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En la vida corriente daba la impresión de ser un tipo robusto, rebosante de salud. Pero no era así por la mañana y en ayunas, cuando aún no se había lavado la cara, que parecía habérsele descolorido durante la noche, vaciado de parte de su substancia, dejando sólo carne fofa bajo la piel deslucida.

Instantes como los que estaba viviendo en aquellos momentos eran peores todavía, y los conocía bien pues de niño había pasado por las mismas angustias.

Veía entrar en el apartamento a los dos hombres. A uno lo reconoció, un pelirrojo enérgico e irónico que debía tener la manía de los lapiceros y de las plumas, pues llevaba varios formando una hilera en su bolsillo. Los ojos risueños del policía decían claramente:

—¡Hemos sido rápidos, eh!

Y el Barón tenía un miedo atroz de oír esas palabras pronunciadas en voz alta. Estaba avergonzado. Tenía remordimientos. Y miedo de los reproches que él mismo, por adelantado, se iba haciendo en su interior.

—Madame Chave, supongo — dijo el otro policía, sin quitarse el sombrero.

—¿Qué desean ustedes?

—¿Su marido?

—No está.

Pero él la apartó con la mano y entró en el comedor, luego en el dormitorio.

—¡Pero si le están diciendo que no está aquí! —osó el Barón, sin encontrar, por eso, su firmeza.

¡Era su fallo! Desde pequeñito no había podido evitar hacer una tontería cuando se le presentaba la ocasión. Ahora bien, no era por estupidez, puesto que se daba cuenta de lo que estaba haciendo. Era casi un vicio, pues iba más a fondo cuando la tontería iba acompañada de mentiras y de una situación confusa.

Entonces se precipitaba, como se había precipitado la víspera, en París, cuando el Impresor le había hablado, en secreto, de un golpe que se estaba preparando.

—¡Conviene, sobre todo, que Chave no lo sepa! —había dicho el Impresor que vivía en una especie de patio de Monipodio, detrás del Sacré-Coeur—. Esas artimañas no entran en sus ideas. Me pregunto de qué sería capaz…

El Barón había jurado no decir nada, ni siquiera a Lili. Como de costumbre, era un día en que se encontraba sin dinero. No hacía ni un cuarto de hora que estaba con el Impresor y ya lo había enternecido con la historia de un parto y el otro le había dado casi todo lo que tenía, que era cuatrocientos francos.

¡Para tomar el tren de Bruselas! ¡Para advertir a Chave de lo que se estaba tramando! Precisamente con el dinero del Impresor, que…

Toda su vida había obrado así. ¡Lo que no le impedía, después, arrepentirse ante el resultado de sus actos!

Por ejemplo, cuando Chave le había pedido lo que llevaba en el bolsillo, ¡había mentido y se había guardado cien francos! ¡Ya sabía por qué se los guardaba! Ya en el tren, soñaba con aquel bar, detrás de la Place de Brouckère, en donde se metió en cuanto dejó a su amigo.

Siempre llevaba su cartera en la mano. Con su grueso abrigo, que había que mirar de cerca para ver su desgaste, parecía tratarse de alguien importante.

Y eso precisamente era lo que él quería, le gustaba, como le gustaba también ese bar íntimo y confortable, donde dos camareras fueron a sentarse a su lado.

—Apuesto a que eres de París…

Él sonreía, feliz, acariciándolas con sus manos, contándoles historias que las hacían reír a carcajadas. Luego sólo tuvo a una mujer con él, ya que había entrado otro cliente.

—¿Puedo subir contigo?

—Sí, pero después de cerrar.

Esperó la hora en que se cerraba, bebió mucha cerveza. Era mejor no pensar, cuando ya era demasiado tarde, en ciertos detalles bastante humillantes, como cuando había dicho:

—¡Si pudieras sospechar quién soy y por qué estoy en Bruselas!… Espera sólo unos días y puede ser que todos los periódicos lo comenten…

—¿No serás un ladrón, al menos? ¿O un banquero que huye?

