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Hacia las tres, pareció como si el decorado se hiciera mucho más grande. El cielo, que durante todo el día se había arrastrado a ras de los árboles, había retrocedido y ya no estaba hecho por un magma de nubes pesadas, sino por una materia fluida y clara, amarillenta, que dejaba adivinar la presencia de un sol en alguna parte. De repente, las casas también retrocedían; las calles se hacían más anchas que por la mañana, estaban sin color, recobraban vida y relieve mientras que, sobre el agua, nacían unos reflejos.

Al pasar delante del estanco del puente, Chave había echado un vistazo al interior y no había visto ni al hombre de azul ni al Barón. Aunque la lluvia había cesado, había la mitad de pescadores que por la mañana y la vieja vagabunda había desaparecido definitivamente.

Todas esas pequeñas observaciones, unidas al hecho de que acababa de comer y tomarse un café y una copa de ron, devolvieron a Chave un poco de su confianza. ¡Si bien es cierto que la primera manifestación de esta confianza no le salió bien!

El portero de la fábrica de aviones estaba paseando de nuevo a su perro, esta vez por el muelle mismo, en donde el animal podía husmear el pie de los árboles. Se hallaban a unos cincuenta metros de las barcazas que estaban descargando, mientras los rayos del sol hacían un esfuerzo por atravesar la capa de nubes y unas gruesas gotas caían alegremente de las ramas.

—¿Es un perro malo? —preguntó Chave al hombre que esperaba pacientemente que el animal hubiera hecho sus necesidades.

Como respuesta recibió, en primer lugar, una larga mirada que lo envolvió de pies a cabeza, deteniéndose en algunos detalles de su persona, como un botón que le faltaba en el impermeable, y, finalmente, sin decir una palabra, el portero le volvió la espalda y atravesó la calle silbando al perro:

—¡Aquí, Dick!

Era poca cosa y, sin embargo, bastó para cambiar el estado de ánimo de Chave. No sólo eso, sino también el aspecto que iba tomando el retazo de universo que lo rodeaba, la herrumbre suntuosa de las hojas muertas, el color rojo de los ladrillos extrañamente iluminados, el agua que se alteraba, con ondulaciones relucientes, y enfrente, la isla casi desierta que evocaba un paisaje campesino…

El marinero belga se había instalado en la popa de su barco y miraba cómo trabajaban los descargadores, mientras que sus ojos azules no revelaban otra cosa que calma.

¿Por qué Chave no era capaz de detenerse, de hacer como los demás, de vivir sin pensar, en lugar de estar corroído incesantemente por sus ideas que le estaban quitando toda alegría?

¡Lo del perro! El perro no era el malo. Estaba allí, levantando la pata, y Chave había dirigido amablemente la palabra a su dueño. ¡Era tan sencillo! Podían conversar cordialmente.

Incluso… Suponiendo menos maldad o estupidez, Chave hubiera podido decir:

—Usted es el guardián de la fábrica de aviones… Mire, yo sé que se está preparando un golpe contra ella… Docenas de obreros corren el peligro de dejar la piel en ese atentado y usted casi seguramente estará entre las víctimas… Si usted quisiera ayudarme…

Chave esbozó una sonrisa de compasión. Si le hubiera dicho todo eso, ¡el hombre lo habría mirado con más desconfianza aún y, tomándolo por un loco o por un cómplice de los terroristas, lo habría hecho detener por la policía!

Entonces, ¿por qué agitarse de aquel modo, preocuparse tanto y arriesgarse a ser detenido? Estaba empapado y se preguntaba si no habría cogido un resfriado, pues era muy propenso a ellos y, una vez cogido, ya no se lo podía sacar de encima en todo el invierno.

De pronto, se estremeció. Miraba hacia el puente y vio una bicicleta que surgía de entre los camiones y seguía por el muelle. El ciclista era un joven con gorra que, al pasar por delante de la fábrica, volvió la cabeza hacia aquella y después apretó vigorosamente los pedales, dirigiéndose hacia el puente de Neuilly.

