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El conserje tenía que estar muy irritado para que Chave, a pesar de la distancia que los separaba —una puerta, una escalera y un pasillo— lo oyera gritar al teléfono:

—¡Le estoy diciendo que está en el escenario!

¡Si se tratara tan sólo del conserje y de ese teléfono obstinado desde el principio del primer acto en llamar a Dios sabe quién!… Y ¿por qué el conserje, en lugar de desgañitarse, no dejaba el teléfono descolgado?

Chave retrocedió unos centímetros, pues su presencia fascinaba a un espectador de la primera fila, que se inclinaba para descubrirlo por entero. Maquinalmente seguía en el folleto el texto que se recitaba en escena y, al mismo tiempo, se ocupaba de un montón de cosas más, como si tuviera media docena de cerebros.

En primer lugar, no dejaba de preguntarse si sería o no el sarampión. Su mujer le había telefoneado a las cinco, después de la visita del médico. El conserje había gritado de nuevo, pues en aquel momento, aunque no había empezado la representación, estaban en pleno ensayo. Todo lo que el médico podía decir era que se decidiría dentro de uno o dos días.

Mientras tanto, Pierrot permanecía rojo y ardiendo en su cama, con una extraña expresión de mohína en el rostro, como en un reproche a la impotencia de las personas mayores.

—¡Te toca a ti! — apuntó Chave dirigiéndose a un compañero vestido de guardia municipal, cuyos bigotes se sostenían por medio de unos hilos que casi le cortaban las mejillas.

Se encogió de hombros como respuesta a la mirada de rabia que la primera actriz le lanzaba desde el escenario. ¿Era culpa suya si no había encontrado la corneta? Él no podía hacerlo todo, de traspunte, de accesorista, de apuntador y, además, interpretar el «tercer vividor».

No había cenado. Había tenido el tiempo justo de ponerse un chaqué gris —lo único que había encontrado— para su aparición en el segundo acto, en el cabaret.

—¿En Bruselas se va de juerga de chaqué? —había gritado el actor de París.

¿Qué más daba? Aquel hombre había gritado tanto y tanto desde las dos de la tarde que aquello ya no tenía importancia. Él mismo, a fuerza de agitarse, había llegado a un estado bastante próximo a la inconsciencia, y todo se lo esperaba menos ver los decorados levantados a tiempo y a sus desconocidos compañeros darle la réplica.

Nunca había llovido como aquel día. Hasta el punto de que, por unos instantes, había un verdadero redoble de tambor sobre la vidriera del teatro. Las mujeres de la guardarropía habían puesto unos paraguas a secar en los pasillos y los espectadores, en las butacas, despedían un olor a lana mojada y a cuero embarrado.

—¡Mil doscientos de recaudación! —se había lamentado el parisiense cuando, antes de levantar el telón, había pasado por la administración —. ¡Y me hacen venir al tanto por ciento! Me hablan de recaudaciones de diez y quince mil… ¿Dónde está el empresario?

¡El empresario se había marchado, seguro, como hacía siempre en tales casos!

—¡Un decorado viejo de salón para representar un cabaret de moda! ¡Un comedor Enrique II para representar el vestíbulo de un castillo! ¡Nadie que se sepa el papel!…

Les zumbaba la cabeza aún, se había intentado no dar la función, avisar al público, levantar un acta, y era un milagro que los espectadores estuvieran allí, en sus butacas rojas, los actores en escena, las candilejas encendidas.

Era un milagro oír cómo se desgañitaba el conserje decir por teléfono:

—¡Le estoy diciendo que está en el escenario!

—¡El telón!… —recordó Pierre Chave al electricista, quien ignoraba que era el final del primer acto.

El de París, en el escenario, movía sus ojos de un modo terrible hacia el telón que no bajaba, aunque esto no le impidió recuperar su sonrisa para saludar y perderla inmediatamente cuando se precipitó hacia Chave.

