3

Cuando se despertó eran las cinco de la madrugada y había dormido de un tirón desde el día antes por la tarde. Volvía a encontrar el olor casi familiar, ciertos detalles que lo enternecían, como el armario forrado con un papel estampado de flores y la ventana tan estrecha y casi a ras del suelo —aquella habitación debía haber sido parte de las antiguas cuadras—, y además la bombilla eléctrica tan amarilla y tan débil que una vela habría dado más luz. No tenía jabón ni ningún otro objeto de aseo. Se pasó un poco de agua por la cara y, habiendo encontrado su ropa ya seca delante de su puerta, se vistió.

A pesar de todas sus precauciones al bajar la escalera, crujieron uno o dos peldaños. Abajo en la sala, la criada, que llevaba zuecos, estaba fregando el suelo.

—¿Se va usted? —preguntó por decir algo.

—¡No! Me he despertado. Voy a tomar el aire…

—¡Está lloviendo! En seguida bajará el dueño y preparará el café…

—Mientras daré una vuelta…

Se sentía triste. O más bien malhumorado. Tampoco era eso. Estaba emocionado, no por las graves razones que tenía para emocionarse, sino por nada, por pequeñas cosas que hacían revivir unos recuerdos imprecisos, nostalgias, sentimientos vagos.

Incluso la fina lluvia que caía en la oscuridad y que le recordaba el patio del cuartel, por la mañana, cuando en las cuadras resonaban los cascos de los caballos.

Vio el Sena que corría muy cerca, más exactamente un brazo del Sena, pues, enfrente, la isla se prolongaba, terreno baldío más que jardín, y aquellas orillas que hacían pendiente, cubiertas de hierbajos, también le recordaban algo.

Se encaminó hacia Courbevoie. Sabía que venía después del siguiente puente. Decidió alejarse en seguida de la fonda pues, si tenía que pagar la comida y la habitación, apenas le quedaría dinero en el bolsillo. Esto le avergonzaba y lo mortificaba, pero no tenía elección.

Le ocurría algo extraño; debía hacer un esfuerzo para pensar en su misión. Estaba allí para impedir que estallara una bomba que causaría, sin duda alguna, numerosas víctimas. Pero se detenía en el muelle, delante de una barcaza a motor cuya cabina estaba iluminada. Se ponía a pensar en las personas que, en su interior, debían estar vistiéndose apresuradamente y tomando su café.

«De hecho les he dejado la bicicleta», se dijo pensando en la fonda que acababa de abandonar.

Se había levantado demasiado temprano, no sabía que hacer. Iba a mojarse otra vez, como la víspera; sin embargo, era algo inevitable.

No lo seguían. Desde el puente de Neuilly al puente de Courbevoie, en más de un kilómetro de muelle, no había nadie más que él aguardando la salida del sol que parecía retrasarse.

Observaba las casas, unas tras otras. Aparte de algunos edificios que sin duda estaban habitados, el resto sólo eran talleres y fábricas, y uno de esos talleres, en la semiclaridad, lo intrigó un momento. Por encima de la empalizada veía, bajo un armazón, unas inmensas paredes de tela que, a veces, una corriente de aire hinchaba como las velas de un navío. «Se alquila toda clase de toldos», leyó en una placa esmaltada.

Y se dijo que, si acaso debía esconderse en alguna parte, estaría a cubierto envuelto en uno de aquellos toldos, donde nadie pensaría en buscarlo. Incluso miró a través de los barrotes de la reja para asegurarse de que no había ningún perro.

En realidad, no sabía nada del futuro, ni siquiera del más inmediato. Había dejado Bruselas sin pensarlo dos veces, pues no podía soportar la idea de una hecatombe, pero, ahora que ya estaba allí, se sentía con menos convicción.

Otra fábrica, una fábrica clásica, con el portero a la izquierda, las oficinas a un lado, la campana encima de un gran reloj blancuzco. Luego ladrillos, tejas, a todo lo largo del muelle, una grúa, unas barcazas varadas en el cieno, unas al lado de las otras y por último unos edificios más importantes: «Aviones Victor Roche»…

Se volvió bruscamente. Había notado unos pasos detrás de él. Era una mujer de edad indefinida que salía de debajo de un montón de sacos donde había pasado la noche.

