30 de diciembre
Recuerdo, amor mío, que me desperté cuando apenas había amanecido y al hacerlo me di cuenta de que tenía el cuerpo dolorido y la boca hinchada. Pasaron unos segundos hasta que hice acopio de memoria y fui capaz de discernir entre lo que había soñado y lo que había sucedido en realidad. Fue un amargo despertar.
Después de desperezarme abandoné las sábanas cansada de dormir, En la chimenea quedaba un rescoldo de brasas moribundas. Miré el atizador. Me quedé mirándolo, inmóvil y sin respirar. No iba a remover las brasas; no iba a tocarlo. El miedo y la angustia seguían allí, hinchados, como mi boca.
Me di la vuelta y me acerqué al balcón para correr las cortinas y dejar que la luz débil de la incipiente mañana entrara tímidamente en la habitación. En el horizonte asomaban los primeros rayos de sol, tiñendo de hermosos tonos un cielo totalmente limpio. Lentamente separé los dos ventanales, y permití que el frío intenso tonificara mi cuerpo. Todo estaba quieto y en silencio, aún dormido…
Cerré de nuevo los cristales y me senté delante del tocador, durante unos segundos contemplé el reflejo de mi imagen en el espejo. Al llevarme los dedos a la herida de la boca, sentí una punzada de dolor. Por un momento concentré mi atención en la decena de cremas y afeites encerrados en sus tarros decorativos; luego, volví la vista hacia las filas de suntuosos vestidos que colgaban en el armario, a las sombrereras apiladas junto a los muchos pares de zapatos, a las estolas, los pañuelos, la ropa interior, las joyas… a todas esas cosas que me ayudaban a estar bella. El precio era demasiado alto. Había sido demasiado alto.
Volviendo los ojos hacia la ventana pensé en dar un solitario paseo.
Cuando salí de la habitación, pude comprobar que la casa se preparaba para despertar. En los pasillos olía a cera de pulir madera y a desayuno: a bollos recién hechos y a café. Debía darme prisa si no quería ser retenida por la vorágine que como cada día estaba a punto de comenzar. Ya en el exterior y después de superar la gruesa capa de hielo que convirtió los escalones de la entrada principal en láminas resbaladizas, me dispuse a tomar el camino central que se adentraba en el jardín y conducía hacia el bosque. Entonces, alguien chistó por encima de mi cabeza. «Hubiera sido un milagro pasar desapercibida», pensé mientras me volvía para atender a la llamada. Desde la terraza de sus habitaciones Karel había descubierto mi marcha. En sus labios leí un buenos días al que yo respondí con un gesto de cabeza. Con la mano, me hizo una señal para que le esperase.
* * *
Te confieso, hermano, que me sentí noble y puro de espíritu, como un recién nacido. Te confieso que volví a mirar el mundo con asombro y candidez; con ojos de niño. Te confieso que me maravillé con el descubrimiento no tanto de lo que estaba fuera, como de lo que creí que ya no quedaba dentro de mí.
Fue trágico que la muerte volviese a manchar con su paso sucio aquel cielo despejado y aquella nieve limpia; que me sacase con su bofetada de aquel sueño para recordarme dónde estaba y a quién me debía.
Me había levantado temprano, y acodado en la barandilla de la terraza aprovechaba los instantes previos al desayuno para contemplar el paisaje sin verlo, abstraído como siempre en lo que me pasaba por la mente. Entonces la sorprendí en una de sus habituales escapadas en solitario. Le indiqué que me esperase y en apenas un minuto estuve junto a ella.
No tenía muy buen aspecto con aquellas profundas ojeras y la boca hinchada y magullada que destacaban sobre su pálido rostro. Por primera vez, contemplé en ella una fragilidad que me había pasado inadvertida. Se me antojó tan vulnerable como cualquier otra mujer… Aunque le arranques los pétalos, no quitarás su belleza a la flor.
No solía leer a Tagore: mis sentidos insensibilizados no entendían ni apreciaban sus palabras. La poesía sólo acude cuando uno la invoca: sólo entonces deja de ser una sucesión armoniosa de frases y se convierte en una experiencia personal. Aunque le arranques los pétalos, no quitaras su belleza a la flor, recordé aquellos versos mientras miraba sus ojos de luto.
Me dijo que iba a dar un paseo, y yo me ofrecí sinceramente a acompañarla pues, aun sabiendo que aceptaría por pura cortesía y que yo no era para ella más que un ladrón de su intimidad, no creía conveniente dejarla pasear sola en las condiciones en las que se encontraba. Precedidos por uno de mis perros labradores, nos encaminamos por la carretera hacia el bosque.
Pasear por pasear siempre me había parecido una de las actividades más banales y absurdas a las que se puede dedicar el tiempo. Nunca había logrado entender el placer de andar sin destino, regodeándose en el mero hecho de adelantar un pie y luego otro. Pasear era, a mi modo de ver, un pasatiempo al que podían dedicarse las personas que no tenían nada mejor que hacer; algo propio de mujeres, niños, enamorados y ancianos. Sin embargo, aquella mañana descubrí cuan equivocado estaba.
Casi sin darme cuenta, despacio, me fui adentrando en un mundo de pequeños detalles que ocultan descubrimientos asombrosos, de paisajes que se pueden desgranar en miles de historias, de cosas que simplemente hay que disfrutar con los sentidos. Aprendí que durante un paseo se puede ver, oler, escuchar y sentir; hacer que lo que está fuera penetre en uno mismo como una medicina milagrosa.
Como inconscientemente había empezado a caminar por la zona de umbría, ella me llevó a la parte más soleada del sendero, donde descubrí el placer de una caricia templada en las mejillas del sol de invierno. Como andaba con la vista fija en el suelo, ella me obligó a levantarla para contemplar el vuelo de las águilas reales, que en pleno cortejo desplegaban sobre nuestras cabezas sus hermosas acrobacias, Y como no había sacado las manos de los bolsillos, deslizó en ellas una rama de pino blanco y las frotó entre las suyas: el pino dejó sobre mi piel un sutil aroma a limón; sus manos sobre las mías, un intenso calor.
Fue una revelación observar que aunque durante el invierno la naturaleza dormía, iba despertando a cada uno de nuestros pasos. Que se podía escuchar el canto del petirrojo y el trepador azul, o el tamborileo rítmico del pico picapinos en el tronco de los árboles. Ella me hizo reparar en que el aire olía a invierno. Jamás hubiera creído que las estaciones tuviesen olor hasta que me di cuenta de que el aire estaba impregnado de una mezcla de aromas de leña quemada y nieve. Según se agachaba a recoger hojas de tomillo y acedera, tuve conocimiento de la existencia de tales plantas aromáticas ocultas entre la maleza. De una simple rama de muérdago que pendía del tronco de un arce surgieron supersticiones mágicas: debes colgarlo de la cuna de los bebés para evitar que las hadas roben a los pequeños; o tendrás mala suerte si lo dejas caer al suelo cuando lo recojas, porque el muérdago no es del cielo ni de la tierra, no tiene raíces ni puede sostenerse en el aire si no es colgado de un árbol. Con todos los sentidos abiertos, yo mismo recordé aquella leyenda celta que nuestro padre nos contaba sobre el Rey Acebo, que reina en la mitad oscura y fría del año, y el Rey Roble, que lo hace en la mitad luminosa y cálida. Y el bosque, aquel bosque de mi casa que tantas veces miré sin contemplarlo, parecía cuajado de estrellas diminutas, como brillantes sobre el escote de una hermosa mujer, que emitían reflejos plateados cada vez que el sol acariciaba con sus rayos el manto de nieve.
Cuando empecé a preguntarme por qué, por qué de pronto habían surgido tantas maravillas hasta entonces ocultas a mis sentidos, me sorprendí mirando a través de los ojos de ella, escuchando a través de sus oídos y tocando a través de sus manos…
Me pareció un momento irreal, casi mágico. Pero la magia no puede durar siempre y el momento se desvaneció en un instante, como en el cuento de las doce campanadas.