Hizo una mueca como para decir que esos eran tipos de muy poca categoría en comparación con él.

¡De ningún modo! No había que pensar más en ello. ¡Era algo demasiado estúpido! El bar no era otra cosa que la antesala de un hotel y el Barón había esperado hasta las tres de la madrugada para subir a su habitación, en donde, un cuarto de hora después, se había presentado la muchacha.

¿Por qué? ¿Cuántas veces se había hecho esa pregunta? ¡Porque él era así! La chica no era amable con él, discutía el precio y no se dejaba acariciar los senos, que constituían el único atractivo de su persona.

—¡Date prisa!

—¿No duermes en la casa?

—Me acuesto en el desván.

No hacía ni diez minutos que ella se había ido y empezaba a amodorrarse, cuando llamaron rudamente a la puerta.

—¡Policía!… ¡Abra!… ¡Pasaportes!

¿Acaso la chica lo había denunciado a la policía? ¿O es que esta hacía simplemente su ronda habitual por los hoteles sospechosos? ¿Para qué intentar saber si ya estaba hecho? El pelirrojo había examinado sus papeles. En un librito de notas, tenía una lista de personas fichadas que consultaba de vez en cuando.

—¿Cuándo ha llegado usted a Bruselas?

—Esta misma noche.

—¿Con quién se ha entrevistado?

—¡Con nadie!

—¿A qué ha venido?

—Por negocios.

Lo que ocurrió es que debieron consultar su ficha y, al ver que frecuentaba los medios anarquistas, lo habían seguido. No sabía a qué atenerse. No se atrevía a mirar a la cara a Marie Chave, que parecía imaginarse algo y que de vez en cuando le lanzaba una mirada de sospecha.

—¿Qué quieren de mi marido?

—¿A qué hora ha salido?

—No sé. Temprano…

Al contrario del Barón, la mujer de Chave se crecía en presencia de un peligro.

—¡Sobre todo, no se preocupe! —había lanzado al pelirrojo que se había tendido en el suelo para mirar debajo de la cama.

Los seguía con los ojos, digna y despreciativa, mientras ellos efectuaban un verdadero registro. De vez en cuando se volvía hacia Pierrot, que estaba agitado por los acontecimientos, y le repetía:

—¡Duerme!… ¡No es nada!… En seguida te traigo la leche…

El Barón, que no se había quitado el abrigo, empezaba a tener calor. En cuanto a los policías, no tenían mucha prisa. ¿Habían recibido una denuncia? ¿La visita del Barón a la casa de un anarquista notorio, al que tenían fichado desde hacía tiempo, y al que vigilaban, era suficiente para hacerlos sospechar?

Iban de un mueble a otro, revolvían los armarios, los cajones, metían las manos en los bolsillos de un traje viejo de Chave que colgaba del guardarropa.

El apartamento no tenía más que tres habitaciones: el dormitorio, la cocina y el comedor. Comían en la cocina, así el comedor servía de despacho. La mesa estaba llena de libros y folletos.

Nada más trivial que esa habitación, parecida a las que se alquilan a los estudiantes, con su chimenea de mármol negro, su reloj de pared, la estufa de porcelana oscura y la alfombra, el tapete usado de la mesa, las fotografías dedicadas clavadas con alfileres en la pared.

En el cenicero había todavía dos pipas de arcilla, y Marie Chave, impresionada, volvió los ojos, luego los fijó en el Barón como para pedirle cuentas.

—Si tiene usted algo que hacer, madame —dijo el pelirrojo—, tenemos para algún tiempo…

En efecto, se instaló en la mesa de Pierre, atacó su pipa, la encendió e inició un minucioso inventario de los papeles. El otro policía, que era más joven, acababa de descubrir la cartera del Barón y se la presentó.