Sus miradas se encontraron. No se dijeron nada, pero, un cuarto de hora después, Pierre Chave aún estaba impresionado.

El puente de Courbevoie estaba allí, a cien metros, y unos camiones empezaban a atravesarlo. El despacho de consumos estaba iluminado, igual que los dos cafés que formaban las dos esquinas de la calle.

Chave había estado caminando lo más lentamente que había podido. Ahora ya no faltaba mucho para que amaneciera. Atravesó la calle y entró en uno de los cafés, se encontró frente al mostrador con un hombre cargado con los aparejos de pescador.

—¡Un café! —ordenó.

Y el dueño continuaba su conversación con el otro cliente.

—¿Y él qué ha dicho?

—Que, si la cosa iba a durar prefería renunciar…

—¡Caramba! Es lo mismo que digo yo…

¿De qué estarían hablando? Chave se quedó en el café unos cinco minutos y no logró averiguarlo. Andando por andar, atravesó el puente. Vio al pescador del café que se acercaba a la orilla, en un lugar que debía serle muy familiar, pues en la arcilla sus pies encontraban verdaderos escalones para apoyarse.

¿Era posible que se tratara de un verdadero pescador de caña? Pasaban autobuses; personas que sabe Dios de dónde salían y que iban a cualquier sitio. El portero de la fábrica de aviones abría la reja y paseaba por la acera un hermoso perro pastor.

El Barón no había podido precisar para cuándo sería la cosa ni cómo se llevaría a cabo. Estaba ya amaneciendo, ahora, y Chave, que ya se había acostumbrado a la penumbra, no se daba cuenta. La vida lo rodeaba. Una de las grúas se puso en acción y empezó a depositar tejas en el muelle, donde los dos hombres que las apilaban llevaban un saco en la cabeza a modo de capuchón.

¡Dios sabe que la idea de la bomba no era nueva para Chave! Durante años, en las reuniones y en las conversaciones más íntimas, se trataba invariablemente de terrorismo y se discutía hasta perder el aliento sobre los textos que trataban exclusivamente de artefactos mortíferos.

Ahora bien, por el hecho de encontrarse allí, en el puente, de mirar a su alrededor, de ver el Sena que corría cribado por la lluvia en pequeños círculos plateados, de contemplar el pescador inmóvil con los pies sobre unos guijarros que debía haberse traído él mismo, las barcazas, el brazo móvil de la grúa, los hombres que empezaban a entrar en la fábrica de aviones mientras el perro pastor levantaba la pata cada diez metros; por el hecho de oír ráfagas de conversación de la gente que pasaba, y los frenos de los autobuses, siempre en el mismo sitio, la sirena de un remolcador que salía de la esclusa de Suresnes…

—¡No! —se repetía con energía, como si esta palabra hubiera bastado para arreglarlo todo…

Fue a tomarse otro café. Cuando salió había cinco pescadores de caña a pocos metros de distancia uno de otro.

Durante el viaje, al venir de Bruselas, sólo había considerado la solución más simple y que, en aquel momento, le parecía la más segura. No tenía más que montar guardia en los alrededores de los Establecimientos Roche y forzosamente vería llegar al pequeño Robert con su bomba…

Era una de aquellas ideas que se pueden tener de lejos, pero que son irrealizables y se estaba dando cuenta entonces. En primer lugar, se había fijado en que los empleados no entraban por la misma puerta que los obreros, sino por una calle paralela al muelle, donde se levantaban las oficinas. ¿Tenía alguna prueba de que no eran las oficinas lo que iban a volar? ¿Y cómo iba a vigilar las dos entradas a la vez?

Incluso… Suponiendo que aquello durara sólo un par de días… Estaba seguro de que el tabernero de la esquina se había fijado en él… No hacía aún dos horas que se paseaba por el muelle y el primer pescador de caña había levantado varias veces la cabeza para mirar hacia donde él estaba…

Por mucho que se metiera las manos en los bolsillos y se acercara a las barcazas como quien no tiene nada que hacer: ¡Nadie se pasa días enteros bajo la lluvia y en un lugar como aquel!