Si Chave hubiera tenido su bicicleta lo habría podido alcanzar, pues no era otro que el pequeño Robert. Era el instante preciso en que había un momento de calma, y el sol, antes de ponerse, daba una furtiva caricia dorada. El mismo momento en que Chave sentía que se diluía su convicción en el drama y su fe en la obra emprendida.

Robert, como siempre, llevaba una gorra vieja, con la visera rota y una americana muy larga que le habían dado. Sin duda alguna, había ido a conocer la disposición de los lugares. ¡Y volvería!…

Si Chave no hubiera estado solo, se habría encolerizado. ¿Es que los hombres no iban a ser nunca capaces de ponerse de acuerdo? Había quienes estaban pescando, que tenían su sitio como sí dijéramos reservado para eso, pues había unos escalones excavados en el barro de la orilla. Otro fumaba en su barcaza. Otros bebían en los cafés, o conducían autos, camiones. ¡Y había uno que, al pasar, se había cerciorado del lugar donde tiraría una bomba!

Se estremeció. ¿Acaso porque tenía la ropa empapada? Había cometido la equivocación de sentarse en un banco mientras que una bruma húmeda surgía de la tierra y poco a poco anochecía a su alrededor.

Pensó en un montón de cosas, sobre todo en cosas desagradables que él mismo buscaba expresamente en su memoria, cosas por el estilo de lo del perro, más fuertes, aún que le permitían despreciar al género humano. Se había levantado el cuello del impermeable y había hundido las manos en sus bolsillos.

A la misma hora, en un despacho del Ministerio del Interior, estaban hablando de él. Había lo que se llama una conferencia. Bajo el globo sin brillo de la lámpara, en una estancia triste, adornada con grabados oficiales, unos personajes preocupados se miraban y, de vez en cuando, tomaban notas con la punta de sus lápices.

—¿No se ha encontrado al autor del anónimo?

—No. Sin duda es alguien del grupo, pero no creo que se trate de uno de nuestros informadores habituales…

—¿No podría tratarse de una broma pesada?

—Tampoco lo creo. Ya hace cierto tiempo que hay agitación en los medios anarquistas. Han llegado elementos nuevos del extranjero…

—¿Para cuándo cree usted que será el atentado?

—Para mañana o pasado mañana, en todo caso para esta semana. Tenemos vigilados a los sospechosos. Bruselas nos ha proporcionado unos datos preciosos. Un tal Barón ha ido allá para entrevistarse con Chave, un desertor que escribe en la mayor parte de las publicaciones anarquistas. Chave desapareció inmediatamente y se supone que ha venido a Francia. Uno de nuestros hombres está siguiendo a Barón desde la frontera y acabo de recibir noticias suyas. Barón merodea por los alrededores del puente de Courbevoie, a menos de cien metros de la fábrica de aviones.

Todo aquello se desarrollaba tranquilamente, en medio de un aire administrativo, y el ujier con collar de plata anunciaba a los visitantes que «esos señores estaban conferenciando».

—He enviado a cuatro hombres, por separado, para vigilar aquel sitio…

Ahora que ya había oscurecido totalmente, Chave se levantaba y se pasaba la mano por la frente, miraba parpadeando las farolas de gas que formaban una guirnalda de triste aspecto a lo largo del Sena.

Necesitaba beber algo caliente y se dirigió, no hacia el estanco, sino al bar de enfrente, sin ninguna razón en concreto, simplemente para cambiar. Empujó la puerta de cristales de la entrada y se apoyó de codos en el mostrador, pidió un café, dejó que su mirada vagara alrededor. En un rincón, unos hombres estaban jugando a las cartas y de pronto dos miradas se cruzaron, se produjo un choque: uno de los jugadores, el más grande, el más grueso, el más ruidoso, el que tenía el aspecto orgulloso y satisfecho de estar allí, ¡no era otro que el Barón!

Su primera reacción fue un ligero rubor de vergüenza, como cada vez que lo cogían en una falta, pues se daba cuenta de que podía parecer extraño verlo en aquel lugar, jugando con unos desconocidos.