—¿Y la corneta?… ¿Qué le había dicho yo?… ¡Que no actuaría sin corneta!… ¡Todo el primer acto por los suelos por falta de una corneta!…

—¡Señor Chave! — gritó desde abajo el conserje.

—¿Adónde va usted?

—Un instante… Me llaman…

—Lo llaman quizá, pero a mí me interesa tenerlo a usted a mano. ¿Quién es esa horrible mujer vestida de morado que he visto entre bastidores?

—La condesa del segundo acto.

—Pero, por Dios, ¿no habían decidido…?

Con el estómago revuelto y la cabeza vacía, Chave, que no había abandonado el teatro desde las nueve de la mañana, empujó una puerta, con el folleto en la mano, y bajó lentamente la escalera de hierro manchada de humedad.

No esperaba ver a nadie en concreto. No se preguntaba quién había podido llamarle tres veces. Estaba demasiado atontado para eso y, si pensaba algo, era que iba a cruzar la calle de un salto para tomarse una cerveza en el cafetín de enfrente.

Al pie de la escalera mal iluminada, había un lugar indeterminado —glacial y lleno de corrientes de aire— entre las tres puertas, en donde se hacía esperar a los actores que iban en busca de contrato, a los proveedores que iban a cobrar y, a veces, a los funcionarios del juzgado.

Chave seguía bajando. De repente, frunció las cejas, pues vio a un hombre que lo estaba mirando, un hombre vestido con un enorme abrigo beige y que llevaba una cartera de cuero en la mano.

—¿Qué haces aquí? —le preguntó.

No pensaba en que iba vestido con un chaqué gris, y que su rostro, bajo el espeso maquillaje, tenía casi la misma expresión que un maniquí de escaparate.

—¡Sssh!… —dijo el otro moviendo sus ojos asustados—. ¿Dónde podemos ir a hablar?

El despacho del director, a la derecha, estaba cerrado. El del administrador también, y el conserje ocupaba la portería.

—¡Vamos ahí enfrente, como siempre! —gruñó Chave, que tenía sed.

—Es que…

—¿Qué?

—Nada… No me siento seguro… Si crees que es prudente…

Tenía un aspecto terriblemente inquietó, pero en él era ya un hábito ponerse en aquel estado. Era un tipo grueso, de cuarenta años, que corría, gesticulaba, recobraba el aliento, sufría palpitaciones y siempre tenía historias importantes que contar, negocios misteriosos entre manos y preocupaciones más serias que las de un Jefe de Estado.

Le llamaban Barón. No porque fuera barón, que no lo era, sino porque era su nombre, lo que no impedía que los camareros del café, en París, le llamaran «el Barón»…

Chave atravesó corriendo la callejuela y se metió el primero en el cafetín, en donde ya estaban acostumbrados a ver aparecer a los actores con los atuendos más inesperados. Pidió cerveza y extendió sus manos hacia la gran estufa que ronroneaba como un gato.

—¿Cuándo has llegado?

—Hace una hora… Fui a la cervecería Veltam, como de costumbre, telefoneé al teatro…

—Ya lo sé…

—¿Te dieron el recado?

—No… pero oí…

—He tenido miedo de que no te hubieran dicho nada, por eso he venido…

—¡A tu salud!

—Gracias… Ya he tomado tres dobles…

Miraba con impaciencia al dueño que estaba detrás del mostrador y que los escuchaba sin tratar de disimular.

—Es absolutamente necesario que te hable.

—Espérame después de la función… Se acabará pronto…

—Me pregunto si no será ya demasiado tarde…

Con su rostro aniñado, su abrigo claro y su cartera llena de papeles, parecía, a primera vista, uno de esos hombres que tratan grandes negocios mientras toman buenos almuerzos y finas cenas. Mirándolo más de cerca, se notaba que su ropa no era nueva y que su abrigo estaba raído en los puños y en los ojales.

—Entonces, volvamos al teatro…, ya encontraremos algún rincón…

—¿Tu camerino?

