—¡Ah, Isabel! Estaba buscándola —anunció el príncipe Alois en un momento de la noche, separándome así del grupo de conversación al que me había unido para descansar entre un baile y otro—. Me va a permitir que le presente a alguien que tiene mucho interés en conocerla. Le he hablado de usted y de sus inquietudes…
Tomándome del brazo me llevó junto a un hombre entrado en años que deambulaba distraído por el salón acompañado de un plato en el que ya sólo quedaban unas migas tristes. Era alto y grande, de pelo cano ralo y escaso. En su cara, redonda y mofletuda, destacaban unos ojillos vivarachos y un bigote con las puntas artísticamente rizadas hacia arriba al gusto de la época.
—Borís, esta dama es la mujer de la que le he hablado. Isabel de Alsasúa, marquesa de Vilamar. Isabel, le presento al ilustre caballero Borís Illianovich.
—Un placer para mí, marquesa —dijo besando mi mano.
Su acento era muy marcado pero se había atrevido a hablar en español como si se desenvolviera cómodamente con el idioma.
—Lo mismo digo, señor Illianovich.
—No, no. Llámeme Borís que es un nombre redondito como yo —invitó con un palmoteo sonoro de su barriga abultada.
—En ese caso usted puede llamarme Isabel. No es un nombre redondito pero me gusta más que marquesa.
—¡Ah, Isabel! Bonito, bonito. Nombre bonito para mujer bonita. Morenos ojos, morena piel, como gitanilla —señaló entre gestos aparatosos, como cada vez que hablaba.
—En fin —intervino Alois—, como ya se conocen, voy a buscar una dama dispuesta a bailar conmigo. Tenga cuidado, Isabel, ahí donde lo ve este hombre es todo un don Giovanni.
—No le haga caso —se excusó Borís cuando nos quedamos solos—, ningún don Juan tuvo panza, ni mi edad. Es flaqueza de los grandes amantes morir jóvenes.
Reí su frase en parte por la ocurrencia pero sobre todo por cortesía.
—Estoy segura de que ningún don Juan tuvo tampoco su ingenio.
—Muy amable. Ahora, ¿quería acompañar a este ingenioso panzón por algo de comer?
En más de una ocasión damas desocupadas y cronistas sociales sin escrúpulos habían criticado a tu madre por recurrir en sus fiestas a lo que ellos consideraban una moda extravagante e inapropiada que no hacía sino mostrar una gran desconsideración hacia los invitados: la del bufet. Nunca le habían importado a la Gran Duquesa viuda semejantes comentarios. Ya sabes que las crónicas sociales sobre ella la divertían, y aún más las que la vilipendiaban. Por eso aquella noche, como muchas otras, seguía habiendo estratégicamente repartidas por el salón mesas de bufet con todo tipo de manjares para que los incansables bailarines repusiesen fuerzas, mientras que de aplacar la sed se encargaban unos camareros que servían las bebidas.
—Se come bien en Brunstriech. ¿Ha observado usted esta maravilla culinaria? —indicó Borís abarcando el panorama con un gesto del brazo—. Es un tesoro dentro de otro tesoro» Estas Spitzbuben nunca las tomé igual. Hice ya quince viajes a la mesa. ¿Las ha probado?
—No, aún no.
—Coma. Coma.
Prácticamente, me metió la galleta y parte de sus dedos en la boca. Borís parecía un hombre tremendamente espontáneo al que poco le importaba que hubiese unas reglas de comportamiento social como aquella que decía: «No alimentar a las jovencitas». De todos modos poseía un encanto casi infantil que me divertía lejos de ofenderme o incomodarme.
—Es muy buena —coincidí haciendo grandes esfuerzos porque las migas permanecieran dentro de los límites dé mi boca.
—¡Magnifique! Cogeré algunas para usted.
Y mientras hacía lo propio, yo bebí hasta la última gota de la copa para tratar de pasar la pasta.
—Conozco España. ¡Muy bonita tierra! Amable gente, bellos paisajes, ¡buena comida! Y preciosas mujeres. Estuve en Madrid: la Cibeles, el Prado, la Girralda ¡olei!
—Pero… la Giralda está en Sevilla.
—¡Oh, sí! Sevilla. Bonita, bonita… No conozco Sevilla.