Bach, aquel perro labrador que debía su nombre a un atracón de discos de baquelita del genial compositor, había estado haciendo continuas excursiones al interior de la maleza que delimitaba el camino. Al volver de una de ellas, interrumpió mis pasos empeñado en mostrarme algo que agarraba entre los dientes.
Me agaché para sacárselo de las fauces.
—Está bien, chico. ¿Qué tesoro me traes?
El animal abrió la boca y dejó caer sobre mi mano un guante de piel marrón. Lo examine con detenimiento, sin apenas darme cuenta de que estaba frunciendo el ceño. Se trataba de un guante de caballero, de piel buena y factura impecable; propio de cualquiera de los distinguidos invitados de Brunstriech.
—Espérame aquí —le ordené a ella y, guiado por una funesta intuición, me adentré en la espesura detrás del inquieto animal.
Haciendo grandes esfuerzos para no perder de vista a Bach, que se colaba con facilidad entre los arbustos, me iba abriendo paso a través de las ramas y una nieve blanda que se hundía bajo mis pies, Al llegar a un pequeño claro entre abetos, el perro se detuvo junto a un cúmulo de nieve que se levantaba unos centímetros sobre el suelo y empezó a tirar de algo que había atrapado con su hocico. En pocos segundos quedó al descubierto una bota.
—Mein Gott…
Inmediatamente me tire de rodillas al suelo y empecé a retirar la nieve a base de manotazos atropellados. Poco a poco fui desenterrando horrorizado los pies y las piernas de un cuerpo humano. Con ansiedad mal contenida, busqué un rostro que le diera nombre, atenazado por la incertidumbre y el temor de lo que pudiera encontrar. Al llegar a la cabeza, comprobé que se hallaba boca abajo, con la cara hundida en la nieve, Logré girarlo. Unos ojos muy abiertos, helados y vacíos, rodeados de pestañas escarchadas; unos ojos que parecían bolas de cristal incrustadas en aquel rostro gris se clavaron en mí, congelándome hasta los huesos con su inexpresividad. Con un macabro rictus en los labios, el conde Nikolái Zagoronov me miraba desde el mundo de los muertos.
Seguí retirando la nieve que cubría su cadáver, una nieve suelta y limpia que debió caer la noche anterior. Solamente vestía pantalones y camisa, tenía el cinturón desabrochado y las manos a medio vendar. Un profundo corte enmarcado de sangre reseca le cruzaba la frente. Mas no era eso lo que le había matado, sino el agujero de bala que se abría en su sien derecha, un orificio de entrada limpio y pequeño donde la sangre se había congelado apenas empezara a brotar y que sobre su piel clara se confundía con una mancha oscura. Había recibido el disparo bajo la helada, probablemente allí mismo. Cuando me disponía a abrirle la camisa para dejar su pecho al descubierto en busca de la marca, escuché a mi espalda el crujido de unas pisadas en la nieve.
—¡Oh, Dios mío!
¡Me había olvidado de ella! La vi clavar horrorizada la vista en el cadáver de Nikolái, absorta en su contemplación, como si no pudiera apartar los ojos de él. Me maldije por haber permitido que ella presenciase aquella escena.
De un salto me coloqué a su lado y rodeándola con mis brazos la aparté de allí. Fue como abrazar a una estatua, su cuerpo estaba rígido, petrificado.
—Está muerto… —murmuró.
Preferí no decir nada y ella continuó:
—El… él estaba tendido en el suelo… Allí, en la cabaña. Yo…
Creí comprender lo que trataba de explicar con sus torpes frases.
—No fue tu botellazo lo que le ha matado.
Por fin me miró.
—¿Tú?
Aquello me cogió por sorpresa. ¿Qué le hacía pensar que yo…? Entonces, recordé lo que había dicho la noche anterior, incluso lo que me había pasado por la mente.
—¡No! Es probable que anoche estuviera dispuesto a hacerlo, pero alguien se me ha adelantado… Tal vez él mismo.
—¿Se ha suicidado?
—No lo sé —admití mientras pensaba que si fuera así la pistola debería estar junto a su cadáver.
—¿Y qué vamos a hacer ahora?
Aquélla era una buena pregunta cuya respuesta no había podido pensar con detenimiento. Sólo sabía que de momento me hacían falta dos cosas: tiempo y discreción.
—Lo primero será mantenerlo en secreto. Nadie debe enterarse de esto. Yo me encargaré de… todo lo demás.
Como era de esperar, no se quedó muy conforme.
—Pero…
—Es muy importante que me hagas caso, Isabel —la interrumpí, no estaba dispuesto a admitir ninguna réplica. El asunto era demasiado serio—. Debe ser así, por mi madre. Una muerte no encaja en sus Navidades. Lo comprendes, ¿verdad?
31 de diciembre
Recuerdo, amor mío, la inquietud que me dominaba aquella noche. Y es que en absoluto comprendía los motivos de tu hermano. No comprendía nada de lo que estaba pasando.
Amén de las misteriosas reuniones ocultas en las entrañas del castillo, los disparos supuestamente accidentales de la cacería y la extraña muerte de Nikolái, todos ellos acontecimientos funestos, difíciles de comprender en un entorno bello y festivo como era Brunstriech, lo que estaba más lejos de mi comprensión era la frivolidad y despreocupación con la que se abordaban estos asuntos.
Dos veces se me había advertido de la conveniencia de mantener la boca cerrada en pro de lo que parecía ser la mayor prioridad, lo más sagrado: las fiestas de Brunstriech. Nada, ni siquiera una muerte, debía perturbar la ilusión de la Gran Duquesa viuda ni la diversión de sus invitados. Podía ya no sólo entender, sino alabar el empeño de un hijo por proteger a su madre, pero no hasta el extremo de ocultar la muerte de Nikolái como si su cuerpo hubiese desaparecido en el claro del bosque sin que nadie lo advirtiese. Parecía un espectáculo de circo, no importaba que el domador yaciera entre las fauces del león, la función debía continuar, nada debía interrumpir el aplauso o la risa del público.
El bienestar de una madre era algo lo suficientemente importante como para hacer esfuerzos innumerables, mas todo aquello resultaba sospechosamente exagerado. Así que empecé a pensar que probablemente había otro motivo que explicase el empeño de Karel por mantener aquellos extraños sucesos fuera del escenario público. Si tras el telón de las fiestas, parapetada entre los muros de Brunstriech, se estaba desarrollando una trama de acontecimientos en absoluto fortuitos, sino más bien perfectamente planeados, el único elemento que no estaba previsto, que sobraba en aquella sórdida historia paralela, era yo, y me preocupaba que Karel se hubiese dado cuenta.
Y es que la presencia y el proceder de tu hermano en determinados momentos clave me planteaban muchas dudas. Su invitación a ir con él a Viena ya me pareció extraña. Desde entonces, la cadena de incógnitas parecía interminable: ¿por qué ese interés por mí y mis peculiares comportamientos, desde mis ejercicios matutinos hasta mis lecturas?, ¿por qué su entrada en escena desde la otra punta del bosque, justo después de que disparasen a Borís?, ¿por qué él y no otro fue en mi busca tras el desagradable incidente con Nikolái?, ¿por qué huía del contacto con la gente?, ¿por qué aparecía y desaparecía de Brunstriech?, ¿por qué se mostraba siempre tan solitario, taciturno y misterioso?, ¿por qué nuestros caminos en aquel pequeño mundo que era Brunstriech se habían cruzado en los momentos más lúgubres?… No creía que fuese algo casual.