—¡Vamos a ver esto en seguida!… Vigila la puerta… No dejes entrar ni salir a nadie… En cuanto a ustedes dos ya les he dicho que podían disponer…

Daba la impresión de que estaba en su casa, acercó el cenicero al alcance de su mano, y Marie se preguntaba si no estaba fumando el tabaco de su marido.

—¿No tenía usted que darle de comer a su hijo?

Fue a la cocina y el Barón la siguió, remiso y taciturno, sin atreverse a mirar a nadie, sin saber qué hacer con su voluminosa masa. Permaneció mucho rato de pie cerca de la ventana, viendo caer la lluvia en la calle desierta. El cielo estaba de un gris tan neutro que no se hubiera podido decir si era la mañana o la tarde. Los ladrillos de las casas, empapados, estaban más oscuros y sabe Dios lo que debía estar haciendo la gente que las habitaba, detrás de las ventanas con macetas de cobre y plantas, concretamente cactos.

—¡Tenga!

Se volvió. Marie le tendía una taza de café, sin afabilidad, mientras que por la puerta entreabierta se veía al pelirrojo instalado en el despacho, copiando en su carné algunos pasajes de los documentos.

Marie, encogiéndose de hombros, le llevó una taza de café, él levantó la cabeza, dijo simplemente gracias y reanudó su trabajo.

Cada vez que pasaba cerca del Barón, este miraba hacia otra parte, hasta que, una de las veces, se atrevió a murmurarle al oído:

—¡No tenga miedo!

¡Pero no era él precisamente el más indicado para tranquilizarla! ¡Si al menos le hubiera dicho dónde se encontraba Pierre! Pero ella lo adivinaba. Para ir a Ámsterdam no hubiera hecho tantos misterios. No podía haber ido a otro sitio que a París, de modo que, si le detenían, tenía, al menos, para un año de cárcel.

—¿Quiere usted entrar, monsieur Barón?

Su cartera estaba sobre la mesa, abierta, y el policía había sacado de ella dos objetos bastante inesperados, y que eran la explicación de que antes estuviera tan hinchada. Eran dos barcos, el uno de madera, bastante toscamente trabajado, el otro de corcho, tallado de la pieza a cortaplumas, adornado con hilos, trocitos de madera y alfileres.

—¿Quiere hacerme el favor de explicar esto?

—No es lo que usted cree —se apresuró a decir.

En realidad quería decir: esto no tiene ninguna relación con el espionaje, la defensa nacional, o cualquier otra cosa por el estilo.

—Encontrará usted la explicación en mi cartera… La carpeta azul… ¡Sí, esa!… Se trata de un invento que estoy preparando, una canoa insumergible, por el que he sacado ya tres patentes, y estoy a punto de vender a…

¡Era cierto! El pelirrojo lo notaba. Y sin sonreír ponía los dos barquitos frente a él, como si fuera a jugar con ellos.

—¿Está usted en Bruselas por esto?

—No precisamente, pero…

—¿Y por esto?

Le enseñaba unos folletos anarquistas que llenaban todo un lado de la cartera.

—Se encuentran por todas partes, ¡ni siquiera están prohibidos!

De vez en cuando Marie, que se había puesto a arreglar la casa, se acercaba a echar un vistazo. Finalmente se impacientó.

—¿Acabarán pronto?

El comedor estaba azul de humo. El comisario había atizado la estufa al máximo. No parecía que estuviera sobre una pista importante. Hacía su trabajo a conciencia, eso es todo, quizá con algo más, con la satisfacción de estar bien calentito, en una habitación que le gustaba, mientras fuera caía la lluvia, y con la satisfacción también de fastidiar a ese tipo gordo que se moría de miedo, y de exasperar al máximo a la pálida señora Chave.

—Acabaría mucho antes si me dijera usted, de una vez, dónde está su marido…

—¡No sé nada!

—¿Podría, al menos, asegurarme que ha dormido aquí esta noche?

—¡No sé nada!

Entonces le preguntó al Barón:

—¿A qué hora lo ha dejado Chave?