No podía contener la risa y como Borís parloteaba sin dejarme intervenir, se podía decir que se había hecho con la conversación.
—Una pena. Pero tengo un asistente que es de Galicia. Yo aprende español de él. Es eficiente, pero feo y aburrido. No morenos ojos, no morena piel, no curvas de guitarra. Sí forma de gaita. Ahorra cuénteme algo usted. Me apetese oír bonito español. Deje su voz flotar armoniosa por el salón.
—Temo que si empiezo a hablar yo, dejaré de divertirme.
—Ah, más empezaré a hacerlo yo. Beba más champagne y dígame, ¿qué hace una española en Brunstriech?
Le obedecí. El señor Illianovich se me antojó un autoritario adorable; supuse que siempre conseguía de los demás lo que quisiese. Y no dudé de lo que Borís deseaba oír de boca de una mujer como yo:
—Es una historia muy larga, un poco aburrida y bastante anodina, que termina con el viaje de una pobre chica de pueblo de pronto obligada por las circunstancias a descubrir el mundo.
El señor Illianovich sonrió, dejando que en su cara asomase un gesto de comprensión paternal.
—¿Y qué le parece el mundo?
—Que es grande. A veces pienso que demasiado para mí. Otras, me atrae el pensar que no tiene límites.
—¿Sabe una cosa? Una mujer grande necesita grande sitio para vivir.
Es bueno ser ciudadano del mundo. Mirar más allá de la tierra que nos vio nacer y encontrar en cada lugar algo de nosotros mismos. Usted es joven, tiene toda la vida para descubrir el mundo, para hacerlo suyo sin miedo, sin límites, sin prejuicios… Alois me ha hablado de su interés por otras culturas…
Cuando estaba a punto de llegar al terreno que yo quería, te incorporaste dejando en suspenso la conversación.
—Disculpen mi interrupción.
—¡Ah! Voila, el anfitrión. Una fiesta estupenda, muchacho —sólo de alguien como Borís podía esperarse que llamase muchacho a Su Alteza el Gran Duque. Entonces pensé que aquello no te había gustado—. Muy delicioso bufet. Pero no le echábamos de menos.
—Ya lo supongo. En cambio, yo a ustedes sí.
—Lógico: somos las dos personas más encantadoras de la fiesta.
—Eso es cierto —coincidiste desplegando una de tus fascinantes sonrisas—. Por eso he venido a llevarme a una de ellas a bailar.
—Como supongo que no querrá bailar conmigo, aceptaré que se lleve a tan hermosa mujer. Vaya con él, gitanilla, pero no deje que se le acerque demasiado.
—Así lo haré.
Ofrecí a Borís una sonrisa de agradecimiento por su consejo, mas me entregué sin condiciones a tu acercamiento calculado durante el vals.
Hubo un baile, luego otro, otro… y así, entre bailes, champagne y Spitzbuben fueron cayendo las primeras horas de la madrugada.
26 de diciembre
—Anoche la vi salir de su habitación. Me ha tenido preocupado, pensando que no se encontraba bien.
Richard me abordó a la hora del desayuno. Creí percibir auténtica preocupación en el tono de su voz y en la expresión de su rostro.
—Muchas gracias, Richard, por su interés —le contesté—. Aunque lamento que se haya preocupado en vano. En realidad, el motivo de mi excursión fue verdaderamente trivial…
Y comencé a narrarle una pequeña aventura.
Estaba cansada cuando llegué a mi habitación. Las campanas del reloj del Ayuntamiento me anunciaron desde la lejanía que eran las tres de la madrugada. Y aunque el sueño me picaba en los ojos y solo podía pensar en la cama que, con su reflejo en el espejo del tocador, me seducía con promesas de abrigo y bienestar, reuní fuerza de voluntad suficiente para deshacer mi peinado y limpiar el maquillaje.