Además, unos camiones entraban en el patio de la fábrica, ¿quién le aseguraba que el pequeño Robert no había de estar en uno de aquellos vehículos?

¿Y si fuera a ver al Impresor, que vivía en Montmartre, y lo mandase a buscar a Robert? No se atrevía. Sabía que todos sus amigos estaban fichados, más o menos vigilados. Tal vez habían seguido al Barón durante su viaje a Bruselas, de modo que nada probaba que no hubiera un policía en el muelle, vigilando a Chave.

Cambió de café, se metió en la cabina telefónica y llamó al periódico donde trabajaba Robert.

—Quisiera hablar con uno de los ciclistas, señorita —dijo a la telefonista.

—Está prohibido, señor.

Y ya iba a colgar el aparato.

—¡Señorita!… Es un asunto grave… Imagínese que la madre de este muchacho se está muriendo…

—Voy a ponerle con el servicio de ventas — dijo con indiferencia.

—¡Oiga! ¡Oiga! Quisiera hablar con el ciclista Robert…

—¿Qué Robert?

—Al que le llaman el pequeño Robert… Un chico delgado…

—Un momento…

Le dejaron tanto rato sin respuesta que creyó que se había cortado la comunicación. Durante este tiempo trataron por dos veces de abrir la puerta de la cabina.

—¡Oiga!…

—¡Oiga! ¿Es usted quien pregunta por Robert? Hace dos días que no ha aparecido por el periódico.

—¿No sabe usted su última dirección?

—No… ¿Qué contaba usted de su madre?

—Nada… Gracias…

Colgó el teléfono y se encontró frente a frente con el cliente que quería entrar en la cabina y que lo miró atentamente.

—¿Cuánto le debo?

—Dos francos cincuenta…

El otro no había cerrado la puerta de la cabina y se le oía decir:

—¿Eres tú, Maurice?… Soy Charles… ¡Todo listo!… ¡Hasta la noche!…

¿Qué era lo que estaba listo? Chave se apresuró a salir antes que el cliente hubiera tenido tiempo de pagar. Caminó de prisa y en el muelle dio un rodeo a las pirámides de ladrillos.

Y he aquí que casi tropieza con la vieja vagabunda de la mañana, sentada en una carretilla y comiendo un mendrugo de pan. Le volvió a mirar. ¿Por qué le miraba de aquel modo?

—Que aproveche… —balbuceó él, como para halagarla.

Pero no le contestó y Chave se preguntó si también ella…

Cuando se alejaba demasiado de la fábrica de aviones, Chave tenía escrúpulos, pues no podía prever lo que sucedería durante su ausencia. Por otra parte, cuando estaba cerca, le sobrevenía un nerviosismo casi enfermizo con la sola idea de que su presencia iba a llamar la atención.

Había pasado muchas veces por muelles como aquel y nada de particular le había llamado la atención.

Pero ahora descubría un mundo nuevo. En primer lugar, los pescadores de caña. Los contó. A las diez de la mañana, con los dos que había en la isla, justo enfrente, había exactamente trece. ¡Trece pescadores en menos de doscientos metros, en un día laborable y lloviendo de aquel modo! Y uno de ellos había venido, como si tuviera miedo de que le quitaran el sitio, a primera hora.

¡Y el estanco de la esquina! Estaba en el café de la derecha, un café como todos los de suburbio, con un mostrador de cinc y la dueña vestida de negro delante de las pilas de paquetes de cigarrillos. Unos clientes vulgares y corrientes entraban y salían. Pero ¿qué podía hacer un hombre con abrigo azul que se hallaba allí desde las ocho y media de la mañana y que, con el sombrero echado un poco hacia atrás, estaba casi siempre de pie detrás de la puerta de cristales?

La vieja vagabunda, que llevaba unos zapatos de hombre sin cordones, había decidido irse, pero no debía andar muy lejos.