Chave, por su parte, no pudo evitar expresar lo que sentía, que era exasperación. Levantando la mirada al cielo, parecía decir:

—¡Otra vez tú! ¿Aún no has comprendido?

Y, poco más tarde, después de haberse bebido el café, le hizo una señal al Barón ordenándole que se largara.

Después salió, furioso, inquieto. Caminó de prisa, en la oscuridad del muelle, volviéndose de vez en cuando para cerciorarse de que no lo seguían. No había recorrido aún cincuenta metros, cuando oyó el timbre de la puerta del café y vio una enorme silueta que se dibujaba en la acera.

Entonces, apretó el paso, caminando a la izquierda de los árboles que lo ocultaban. Esperaba que no lo viera el Barón, pasaría el puente y desaparecería de la zona peligrosa, donde era demasiado visible.

¡Pero, qué va! El muy imbécil se obstinaba, apretaba él también el paso.

Chave estuvo a punto de echar a correr, ¡pero estaba seguro de que el otro habría hecho lo mismo! Prefirió esperar cerca de un montón de ladrillos. Esperó a oír la respiración ruidosa de su voluminoso camarada que por nada resoplaba.

—¿Estás loco, verdad?

—¡Sssh!… Tenía que decirte…

—¿Qué?

—La policía belga ha hecho un registro en tu casa… Sospechan que estás en París…

—¿No te han detenido?

—¡No!

—¿Y has sido tan idiota como para venir aquí?…

¿No te has dado cuenta de que te siguen y que por medio de ti esperan…?

No acabó la frase. Vio que algo se movía detrás del tercer o cuarto árbol y de repente salió a todo correr. No había distinguido bien si se trataba de una persona, pero estaba seguro, ahora, de que la policía se encontraba allí gracias a la imprudencia del Barón. Se había fijado en que había un callejón a la derecha, que daba a una apretada red de calles estrechas. Cuando estuvo en él prestó oído, ansioso, pero no oyó ningún ruido de pasos en las proximidades.

La razón de aquel silencio era que el policía estaba solo detrás de aquel árbol. Los refuerzos pedidos por teléfono no habían llegado todavía. No podía seguir a dos hombres a la vez y le habían recomendado que no perdiera a Barón de vista.

Se acercó a este y, a quemarropa, le pidió fuego. No era difícil ver que el voluminoso tipo estaba exasperado. Sin embargo, se registró febrilmente los bolsillos y acabó encontrando una caja de cerillas. En el momento de tenderla a su interlocutor, dijo, como si no se diera cuenta hasta entonces de la situación:

—¿Qué quiere usted de mí?

Entonces el otro preguntó a su vez:

—¿Quién era?

—¿Quién?

—No te hagas el tonto… El hombre con el que hablabas…

—Yo no hablaba con nadie…

—Como quieras… Las manos…

—Pero…

—¡Las manos, te estoy diciendo!… Deja tu cartera, la llevaré yo…

Y, a menos de cien metros del puente por donde circulaban transeúntes y coches, se cerraron unas esposas en las muñecas del Barón.

—Pronto lo veremos… Por el momento, no intentes pasarte de listo y armar un alboroto…

El policía miró su reloj. Dentro de un cuarto de hora, a lo sumo, sus colegas de la jefatura estarían allí.

—Camina conmigo, con naturalidad, sin llamar la atención…

Y se pusieron a caminar, pasando alternativamente de la sombra a la luz, confundiéndose cada diez metros con el tronco de un árbol, dando media vuelta cada vez que llegaban al montón de ladrillos y luego, en el otro sentido.

—¿No quieres decirme quién era?

—No lo conozco…

—Como quieras…

El inspector era un corso de tupidas cejas que no parecía muy apasionado por aquel asunto.

En un momento dado, vio que alguien bajaba del autobús, un tipo bajo y gordo, con sombrero de fieltro gris, a quien el otro dio un silbido para avisar su presencia. El recién llegado comprendió la señal y se acercó, mirándolo más de cerca a causa de la oscuridad.