Me quite perezosamente las joyas y con la rigurosidad propia de quien está muy escarmentada de perderlo todo me dispuse a guardarlas ordenadamente en el joyero. De pronto me di cuenta de que Hati, mi elefante de la suerte, faltaba del hueco reservado para él. Intentando no sacar conclusiones precipitadas, pero en cierto estado de alerta, me puse a buscar en otros compartimientos en los que quizá por despiste lo había guardado. Al no encontrarlo, empecé a repasar mentalmente. Lo había llevado por la mañana así que debería habérmelo quitado para cambiarlo por el aderezo de la noche; sin embargo, no recordaba haberlo hecho. Esforzándome por analizar cada instante del día, me vi a mí misma jugueteando con él durante la comida y luego nada… Llegué a la conclusión de que probablemente había aflojado el cierre y se me había caído en algún momento durante el postre o al levantarme de la mesa.
Convencida de mi teoría y olvidado el sueño y el cansancio, decidí que lo mejor sería bajar en aquel mismo momento al comedor en busca del amuleto antes de que alguien lo pisara, le diera una patada o lo barriese, pues entonces lo habría perdido para siempre.
Aprovechando que aún no me había desvestido, salí sin perder un minuto de la habitación. El castillo estaba excepcionalmente silencioso y en penumbra. Todo el mundo se había recogido en sus habitaciones una vez concluida la fiesta, y la casa descansaba con sus habitantes, aletargada hasta la llegada del nuevo día. Un poco sobrecogida por la inusual paz y la oscuridad me deslicé sigilosamente por escaleras y pasillos desiertos hasta llegar al comedor. Abrí la puerta y tuve la sensación de que el ruido del pestillo despertaría a toda la casa. Una vez dentro encendí una lamparita de gas y me arrodillé bajo la mesa, dispuesta a empezar un rastreo exhaustivo en busca de mi pequeño tesoro.
—¿Y lo encontró? —se interesó Richard.
—Sí… Estaba debajo de la mesa, como había supuesto.
Mentí a Richard Windfield. Mentí por omisión, pues callé lo que después sucedió.
Es verdad, amor mío, que me hallaba debajo de la mesa del comedor. No recuerdo muy bien cuánto tiempo estuve allí inspeccionando concienzudamente cada recoveco. Sólo recuerdo que en un momento dado, dolorida por la postura y al borde del desánimo, me apoyé en una protuberancia redondeada de una de las patas y de repente sentí que se movía bajo mi palma. El rugir de un mecanismo y el roce abrupto de algo que se deslizaba a mi espalda me hicieron girarme sobresaltada. Fui testigo de cómo una de las paredes del comedor se abría automáticamente, como una puerta corrediza, dejando en su lugar un vano tan negro que más que un hueco parecía una mancha enorme de pintura como el trampantojo de una entrada.
Permanecí unos segundos inmóvil, absorta, envuelta en un silencio sobrecogedor. En la piel notaba cómo la habitación se iba llenando de un aire frío que olía a moho y humedad como si se acabase de levantar una tumba. Entonces, obligada a vencer el miedo y la indecisión, me propuse abandonar la mesa del comedor, mi cálido refugio. Me acerqué a la entrada recién descubierta: de la nada salía aquel aire helador que en el quicio del hueco era una corriente que movía el polvo y las telarañas. Introduje un poco el brazo con la lámpara. Más allá de donde alcanzaba su luz la oscuridad seguía siendo absoluta. También el silencio. O… tal vez no. Durante un breve instante me pareció que a mis oídos en alerta llegaba un rumor lejano de algo parecido a un canto repetitivo, continuo, vibrante…
Sabía que aquellos viejos castillos estaban llenos de entradas camufladas que conducían a túneles y pasadizos conectados entre sí. ¿Para qué se construyeron en Brunstriech?, ¿eran escondrijos, espacios para la conspiración, vías de comunicación entre habitaciones, entre edificios? Seguro que Karel, tan instruido en la génesis del castillo, estaba al tanto de su historia… aunque no lo mencionase en aquel exhaustivo relato con el que me había obsequiado a mi llegada. Sea como fuere un pasadizo sugería secreto, misterio, ocultismo.
Aquel pasillo oscuro, el rumor lúgubre del canto, la curiosidad, lo desconocido y su irresistible atracción, el deber de investigar… Conté decenas de razones para aferrarme al quinqué y traspasar los límites del vano. Me encontré caminando por un corredor negro tan estrecho que sentía su áspero abrazo, una incursión no apta para claustrofóbicos. A los lados, una sucesión monótona de paredes de sillares de piedra y las sombras temblorosas que creaba mi propia luz. Al principio, el techo lleno de manchas de humedad, en algunos casos goteantes, era tan bajo que me obligaba a avanzar encorvada. Después se volvió alto, casi tanto que temí perderlo de vista. El eco de las voces se volvía más y más cercano. Pero no había ni un atisbo de luz o de vida.