—Pero…

—¡De prisa! ¿Qué tren ha tomado?

—Le juro…

Marie, de vez en cuando, iba a inclinarse sobre el pequeño aunque no se quejaba y que con la cara roja y los ojos brillantes miraba fijamente el techo durante horas, como si soñara despierto.

—Si van a quedarse ustedes mucho rato, iré a comprar…

—No faltaría más…

Se fue, impulsada por la cólera más que por la necesidad. En el pasillo vio que se entreabría la puerta de la propietaria, y estuvo a punto de sacarle la lengua o de echarse a llorar. Se había abrigado con un mantón y llevaba un gran monedero en la mano. Entró en la tienda de la esquina y una de las mujeres que esperaba su turno le preguntó:

—¿Es el sarampión?

—No se sabe todavía…

—¡Sólo nos faltaría una epidemia de sarampión en el barrio!

Compró una chuleta para ella sola, pues no quería cambiar nada de sus costumbres, unas legumbres y algo para hacer sopa. Cuando volvió, el comisario seguía escribiendo, con una letra pequeña, apretada, mientras que el Barón se había instalado cerca del niño, que dormía.

Ella lo esperaba así, puesto que encontraba la cosa tal como la había dejado. Y, sin embargo, de repente se impresionó por lo que el espectáculo tenía de incoherente. No habría podido decir si se trataba de la luz glauca de aquel día, el olor de fiebre y de leche quemada, o incluso de la vista de ese extraño, sentado plácidamente en el sitio que debía ocupar Pierre, en su despacho, fumando una pipa que habría podido ser su pipa… Y, por añadidura, estaba ese Barón hinchado, de ojos humildes y miedosos, que parecía pedirle perdón; y los dos barquitos puestos sobre la mesa, cerca del tintero, y el otro policía, sentado cerca de la puerta, leyendo un periódico…

En primer lugar, sacó los paquetitos de su cesta de la compra, puso el monedero en un cajón, luego cogió el pañuelo para sonarse y, sólo entonces, empezó a llorar, sin ruido, porque le parecía que ni ella, ni Pierre, ni el niño, merecían todo aquello.

Lloró mientras ponía la sopa al fuego y mientras limpiaba las legumbres. Luego espió al policía pelirrojo y, cuando finalmente se levantó, tuvo la entereza de no hacerle ni una sola pregunta, de fingir que ignoraba su presencia.

—Vas a conducir al señor a mi despacho… —dijo, señalando al Barón—. Tengo todavía algunas cosas que hacer…

Se puso de nuevo el abrigo y el sombrero, la cartera con los barquitos bajo el brazo, saludó a Marie y bajó.

—No tenga miedo… —balbuceó el Barón, al tiempo que seguía al agente.

Ella prefirió mirar hacia otra parte, luego entreabrió la puerta y oyó al pelirrojo que llamaba a la de la propietaria, con la que estuvo casi una hora.

Se quedó sola con su hijo y de repente tuvo la impresión de estar sola en el fin del mundo, en un lugar desierto, del que nunca podría escapar. No se atrevía a mirar por la ventana, pues el decorado de la calle tranquila le resultaba tan odioso, tan extraño, tan hostil.

Y, sin embargo, hacía cinco años que habían abandonado Francia, en donde no habían vuelto a poner los pies, cinco años también que su padre no le escribía a causa de Pierre y, en fin, cinco años que, de vez en cuando, venía gente de París, siempre excitados y volubles, casi siempre pobres y hambrientos, que se encerraban con él en su despacho.

Algunas veces, cuando se quedaban solos en la habitación llena de humo y de vasos vacíos, había llegado a preguntarle a su marido:

—¿Crees que esta es la verdadera solución?

—Sí hicieran todos como yo… —respondía él.

—Sí, pero no todos hacen como tú…

—¿Quién sabe si un día…?

Había llegado a preguntarse a sí misma si Pierre creía verdaderamente en todo aquello, pero no se había atrevido nunca a preguntárselo a él. Si no hubiera creído, ¿qué le habría quedado?

