mujeres corriendo y gritando, los niños a quienes no se atreven a decirles la verdad, los periódicos aún húmedos de tinta, que se arrancan de las manos de los vendedores, los títulos impregnados de venganza, los tumultos, la ceremonia oficial de un entierro colectivo, con refuerzos de la policía y guardias móviles con sus cascos…

Había reparado en un segundo inspector, estaba seguro. Quizá incluso en un tercero, un viejo, sentado en un banco y que parecía que quería ocultarse tras un periódico.

«Haría usted mejor yendo a la Rué de Birague, subir a la habitación número 7 y detener a sus ocupantes, decirles que se equivocan, llevarlos a la frontera. Debería usted hacer comprender al pequeño Robert… O mejor no, no se ocupe usted de él, ya me encargaré yo…».

No era ningún santo. Pero sentía horror por los golpes, la violencia, la sangre, el dolor. Hasta el punto de que, después del nacimiento de su hijo al que había querido asistir, había jurado no volver a dejar a su mujer encinta, y lo había cumplido.

Si le decía lo que acababa de pensar al policía del estanco o al otro, que caminaba a lo largo del muelle…

Le parecía que empezaban a mirarlo de reojo. Y, sin embargo, él se las ingeniaba para comportarse como los otros, se detenía detrás de un pescador, se sentaba en el talud, se entretenía mirando una barcaza que estaban descargando… Se preguntaba qué pensarían de él los del hotel donde no había pagado la cuenta y les había dejado la bicicleta… Si hubiera tenido suficiente dinero habría ido a comer allí…

Sabía que a la misma hora en su casa, en Bruselas, su mujer estaba preparando la comida. Él tenía que haber estado en el despacho, con la puerta entreabierta para que la estufa calentara la habitación. Nunca preguntaba qué había para comer pues lo adivinaba por el olor. De vez en cuando oía cómo Marie volvía a cargar el horno o cómo cambiaba una cacerola de sitio. O bien, cuando el chiquillo no estaba enfermo, su madre le musitaba:

—¡Ssssh!… Papá está trabajando…

El niño estaba sentado por el suelo, siempre, en medio de sus juguetes, a no ser que estuviera empujando una silla volcada que figuraba una carretilla como las que veía en la calle cargadas de verduras que iban de puerta en puerta, mientras que el vendedor llamaba a la clientela haciendo sonar una trompetita.

De pronto, Pierre se estremeció, enrojeció, trató de serenarse, pues acababa de recibir una violenta impresión. Desde hacía un buen rato estaba de pie, al borde del agua, mirando a dos pescadores sentados en un bote pintado de verde. Uno de los dos era, precisamente, el carnicero en blusa de rayas.

Ahora bien, había alguien más, a un metro de él, que contemplaba el mismo espectáculo. Chave no se había dado cuenta. Acababa de volver un poco la cabeza y reconoció, de repente, al hombre de la mañana, el que en aquella habitación no había pronunciado ni una palabra en francés.

Su primer movimiento —a pesar de todo estaba acostumbrado a la cortesía—, fue sonreírle y adelantarse hacia él. Pero este lo miró fríamente, como si no lo hubiera visto nunca.

Chave, arrastrado por su impulso, tuvo que balbucear algo y soltó:

—¡Qué casualidad!…

El hombre llevaba el mismo traje azul de la mañana, con el que había dormido. Tenía el pelo muy oscuro, los ojos febriles. Con las manos en los bolsillos, le volvió la espalda a su interlocutor, dio unos pasos y fue a situarse detrás de otro pescador, dando a entender que no le dirigiera la palabra.

Como no había podido seguir a Chave en el autobús, si estaba allí era porque se preparaba algo y que el Barón no se había equivocado. También era cierto que se trataba de K… o de algún personaje importante de la banda.

No llevaba ningún paquete, cosa que tranquilizó a Chave. Fumaba un cigarrillo hecho a mano y, aparentemente, no pensaba en otra cosa que en el flotador que se estaba deslizando siguiendo la corriente.

¿Había venido para preparar el atentado o para presenciarlo de lejos?

A Pierre no le gustaba nada aquel tipo. Le inspiraba repulsión y, sin embargo, adivinaba confusamente en él a alguien de los suyos, un tipo triste, rebelde, alguien que soñaba con una vida mejor y que había detestado a sus padres.

Era cerca del mediodía, la gente empezaba a caminar más de prisa, como si la hora de la comida acelerara el ritmo de la vida. Se oyó un pito, luego unas sirenas, las campanas de una iglesia que no se veía y filas de personas llenaron las aceras, las bicicletas se pusieron en marcha, en fila india y, de lejos, Chave vio al portero que sacaba al perro para que hiciera sus necesidades.