Chave se encogió de hombros. ¡Como si tuviera camerino!

Cuando estuvieron al pie de la escalera de hierro, en medio de la corriente, después de un instante de reflexión, dijo:

—Es mejor que nos quedemos aquí…

Luego, como estaba cansado, se sentó en un escalón casi seco y Barón hizo lo mismo, a pesar de que le repugnaba ensuciarse la ropa.

—Me pregunto si me habrán seguido —balbuceó el tipo grueso.

—¿Has reparado en alguien?

—No sé… ¿Quizás en el tren?… Pero es imposible que sepan ya… ¡Bien!… He venido a decirte…

No podía decidirse. Espiaba, angustiado, la puerta del conserje mientras que, por encima de sus cabezas, arrastraban decorados por el suelo.

—Se han vuelto locos, o más bien es K… que ha terminado por dominarlos… Ayer, me enteré de que Robert había aceptado una misión…

—¿Qué misión?

No se atrevía a hablar, como si hubiera sido responsable de la envergadura del asunto.

—Han votado la acción directa…

Y Chave, cada vez más tenso:

—¿Qué acción?

—Yo no estuve en la reunión… El impresor me lo ha contado todo… Parece que a Robert le han encargado hacer saltar una…

—¿Una qué?

—Una fábrica, en Courbevoie… No me ha podido decir exactamente cuál, pero creo que es una fábrica de aviones… Es para esta misma semana… no sé nada más…

—¿Robert?… ¿El «pequeño» Robert?…

—Si…

—¿Lo has visto?

—No. Parece que lo esconden, a la espera…

Chave tuvo un sobresalto al sentir muy cerca de él la horrible figura morada que iba a hacer de condesa.

—¿Qué quieres?

—Lo están buscando allá arriba. Parece que el fonógrafo no quiere funcionar…

Chave le lanzó la misma mirada que si hubiera ido a asesinarla.

—Espérame — dijo a Barón —, o mejor, espérame en casa Veltam…

Subió los peldaños de cuatro en cuatro, entró en un camerino donde unos hombres se estaban maquillando entre olores a orina.

—¿Qué haces?

—Tengo que irme. Si preguntan por mí…

—Pero…

—¡Vete al cuerno!

Sólo tenía que cambiarse el chaqué y secarse el maquillaje. En la escalera encontró al de París que trató de agarrarlo al pasar y que quedó tan estupefacto viéndolo escapar que no pudo pronunciar una palabra.

La cervecería Veltam estaba en una galería. Era un lugar tranquilo, confortable, con mesas barnizadas, camareros familiares y las cervezas eran más grandes que en otra parte. Barón estaba sentado en un rincón, con los ojos asustados y el cuerpo inquieto.

—¿Te han dejado marchar?

—¡Camarero, una mediana!… Una «especial», sí… ¿Qué iban a hacer?… ¿Llevas dinero encima?

—Unos doscientos cincuenta francos.

—¡Dámelos!

—Pero…

—¡Dámelos, imbécil! Guárdate lo justo para dormir en el hotel. Ante todo irás a decirle a mi mujer… ¡Mejor no! Estará ya acostada o no tardará en estarlo. No vale la pena asustarla. Irás mañana por la mañana. No le hablarás de nada. Le dirás sólo que he salido para… pongamos Ámsterdam…

—¿Qué piensas hacer?

—¡No te preocupes! Me marcho a París. ¡Camarero!… ¿Tiene una guía de ferrocarriles?

Estaba flaco, febril. Sus ojos, mal desmaquillados, parecían más profundamente ojerosos. De vez en cuando, de un gesto que parecía un tic, echaba hacia atrás sus cabellos oscuros y espesos que llevaba muy largos.

—¿Ves? Tengo un tren para Mons dentro de veinte minutos.

—Pero… ¿y la frontera?

—¡Eso es! Tengo que volver a pasar por el teatro. Siempre hay una bicicleta debajo de la escalera…

—¿Te acompaño?