¿Y el polaco? Chave lo llamaba así porque tenía el pelo de un rubio muy claro y muy corto en las sienes, llevaba un traje muy apretado y, en definitiva, porque le hacía el efecto de un polaco. No debía ser rico, sin duda, porque su ropa estaba muy raída y, cuando caminaba, se le veían agujeros en la suela de los zapatos.

Entonces, ¿se puede saber qué gusto le encontraba a estar paseando un asqueroso perro a lo largo del muelle, sin detenerse más que para contemplar las barcazas?

Por un instante Chave se preguntó si no se trataría del famoso K… La idea era absurda, pues la descripción que le habían dado de K… no correspondía en absoluto con el aspecto del polaco.

¿Y qué? ¿Qué estaban haciendo aquellas personas en un horrible muelle, cuando llovía y no había nada que ver? ¡Todo los atraía! ¡Algunos se pasaban un buen cuarto de hora contemplando a uno de los pescadores de caña y no se resignaban a marcharse hasta que se habían convencido que no los verían pescar ni un albur!

Lo que los maravillaba, sobre todo, eran las barcazas. Había una oscura, con una bandera belga. A través de unos visillos de ganchillo, se veía unas personas que llevaban su existencia familiar como en una casa, mientras la grúa pescaba sus tejas del vientre de la barcaza. Chave distinguió una niña de seis o siete años y eso le hizo pensar en Pierrot, que quizá tenía el sarampión.

En cierto momento enrojeció. Una muchacha pasaba cerca de él sin sombrero, con el delantal debajo del abrigo sin abrochar, y un cesto de la compra en el brazo.

—¿No tiene usted hambre? —le lanzó.

Era la criada de la fonda donde había pasado la noche. Tuvo la impresión de haber sido cogido in fraganti. En efecto, no tenía intención de volver, pero se consoló diciéndose que la bicicleta bien valía el importe de su cuenta.

El polaco había desaparecido, lo cual no quería decir nada. Tal vez estaba un poco más lejos, detrás de un árbol. El hombre de azul se obstinaba en no abandonar el estanco donde, de vez en cuando, se apoyaba en el mostrador para hablar con la dueña.

¿Había recibido algún soplo la policía? Era posible y era eso precisamente lo que preocupaba enormemente a Chave. Dos veces en menos de tres años habían tenido la prueba de que unos camaradas iban a contar todo lo que sabían a la Jefatura de Policía. Él había escrito un artículo al respecto, diciendo que la policía ponía más empeño en vigilar a un puñado de individuos movidos por su ideal y que no hacían daño a nadie, que en proteger a la sociedad contra los verdaderos malhechores.

¿Por qué el pequeño Robert no aparecía por el periódico desde hacía dos días? Era imprudente, porque podía llamar la atención.

La última vez que le había escrito vivía por la parte de la Place des Vosgues, en casa de una portera madura, viuda, que tenía debilidad por él.

A veces, al pasar bajo un árbol, le caía una gota de agua límpida y helada, y siempre era sobre la nariz o un ojo.

Había unos bancos, pero estaban mojados. Los obreros de la grúa detuvieron el trabajo para tomar un bocado, y la mujer de la barcaza les pasó un café que había puesto a calentar.

Disminuía la energía de Chave, y su confianza aún más. Acababa preguntándose qué estaba haciendo allí y por qué, teniendo a su mujer y a su hijo en Bruselas, iba a mezclarse en lo que no le importaba.

La policía lo tenía fichado no sólo por anarquista, sino también en condición de desertor. Bastaría el menor incidente, un agente que se fijara en él, la indiscreción de un hotelero…

A las once resonó una sirena y los obreros de la Roche salieron mientras que Chave los contaba grosso modo, calculando su número en unos trescientos. No lejos de la reja se había detenido un camión, y esto le inquietó lo suficiente como para impedirle ir a comer como los demás.

Acababa de fumarse el último cigarrillo. Decidió comprarse más en el estanco de la esquina. Esta vez, quizá por el cansancio, su atención no estaba alerta. Pensaba en otra cosa al empujar la puerta de vidriera y girar el pomo. Se acercó al mostrador contando las monedas en el hueco de la mano.