Todos estos sucesos habían hecho mella en mí y me sentía totalmente ajena a la fiesta que continuaba incansable a mí alrededor. Una fiesta que se me antojaba irreal y fuera de lugar, con una algarabía inconsciente y una diversión pertinaz que contrastaban con mi ánimo y que me parecían casi impertinentes. Y mientras desde una esquina del salón, oscura y apartada, sosteniendo una copa que no me apetecía beber y oyendo una música que no me apetecía escuchar, hilvanaba todos estos pensamientos, tras el cristal de mí opaco estado de ánimo observaba el clímax de las Navidades: la fiesta de Fin de Año; aquella fiesta de disfraces multitudinaria, sonora y fastuosa; una mascarada en el más amplio sentido de la palabra.
Tal vez tú lo notaste, amor mío, tal vez te diste cuenta de que yo no era la misma… Tal vez por eso aquella noche que yo te evitaba tú me lo permitiste: porque sabías que te ocultaba mi rostro herido y mi ánimo abatido. Respetaste mi retraimiento y mi vergüenza, me diste espacio para respirar. Y aquella noche que yo no busqué tu mirada ni tu sonrisa… no sacaste a bailar a ninguna otra mujer.
—«Ataviada con espléndidas guirnaldas y ostentosas vestiduras, despidiendo fragancias de aromas celestiales y luciendo todo tipo de maravillas…»
Cuando me volví para atender a tan pintoresca interpelación, ya sabía que se trataba de Borís Illianovich recitando con pomposidad las frases que Arjuna dedicara a Krishna, la Suprema Divinidad, en un pasaje del Bhagavad Gitá.
—«… Como si la deslumbradora luz de mil soles juntos surgiera de repente en medio del firmamento, tal era el refulgente esplendor que desprendía su espíritu supremo.» Está usted espectacular con su atuendo de odalisca. No podía haber escogido nada más apropiado a su exótica apariencia.
Gracias a él recordé que yo también participaba en aquella mascarada, envuelta en sedas orientales y con el rostro oculto tras un sugerente velo que cubría mi boca aún herida.
—Muchas gracias, Borís. Como siempre, sus galanterías son las más originales y refinadas de Brunstriech. A usted también le sienta muy bien su disfraz de prócer veneciano.
Borís sonrió con satisfacción y agradecimiento para después preguntar:
—¿Cómo es que se encuentra usted tan apartada de la fiesta en este oscuro rincón? Es muy cruel privando a sus muchos admiradorres de su compañía.
—Digamos que esta noche mi espíritu no desprende tanto esplendor. Más bien se siente algo apagado —confesé utilizando sus palabras.
—¡Ah, la tristeza nos sorprende en los momentos más insospechados! A veces el exceso de algarabía y diversión representan contrapunto que ayuda a aflorar melancolía. Es curioso observar que lo bello y lo alegre del mundo igual ensalzan espíritu que lo empequeñecen y deprimen, lo abruman con su ostentosidad.
—Es la ostentosidad lo que abruma y agota. La belleza y la alegría de las cosas sencillas nos dan paz.
—Eso bien cierto es. Tal ves eche de menos su hogar…
—Ahora, éste es mi hogar —respondí yo con la mirada perdida, sin ningún convencimiento.
—Piermítame entonces mitigar su tristeza con un regalo sencillo.
Intrigada, le miré. Una de sus grandes manos abarcaba sin dificultad un par de libros. Al entregármelos, empezó a explicarme:
—Son dos lecturras que le ayudarán a reflexionar. Quizás deba buscar su nido en otro lugar, pues no vale igual al águila el nido del gorrión.
Hojee los dos libros que Borís acababa de entregarme: un ejemplar en francés de la obra de Nietzsche Más allá del bien y del mal y otro, también en francés, firmado por A. Kasha.
—Esta obra de Nietzsche es a mi modo de ver una de las más interesantes. Y tiene un comienzo muy sugerente: «Si la vierdad fuera mujer…». Creo que le gustará. El otro contiene unas reflexiones acerca del mismo tema.
No había apartado la vista de ellos, me mostré agasajada y entusiasmada con el regalo.
—Vaya… Muchas gracias, Borís. Acaba usted de animar mi espíritu apagado. Le aseguro que voy a leerlos con sumo interés.
—Y una vez que los haya leído, me gustará conoser sus impresiones. Así mantendremos nuestra joven amistad cuando todo esto haya acabado.
—Le aseguro, Borís, que sería para mí todo un honor poder continuar con nuestras charlas, que tanto me ilustran y me sirven de guía. Sería muy afortunada si pudiéramos seguir cultivando nuestra amistad…
—¡Estimado Illianovich! ¡Le sienta muy bien tanta belleza!
Tu tío, el príncipe Alois, hizo entrada en nuestra escena con su encanto arrollador y su efusiva personalidad, interrumpiendo de este modo mi loa, dejándome sin recoger el fruto que de ella yo había esperado obtener. Llegó ataviado con un uniforme de húsar prusiano que realzaba su atractivo, algo de lo que era plenamente consciente.
—Y usted, mi querida Isabel… —dijo tomando mi mano para besarla ceremoniosamente—, no tengo palabras. La más hermosa del harén, la favorita del sultán, la flor de un jardín de las Mil y una noches.
Con una sonrisa en los labios y una leve inclinación de cabeza, le mostré mi agradecimiento por la poesía de sus alabanzas.
Alois dirigió una mirada a los libros que sostenía entre mis manos.
—Veo que comparten la afición por las mismas lecturas —comentó—. Habrá descubierto, Isabel, cuánto saber y cultura despliega el señor Illianovich.
—Me da la impresión de haber descubierto tan sólo una mínima parte.
—Voy a enrojecer —murmuró el aludido con falsa modestia.
—Tengo entendido que imparte conferencias interesantísimas por toda la geografía europea. No debería usted perder la oportunidad de invitar a una dama tan hermosa e inteligente, si es que no lo ha hecho ya —interpeló a Borís—. Yo mismo podría acompañarla. Después de todo, somos prácticamente familia. Los tres podemos constituir un exclusivo club del saber y el conocimiento.
—¡Ja! Un trío peculiar: dos viejos sabuesos y una hermosa jovencita.
Aquella observación indirecta sobre la edad de Alois no fue del agrado de Su Alteza.
—¿Viejo? ¡Yo me encuentro en la flor de la vida, querido amigo!
Estarás de acuerdo conmigo, amor mío, en que viejo no era el calificativo más apropiado para el príncipe. A mí me parecía más bien un hombre de gran vitalidad y energía, siempre precedido por su fama de Casanova, de conversación tan vivaz como banal y con una altiva apostura bien arraigada en su origen aristocrático. Contrastaba notablemente con Borís, pausado en su proceder, humilde y entrañable, y dotado de una gran profundidad de pensamiento fundamentada en una amplísima cultura y en una vasta experiencia vital. Me pregunté qué podrían tener ambos en común.
* * *
Te confieso, hermano, que pese a acumular años de visiones macabras y cruentas, no había conseguido cauterizar mi sensibilidad. La visión de la muerte, y aún más de la muerte violenta, me seguía produciendo desasosiego. Ya no vomitaba como las primeras veces, pero ante la imagen de un cadáver me hormigueaba el estómago. En cambio, de aquel mal nacido no sólo no me importó un bledo, sino que me produjo casi satisfacción. Lo único que lamentaba era que no se hubiera pegado el tiro él mismo porque su asesinato, si bien me regocijaba en lo personal, representaba toda una inconveniencia profesional.
—Entonces, ¿estás seguro de que no se ha suicidado?
Sin pretenderlo estaba observándola a ella al otro lado de los cristales. Como queriendo demostrarme a mí mismo que en realidad no deseaba mirarla, me giré para apoyarme en la balaustrada de granito que cerraba la gran terraza sobre el patio interior del castillo, encarándome así con el festival que discurría allí abajo. Como todos los años para Nochevieja, nuestra madre había convocado a un grupo de cíngaros que representaban su espectáculo de circo en el corazón del castillo: Nicolás, el oso amaestrado; madame Anoushka, la adivinadora de la fortuna; Pino y Bebo, los payasos malabaristas; Balkan, el hombre que escupía fuego; los hermanos Klawinsky, los equilibristas; Petra, la mujer barbuda… y el sonido de las panderetas, los cascabeles, la cítara y el acordeón.