Y, sin embargo, ella sabía, ella… ¡No! ¡No tenía derecho a…! Sabía…

Hay cosas que uno no se confiesa nunca, por ejemplo el Barón no reconocería nunca que era un vanidoso y un cobarde.

Aun cuando Pierre tenía diez meses de servicio militar entonces, en Bourges…

¡Porque ella lo había seguido a Bourges! ¡Se había ido de su casa para seguirlo! Como él sólo contaba con su paga, ella trabajó en un colmado.

Y, un buen día —no era un buen día, porque llovía y porque no iban a pasar más que cosas tristes—, se dio cuenta de que estaba encinta.

Es cierto que ya entonces no era como los otros, leía unos libros que no se encuentran en las librerías y escribía artículos impublicables.

Es cierto también que, desde hacía un mes, las cosas no iban bien con su suboficial, incluso amenazaban con empeorar.

Sin embargo, ¿si no hubiera habido aquello? Si no hubiera sido por Pierrot y por la imposibilidad de obrar de otro modo, ¿habrían pasado la frontera, una noche, en un vagón de tercera?

¿Acaso Pierre, que era instruido y más inteligente que todos los hombres que ella había conocido, habría acabado por presentarse en el teatro de comparsa? ¿Acaso ahora se estaría ganando la vida como segundo traspunte? ¿Acaso…?

Nunca había hecho alusión a todo eso. Él le leía sus artículos, que enviaba a periódicos libertarios y anarquistas. En París se habían publicado unos folletos clandestinos suyos. Los que venían a verlo decían a veces a Marie, por la puerta entreabierta:

—¡Es un nuevo Lenin!

Y una mujer, una mujer picada de viruelas, que había cometido un atentado político en París, y a quien Pierre había proporcionado trabajo en una cervecería de la Rue Neuve, había exclamado:

—¡Es un Savonarola!

Pierrot seguía sin dormir. De vez en cuando, abría su boquita para respirar, sin ruido, como hacen los peces fuera del agua, y Marie acababa asustándose de su tranquilidad.

—¿Te duele algo?

Se contentó con sacudir la cabeza, tan dulcemente que era algo alucinante.

—¿Qué tienes?

—¡Tengo sed!

Suponiendo que el crío no hubiera nacido, ¿quizá Pierre…?

Pasaban trenes y más trenes, de la mañana a la noche, pero era sólo si uno prestaba atención cuando se hacía lancinante.

—¡Toma!… Bebe…

Bebía sin convicción mirando a su madre de un modo tan serio que la turbaba.

No hacía ni un mes que Pierre había escrito a Robert:

… Sobre todo, dame muchos detalles de los nuevos y, entre otros, de ese K…, que no me inspira ninguna confianza. Ya sé que tú eres sincero, igual que muchos de nuestros amigos. Pero no hay que olvidar que todos esos que tratan de mezclarse con nosotros no lo hacen impulsados por el amor a la causa.

Los hay que se divierten con esto, los hay que se excitan, hay también traidores, y algunos que persiguen objetivos tenebrosos.

No me gusta nada la forma en que K… ha sido presentado, ni el último discurso que os ha hecho. Me hubiera gustado verlo, pero no creo que tenga ganas de venir a Bruselas. En cuanto tenga un poco de dinero ahorrado te lo mandaré para que puedas venir a pasar un domingo con nosotros, pues estoy seguro de que tienes muchas cosas que contarme y ya sé que no te gusta escribir…

A veces escribía páginas y páginas, como si hablara, sin preocuparse de lo que decía, y en aquellos momentos quizá ya no veía las casas de ladrillos de la Rue Snieder, ni las ventanas con macetas de cobre con cactos.

Quería a Robert como hubiera querido a un hermano menor y más desgraciado. Pues Robert era desgraciado, de nacimiento, como otros son enfermos o idiotas.