—¡Ah!, eres tú… Figúrate que no estaba en la comisaría cuando me mandaron llamar… Pero…

Acababa de fijarse en las esposas. Su mirada subía hasta el rostro aniñado del Barón.

—¿Quién es? — preguntó a su colega.

—Un individuo que vengo siguiendo desde la frontera. Por él he llegado hasta aquí. Yo contaba con llegar así hasta la banda, pero sólo ha hablado con un tipo, hace unos minutos, y no he podido perseguirlo…

De un taxi se apeó un tercer personaje.

—El comisario… —murmuró el bajito.

—Ve a decirle que estoy aquí…

Ya eran tres los que rodeaban al Barón en la oscuridad del muelle.

—¿No has reconocido al otro? —insistió el comisario.

—Me hallaba demasiado lejos. Todo lo que sé es que llevaba un impermeable beige y que no debe ser viejo, pues corre como una liebre…

—Quedaos aquí, voy a telefonear al jefe…

El jefe le riñó. Era muy cómodo, como él no estaba allí…

—¿Y qué quiere usted que le diga? Ya que lo han detenido no vale la pena que lo hagan servir de cebo. Tráiganmelo… Veremos qué podemos sacar de él…

Cuando el comisario volvió hacia el grupo, paró un taxi e hizo montar en él al Barón.

—Vosotros os quedáis por aquí… Yo volveré luego. Sería mejor que no os vieran juntos…

El taxi iba a arrancar y el inspector corso, que seguía con la cartera del Barón en la mano, lo detuvo y se la entregó.

—¿Cómo nos las arreglamos? —preguntó el bajito.

Y el otro, que no sabía más que él, se alejó hacia los montones de ladrillos encogiéndose de hombros.

—¡De todos modos no voy a decirles nada!

El Barón tenía calor, pues no habían pensado en hacerle quitar el grueso abrigo. Hacía dos horas que estaba sentado en la misma silla, frente a un comisario, y diez o quince personas, por turno, entre ellos el jefe de la Sûreté, habían venido a mirarlo de cerca y a intentar, sin ninguna convicción, hacerlo hablar.

—¿Sabes lo que te puede pasar?

Lo sabía y era por eso por lo que estaba tan incómodo. Pero se equivocaban si creían que iba a morder el anzuelo. Sufría. Tenía calor. Tenía miedo. Hubiera dado lo que fuera por un doble de cerveza y por un bocadillo. Se sentía mal por los nervios, pero continuaba moviendo la cabeza al tiempo que insistía:

—¡No diré nada!

En cierto momento el comisario se retiró y estuvo hablando bastante tiempo con Bruselas, desde un despacho contiguo.

Eran las diez, y Marie Chave empezaba a desnudarse cuando llamaron dos veces. Aquello era tan inusitado que casi parecía que aquellos dos campanillazos iban a despertar a toda la calle adormecida. Y, como se quedó un momento inmóvil, tocaron de nuevo, se vistió, abrió la ventana, se asomó y no vio más que la oscuridad de la noche.

—¿Quién es?

—Soy yo…

Reconoció la voz del comisario Meulemans y anunció, resignada:

—¡Ya bajo!

—¡Ma! —llamaba el niño, que se había despertado.

—¡Cállate!… En seguida subo… Sobre todo, no te destapes…

Bajó corriendo y abrió la puerta al pelirrojo que tomaba aires de persona que frecuenta la casa.

—No estaría usted acostada, ¿verdad?

—Iba a acostarme… ¿Qué hay?… ¿Tiene usted noticias?

—Subamos…

Se oía cuchichear en la habitación de los propietarios donde estaban acostados los dos viejos.

—Espere…, voy a ver si el niño está bien abrigado…

Y él, cada vez más familiar, entraba en el dormitorio y se inclinaba sobre Pierrot.

—¿Qué, muchachito, todavía no estás bien?

—¿Quién es usted?

—No tengas miedo… No voy a comerte…

—¿Quién es, ma?