—Completamente seguro —me confirmó Richard Windfield—. Es verdad que el disparo se hizo con la pistola que encontraste junto al cadáver, pero el agujero de bala está en su sien izquierda y Nikolái era diestro. Además las características de la herida despejan cualquier duda sobre el suicidio.
—No vi ni una huella en la nieve, nadie escuchó el disparo… Quien le ha matado no es un aficionado.
Mientras yo volvía a lamentarme de que las cosas no fueran tan sencillas y de que todo aquel asunto no se pudiese dar por zanjado con un suicidio (algo que a nadie hubiera extrañado tratándose de la mente perturbada y retorcida de Nikolái), Richard parecía hacer también sus propias cavilaciones:
—Eso sí, hay dos cosas que no consigo entender. Ya sabemos que las manos se las quemó cuando se le cayó el candil en el pasadizo, pero no tiene sentido que se quitase las vendas, ni tampoco que se las quitase su asesino, salvo que lo empujase una curiosidad morbosa.
—O para comprobar algo.
—¿Para comprobar algo?
—Sí, como por ejemplo que era Nikolái uno de los que estaba la otra noche en la reunión y que era él quien salió en llamas tras la persecución de la intrusa.
—¿Insinúas que la otra noche había alguien allí?
—¿Además de mi prima? Todo es posible. Si hay algo que he aprendido en estos días es que tal y como se están desenvolviendo las cosas no debemos descartar nada.
Richard pareció estar de acuerdo y continuó con su análisis.
—Luego está el corte en la cabeza. Claramente se produjo antes de su muerte, pues de lo contrarío no habría llegado a sangrar. ¿Fue accidental o resultado de un forcejeo previo con su asesino? ¿Intentó primero matarle con el golpe, y al fracasar recurrió al disparo?
Recordé los restos de la botella de vodka en el refugio, los cristales afilados como cuchillos esparcidos por el suelo… Yo tenía la explicación que disiparía las dudas de Richard. Sin embargo, decidí callar; dársela me obligaba a mezclarla a ella en aquel sucio asunto, a referirme al lamentable suceso del que había sido víctima… Si ella había preferido no mencionárselo a Richard, no iba a ser yo el que revelase lo que formaba parte de su intimidad. Aún se me revolvían las tripas de impotencia y me hervía la sangre de ira cada vez que pensaba en la vileza de él y en el sufrimiento de ella. No, yo tenía que respetarla; era mi deber y mi deseo. Después de todo, me constaba que el asunto no tenía relevancia para esclarecer la muerte del bastardo de Nikolái.
Fijé la vista en Richard. Complementaba su disfraz de mosquetero con un ridículo bigotillo postizo que cimbreaba sobre su boca al ritmo de sus palabras hasta que terminó por torcerse, lo que le daba un aspecto cómico, entre descuidado y tristón. De pronto sentí que algo estaba fuera de lugar: o nuestra conversación macabra o su mostacho de pega.
—¡Demonios, Richard, no puedo tomarte en serio con ese bigote!
—Caray, Karel, es parte de mi disfraz —repuso avergonzado, al tiempo que se llevaba la mano a la boca para quitárselo.
Creía conocer a Richard, pero aun así no dejaban de sorprenderme algunas de sus reacciones. Richard era inteligente, en ocasiones, brillante; sensato, intuitivo y con una increíble capacidad de análisis de las circunstancias, sabía sintetizar los problemas en pos de una solución rápida y certera; en el campo de la acción, resultaba frío y decidido. Sin embargo, esta impecable descripción la ensombrecía cierta inmadurez en algunas de sus reacciones y una personalidad débil, a merced de quien quisiera manejarla, en especial si se trataba de alguien a quien él admiraba.
—Sea como sea —atajé volviendo al tema que nos ocupaba—, es evidente que su asesinato no es fortuito. Alguien planeaba matarle y no cesó en su empeño hasta conseguirlo.
—Entonces, ¿piensas que quien lo mató fue la misma persona que disparó por error a Borís Illianovich en la cacería?
Ahora lucía un trazo de piel enrojecida sobre el labio superior, justo debajo de donde había estado el desafortunado bigote.
—Tú fuiste quien cayó en la cuenta de que ocupaba el puesto destinado a Nikolái.
—Ya… —Frunció la boca en una complicada mueca—. Pero hay algo que no acaba de encajar.
Le miré interrogante.
—Borís y Nikolái no tienen precisamente una complexión parecida —continuó—. Sería difícil no distinguirlos, incluso de lejos. Además, quien ha matado a Nikolái es un buen tirador. No hay más que ver el disparo: hecho a distancia con total precisión. Si hubiese tirado a matar no hubiese fallado el día de la cacería.
Todo lo que fui capaz de ofrecer tras el análisis de Richard fue un suspiro. Tanta hipótesis criminalista empezaba a aturdirme. De nuevo me acodé en la barandilla regresando al panorama circense que seguía su curso a nuestros pies. El oso Nicolás recibía los aplausos del público y el reconocimiento de su domador en forma de terrón de azúcar: había conseguido subirse sobre dos patas a su pedestal de vivos colores y asir con las otras dos una pelota. Entretanto, Balkan, el hombre que escupía fuego, exhaló una prolongada llamarada hacia la noche negra, emulando a un dragón chino tras una terrible indigestión de salsa picante. El aire se llenó de un olor dulzón a petróleo que llegó implacable hasta mi nariz. Con un gesto de desagrado, volví a dirigirme a Richard.
—Por cierto, ¿tú le comentaste a mi prima lo del cambio de puestos y que el disparo pudo no haber sido accidental?
La pregunta pareció haberle cogido por sorpresa.
—Bueno… En realidad lo del cambio de puestos me lo hizo notar ella. Después nos enredamos en una conversación sobre el asunto y… no sé. No recuerdo bien qué… Desde luego no explícitamente, pero ella pudo haberlo deducido.
—Ya.
—¿Aún desconfías de ella? No entiendo por qué te desagrada tanto.
Las palabras de Richard estuvieron a punto de hacerme reflexionar. Pero al intuir que iba a adentrarme en un terreno enmarañado de sentimientos confusos que prefería no analizar, y menos con Richard por testigo, detuve a tiempo una peligrosa excursión por el mundo de las emociones.
—Es una mujer rara.
Richard tampoco quiso insistir en el tema.
—¿Y ahora? ¿Continuamos con lo previsto? —preguntó.
—Sí. Y esta misma noche. Los acontecimientos se están precipitando y no podemos permitirnos perder el tiempo.
—¿Qué haremos con ella? Hay que evitar que asista a una sola reunión más sin haber sido invitada.
—No te preocupes. Ya me he encargado de esa… contingencia.
* * *
Recuerdo, amor mío, que entré en mi habitación con paso cansino. La fiesta no había conseguido levantarme el ánimo sino más bien todo lo contrario: se había alzado en un símbolo doloroso, aún no sabía si de hipocresía o necedad, pero en cualquier caso disonante, como un instrumento desafinado en una orquesta de acontecimientos que comenzaba a interpretar una suerte de marcha fúnebre.
Adormilada y todavía preocupada, no me percate al entrar del papel que había tirado en el suelo hasta que lo oí crujir bajo mis pies y hundirse en la alfombra. Me agaché a recogerlo.
NO VUELVA A LOS PASADIZOS DE BRUNSTRIECH. SU VIDA ESTÁ EN JUEGO.
La frase estaba escrita en español y confeccionada con recortes de periódico, al más puro estilo novelesco, aquella amenaza era una orden, concisa y sin rodeos.