—¡Quédate aquí! No te olvides de avisar a mi mujer. ¿Tienes la dirección?

—Rue Snieder…

—Eso es… el veintitrés… Me olvidaba del dinero…

Por poco olvidó también la gabardina y ya en la calle se puso a correr. El conserje del teatro oyó ruido y salió.

—¡Ah! Es usted… No sabía…

—¡Buenas noches!

Tenía el tiempo justo. Montó en la bicicleta, llegó empapado a la estación del Midi y la facturó. Luego, mientras el tren se ponía en marcha, se quedó de pie en un pasillo de tercera, contemplando las gotas de agua que zigzagueaban en el cristal.

La Rue Snieder, en Schaerbeek, estaba tranquila y desierta, con sus dos faroles de gas que formaban círculos regulares de luz, sus casas nuevas, sus adoquines bien alineados.

Hacia las once, se oyeron pasos, luego la puerta del diecisiete que se abría y cerraba, y después se hizo el silencio. De noche no pasaba ni un auto. Sólo se oía el silbido de los trenes que arrancaban allí cerca y que, cuando hacían maniobras, vociferaban durante un buen cuarto de hora.

Marie Chave planchaba, en la cocina, unas camisas. Pensaba sin pensar, como cuando se plancha, y el tiempo se acompasaba con los golpes de la plancha sobre la tabla. De vez en cuando se detenía, cogía otra plancha del fuego, la acercaba a su mejilla, luego, maquinalmente, ponía oído atento a la respiración del niño que dormía en la habitación contigua.

Sabía que si planchaba hasta muy tarde, de nuevo tendría problemas con la propietaria. No podía acostumbrarse a esas casitas belgas que no parecen haber sido previstas para varias familias.

Es cierto que estaba limpia y, por así decirlo, nueva. Las habitaciones eran bastante espaciosas, las ventanas amplias.

—¡De todos modos no me siento en mi casa! —repetía a menudo Marie a su marido.

Los propietarios —el marido era cajero de un banco desde hacía treinta años— ocupaban la planta baja y disponían de la buhardilla. Los Chave vivían en el primer piso, y nada separaba a los unos de los otros.

En la puerta de entrada estaba escrito: Chave, llamar dos veces.

Eso no impedía que, de vez en cuando, se equivocara alguien, que la propietaria fuera a abrir y que gritara furiosa:

—¡Madame Chave, otra vez para usted!

¡También se enfurecía si los visitantes no se restregaban los pies en la esterilla de fuera! ¡Y por un montón de cosas más! Y porque Pierre volvía cada noche del trabajo hacia la una de la madrugada…

Se oía llover, y era casi como una compañía. La lluvia, la respiración de Pierrot, el calor de las planchas, el jadear de la estufa, todo eso creaba como una zona cálida y viva de intimidad. Incluso el despertador, que no tenía el ritmo de los demás despertadores, sino un ritmo especial, ¡el de la vida del hogar!

Cuando señalaba las doce y diez, Marie empezó a notar un peso en los riñones y planchó un poco más aún, con menos fuerza y convicción, se dijo que podía esperar a Pierre pero, en resumidas cuentas, no tuvo el valor de hacerlo.

Volvió a poner cada cosa en su sitio, sin prisas, fue a asegurarse de que había quitado la llave de la puerta de la entrada —de lo contrario Pierre no hubiera podido entrar con la suya y empezó a desvestirse.

No había más que una lamparilla en la alcoba. Pierrot, en su cama, abrió los ojos y los mantuvo fijos en su madre, sin decir nada, cosa rarísima ya que, habitualmente, no podían hacerlo callar.

—¿Qué quieres, Pierrot?

—¡Tengo sed! —dijo con su boca pastosa.

Le dio de beber, lo sostuvo sentado en su cama y luego lo arropó con la manta.

—¿Te encuentras mal?