Había nacido en el barrio de Saint-Paul, en un hotel. Su padre era polaco y la madre animadora de sala en un restaurante barato. Pierre conocía todos esos detalles, pues Robert recitaba la historia de su vida como un poema o una letanía, experimentando con ello, cualquiera lo hubiera dicho, una amarga voluptuosidad.

Su padre estaba aquejado de un mal específico, heredado, y había nacido prematuramente, por añadidura.

Cuando apenas contaba un año, su madre había querido matarse con él, con el gas, como los pobres. Sólo ella había muerto, él sobrevivió. Se había abatido sobre él una auténtica cascada de desgracias y catástrofes. Su padre al salir de la cárcel, había ido a recogerlo, cuando él tenía once años, a una granja donde le habían colocado los de la Beneficencia Pública.

Cuando tenía trece años, la policía lo había detenido por robar en un escaparate del Boulevard Barbes.

No se sabía cómo había aprendido a leer y a escribir, y, sin embargo, era su única pasión. Hasta el punto de que, en la actualidad, era ciclista de un periódico, para así poder acercarse, a pesar de todo, a los papeles impresos.

Tu carta me ha sabido mal —respondía a Chave— porque eres injusto con K… Tú eres un francés puro y no puedes comprenderlo. En cambio yo, que tengo sangre eslava en las venas, yo…

K…, a quien Pierre Chave no había visto nunca, era servio. Había llegado de pronto a París, con cartas de varios centros anarquistas europeos.

Sólo tiene treinta años y sabe Dios la buena labor que debe haber hecho. Si pudieras verlo y oírlo, estoy seguro de que lo apreciarías como lo apreciamos todos nosotros. No estoy refiriéndome, que conste, a los semiburgueses, como el Barón, que tiembla como una hoja cada vez que lo ve…

Durante ese intercambio de cartas había habido como una disputa amorosa. Chave no podía sustraerse a los celos que sentía por K…, quien acababa por adornarse de todos los encantos. Al mismo tiempo, experimentaba un cierto rencor contra Robert, porque no desconfiaba, porque se dejaba impregnar por las ideas del otro, cuando, hasta entonces, no había admirado y seguido a nadie más que a él, Pierre.

Te hablo como mayor que soy, lo cual, desgraciadamente, me da cierta experiencia de la vida. En Bruselas, veo muchas cosas, incluso como las que nos ocupan. Asisto a muchos manejos sucios y adivino historias más sucias aún.

…A ti sólo debo decirte que desconfíes de…

¿Era sincero, o simplemente estaba celoso? Sin duda ambas cosas. No faltaba el mínimo detalle para exasperarlo. Desde que K… formaba parte del grupo ¿no habían decidido cambiar de local y reunirse en Puteaux, en un lugar que Chave no había visto nunca?

Antes, aún podía imaginarse las reuniones. Conocía la salita, en el primer piso de un tabernucho de la Porté de Saint-Ouen, y aún le parecía oír el estrépito de los tranvías como en los tiempos en que asistía a aquellas sesiones. Le habían dicho que los tranvías habían sido suprimidos, pero le daba igual: para él, las reuniones seguían celebrándose al ritmo de los tranvías.

Apenas si conocía Puteaux. También le comunicaron que K… había presentado a varios camaradas que, como él, habían viajado por toda Europa.

…K… considera que la doctrina, en nuestros espíritus, ha perdido su fuerza vivificadora y que…

Ocho días antes, Pierre Chave, irritado, había contestado a Robert:

… Ojalá me equivoque, pero empiezo a preguntarme si tu K… no es un vulgar agente provocador o, por lo menos, un agente de la IV Internacional, con la que nuestras ideas no tienen nada en común. No olvides que el último mensaje de Trotsky decía…

¡Y, mira por dónde, iban a hacer saltar una fábrica de aviones en Courbevoie! Pierre ya imaginaba que no iba a ser K… quien llevase la bomba allá. ¡Ni K… ni ninguno de sus amigos!