Con un suspiro de desaliento, aparte el mensaje de mi vista y arrastrando el paso me dirigí al tocador para dejarme caer sobre el asiento. Doblé cuidadosamente la cuartilla, la guarde en un cajón, apoyé los codos sobre la mesa y enterré el rostro entre las manos.
Nikolái me mandaba recuerdos desde el mundo de los muertos, Alguien más conocía nuestro secreto…
Me metí en la cama sin una intención seria de dormir, guiada por la rutina. El cansancio me sumió en un sueño ligero en el que la realidad de la habitación oscura y solitaria se confundió con la fantasía de unas pesadillas caóticas y angustiosas. La noche era fría en ocasiones y en otras se volvía calurosa hasta la asfixia. Temblaba y sudaba, las sábanas se me enredaban entre las piernas, me inmovilizaban como brazos largos y fuertes, crujían con un sonido estridente a merced de mis movimientos convulsos. Creí vislumbrar una procesión de hombres enmascarados prorrumpiendo en la habitación y rodeándome en mi lecho. Entonaban un canto funerario con sus voces de ultratumba; lenguas extrañas y tonos estremecedores. Me pareció ver los ojos casi transparentes de Nikolái, brillando como los de la rata del pasadizo. Sentí sus manos frías recorrer mi cuerpo y un atizador al rojo vivo quemar mi piel. En su sien se abría como un pozo negro y sin fondo un agujero de bala humeante y sangrante. Y sonreía… maliciosamente, mostrando una hilera de dientes tan blancos como su cadáver. Susurrando a voces mi nombre, me perseguía por los pasadizos de Brunstriech que se estrechaban sobre mí hasta aprisionarme con sus paredes de gelatina. En el suelo, cientos de cuerpos descuartizados entorpecían mi huida. Eso era lo que ellos hacían con los curiosos; lo que habían hecho antes con los otros.
¿Quiénes sois? ¿Quiénes sois? ¿Qué ocultáis bajo las máscaras?… Ellos me pagan por saberlo. Mi vida no tiene otro precio que ése… Mi vida está en juego. Ya lo sé. Lo supe desde el primer momento. Ahora, es demasiado tarde.
Me desperté empapada en sudor. Todavía estaba alterada por las visiones de mis pesadillas, la oscuridad se me volvió insoportable y encendí la luz para ahuyentar los fantasmas. Volver a la realidad no me tranquilizó. Abandoné la cama como quien escapa del potro de tortura y dirigí mis pasos hacia el baño. Abrí los grifos del lavabo que chirriaron quejumbrosos, importunados en mitad de la noche. También las tuberías dejaron patente su malestar antes de escupir el agua. La dejé correr embobada en su contemplación, sin saber muy bien adonde conducir mis pensamientos. Finalmente, la tomé entre las manos y me la lancé hacía el rostro para enjuagarlo. Estaba helada hasta el dolor, pero alivió la angustia.
Cuando me estaba secando la cara, regodeándome en el frote de la toalla sobre cada ángulo y cada recoveco, sobre cada centímetro de la piel a modo de masaje, creí escuchar un golpe sordo, como un portazo fuerte. Salí del baño todavía con la toalla en la mano. Me acerqué a la puerta con el oído alerta pero lo único que me devolvía la noche era silencio. Entonces, según me disponía a olvidar el asunto, tuve la certeza de escuchar unos pasos en carrera por el pasillo, de nuevo algo parecido a un portazo o quizá una ventana cerrarse y la vibración de sus cristales; más silencio; después, el confuso click clack de unos pestillos, y, al instante, el rumor de una conversación. Forcé lentamente el pomo de la puerta y la empujé para entreabrirla y asomarme con precaución. Dos hombres se volvieron inmediatamente para mirarme desde el fondo del pasillo. Uno de ellos, el mariscal Combel, era casi de la familia, unido como estaba a vosotros por una amistad que se remontaba a la infancia de vuestro padre. Se trataba de un hombre anacrónico y, como tal, aparecía grotescamente ataviado de camisón largo, gorro de dormir con borla y escopeta de caza. Entornaba los párpados para intentar reconocerme sin sus anteojos y daba la impresión de husmear el aire con un movimiento continuo de su bigote prusiano, ofreciendo la apariencia de un conejo de cuento incomodado en la paz de su madriguera. El otro eras tú. Te acercaste con dos zancadas a mi puerta.
—¿Estás bien?
En tu voz había agitación.
—Sí. He escuchado ruidos y…
—¿Tú también los has oído? Alguien merodea por la casa.
—Tal vez algún rezagado de la fiesta —apunté yo.
Siempre había alguien que bebía de más y se quedaba dormido en un rincón oculto del salón de baile.
—No. La fiesta terminó hace rato. Los criados ya han limpiado el salón y se han retirado.
—¡Voleurs! ¡Delinquants! —exclamaba el mariscal Combel, mientras asentía con vehemencia, pese a no haber entendido las frases en español que intercambiábamos.
Miré a los dos lados del pasillo como esperando que las puertas que permanecían cerradas se fueran abriendo y cada uno de los moradores de las habitaciones saliese tan alertado como yo. Mas no fue así. Enseguida comprendí que, por un lado, el sueño profundo al que induce el exceso de champán o los somníferos y, por otro, el pudor que ocasiona una cabeza llena de bigudíes o una cara cubierta de crema eran poderosas razones para que nadie más fuese a asomar la nariz.
—Iré a echar un vistazo. Habiendo estado esos gitanos por aquí no me quedo tranquilo.
Me imagine que te referías a los cíngaros que habían ofrecido el espectáculo de circo en el patio del castillo. Sin tener nada que aportar, me limité a asentir como lo hacía el mariscal Combel, quien sólo cuando vio a Su Alteza dirigirse hacia la escalera entendió sus propósitos y quiso sumarse a ellos.
—Oui, oui. Allons. J’emporte mon fusil a tout hasard… —proclamaba, mientras te seguía escaleras abajo.
Me quedé en el umbral de mí dormitorio esperando el regreso de la improvisada expedición cuando, casi inmediatamente después de su partida, la puerta de enfrente se abrió tímidamente; por ella asomó indecisa la figura rechoncha de la baronesa Von Wacher, envuelta en una bata de franela muy poco aristocrática pero que la mantenía envidiablemente abrigada. Supongo que la bata de franela obedecía a un desliz propio de su origen —se decía que era la séptima hija de unos granjeros de Cloppenburg a quien el barón había seducido en un pajar de camino hacia sus propiedades—, Lucía además gorro de volantes del que sobresalían dos trenzas y, como hacía escasos momentos yo había predicho, tenía la cara cubierta de una generosa capa blanca de crema.
—¿A qué se debe tanto revuelo? ¿Ha ocurrido algo?
Me encogí de hombros.
—No estoy segura. Se han escuchado unos ruidos raros.
—Sí. Yo también los he oído. Estaba leyendo. Cuando no puedo dormir me pongo a leer. Normalmente algo muy aburrido para ver si acude Morfeo en mi rescate… No soy partidaria de los somníferos. Esas drogas no son buenas, no.
—Ya —asentí; no tenía mucho más que añadir a sus comentarios—. Han ido a investigar.
—El barón duerme —apuntó ella como queriendo excusar su presencia en una aventura tan arriesgada—. Tiene un sueño muy profundo, ¿sabe?
Por un momento pensé en lo absurda que puede resultar una conversación de pasillo a las cinco de la madrugada entre dos personas que apenas se conocen. Entonces, como escuchando el ruego mudo de que aquella situación no se prolongase más de lo necesario, el sonido alarmante de algo que se hacía pedazos subió desde el piso de abajo. Inmediatamente después le siguieron las confusas exclamaciones en francés casi arcaico del mariscal Combel. Al tiempo que la baronesa Von Wacher, oliendo el peligro, cerraba presurosa la puerta para parapetarse en la seguridad de su habitación, me precipité escaleras abajo: los pies desnudos y mi déshabillé indecorosamente desabrochada.