—Sssh… Duérmete…

Empujó una puerta y se subió el cuello del vestido que no había tenido tiempo de abrocharse, de modo que el policía había dirigido una involuntaria mirada hacia su cuello blanco.

—¿Qué quiere usted?

—Tengo noticias de París. Acaban de telefonearme de la Sûreté Nationale. El Barón está detenido…

—¡Se lo merece! —respondió poniéndose a la defensiva.

—Tal vez. Lo que yo quería decirle, sobre todo, es que tenemos detalles del asunto…

—¿Por el Barón? —dijo ella moviendo los labios despreciativamente.

—Quizá. De todos modos el caso resulta mucho más grave de lo que pensábamos aquí en Bruselas. Ahora ya tenemos la certeza de que los anarquistas han preparado un serio atentado y que su marido ha cruzado la frontera para participar en él…

No le quitaba los ojos de encima y en aquel momento buscó en vano las huellas de cualquier reacción en el rostro de la mujer. Ella se contentó con sacudir la cabeza.

—Eso no es verdad.

—Tranquilícese y escúcheme…

—Estoy tranquila…

Era cierto. De pie delante de la chimenea de mármol negro, tenía las manos cruzadas sobre el vientre, la cabeza un poco inclinada, una expresión triste, casi serena, en el rostro.

—Si usted conociera a Pierre, sabría que no toma parte en atentados…

—Sin embargo…

—Es un idealista. Sufre viendo que el mundo está mal y quisiera arreglarlo…

—Es precisamente lo que yo digo…

—¡Pero no con bombas!… Lea usted sus artículos y sus folletos…

—¿Me quiere usted escuchar, por favor? Comprendo que defienda a su marido. Pero, por mi parte, yo tengo informes precisos. Puedo afirmarle que se prepara un atentado, que tendrá lugar antes de finalizar la semana en los alrededores de París y puedo precisar que, sin duda, será en Courbevoie. Su marido debe estar por allí…

Ella lo había escuchado con atención y tal vez había palidecido un poco. Como el comisario, de vez en cuando, se interrumpía para juzgar el efecto de sus palabras, ella exhaló un ligero suspiro y murmuró:

—¡Entonces, tanto mejor!

—¿Qué quiere usted decir?

¡Estuvo a punto de creer que Marie Chave era una anarquista más feroz aún que las otras!

—Quiero decir que, si Pierre está en París, no habrá atentado…

—No habrá atentado si la policía interviene a tiempo. Y para que intervenga es necesario que sea informada. No se puede calcular cuántos muertos puede ocasionar una bomba en una aglomeración como Courbevoie. Tampoco se sabe cuáles serían las consecuencias de una agitación semejante en un momento en que la situación política no es precisamente tranquilizadora…

Casi había adoptado un tono de súplica, con acentos conmovedores.

—Yo no le estoy pidiendo que traicione a su esposo. Le estoy pidiendo que lo salve…

—No tiene ninguna necesidad de que lo salven…

—Sin duda usted debe conocer a quién puede encontrar en París…

—No conozco a sus amigos…

—Pero por lo menos conocerá usted a los que han venido a verlo aquí…

—Está usted perdiendo el tiempo, señor comisario.

—¿Y qué dirá usted si, mañana, se entera de que, por su culpa, hay docenas de muertos, viudas y huérfanos?

—¡Que Pierre no ha logrado su propósito!

El comisario se sentó, renunciando a impresionarla. Ya no trataba de mostrarse arrogante y se notaba que estaba desorientado, que no sabía a qué santo encomendarse.

—Usted no lo comprende… —se lamentó el hombre.

—¿Qué es lo que no comprendo?

—Nuestra situación…

Se puso en pie, recorrió la habitación e hizo ademán de golpear algo con el puño.

—Sin embargo, hay que hacer algo. God ferdom!

—No soy yo quien se lo impide.

Y en su acento había más admiración que rencor.

—Acabará haciéndome usted creer que su marido ha ido a París para hacer nuestro trabajo… ¿Lo ha pensado usted bien?… ¡A la una!… ¡A las dos!… ¡Y a las tres! ¡Peor para él!… Quizá vuelva mañana para traerle noticias… ¡Buenas noches!…

Torpemente se puso el sombrero, se lo quitó, tendió la mano a Marie y pareció contento de que esta no se la rechazara.