Sumida en la oscuridad perdí el sentido del tiempo y el espacio. No podía medir los metros ni los minutos en aquellos pasillos sin entradas ni salidas: corredores sin referencias. Pero el rumor de las voces era continuo; un zumbido incómodo que se me pegaba a los oídos como el de las moscas en verano, que revoloteaba en torno a mí con una amenaza imprecisa, que me picaba en la piel como el sudor de la ansiedad. Era un rumor opresivo y asfixiante. Era un rumor que quizá ya se hubiera desvanecido, aunque yo siguiera escuchándolo. Era un rumor que me estaba trastornando…
Me detuve en mitad de aquel agujero. Me giré. ¿Y si alguien me seguía? ¿Y si me sorprendían en aquel lugar? ¿Y si alguien tocaba mi espalda y susurraba a mi oído?
La oscuridad se convirtió en la sábana blanca sobre la que mi mente comenzó a proyectar imágenes de espectros translúcidos, rostros de terrorífica inexpresividad, almas olvidadas que ululaban mi nombre. Tuve la sensación inquietante de que alguien o algo se acercaba exhalando su aliento helado y húmedo sobre mi nuca. De repente dejé de oír y de sentir; me encontraba presa del pánico. Mi corazón aceleró su ritmo y sentí el golpe de sus latidos en mis sienes y en mi pecho, como puñetazos que venían desde dentro, que entrecortaban mi respiración que de pronto era atronadora. El rumor había desaparecido… Pero tenía que volver a oírlo, a sentirlo. Se había convertido en un referente que al menos resultaba humano. Entonces, escuché la voz de mi padre. Sólo has de temer a los vivos. Corrí aterrorizada.
Cuando me creía irremediablemente perdida, divise a lo lejos el brillo de una luz. Aceleré el paso todo lo que mis rodillas, que parecían de piedra, me permitieron, hasta que, casi sin verla y a punto de chocar con ella en mi carrera frenética, llegué ante una puerta metálica. Tras ella vi la luz y escuche las voces que había dejado de oír a causa de los ruidos y de mi propio pánico, entonces sonaban, claras y humanas.
Me apoyé en aquella puerta y sentí en mis dedos el tacto rugoso y frío del metal oxidado que me dejó un rastro polvoriento de herrín. La puerta, que con su ventanuco enrejado parecía la de una celda, se abría a una estancia enorme, unos cinco metros por debajo de donde yo estaba, a la que se accedía por una escalera de piedra que descendía pegada al muro por uno de sus lados. Por las cadenas que colgaban de las paredes deduje que podía tratarse de una antigua mazmorra o varias que se habían unificado, pues había otras puertas repartidas a diferentes alturas. El lugar estaba iluminado con velas, antorchas y faroles de aceite, y en el suelo había restos de paja medio podrida y listones de madera que posiblemente pertenecieron a un techo derrumbado o a un antiguo solado.
Sólo has de temer a los vivos, repetía mi padre.
Y vivos parecían los que allí se ocultaban; cinco encapuchados reunidos en torno a una mesa que cubrían sus rostros con máscaras y vestían con túnicas de diferentes colores: negro, rojo, azul, marrón y blanco. Junto a ellos, como presidiendo la congregación, había una estatuilla que me recordó a las divinidades hindúes: era de bronce verdoso y sus múltiples brazos y piernas dibujaban una danza en el aire, un equilibrio imposible; la mueca terrorífica de su rostro contrastaba con la elegancia de sus miembros. Aunque era evidente que los allí reunidos trataban de hablar en voz baja, la acústica del lugar hacía que hasta mis oídos llegara una lengua nada corriente. Trataban con especial respeto al que vestía túnica negra y se intercambiaban un libro rojo al que dedicaban especial atención. El escenario resultaba en conjunto misterioso. El inhóspito lugar, las máscaras bajo las cuales resonaban graves aquellas voces, su lenguaje, la estatua de aspecto terrorífico. ¿Quiénes eran los que se escondían bajo las máscaras? ¿Qué ocultaba aquel libro rojo?