Los automóviles que había frente a la fábrica se iban unos tras de otros. Unos señores bien vestidos se cumplimentaban, se daban la mano y nada probaba que la bomba no fuese a estallar de un momento a otro, manchando aquella mañana de octubre.

Chave se volvió, sentía unos ojos fijos en él, los de K…, que no desvió la mirada, sino que siguió observándolo fijamente. Era a la vez un desafío y una amenaza. El otro parecía decirle:

«¿Ves? ¡Estoy aquí! No pierdo ni uno de tus gestos, es inútil qué trates de traicionarnos…».

Un detalle hizo ruborizar las mejillas de Pierre. La mano derecha del extranjero permanecía obstinadamente en el bolsillo de su americana y le pareció que apretaba algo duro, como un revólver…

Apartó los ojos. Vio la hierba sucia del talud, una vieja que cortaba, para sus conejos, raras hojas de achicoria que metía en un saco, luego, la mirada de Chave seguía subiendo, observó a un hombre que estaba de pie en el muelle y que, mientras fumaba un cigarrillo, los miraba, a K… ya él.

Era uno de los dos que él sospechaba que eran policías, un tipo moreno, un meridional, quizá un corso. El carnicero, en su bote, recogía sus cañas. Menudas siluetas móviles ennegrecían las dos aceras del puente, por el que, hasta entonces, sólo pasaban coches y camiones. La grúa se había detenido y un obrero bajaba de su atalaya.

K… tiró su colilla al agua y empezó a liar otro cigarrillo. Chave, con una precipitación involuntaria, volvió a subir al muelle ingeniándoselas para no mirar hacia el lado donde estaba el policía.

No sabía aún si lo vigilaban a él o al extranjero. Caminó unos diez metros, se volvió y encontró la mirada del corso. Pero le pareció que era una mirada indiferente. El inspector, en todo caso, se quedaba allí, detrás de K…, que no había cambiado de sitio y que usaba su encendedor.

Chave siguió caminando, atravesó la calzada y llegó a la esquina de una calle tranquila donde sólo había talleres. Se volvió una vez más y ahora el inspector no lo estaba mirando, sino que estaba vuelto hacia el río.

Estuvo a punto de echar a correr, pero se contuvo, caminó de prisa, como cuando por la noche nos parece que oímos pasos detrás de nosotros. Pasó delante de unas obreras que se cogían del brazo y que se inclinaban las unas sobre las otras para cuchichear sus confidencias. Luego pasó delante de un joven aprendiz que golpeaba las paredes con un bastón al tiempo que iba andando y que de vez en cuando se detenía para escupir tan lejos como podía.

Torció otra vez a la derecha, por una calle que no conocía. Sin embargo, creyó reconocer el restaurante de los chóferes, donde había comido el día antes. Se acercó y vio que no era el mismo, pues este tenía la puerta en medio.

En el interior, una gran estufa emitía un calor espeso. Sobre el mármol de las mesas había manteles de papel, unas aceiteras grasientas, botes de mostaza, litros de vino tinto preparados de antemano y una chica robusta, seguramente de Auvernia, que iba de mesa en mesa, maternal a pesar de sus veinticuatro o veinticinco años.

—¿Comerá usted estofado?

El dueño llevaba un delantal azul. Algunos de los que estaban comiendo, sin malicia, empujaban un poco a sus vecinos para poder apoyar los codos. Todos tenían mucho apetito. El vino estaba agrio y ayudaba, con la estufa, a encender las mejillas. Los tenedores chocaban con los platos de loza. La salsa iba manchando cada vez más los manteles de papel, y la calle, al otro lado de las vidrieras flanqueadas por unos laureles plantados en unos toneles, estaba desierta, absolutamente desierta: una pared blanca, con la inscripción «Prohibido fijar carteles» y el sol encima.

Chave no había tenido nunca tanto sueño. Nunca había sentido un deseo tan grande de tenderse, de dejar que su cerebro funcionara solo, sin control, que se purgara de todo lo que lo congestionaba, de sumirse en un sueño como el de un animal harto que se sumerge en él.

—¡Perdón! ¿Me permite usted?

Alguien cogía su mostaza y se vertía la mitad del pote en el plato. Por dos veces la dura grupa de la criada lo rozó mientras que, a pesar suyo, él seguía vigilando la puerta, en la que trataba de leer un nombre al revés.