—No se moleste usted… Ya bajaré solo…

Escuchó hasta que oyó el ruido de la puerta que se cerraba y unos pasos que se alejaban en la calle. En el momento de entrar en la habitación y desnudarse, vaciló, pensó, sin duda, que no podría conciliar el sueño y se quedó en el despacho, se acercó los papeles de Pierre y se puso a leer unos artículos que había hojeado hacía tiempo sin prestarles mucha atención.

El estanco del puente estaba abierto hasta la medianoche, aunque no había casi nadie. El dueño, un normando, que jugaba una partida de dominó con un empleado de consumos, observó aquella noche unos clientes raros que entraban de vez en cuando y que tenían todos la necesidad de reconfortarse bebiendo algo caliente.

En primer lugar, el comisario, que había establecido su cuartel general allí y que sentado en un rincón leía y volvía a leer los periódicos. Tenía el aspecto de ser un hombre afable, con un bigote gris. Se encerró dos o tres veces en la cabina y habló tan bajo por teléfono que, a pesar que la puerta era de cristal, no se oyó más que un murmullo ininteligible.

El inspector corso era el que tenía más sed y, sin fallar, llegaba cada hora, dando patadas en el suelo y con el rostro amoratado por el frío.

—¡Un grog!

Tenía la manía, en el momento en que echaba el ron, de dar un golpecito en la botella con el pulgar. No dirigía nunca la palabra al comisario pero, por el espejo, el dueño vio que los dos hombres se conocían y se preguntaban con la mirada.

El otro inspector, el bajito, era menos friolero, pero, por el contrario, debía tener apetito, pues hacia las diez insistió en que le sirvieran algo de comer. En la casa no había más que embutido y, sin duda, él debía ser un buen entendido, pues reconoció que venía directamente del campo.

Era posible que hubiera un cuarto individuo, el dueño no estaba seguro porque iba mal vestido, incluso demasiado mal vestido, como alguien que hubiera querido hacer de vagabundo, pero daba la impresión de que había arrastrado adrede su americana por el barro.

—¡Es hora de cerrar! —anunció a medianoche, cuando sólo quedaba el comisario.

—¿Cuánto le debo?

—Siete cincuenta… Le he servido un calvados extra…

Ya sólo tenía que bajar los postigos y el hombre le dijo a su mujer, una vez que el café quedó separado del resto del mundo por la puerta metálica:

—Esto me huele a chamusquina…

La primera víctima había sido la vieja vagabunda, que se había preparado un verdadero nido entre las pilas de ladrillos. Fue desalojada por el corso que le pidió la documentación y le aconsejó que se fuera a otra parte. Ya estaba acostumbrada y se dirigió hacía el puente de Neuilly, renqueando, hablando sola o deteniéndose para apostrofar a los troncos de los árboles.

El corso se situó en su lugar, más o menos, mientras que el policía disfrazado de pobre no dudaba en sentarse a la puerta de la fábrica de aviones donde, plegado como un acordeón, con la cabeza entre los brazos, fingía dormir.

El bajito se paseaba por los alrededores del puente y el comisario, que había mandado que viniera un coche de la policía, se había instalado en él, al otro lado del río, con los faros apagados.

No habían renunciado a interrogar al Barón, cuyo rostro congestionado parecía más gordo y fofo que de costumbre. Aquello tenía su motivo. El ministro del Interior, que acababa de asistir a una gala en la Ópera, había exigido que lo despertaran a cada hora para tenerlo al corriente. En cuanto al prefecto de policía, había venido ya dos veces, en esmoquin, pues había asistido a una cena.

—Harían ustedes mejor en soltarme, porque ya les he dicho que no sé nada…

—¿Quién es el que habló contigo en el muelle?