¡Iba a ser Robert, a quien había formado Chave, de cuya influencia había escapado hacía unas semanas!

Desgraciadamente, el Barón no había podido decirle nada preciso. ¡No conocía ni el día ni la hora, ni siquiera el lugar exacto!

Y Chave recorría la orilla del Sena con su bicicleta, llegaba al puente de Puteaux a la hora del almuerzo, miraba con desconfianza aquella aglomeración de gente que no conocía y en la que no tardaría en producirse una catástrofe.

No podía ir a visitar a sus amigos, ni a Robert, ni al Impresor, ni a los demás, pues ya sabía que todos estaban más o menos vigilados por la policía.

Y no estaba seguro de que él mismo no fuera seguido. A lo largo de todo el camino, mientras pedaleaba, había ido mirando atrás sin cesar. ¿Podía jurar que un auto o un taxi, de los que lo habían adelantado, no había dado la consigna a otro coche que se encargaba de seguirlo?

Courbevoie estaba allá abajo, en el primer recodo del Sena, al extremo de aquella isla todavía verde, de orillas enlodadas, que cortaba el río en dos.

Ya no llovía, pero Pierre estaba empapado, helado, y se metió en un pequeño restaurante donde se hizo servir comida.

—¡Cualquiera diría que se ha mojado usted! —bromeó el dueño.

No sólo mojado, sino extenuado de fatiga, hasta el punto de que apenas pudo comer y, después de beberse un vaso de vino tinto, notó que le picaban los ojos.

—¿Tienen ustedes una habitación?

—¿Para esta noche?

—Para ahora y para esta noche… He madrugado mucho…

Había que desconfiar siempre. Respondió cualquier cosa, siguió al dueño que lo condujo al entresuelo, en donde había una habitación que tenía una ventana estrecha y el piso de baldosas rojas, como en el campo.

—¿Pongo su ropa a secar?

Si no hubiera estado tan cansado habría dicho que no, pues no era prudente entregarse atado de pies y manos quedándose en una habitación de hotel sin un traje que ponerse.

¿Y qué? Tenía necesidad de dormir. Había momentos en que creía todavía oír las voces del teatro, respirar el olor del escenario, y se sorprendía preguntándose si habrían traído a tiempo la cómoda Luis XVI, accesorio esencial para el tercer acto.

No sólo el piso de aquella habitación estaba embaldosado de rojo, sino que, en plenas afueras, el olor era un olor de campo, un olor de fonda al lado del agua, con pescado frito, moho en los armarios, y los retretes hechos de una tabla agujereada encima del foso.

De abajo, de la sala, subía un murmullo de voces. El edredón era monstruoso y Pierre lo hizo caer al suelo, luego oyó sonar un teléfono y se preguntó si sería muy osado llamar a Robert al periódico.

¿Tendría Pierrot el sarampión? El Barón iría a su casa, por la mañana, a primera hora, y le contaría una historia a Marie, que ella no creería. Porque era un hecho: no se creía nunca lo que le contaban. ¡Era la desconfianza hecha persona! ¿Quién sabe si se creía sólo lo que le decía Pierre?

¡Lo más extraordinario de aquella aventura era que se hallaba en Francia y que apenas se había detenido a pensar en ello, ni lo había disfrutado! Estaba en Francia, había ido en bicicleta, hecho proyectos, bebido y comido como si hubiera estado en cualquier otro sitio.

De nuevo se oyó el teléfono… ¿Podría ser que el dueño, desconfiado, fuera capaz de…?

«Dentro de poco…», tuvo aún la fuerza de pensar.

Se hallaba al límite de su resistencia. Se iba hundiendo en las plumas del colchón, en algo muelle, vacío, con la sensación de ser arrastrado a toda velocidad por un ascensor. Esto no impedía que siguiera sintiendo el olor de los retretes, y creyera oír, durante horas y horas, a través de una capa muy tenue de sueño, el sonar del teléfono.