La planta baja del castillo estaba oscura y desierta. Tras un primer vistazo, avisté una luz al fondo del pasillo de la izquierda, justo desde donde provenían las voces. Lo cierto, amor mío, es que la escena que encontré resultaba grotesca a aquellas horas de la madrugada: en el suelo estabas recostado con la cabeza cubierta de sangre, entre los restos de un jarrón chino de alguna sonora dinastía, seguramente valiosísimo; junto a ti, el mariscal Combel, que seguía aferrado a su escopeta, sostenía en la mano derecha un pedazo de jarrón y su vista vagaba alternativamente del objeto a tu cabeza, dudando hacia qué dirigir sus lamentos: si a la antigüedad perdida o a la noble testa herida.
—¡Cielo santo! ¿Qué ha ocurrido? —pregunté, mientras me arrodillaba a tu lado, solícita con la víctima.
Tú, que en vano tratabas de contener la hemorragia con las manos, encontraste fuerzas para responderme con voz débil y entrecortada:
—Alguien me ha golpeado con este jarrón cuando salía… Debía de estar escondido esperándonos… Ha desaparecido como una sombra.
—¡Il s’est échappé par la! je l’ai vu courir et il a disparu comme un fantóme! —el mariscal dio su versión de los hechos, mostrándose bastante más agitado y vigoroso que tú.
Te examiné la frente y entre una capa viscosa de sangre creí adivinar un corte bastante profundo. Entretanto, apareció el mayordomo en representación de un servicio alertado por tanto movimiento. Pese a vestir camisón largo y tener el cabello ligeramente despeinado, no había perdido un ápice de su habitual hieratismo y circunspección. Ambos intercambiasteis algunas frases en alemán de las que deduje que le habías mandado a por el encargado de la guardia del castillo.
—Vamos a tu habitación —te propuse—. Hay que curar esa herida. Ayúdeme a levantarlo, por favor, Excelencia.
—Puedo hacerlo solo.
No quise contradecirte. Como había supuesto, tú mismo tuviste que rendirte a la evidencia después de tambalearte por culpa de un mareo.
El mariscal Combel te tomó de un brazo, yo de otro y entre los dos te ayudamos a superar los peldaños de la escalera. Una vez arriba te condujimos hasta tu habitación. Al atravesar el pasillo, de nuevo volvió a entreabrirse la puerta de la baronesa Von Wacher. Cuando observó la jugosa escena, un ataque de morbo le hizo olvidar a la baronesa el pudor que mantenía su bata de franela rosa en secreto y, abandonando el parapeto de la puerta, se incorporó a nuestro séquito mientras se interesaba, entre interpelaciones a toda la corte celestial, por lo que le había sucedido a Su Alteza.
—Quédese tranquila. Sólo ha sido un pequeño accidente, un tropiezo —mentí a la curiosa baronesa que miraba de reojo y con desconfianza la escopeta del mariscal mientras se preguntaba si la gravedad del asunto recomendaba interrumpir el pesado sueño del barón— Nada que no pueda solucionar un poco de tintura de yodo y un par de gasas.
Una vez que estuviste acomodado en el diván de tus espaciosos aposentos de Gran Duque empujé a los dos carcamales y su verborrea incoherente hacia la salida.
—Ahora será mejor que todos nos retiremos a nuestras habitaciones y dejemos a Su Alteza que descanse. Buenas noches, señores.
Zanje los conatos de resistencia con un portazo leve pero firme y si en algún momento temí que se organizara un corrillo de chismorreo en el pasillo, fue porque olvidé la bata de franela rosa; en cuanto la baronesa se percató de su atuendo, siendo una dama (supuestamente) de tan alta alcurnia y elevadas virtudes sintióse como desnuda frente al mariscal y regresó deprisa a su dormitorio. Percibir de nuevo el silencio fue un alivio. Apoyé la espalda sobre la puerta cerrada y suspiré.
—Te has deshecho de ellos sin ningún miramiento —susurraste desde el fondo de la estancia, como queriendo recordarme que tú todavía estabas allí.
—Estarás de acuerdo conmigo en que lo último que necesitas ahora son dos cotorras martilleando tu cabeza dolorida con exclamaciones en francés.
—Totalmente de acuerdo.
—Te limpiaré un poco esa herida y yo también me marcharé para que puedas descansar. Ya ha habido bastante fiesta por hoy.
—En eso ya no estoy tan de acuerdo —replicaste, haciendo resurgir de tu aturdimiento una capacidad de seducción incombustible, casi perenne en tu mirada de color verde—. Ahora que te tengo en mí territorio no te voy a dejar marchar tan fácilmente, —intenté hacer caso omiso de tu incorregible a la par que adorable defecto para concentrarme en el examen de la herida. Como medida preventiva me abroché la déshabillé antes de acercarme.
—Esto no tiene muy buena pinta —dictaminé. El corte parecía profundo y la hemorragia no cesaba. Seguramente harían falta puntos para cerrar la herida—. Deberíamos llamar a un médico.
—Descuida, apuesto a que el eficiente Fritz se está encargando de ello —aseguraste refiriéndote al mayordomo—. Lo peor es que a estas horas de la noche de Fin de Año lo único que podrá conseguir es al médico del pueblo, que tiene más de veterinario que de galeno en condiciones y que, además, seguramente estará borracho. Se me ponen los pelos de punta sólo de pensar en que me ponga las manos encima…
Unos golpes discretos al otro lado de la puerta interrumpieron tu diatriba.
—¡Adelante!
En un instante apareció Fritz, aún ataviado con el camisón. Le seguía el jefe de la guardia del castillo, en contraste, impecablemente vestido con un uniforme de opereta, atuendo un tanto grotesco que tu madre se empeñaba en conservar como residuo nostálgico de una casa reinante que apenas era la sombra de lo que un día fue. Tras un golpe de tacón y un saludo que quería ser militar, intercambió unas cuantas frases respetuosas en alemán con su señor.
La guardia no había advertido nada inusual que perturbase la aparentemente tranquila noche. Según los miembros de servicio, nadie había salido o entrado del castillo. No obstante, se había organizado una patrulla que registraría todo palmo a palmo y se había doblado la vigilancia de los accesos. Por su parte, el mayordomo, tal y como habías adelantado, informó de que se había tomado la libertad de mandar llamar al médico del pueblo, de que ya había puesto todo en orden, de que se ofrecía a despertar al ayuda de cámara de Su Alteza y de que quedaba a la disposición de Su Alteza para cualquier otra cosa que necesitase. Después de haber dejado claro que no era necesario perturbar el sueño del ayuda de cámara, Su Alteza el Gran Duque les concedió su permiso para que se retirasen, y lo hicieron con el mismo respeto con el que habían entrado.
—¿Qué te había dicho? —te dirigiste a mí una vez hubieron desaparecido tras la puerta—, Fritz ya ha llamado al médico.
—Y ha hecho bien. Vas a necesitar puntos y yo no puedo dártelos. De momento voy a limpiarte un poco esa herida —anuncié levantándome para ir al baño en busca de agua y algunas toallas.
Mientras me ponía en pie, me detuviste agarrándome por el brazo con una fuerte presión de tu mano.
—Te quedarás conmigo hasta que llegue el médico, ¿verdad?
Me encogí de hombros y te sonreí.
—Supongo que a estas alturas mi reputación ya no tiene ninguna esperanza. Mañana a la hora del desayuno todo el mundo sabrá que me quedé a solas con el Gran Duque en sus aposentos, indecentemente ligera de ropa. Ahora que has visto el color de mi déshabillé y has contemplado mis pies provocadoramente desnudos ya no tiene sentido intentar conservar las formas.