De pronto me sentí agotada. El frío y la humedad entumecían mí cuerpo. Me dolían las manos y los pies de mantenerme empinada para mirar por el ventanuco enrejado. Los nervios y la tensión me apretaban en las costillas y casi no podía respirar. Entonces, los misteriosos congregados se pusieron en pie. Parecían orar con un canto vibrante que ponía los pelos de punta. Las manos juntas sobre su pecho: Namaste.
«Om… Om… Om KaliKama.»
Yo no debería estar allí, Tenía que marcharme inmediatamente antes de que alguien pudiera advertir mi presencia.
Sólo debes temer a los vivos.
Y corrí. Corrí por los pasadizos, huyendo sin saber de qué.
Estaba a punto de amanecer cuando por fin, en la seguridad de mi habitación y bajo el calor de las mantas de la cama, cerré los ojos e intenté dormir. Pero tenía un fuerte dolor de cabeza, seguramente a causa de la tensión acumulada y el champán, que me impedía conciliar el sueño. Con las luces del día que parecen disipar los miedos y blanquear los corazones; que diluyen la noche en el recuerdo vago de un mal sueño, las cosas tampoco mejoraron.
«Anoche la vi salir de su habitación», me había abordado Richard Windfield a la hora del desayuno…
¿Cómo era posible que estuviese al corriente de mis andanzas? ¿Es que acaso me seguía? ¿Era su aliento el que yo notara en el cuello y su mano la que me rozó la espalda? De la noche a la mañana todo se había vuelto extraño y amenazador.
***
Te confieso, hermano, que aunque nunca me he tenido por un hombre celoso, tú despertabas en mí el terrible monstruo de ojos verdes. No sé si alguna vez llegaste a darte cuenta; no sé si alguna vez di muestras de lo que con mi capacidad para mantener los sentimientos ocultos tenía bien escondido, pero lo cierto, hermano, es que te envidiaba; te envidiaba con esa envidia insana que es como una lepra que pudre la carne; tu presencia arrolladora, tu encanto natural, tu atractiva personalidad. Te envidiaba porque cuando estábamos juntos, tú me eclipsabas y me reducías a una sombra.
Aunque había comenzado el día crecido por el éxito que en el desempeño de mis obligaciones había cosechado la noche anterior, aquella mañana, como tantas otras veces, volví a envidiarte y tu presencia empañó mí orgullo.
La mesa del desayuno había alcanzado su apogeo —no en vano nos encontrábamos en pleno inicio de las fiestas—. Era sorprendente que a primera hora de la mañana el ruido de las conversaciones fuera ya casi tan elevado como para superar al de la vajilla, la cubertería y la cristalería en su coordinado danzar al ritmo de los apetitos matinales.
Nuestro padre solía decir que el desayuno era momento de disfrutar de la tranquilidad que proporciona un buen café, leer en silencio la prensa y pensar en el día que comienza. Estaba claro que nuestro pobre padre no había sido el promotor de las Navidades de Brunstriech y que éstas respondían sin lugar a dudas al carácter jovial y energético de nuestra madre.
Como la noche había sido larga, decidí recuperar fuerzas sirviéndome abundantemente del bufet. Por supuesto, un café muy cargado para paliar la falta de sueño, y además salchichas, huevos revueltos, jamón, un par de croissants y algo de fruta. Curiosamente, después de dormir sólo tres horas, tenía hambre. Busqué deliberadamente un sitio cerca de ella. Quería observarla detenidamente, pues aunque tenía la certeza de que la noche también había sido larga para ella, necesitaba más detalles que lo corroborasen. La encontré sentada junto a nuestra madre, que parecía haberle tomado un cariño extraño para lo poco que la había tratado. Como era de esperar, Richard protegía cuidadosamente su otro flanco. El muy infeliz había pasado una angustiosa velada al comprobar que tú la habías escogido como objeto de todas tus atenciones. No me había servido de nada dedicar gran parte de la fiesta a tratar de infundirle ánimos y confianza en sus posibilidades. Él sabía que tú eras un duro contrincante. Si te habías encaprichado de ella, la guerra iba a ser cruenta, pues no estabas acostumbrado a renunciar a tus caprichos.
Me senté frente a ellos.