—Un paquete de gauloises…

—¿Azules?

Detrás del mostrador había un espejo y, justo en el momento en que tendía la mano para coger el paquete de cigarrillos, vio en ese espejo la imagen del Barón. No reflexionó. Fue algo instintivo.

Pagó y salió tan de prisa como pudo, empujando a uno que entraba. Se fue por la calle de la derecha en lugar de la del muelle.

Se preguntaba qué podía significar aquello, trataba de recordar la expresión del Barón que, no le cabía la menor duda, lo había mirado.

—¡El muy imbécil!… —gruñó.

Torció a la izquierda para volver a salir al muelle. Sabía que el Barón era el hombre más torpe y que más planchas hacía. Era capaz, a su regreso de Bruselas, de ir inocentemente a Courbevoie a ver a Chave, sin una seria razón, simplemente para tenderle la mano y preguntarle con su voz siempre un tono demasiado alto:

—¿Cómo va?

¿Y si el hombre de azul era un policía? ¿Y si el Barón estaba vigilado? ¿Y si…?

Se detuvo de repente, porque se le ocurrió otra idea: el Barón podía también tener noticias urgentes que comunicarle, noticias de Pierrot, por ejemplo…

«¡Pero no! ¡Qué va! El sarampión no pone en peligro a un niño… Todo el mundo ha tenido el sarampión…».

Andaba de nuevo. Se detenía.

«Sólo que el doctor no estaba seguro de que se tratara del sarampión… Y hacía algunos días que Pierrot se quejaba de que le dolía el vientre…».

Se volvió para asegurarse de que el Barón no lo seguía. No había nadie en la acera. Los hombres de la grúa seguían comiendo, sentados sobre unos ladrillos, al abrigo de un toldo que habían instalado como habían podido.

La nerviosidad de Chave se estaba convirtiendo en pánico. No era capaz de comprender la presencia del Barón en el puente de Courbevoie, pues aquello era algo que iba en contra de todas las reglas de prudencia formuladas por el grupo.

En aquel momento, Chave no se había fijado en nada, pero ahora estaba seguro de que el otro llevaba su ridícula cartera de hombre de negocios en la mano y que estaba bebiendo un pernod.

Era mediodía. Casi por todas partes sonaban las sirenas y Chave decidió abandonar el muelle por un momento, se dirigió a la calle paralela donde había visto un pequeño restaurante de chóferes. No sólo había chóferes, sino también albañiles de una obra cercana, con su blusa blanca y la cara sucia de yeso.

El pelirrojo, que se llamaba comisario Meulemans y que no se quitaba nunca el sombrero porque no tenía ni un cabello en la parte alta de la cabeza, había vuelto de una forma tan natural como, por ejemplo, el doctor. Había llamado y había entrado diciendo simplemente:

—Soy yo otra vez…

Luego había sonreído, con una sonrisa bastante amable, y preguntado:

—¿Está mejor?

Como ya conocía la vivienda, podía señalar la puerta detrás de la cual el niño, efectivamente, estaba mejor. Hasta el punto de que el médico empezaba a pensar que no se trataba del sarampión.

—¿Qué quiere usted?

—No tiene usted que ser tan mala. Cada cual tiene que hacer su oficio y no siempre es tan agradable…

Su acento subrayaba la familiaridad y la bondad de sus palabras. Entró con naturalidad en el comedor después de haber afirmado:

—¡Qué bien huele su casa!

Era por la tarde. Marie Chave acababa de almorzar en una esquina de la mesa de cocina y se veía aún un hueso de chuleta en su plato. Cuándo había entrado el policía, estaba a punto de ir a fregar los platos.

—Su amigo Barón es un tipo raro…

Diciendo esto, se quitaba el abrigo, lo doblaba cuidadosamente, con el forro hacia fuera, y, finalmente, se decidía a quitarse el sombrero; señaló su cráneo y dijo sonriendo:

—¿Qué dice usted de esto? ¡Y todavía dirán que, en la policía, no nos hacemos mala sangre!… No me mire usted así, venga. Usted comprende que estoy aquí para hacer mi trabajo, ¿verdad?