—Un desconocido que me pidió fuego…

No intentaba hacérselo creer. Se estaba cayendo de fatiga, acababa por sumergirse en una semisomnolencia y lo único que sabía ya, era que no debía decir nada, nada de nada, pues, si por desgracia soltaba una sola palabra, corría el peligro de embrollarse y dejarse tirar de la lengua.

—¿Y si te prometemos que te dejaremos libre?

—Yo no sé nada… —gemía, sintiendo aún más miedo de sí mismo que de los demás.

A pesar de su corpulencia no era fuerte. Tenía palpitaciones por el motivo más nimio y, sobre todo, una desagradable sensación de ahogo que lo enloquecía. Tenía miedo de morirse. Una vez un médico que encontró en un bar le recomendó que evitara las emociones.

—No hablaré…

—¿Y si-te prometemos llevarte después a la frontera con un poco de dinero en el bolsillo?

¡Qué malo era! ¡Hacerlo sufrir aún más tentándolo! ¡Hubiera dicho que lo conocían bien!

—¿Comprendes? Primero, salvarías la vida a un montón de gente que no ha hecho nada. Después, estarías tranquilo, en el país que tú eligieras. Podríamos llegar hasta veinte mil francos…

Ya no respondía. Su abrigo le, daba tanto calor que creía tener fiebre.

—Si no, serás tratado como cómplice, incluso, tal vez, como uno de los principales culpables, ya que has sido tú quien ha ido a buscar a Chave a Bruselas…

—Yo no he ido a buscarlo…

—¿Qué has ido a hacer, entonces?

—Nada…

—¿Has ido a advertirlo de lo que se tramaba?

¡No debía decir ni que sí, ni que no! Si por desgracia empezaba, Dios sabe hasta dónde lo harían llegar aquellos hombres…

—No sé nada…

—¿Sabes a qué precio? Si el golpe no falla, si la bomba hace cierto número de víctimas, habrá que contar, ante la indignación general, con algunas penas de muerte…

—No sé nada…

—¡Imbécil!

Sí, imbécil, él también lo estaba pensando, pero se resistía, tenía sueño, esperaba angustiado un momento de piedad, de descanso, para tenderse, cerrar los ojos, amodorrarse.

—Piensa en lo que te he dicho. Hay un tren a las seis de la mañana…

La policía de Courbevoie y la de Puteaux, alertadas, efectuaban una ronda tras otra, y dos veces hubo un error: ¡interpelaron al policía disfrazado de pobre! El bajito, en cambio, era más fácil de identificar y, al pasar, los agentes de uniforme le dirigían un guiño.

No habían encontrado al hombre que había hablado con el Barón, por la sencilla razón de que, desde hacía mucho rato, estaba lejos de allí. A las tres de la madrugada, en efecto, llamaba a una casa de la Place des Vosgues. Llamó dos veces, tres, pues la portera tenía un sueño muy profundo. Luego cuando por fin se abrió la pesada puerta, entró en el vestíbulo y llamó a la puerta de la garita.

—¿Quién es?

—Abra… Quiero hablarle…

—Primero diga quién es…

—Es para Robert… Tengo que verlo…

—Robert ya no está aquí…

No había luz en la portería, pero por un ventanuco abierto, en la oscuridad, Chave adivinaba, muy cerca, la cama de la portera.

—¿No sabe usted dónde está?

—Ni lo sé, ni me interesa…

Hasta entonces la voz había sido más o menos normal, pero Chave insistió y entonces el tono cambió:

—Si no se marcha usted, llamaré a la policía… ¡Vaya unas maneras!… ¿Qué más quiere de mí su amigo?… ¿No tiene bastante con haberme quitado trescientos francos?… ¡Un buen crápula, sí!… Y si lo encuentro…

Apretó el botón y se abrió la puerta de la calle.

—Escuche…

—No tengo que escuchar nada… Lárguese o llamo a la policía…

Oyó que chirriaban los muelles de la cama. Tuvo miedo y salió. Cerró la puerta y se encontró en la plaza desierta donde, a cada esquina, brotaba un surtidor que producía un sonido monótono mientras que los tejados de enfrente cortaban la luna en dos.