No me hubiera mostrado yo tan segura de que al día siguiente iba a estar en boca de todo el castillo de haber sabido que de mi particular audacia sería de lo último que se hablaría a la hora del desayuno. Pero entonces yo no podía ni imaginar qué terrible acontecimiento iba a eclipsar mi aventura.
Tú, por tu parte, parecías divertido con el enfoque cargado de sentido del humor que le había dado a la situación.
—Lo único que siento es no encontrarme en plenitud de forma ante tan tentadora ocasión —replicaste.
Observándote recostado sobre el diván, con la camisa blanca de tu disfraz desabotonada, dejando al descubierto un torso fuerte salpicado de sangre; el rostro malherido como resultado de tu valentía y, pese a todo, la mirada cálida y chispeante, yo también me lamenté, aunque me obligue a mostrarme fría;
—No seas descarado. Si me asustas con tus insinuaciones me acabaré marchando —te amenacé, zafándome de tu mano para esconder mí deseo tras la puerta del baño.
Me sentí tentada de aplacar el acaloramiento con una ducha de agua fría, pero desestimé la idea para centrarme en mi improvisado trabajo de enfermería. Pronto reaparecí en el dormitorio con lo necesario para la cura. Emulando a Florence Nightingale, me coloqué junto a ti y en resuelta actitud comencé a limpiarte la sangre con un frote suave de toallas empapadas en agua templada. Tú te recostaste entre los almohadones y te dejaste hacer sin rechistar.
—¿Te duele?
—Me duele tenerte tan cerca —murmuraste con un dolor auténtico en la voz, sin apartar los ojos de mi rostro.
Yo continué impasible con mi tarea.
—Reserva tus galanterías para el salón de baile, conmigo son baldías y en tu estado resultan de poca consideración.
—Eres extremadamente dura con este pobre herido.
—Tomo mis precauciones. Esto va a escocerte un poco —te advertí antes de verter junto al corte unas gotas de alcohol.
Te estremeciste y emitiste un sonido que pretendía ser un lamento. Soplé un poco sobre tu piel y después te miré a esos ojos que no había conseguido quitarme de encima.
—Me duele la cabeza —te rendiste al fin.
—Ya me lo imagino. Así que no sigas forzándola con frases ingeniosas y seductoras, que si te portas bien, te traeré un analgésico. Sujétate esto —dije llevándote la mano hacia una toalla que taponaba la herida que no dejaba de sangrar—. Voy a mi habitación por Aspirina. Te calmará el dolor.
—¿Aspirina?
—Tu duda evidencia que no sueles padecer dolores.
—Ya ves que soy un hombre sano. Cuando era niño, mi madre solía darme ácido salicílico cuando estaba enfermo.
—Pues es como la salicina pero sabe mejor y no le hará daño al estómago.
—En ese caso, no tardes.
Los pasillos de Brunstriech estaban a media luz y habían recuperado la quietud propia de tan altas horas de la madrugada. Mi habitación apenas estaba a cuatro o cinco puertas de la tuya, justo a la vuelta de una esquina. No me llevó mucho tiempo encontrar Aspirina entre los escasos medicamentos que solía llevar conmigo, más por prevención que por necesidad. Tenía un frasco de polvo y una caja de tabletas. Cogí una tableta porque era la dosis más fácil de administrar. Aproveché para calzarme las zapatillas, pues comenzaba a sentir los pies fríos. Abandoné sigilosamente la habitación para evitar volver a alterar los oídos más susceptibles del castillo, después de una noche tan agitada. Entonces, inmediatamente después de girar la esquina, escuché a mi espalda el roce de una puerta que se abría. La maniobra fue tan sutil que quienquiera que la hubiese abierto trataba, al igual que yo, de actuar con discreción. Sin embargo, en el silencio de la noche, hasta el deslizar más lento de un pestillo en el cerradero resultaba escandaloso. Asomé los ojos con cautela por la arista de la pared: una sombra se movía por el umbral de una puerta al final del pasillo y la cerraba tras de sí. Con aire furtivo avanzó por el corredor en dirección a las escaleras. Pese a mis esfuerzos por identificarla, la luz era tan escasa y su proceder tan hábil que no fui capaz de vislumbrar su rostro. Cuando el fantasma alcanzó el borde del primer escalón y yo empezaba a convencerme de que me iba a quedar con las ganas de saber quién protagonizaba semejante correría clandestina, algo, tal vez la intuición de mi presencia, le hizo volver el rostro, que quedó ligeramente iluminado por la luz blanquecina de la luna que entraba a través de una de las ventanas; apenas un velo de claridad que definía un contraste de luces y sombras borroso y, sin embargo, suficiente para reconocer al príncipe Karel, a tu hermano. Tan sólo permaneció inmóvil unos segundos, alerta, con el hocico levantado como un sabueso cazador; exactamente el mismo tiempo durante el que yo contuve la respiración para evitar que me descubriera. Finalmente, reanudó su huida escaleras arriba.
¡La noche aun me tenía reservadas más sorpresas! ¿Qué hacía Karel por allí cuando ya todo parecía haber vuelto a la calma? ¿Perseguía lo mismo que tú o quizá era él el perseguido? No sabía quién ocupaba la habitación que él había abandonado con tanto secretismo, pero supuse que se trataba de un asunto de alcoba. Antes de que las luces rosadas del amanecer acariciasen el cuerpo de su amante, abandonaba el lecho con el alma y el cuerpo henchidos de placer, me recreé con sorna en la poesía de su aventura al tiempo que sonreía para mis adentros con cierta maldad, pues estaba casi segura de que la habitación de Nadjia se encontraba en la otra ala del castillo.
Por fin, alcancé tus habitaciones. Al llegar calladamente a tu lado, comprobé que te habías quedado dormido. Sin pretenderlo, me detuve para mirarte. Eras con toda seguridad el hombre más atractivo que había visto nunca. Poseías ese tipo de belleza ideal que debería estar reservada a las mujeres, pues no es virtud de los hombres ser bellos, les basta con ser viriles y bien proporcionados, sin deformidades y, según el saber popular, bien plantados. Puesto que la belleza se considera patrimonio femenino, nadie espera de un varón que sus facciones sean de una perfección casi arquitectónica, que sus gestos resulten tan armoniosos como una melodía bien compuesta o que todo el conjunto goce de ese misterio que convierte a una obra de arte en inmortal. Mas así eras tú. Ni siquiera los cortes, las contusiones o la palidez del rostro te robaban un ápice de atractivo. Eras un hombre del que resultaba ya no difícil sino prácticamente imposible no enamorarse a primera vista. Pero el auténtico peligro residía en que, tras ese primer sueño de ebriedad, el sentimiento se pudiera llegar a convertir en una enfermedad crónica y que la herida de Cupido, el flechazo inofensivo, se volviera incurable. Por ello, para una mujer como yo, a quien las vicisitudes habían llevado a una renuncia consciente y explícita al amor; que consideraba que el amor romántico era una maraña de sensaciones efímeras que elevan el espíritu hacia el cielo para luego dejarlo caer —primero un cúmulo de irracionales pasiones y después un sentimiento doloroso de dependencia y vulnerabilidad—, haberte conocido era toda una maldición. Cuando se llega al convencimiento de que el amor romántico es engañoso, egoísta, individualista y adictivo y de que, como si de una droga se tratase, crea un espejismo de felicidad que a la larga sólo conduce a la muerte del alma, vislumbrar la más mínima inquietud en un corazón deliberadamente encerrado provoca temor y rechazo, a la par que la necesidad de vencer una continua tentación: la que experimenta el adicto ante la perspectiva de volver a sentir la misma droga correr por sus venas y envenenar su cerebro. Sin embargo, renunciar a la pasión de hombres como tú era igual que morir… como yo muy bien sabía.
Y mientras reflexionaba así, como si mi cuerpo se guiase por propios dictados al margen de la razón, me agaché para besarte en la frente, esperando que fuese por un impulso meramente sexual más que por ternura.