—¿Tiene usted noticias de mi marido?

—¡Tengo casi noticias! Ya ve que soy amable con usted, podría callarme, pero le digo que tengo casi noticias…

—¿Dónde está?

—¿No lo sabe usted mucho mejor que yo?… ¡Es muy posible!… Hemos hecho averiguaciones en el teatro y hemos descubierto que se había marchado llevándose una bicicleta… No eran aún las once… Entonces, como es natural, hemos buscado en las estaciones y sólo se había facturado una bicicleta en el tren de Mons…

Con los codos sobre la mesa atacaba cuidadosamente una pipa de espuma.

—¿Comprende usted qué indica esto? A mi parecer, ha ido a Francia, pues para quedarse en Mons no tenía ninguna necesidad de llevarse la bicicleta… Esta noche lo sabremos…

—¿Cómo?

Seguía con el delantal, tenía la cara cansada y, al llegar el policía, no se había tomado la molestia de arreglarse el pelo.

—Se lo voy a decir… De todos modos hay un inspector en la puerta y usted no podrá hacer nada sin que lo sepamos… He conducido al Barón a la estación… Luego he llamado a la policía francesa y, desde la frontera, deben haber puesto a alguien detrás de él… Esto no es razón para que usted se ponga a llorar…

—¡No lloro!

—¡No! Pero tiene ganas de hacerlo… En todo caso no es culpa mía… Desde el momento que he recibido instrucciones… ¿Por qué no se sienta?

—Gracias…

—He vuelto porque he telefoneado a París y porque hay unos papeles que quisiera volver a leer…

El día anterior, había habido un incidente. Después que se hubo marchado el policía, Marie bajó a comprar el pan, pues se lo había olvidado. Había encontrado a la propietaria al acecho detrás de la puerta de cristales de su cocina y la vieja se había precipitado.

—¡Es para usted! —le había dicho con solemnidad.

Era una carta, una carta por la que se le anunciaba que debería dejar el apartamento a final de mes.

—Pero… No lo comprendo…

Y la vieja imbécil exclamó al tiempo que se erguía:

—Me hará usted el favor, de ahora en adelante, de no comprometerme dirigiéndome la palabra. Tengo dos hijos que han muerto en la guerra…

Ahora, el comisario Meulemans se instalaba como si estuviera decidido a trabajar durante toda la tarde y había dejado al alcance de su mano un paquete de tabaco de Semois y una caja de cerillas. Al abrir un cajón encontró tabaco francés que unos camaradas habían traído a Chave.

—¿Puedo hacer una pipa con este tabaco?

Hubiera podido creerse que se trataba de cosas sin importancia. Meulemans, cuyo oficio era enviar a la gente a la cárcel, no tenía nada contra ellos, contra esa gente, y mucho menos contra sus esposas. De vez en cuando, a hurtadillas, lanzaba a Marie una fugaz mirada de admiración, pues no lloriqueaba como las otras.

—No le voy a preguntar si ha recibido noticias desde ayer; sé muy bien que no, puesto que está siendo vigilada… Ahora bien, si sabe usted algo de lo que se está preparando, haría mejor en decirlo…

—¿Qué quiere usted que se prepare?

—No pretenderá usted que su marido se ha ido a Francia porque sí, cuando corre el riesgo de que lo encarcelen, ¿verdad?

—¿Y si no ha ido a Francia?

—¡El Barón tampoco ha venido a Bruselas porque sí!

Contento con su «porque sí», lo utilizaba muy a menudo.

—… Y tampoco será porque sí que su marido se ha llevado una bicicleta…

Parecía encontrarse en su casa, en su propia casa, y sus gestos eran tan naturales que, a veces, viéndolo sentado en el despacho de su marido, con la frente aureolada de humo, Marie tenía un instante de confusión.

—Me acaba usted de decir que se preparaba algo…

—No soy yo quien lo pretende, es la policía de París. Ha recibido un anónimo anunciando que no pasaría esta semana sin un atentado anarquista. La situación es ya bastante tensa por las huelgas…

Ella, sincera, dijo:

—¡Pierre no se ocupa de esto!