El chico se contentó con suspirar, cerrando los ojos, mientras su labio inferior se movía como en una mueca.

Marie se acostó a su vez. Había dejado luz en el rellano y una fina línea clara dibujaba el rectángulo de la puerta. Oía los trenes, cuyo estrépito no lograba sofocar el tic-tac del despertador. De repente sacó un brazo de la cama, cogió la caja de cerillas y miró la hora.

¡Era la una y media y Pierre no había vuelto aún! Eso ya había ocurrido otras veces. Generalmente, cogía el último tranvía que lo dejaba en la Avenue Émile Zola. Pero algunas funciones, sobre todo las primeras, acababan más tarde. También ocurría a veces que, habiendo ensayado sin descanso, y no habiendo tenido tiempo de cenar, toda la compañía se iba a tomar algo a una taberna de la Rué des Bouchers, y Pierre volvía en bicicleta. ¡Incluso había vuelto a pie una vez que la bicicleta del chico de los recados no estaba en el teatro!

Marie Chave se volvió a levantar porque, desde hacía un instante, olía a quemado. Fue a ver a la cocina y se aseguró de que sólo se trataba del olor a planchado que persistía en el apartamento.

Se acostó de nuevo, dio algunas vueltas y acabó por dormirse, con un brazo sobre la almohada vacía de Pierre.

Era inútil tratar de evitar los charcos. ¡Había tantos!, y la lluvia, que caía no a gotas, sino realmente a cántaros. A Pierre le corrían regueros de agua fría por el cuello y la espalda. Los pantalones se le pegaban a las rodillas. A cada vuelta que daba la rueda, el barro le llegaba hasta la cara.

¡Tanto mejor!, con este tiempo era muy probable que los carabineros no hubieran salido.

Había recorrido ya quince kilómetros desde Mons, primero por la carretera principal donde aún circulaban algunos coches, luego por caminos de tierra, que ya no estaba muy seguro de reconocer.

Varias veces había torcido a la derecha, luego a la izquierda. Le había ocurrido, una vez, verse detenido por una fábrica de cristales rojizos en cuyo patio moría el camino.

El decorado era incoherente como la noche misma. Apenas había rebasado la bicicleta unos altos hornos coronados de llamas, cuando el aire olía a vacas y estiércol, y Pierre flanqueaba unas granjas bajas desencadenando el ladrido de algún perro que tiraba repentinamente de su cadena.

Dos, tres veces, pasó un riachuelo, pero no habría podido decir si se trataba del mismo. Otra vez, oyó voces detrás de una pared, unos que hablaban tranquilamente de sus cosas, en la noche, bajo la lluvia y que no vio. ¿Se trataba de unos carabineros de servicio?

Durante largo tiempo tuvo la sensación de estar dando vueltas alrededor del mismo punto y ya no tenía noción del tiempo cuando atravesó un pueblo cuyo campanario completamente nuevo reconoció: Havay.

Sabía que la frontera estaba después del recodo, apenas a trescientos metros. Se metió en un campo; sus pies se hundieron, y resbaló varias veces sobre unos restos de remolachas.

Cuando divisó una lucecita fue incapaz de decir si se trataba del puesto belga o del puesto francés, y prefirió dar un gran rodeo antes de volver a coger el camino.

Entonces, tuvo miedo de perder el tren. Doblado sobre el manillar pedaleó con todas sus fuerzas y se sorprendió de encontrarse tan pronto en Maubeuge. Se detuvo frente a la estación. Tuvo que esperar una hora al tren nocturno que venía de Berlín y que, como siempre, se había retrasado en la frontera. En todos los compartimientos había gente que dormía. Le costó trabajo encontrar un pequeño sitio en el extremo de un banco y se instaló en él sin hacer ruido.

Estuvo a punto de seguir hasta París, adonde el tren debía llegar a las siete y media. Quizá si hubiera estado más cómodo hubiera cedido a la fatiga, pero tenía hambre, o el estómago revuelto, no lo sabía exactamente, y bajó en Compiègne, dirigiéndose hacia la luz de una pequeña taberna que estaba frente a la estación.