—Buenos días, Isabel. Richard… —les saludé convenientemente. Al resto ya había tenido ocasión de hacerlo—. ¿Habéis dormido bien?
Richard me lanzó una mirada de abatimiento.
—Más o menos… —fue sincero él.
—Buenos días, Karel. Estupendamente, gracias —mintió ella.
Su rostro estaba pálido y debajo de los ojos tenía dos cercos oscuros que el maquillaje apenas había podido disimular. No comía nada. Tan sólo estaba bebiendo a sorbos desganados lo que parecía una infusión de manzanilla. Tenía todo el aspecto de quien se ha levantado por la mañana con el estómago revuelto. Le sonreí antes de abortar una descortés mueca de incredulidad con un tenedor de salchicha. Y es que yo casi podía asegurar que ella había dormido las mismas tres horas que yo, pues o mucho me equivocaba, o por la noche la señorita había acudido a una reunión a la que no estaba invitada. Busqué sus ojos, que permanecían semicerrados, con la mirada perdida en algún punto de la taza de manzanilla, para mirarlos con sumo detenimiento, pues podía jurar que eran los mismos que vi por la noche oteando furtivos desde su escondite. Aquellos —no iba a negarlo— grandes y hermosos ojos que brillaban en la penumbra de un pasadizo y que a pesar de la distancia me resultaron inconfundibles. Además, momentos antes la había visto abandonar su habitación y deslizarse sigilosamente por los pasillos. Pese a lo inusual de su proceder, al principio no le di más importancia; pensé que necesitaría algo o que incluso iría a reunirse secretamente con alguno de sus múltiples admiradores… Como yo no tenía ninguna intención de ser el guardián de su virtud, ya que asuntos más importantes me ocupaban y no podía seguirla para comprobarlo, me limité a olvidar el incidente. Mas luego… Sí, ella también se encontraba en las oscuras grutas subterráneas del castillo. Por qué estaba allí, presenciando clandestinamente aquel encuentro prohibido para ella, era una cuestión que me traía de cabeza. En cualquier caso, se trataba de otra circunstancia que se unía a las muchas que había ido acumulando durante aquellas últimas semanas y que contribuía a aumentar en mí el recelo y la desconfianza hacia aquella mujer que se me antojaba un lobo disfrazado de cordero.
Algo se volvía cada vez más evidente: no había tiempo que perder. Debía actuar sin demora. Había mucho en juego y aquella prima inoportuna no era una de las piezas que yo había previsto tener sobre el tablero.
—¡Buenos días a todos! —exclamaste con tu inconfundible voz al tiempo que hacías una de tus habituales entradas triunfales.
—Buenos días —contestamos entre sorbos de café todos a coro; unos con más entusiasmo que otros.
Te dirigiste sin vacilación a nuestra madre y posaste sobre sus mejillas un prolongado beso.
—Buenos días, adorada madre. Te encuentro tan suave y tan preciosa como siempre.
—Adulador… —replicó ella con pretendida frialdad, pues sonreía y se esponjaba henchida de orgullo y amor hacia su hijo predilecto que acababa de honrarla con un beso delante de toda la concurrencia.
Tras haber protagonizado aquella escena que te convirtió inmediatamente en protagonista de lo que quedaba de obra, tomaste asiento en la silla vacía que había a mi lado.
—Tenéis todos una cara estupenda, así que deduzco que habéis dormido tan bien como yo. Hasta tú, hermanito, estás menos pálido de lo habitual.
Tuviste la deferencia de dirigirte a mí acompañando tus palabras de un golpe en mí hombro, gesto muy tuyo que yo odiaba por ir normalmente precedido de una frase que me ridiculizaba en público.
Cogiste el azucarero y te serviste una punta de azúcar en el té, Ninguno de tus movimientos parecía haber sido dejado al azar. Nuestra madre, que hacía rato que había interrumpido su conversación con la pertinente amistad que aquella mañana compartía con ella el desayuno, te miró con preocupación.
—¿Sólo vas a desayunar eso, hijo?
—No, madre. Es que ya he desayunado: huevos fritos, bacón, tostadas y un café. Ahora sólo me apetece un té… y uno de estos croissants con tan buen aspecto —añadiste alargando el brazo hasta mi plato para llevarte uno de mis bollos sin molestarte siquiera en pedir permiso.