—Entonces, ¿por qué ha ido a Francia?

—No ha ido a Francia.

—¿Por qué se ha marchado?

—¡Basta! ¡Me está usted poniendo nerviosa!

Tengo otras cosas que hacer en lugar de escucharlo…

Salió dando un portazo. Estuvo en la cocina y luego en la habitación donde el pequeño se había dormido. Varias veces, acercó su oído a la puerta, pero no oyó nada más que, de vez en cuando, el roce de un papel o un suspiro de Meulemans que estaba trabajando.

Fue él quien, hacia las cuatro, entreabrió la puerta.

—¿Todavía está enfadada?

Se veía literalmente cómo el humo de pipa salía de la habitación, donde la atmósfera era opaca.

—… Porque si no está enfadada le pediría una tacita de café. No está usted obligada a dármela. Pero tengo todavía para unas dos horas, por lo menos…

Decidió servírsela. Él había reanudado su trabajo, copiando páginas enteras de manuscritos de su marido, y ella observó que no se le había pasado por alto cargar la estufa.

—¡Gracias! Es usted muy amable… Yo, sabe usted…

Él parecía decir:

«¡Si supiera usted lo que me importa todo esto!».

Ella afirmó:

—Pierre es incapaz de hacer daño a una mosca…

—Tampoco creo que la haya tomado con las moscas…

—¡Es usted un estúpido!

—¡Gracias!

Ella hubiera querido enterarse de más cosas, pero se había vuelto a enfadar y se puso a coser en la habitación. A las seis ya no podía más y, tras llamar maquinalmente, abrió la puerta.

—¿No ha terminado todavía? ¿Cree usted que yo voy a recoger toda la ceniza que ha tirado?

El hombre se quedó desconcertado y, pidiéndole perdón, recogió, ayudándose con un cartón, las cenizas de pipa que, en efecto, ensuciaban la mesa.

—Una vez más le voy a dar un consejo. Si tuviera usted el medio de hacerlo volver a Bélgica…

—Ya le he dicho a usted…

—Ya sé lo que me ha dicho. Sólo que, si reflexiona, tal vez encuentre usted la forma de comunicarse con él. Y que conste que no es por mi interés. Yo hago mi informe y, en adelante, el caso concierne a la policía francesa. Pero, si se deja coger, y seguramente se dejará coger, podría costarle caro…

—¿Qué quiere usted insinuar?

—Que los franceses perdonan muchas cosas, pero no las bombas…

—Mi marido…

—Su marido se ha ido justo en el momento en que se anuncia un atentado anarquista. Toda la correspondencia que acabo de copiar prueba que estaba en relación con los anarquistas. ¿No es verdad? Que los aconsejaba, que los dirigía…

—Le juro que…

Los vecinos de la casa de enfrente, puestos al corriente de lo que sucedía por la propietaria, apartaban a veces los visillos y esa noche cerraron sus postigos mucho más tarde que de costumbre.

—Usted me ha ofrecido una taza de café y ha sido muy amable… Si le digo lo que le estoy diciendo…

Dejó que se marchara. Estaba aterrorizada. Le oyó cerrar la puerta sin ruido y bajar la escalera. La vieja debía esperarlo en el corredor, pues pasó más de un minuto antes de que la puerta de entrada se abriera a su vez y se cerrara de nuevo.

Finalmente, en el momento de encender la luz, Marie Chave fue a la ventana y distinguió la silueta de un hombre bajo la farola de gas de la acera de enfrente. Estaba arrimado a un portal, leía un periódico y levantaba de vez en cuando la mirada hacia su casa.

En su cama el pequeño se agitó. Ella esperó oír la voz de Pierrot que le dijera:

—¡Tengo sed!

Pero no se había despertado. Soñaba, acababa de darse la vuelta y pronunciaba suavemente:

—… No quiero, ma…

Ma, era mamá. ¿Qué es lo que no quería? ¿Adónde lo llevaban sus sueños?

Bajó las persianas y entró en el despacho, donde Meulemans, como buen empleado, había vuelto a dejar los papeles de Pierre en su sitio.