Tú levantaste los párpados, me miraste y sonreíste.
—¿Por qué has hecho eso?
—No se me ocurría una manera mejor de despertarte.
—Yo diría que es porque me quieres —te atreviste a replicar con esa vanidad tan tuya que en otro hubiera resultado detestable.
Me pareció que habías estado escuchando mis pensamientos hasta tal punto que por un momento creí que los había recitado en voz alta. Aquello me dejó helada.
—Si no me quisieras —continuaste—, me habrías besado en la boca como a Richard Windfield.
Mi inquietud se acrecentó. Era cierto que yo, por prevención, sólo besaba a los hombres de los que sabía a ciencia cierta que no podía enamorarme. Pero tú no podías saberlo, no debías saberlo.
Me giré hacia el mueble bar, saqué, nerviosa, la tableta de Aspirina de su envoltorio de papel. Tenía que volver a recuperar el dominio de mí misma y de aquella situación que se volvía cada vez más peligrosa.
—Será mejor que dejes de decir tonterías. Ese golpe te ha trastornado —concluí sin mirarte, mientras te servía un vaso de agua—. Ahora tómate esto y descansa; el médico debe de estar a punto de llegar.
Cuando me volví, tus ojos se me clavaron en el pecho como un dardo envenenado.
—¿Qué tiene tu rostro que no puedo dejar de mirarlo? ¿Qué tiene que no puedo cerrar los ojos ni siquiera para dormir? ¿Por qué a menudo me sorprendo embelesado contemplándote, hurtando sin que tú lo sepas unos instantes de tu imagen? ¿Qué clase de veneno eres?
¡Cómo me asustaste con tus palabras, amor mío! ¡Cómo me tocaste con ellas como si me hubieras acariciado la espalda con las manos heladas! A punto estuve de dejar caer el vaso de agua a mis pies. Y es que en tu frase no había la frivolidad ni la ironía habituales, tus palabras rezumaban la desesperación y la angustia de quien se sabe víctima de una maldición.
La fortuna quiso que aquellas preguntas quedasen sin respuesta. La respuesta quedó sepultada bajo la conmoción de un brutal estallido; milagro que abortó cualquier dicho o gesto del que luego me hubiera podido arrepentir. El sonido estridente que rasgó la noche con violencia, golpeando con su eco cada uno de los rincones de la casa, era el sonido inconfundible de un arma al dispararse; fue un ¡bam! que agitó mi cuerpo, apretó mis parpados y me encogió el cuello; que me dejó en los nervios un incómodo hormigueo de temor. Casi no tuve tiempo de reaccionar antes de que tú abandonases como un rayo el diván y te precipitases corriendo fuera de la habitación. Siguiendo tu estela, giré la esquina e irrumpí en la habitación al fondo del corredor. Frené mis pasos de golpe y casi escuché chirriar mis pies, tuve que ahogar un grito en la garganta ante el horror que se me mostraba.
Inerte sobre la cama estaba el cuerpo de Borís Illianovich con un agujero en la cabeza del que manaba un hilillo de sangre que parecía negra sobre su rostro gris y abotargado. Su mano derecha estaba agarrotada en forma de garra, parecía como si la pistola en el suelo hubiese caído de ella. Cuando logré apartar la vista de la terrible escena que ya miraba sin ver, me volví hacía ti: estabas petrificado a mi lado. Tenías el color de la cera y parecías sumido en un estado de hipnosis del que sólo te despertó un amago de arcada. Te llevaste la mano a la boca y corriste en dirección al baño.
Consciente de que disponía de poco tiempo, agucé los sentidos para captar los máximos detalles del suceso: la habitación perfectamente ordenada, la ventana cerrada, un frasco de Veronal y un vaso de agua con restos de medicamento encima de la mesilla de noche, un fuerte olor a pólvora, un sutil aroma a tabaco y una pluma blanca sobre la alfombra persa. Quise acercarme a examinar el cadáver pero ya se había formado a mi espalda un tumulto de personas. En aquella ocasión, ni el más eficaz de los somníferos, ni la más profunda de las borracheras, ni el más estricto de los pudores nocturnos había logrado que el disparo pasase desapercibido, y en un crisol de idiomas se sucedieron la estupefacción, la conmoción y los desmayos.
Sólo cuando la multitud se rompió para abrirle paso a los propietarios de la casa, representados en el príncipe Karel (lo cierto es que tú no estabas en condiciones), caí en la cuenta de que era precisamente aquella misma habitación la que le había visto abandonar en la clandestinidad hacía tan sólo unos minutos.
* * *
Te confieso, hermano, que yo que era un hombre de mente fría y difícil de impresionar, que solía asistir impasible a lo que para otros eran poderosos estímulos o conmovedores acontecimientos, pero recibí aquella noche el impacto de su belleza con tal violencia que todos mis sentidos quedaron trastornados. Fue como la muerte de una estrella: un estallido fugaz y potente tras el que queda una nube de polvo que dura millares de años.
De aquella noche, hermano, salí impregnado de polvo de estrellas…
Todo comenzó cuando escuché un revuelo en los pasillos. Yo ya sabía exactamente qué había alarmado a la concurrencia, qué les había obligado a abandonar sus habitaciones en mitad de la noche. Lo que no imaginaba era que el descubrimiento se fuese a producir tan pronto: apenas unos minutos después de que abandonara yo la habitación de Borís Illianovich y poco después de llegar a mis dependencias en el piso de arriba.
Ni siquiera había tenido tiempo de ponerme el pijama, me cubrí mis ropas negras con una bata y me calcé los pies con zapatillas antes de salir del cuarto para incorporarme al gentío cuyo descanso había sido interrumpido bruscamente por el sonido de un disparo. Cuando llegué a la última habitación del corredor en el piso de abajo, ya se había formado una barrera humana que taponaba la puerta y de cuyo corazón brotaban, como el burbujeo del agua hirviendo, exclamaciones de estupor y espanto. Me abrí paso entre la multitud, presto para descubrir, como por primera vez, una escena que ya conocía: la del señor Illianovich muerto en la cama, con un agujero de bala en la cabeza.
Justo al llegar a la primera fila de lo que se había convertido en un macabro espectáculo recibí la mirada suspicaz de ella. Quizá porque todo lo demás ya lo había visto antes, lo que en aquel momento atrajo poderosamente toda mi atención, con una fuerza casi magnética, fue su esbelta figura plantada como por accidente en el centro de tanto horror: era una flor —con el magnífico espectáculo de todos sus pétalos abiertos— en mitad de un vertedero. Aparecía envuelta en una ligera bata color blanco que alimentó mi voluptuosa imaginación. Su negra melena suelta le caía desordenadamente sobre los hombros y su rostro libre de maquillaje y afeites mostraba todo el esplendor de su belleza natural. Clavaba en mí sus increíbles ojos de azabache, sosteniendo desafiante mi mirada sin mostrar el menor atisbo de rubor. Erguida. Altiva. Ella era una diosa… Mil diosas a un tiempo: Venus romana, Afrodita griega, Isis egipcia, Ishtar babilonia, Ashtart fenicia… Kali hindú.
Tan sólo tu entrada en escena fue capaz de distraerme de su visión. Salías del baño: blanco como la pared, con el rostro desencajado, los ojos hundidos, casi desaparecidos, y una brecha todavía sangrante cruzándote la frente. Tu estado era realmente lamentable, no recordaba haberte visto así en ningún otro momento. Cuando llegaste junto a ella, te tambaleaste hasta el desmayo. Al contemplar cómo la diosa se volvía humana para sostenerte maltrecho entre sus brazos, el calor de algún sentimiento oscuro fue el revulsivo que despabiló con vigor mi ser, ya dominado por ella, y decidí hacerme con el control de aquella situación. En cuanto vi al mayordomo, le mandé llamar a la policía.