El cielo empezaba a palidecer. Ya no caía la misma lluvia que en Bruselas, sino una lluvia fina que barnizaba las calles y los tejados.

Hacía mucho tiempo, más de cinco años, que Chave no había visto un mostrador como aquel, de cinc auténtico, en un lugar que olía a cafetera y a vino tinto.

—¿Tiene usted cruasanes?

—Los va a traer el panadero.

¿Por qué su mujer, en Schaerbeek, se había despertado sobresaltada a las seis, cuando no solía levantarse antes de las siete? Había notado la cama vacía a su lado. No había tratado de reconciliar el sueño y se había levantado, había encendido la luz en la cocina y empezaba a encender el fuego con ayuda de un poco de petróleo.

No se podía saber aún si Pierrot tenía más fiebre o menos, ya que por la mañana sus mejillas siempre estaban ardiendo y respiraba con dificultad.

«Habrá tenido que quedarse hasta muy tarde y habrá preferido dormir en Bruselas a causa de la lluvia», se decía ella.

A las siete decidió asearse. Un poco más tarde, Pierrot se despertó de mal humor y empezó a lloriquear.

Bajó a buscar el pan y la leche que le dejaban en el corredor y se encontró a la propietaria que llevaba unos rulos puestos. Las dos mujeres se limitaron a darse los buenos días sin ninguna efusión.

La calle palidecía y se notaba aún más el frío. Un vendedor de carbón iba empujando su carreta, llevaba la cabeza cubierta con un saco a modo de capucha.

—¡Quiero comer! —decía el chiquillo, que no podía tomar nada antes de que viniera el médico.

Este no llegó hasta las ocho, al empezar sus visitas. Dejó sus chanclos en el rellano, sacó un termómetro de su estuche y puso un semblante tan preocupado que Marie Chave se asustó.

Pero no estaba preocupado por Pierrot, sino por su mujer, que había tenido una crisis cardiaca la pasada noche.

—Al anochecer volveré —anunció—, no puedo establecer todavía un diagnóstico definitivo…

La madre se daba perfecta cuenta de que él estaba pensando en otra cosa mientras se estaba lavando las manos. En ese mismo momento llamaron dos veces.

—¿Me permite un momento, doctor? —le dijo, algo sobresaltada.

No solía haber visitas a esa hora y creyó que venían a darle una mala noticia, que le había ocurrido algo a Pierre.

¿Por qué la propietaria, que por lo general no se molestaba, había ido a abrir la puerta? Una voz cordial, en el corredor decía:

—¡No se moleste usted, madame Chave!

Reconoció la voz de Barón, pero no por eso se tranquilizó. Subía hacia donde ella se encontraba, con su cartera bajo el brazo y una sonrisa forzada en los labios.

—¡Sobre todo no se ponga nerviosa! Vengo de parte de Pierre…

La escalera no era muy ancha y se encontraron todos a la vez, el doctor que bajaba, Barón que se hacía torpemente a un lado, todos hablaban a la vez, mientras que la propietaria se entretenía adrede en el corredor.

—Entonces, hasta la noche… Un poco de leche si es que realmente tiene hambre…

—Bien, hasta la noche, doctor… Gracias…

Si Chave hacía teatro por necesidad, Barón, en la vida real, tenía el aspecto de un actor. ¿Por qué sentía la necesidad de ser más cordial y más franco de lo que era por naturaleza? Y ¿por qué esa manera de soltar?:

—¿Así que tienes pupa, pequeño?

¡Incluso el niño lo miraba con aire de reprobación! Y ¿por qué tantas señas misteriosas para atraer a Marie hacia el comedor?

—He dejado a Pierre esta noche, me ha encargado que le diga…

—¿Qué le ha ocurrido?