Te mire con fastidio pero sin la menor intención de replicar. Sabía que sería inútil.
—¡Qué madrugador!… Y que Dios te conserve el apetito, criatura —masculló ella entre dientes aquella frase (una de las pocas que había pronunciado durante el desayuno), sin pretender que nadie le prestase atención.
—Has desaparecido muy pronto esta mañana —observó mamá—. Hubiera querido que firmases unas tarjetas.
—He estado en las cuadras preparando los caballos. Voy a llevarme a Isabel a una pequeña excursión.
Entonces sonó un fuerte chirrido: a Richard le había resbalado el cuchillo sobre el plato. Cuando levanté la vista, noté cómo enrojecía de ira contenida. Tu frase había caído como una bomba. Incluso a mí mismo estuvo a punto de atragantárseme el jamón. «¿Qué les pasa a todos los hombres con esta mujer? ¿Han perdido el sentido de la belleza y la virtud femeninas de siempre, cegados por la luz de una exótica novedad?», pensé. Nunca hubiera dicho que tus muestras de interés por ella fueran a desembocar en esa invitación. Tú tenías por costumbre seducir a todo lo que tuviera apariencia de mujer, creo que engordaba tu vanidad; incluso, frente a los ejemplares más bellos, mostrabas un interés especial aunque normalmente efímero; sin embargo, sólo a unas pocas elegidas, realmente singulares en encanto y belleza, invitabas a tus… pequeñas excursiones.
Y es que ella no lo sabía, pero acababas de hacer una especie de proclama oficial: Su Alteza el Gran Duque se complace en anunciar que ya ha escogido pareja para las Navidades de este año; que era todo lo que a ti te duraban las parejas, al menos las oficiales, por muy singulares en encanto y belleza que fueran.
—¿A mí? —pareció despertar de su aletargamiento la aludida.
Tú, que la mirabas como sólo tú sabías mirar a las mujeres, asentiste.
—¿Vais a salir con el frío que hace?
En aquel momento no pude precisar si la objeción de nuestra madre respondía a un intento de proteger la virtud de su sobrina o de evitar un resfriado a su hijo.
—Nos abrigaremos. Además ha parado de nevar… Mmmm… Me encantan estos croissants.
—¿Adónde vamos? —preguntó ella.
Tú te encogiste de hombros y cuando terminaste de engullir mi croissant, respondiste:
—Sorpresa.
Me mordí los labios para contener una carcajada de sarcasmo. Sorpresa iba a serlo para ella. Porque todos los demás sabíamos perfectamente en qué consistía tu excursión. Todos los años era igual. Me jugaba el cuello a que Su Alteza había engarzado los caballos con cascabeles y preparado el mejor trineo con una buena manta de piel y alguna bebida caliente. En él daríais un romántico paseo de invierno hasta el pabellón de caza donde, desde bien temprano, el servicio estaría preparando un no menos romántico escenario con velas, flores, champán y un suculento almuerzo. La araña tejiendo la tela perfecta para atrapar a la mosca.
Sonó bruscamente el ruido de una silla que se movía. Richard se había levantado de repente con su desayuno a medias.
—Si me disculpáis… —murmuró una frase hecha, pues su expresión delataba que no tenía ningún interés en que nadie le disculpase. Todo lo que quería era huir de aquella tortura y refugiarse en algún apartado lugar para lamentarse o maldecir.
A nadie pareció importarle mucho.
En aquel instante apareció Nadjia dispuesta a unirse a la cada vez más numerosa reunión en torno al desayuno. Llegó deslizándose majestuosa por la habitación, como un hermoso cisne por el lago. Su imagen me trajo a la memoria un relato de Hans Christian Andersen.
—Bonjour —saludó en su correcto francés.
En cuanto oí llegar a mi prometida me puse en pie para darle los buenos días cortésmente y separarle la silla en la que debía sentarse.
—¿Qué es tan sorpresa? —quiso saber según se incorporaba a la conversación, esta vez usando su torpe español.
—Para ti no es nada sorprendente, querida —la informé—. Se trata de una de las excursiones de Lars, ya sabes —habló la envidia.
Creí percibir tu mirada fulminarme a mi espalda.