No le ahorraba nada, ni siquiera la forma misteriosa en que abría la puerta y la volvía a cerrar para asegurarse de que no los escuchaba nadie.

—No le ha ocurrido nada… Tranquilícese usted… Sólo una misión muy importante… Digo muy importante… lo ha requerido urgentemente en… pongamos en Ámsterdam…

—¿Por qué «pongamos»?

—Porque ni el uno ni el otro estamos autorizados a saber dónde está… ¿Comprende usted?

—Preferiría no comprender —replicó con mal humor.

—¡Vamos, señora! Usted sabe muy bien que Pierre es…

—Yo no sé absolutamente nada más que he temblado durante toda la noche y que seguiré temblando hasta que vuelva…

—Permítame decirle que era absolutamente necesario…

—¿Qué viniera usted a llevárselo? ¿Por qué no hace usted mismo su propio trabajo? ¿Por qué es siempre Pierre quien…?

Se estaba volviendo vulgar a fuerza de ser arisca. No le gustaba Barón, ni algunos otros que llegaban a veces de París y que…

—Precisamente cuando su hijo está enfermo…

—Le juro…

—¿Cuándo volverá?

—A pesar de que deseo complacerla, no puedo…

Ella también se sentía cansada. ¿Tal vez por influencia del tiempo? Casi como una amenaza le dijo:

—¿Quiere una taza de café?

—Si no es abusar…

Llevaba unas zapatillas de fieltro, por lo que se veía más bajita. Por la mañana siempre estaba pálida, con una palidez mate, de estar siempre encerrada, aunque era más bien gordita y vigorosa. Mientras vertía el agua hirviendo en la cafetera, preguntó:

—¿Qué han tramado esta vez?

—Sabe usted muy bien que no puedo decir nada, ni siquiera a usted, y que Pierre, si estuviera aquí…

—¡Tengo sed! —gritaba el pequeño que, desde la habitación contigua, no lograba hacerse oír.

—¡Le juro que Pierre, si por mí fuera —gritó ella—, los mandaría a todos al diablo! Cuando se tiene un hijo…

Y justamente aparecía el hijo, descalzo, con su largo camisón.

—¿Quieres irte a la cama?

—¡Tengo sed!

—¡Acuéstate! La leche todavía no está hervida…

—No quiero leche…

—¡Acuéstate! ¡Acuéstate, por el amor de Dios! ¿No ves que estoy nerviosa?

Hay días, como ese, en que no se tiene paciencia. ¡Mientras le servía el café a Barón la leche se desparramaba por el fuego!

—¿Al menos no habrá ido a Francia?

—Le juro…

—¡No jure! Sé que usted está siempre dispuesto a mentir… Dígame la verdad…

—No lo sé…

—¿Ha ido a Francia? Y usted lo ha dejado partir sabiendo que corre el riesgo de que lo detengan…

—Escuche…

¿Por qué se había detenido ella delante de la ventana? A través de los visillos de tul vio a dos hombres que discutían en la acera de enfrente y tuvo un presentimiento.

—¿No ha venido usted solo?

—¡Por supuesto!

—Venga a ver.

En aquel mismo momento, los hombres cruzaban la calle y se oían dos toques de campanilla.

—Es imposible… —balbuceó el Barón, mirando angustiado a su alrededor.

—¿El qué es imposible?

—La policía…

—¡Muy bien! Pues va a hacerme usted el favor de explicarse con ellos. No se va de visita cuando se lleva la policía pegada a los talones…

Cuando estaba de buen humor parecía que tenía veinte años. Furiosa tenía quince más y toda su gracia se desvanecía.

—¿No oye que es para usted? —gritó la propietaria, en el corredor.

—¡Ya voy!

De buena gana se habría echado a llorar, de inquietud, de rabia. Al pasar por delante del espejo se arregló el pelo y se quitó el delantal a cuadritos que arrojó a un armario.

Al llegar a la escalera se volvió para decirle al Barón:

—Sobre todo, trate de no complicar las cosas…