En fin, si ya has terminado, Isabel, nos vamos —anunciaste con repentina premura, seguramente temeroso de que te chafaran el plan.
—Oh, Lars, tienes una vitalidad incroyable —apuntó Nadjia sonriente.
—Y tú, querida mía, una belleza insólita —replicaste tú justo antes de besarle la mano—. Es una lástima que vayas a malgastarla con mi hermano.
Estaba claro que no tenías ningún respeto ni por mí, ni por nada que fuera de mi propiedad, ya se tratase de un croissant o de una mujer.
* * *
Recuerdo, amor mío, con la nitidez de los recuerdos placenteros, el techo abovedado cubierto de color: frescos que representaban escenas campestres, como aquella que evocaba la sinfonía Pastoral. Recuerdo las luces que escondidas tras grandes barriles alzaban sombras como lenguas que lamían las paredes, creando un clima a la vez misterioso y acogedor. Recuerdo el polvo y la humedad, moderados con auténtico sentido artístico, tratados como un elemento más de la decoración. Y recuerdo los olores a viejo: a alcohol añejo y a madera enmohecida. Te recuerdo a ti, destacando sobre todo y sobre todos, siempre allí donde se movía mi mirada, siempre sonriendo cuando te encontraba… Reinabas en aquel decorado que eran las bodegas de Brunstriech, en aquella colcha de patchwork que eran los retales de un Imperio: las montañas del Tirol, los lagos de Bavaria, los campos de cereal de Hungría, las granjas de Chequia, los bosques de Transilvania… Reinabas como un príncipe gitano, como el rey de los cíngaros, entre toda aquella multitud disfrazada que había cambiado las sedas por los paños, convirtiendo los atuendos que los campesinos vestían para trabajar en un motivo más de diversión, y que en brazos de un dios hedonista se embriagaba con la fiesta y el alcohol.
Era singular aquella noche de folklore y cerveza, de bailarines de czardas y pañoletas de flores, de acordeones y madera… Otra extravagancia de Brunstriech.
Entretanto, yo bailaba con el conde Nikolái Ivánovich Zagoronov que me demostró tener una conversación y una autoestima tan grandes como su nombre.
—… y aunque a ojos de cualquiera mi éxito pudiera parecer algo sencillo, la realidad es bien distinta. Era deseo de mi padre que yo fuese oficial de la Guardia Imperial y se apresuró a hacerme ingresar en la Academia. Ya sabe, él es una especie de noble frustrado por lo que pudo llegar a ser y no es. Se pasa la vida ocultando su insatisfacción por no ser más que un jefe rural a expensas del Gobierno del zar. Le diré que poseía inmensas tierras de cultivo en la rivera del Don, una zona cuyo suelo negro la convierte en el mejor lugar de mi país para cultivar… Trigo de primavera y remolacha de azúcar. ¡La fortuna de la familia! ¡El orgullo de los Zagoronov! ¡Bah…! La vida entera se la pasó lidiando con esos condenados mujiksy desagradecidos siervos que sólo dan problemas y que le llevaron a la ruina por su incompetencia. Toda la culpa es del zar y su Gobierno, por conceder la libertad a los siervos y permitir que se enriquezcan a costa de sus señores. ¡No se creerá si le digo que un maldito kulak analfabeto compró las tierras de mi padre!
Creérmelo, no sabía si creérmelo porque para empezar ignoraba lo que era un kulak y además tampoco me interesaba mucho aquel monólogo sobre la historia de su vida cargado de soberbia y desdén hacia su padre.
La música había cesado y con ella nuestro baile. Albergué la esperanza de que Nikolái fuese en busca de nueva compañía y me dejase tranquila, dándome la oportunidad de disfrutar de la fiesta. Sin embargo, pude comprobar que no tenía la más mínima intención de privarme del desenlace de su ameno relato sobre sí mismo en cuanto sentí que me tomaba del brazo para que le acompañase por alguna bebida que aclarase su garganta, a bien seguro seca de tanto hablar.
—… Pero ahí sigue —continuaba sin tregua—, aferrado a un pasado suntuoso y a unas tradiciones absurdas, creyendo en el zar como en un dios que vendrá a salvarlo de su decadencia. Afortunadamente yo tuve el acierto de dejar la Academia Militar, que sin duda no hubiera sido otra cosa que una proyección de la mediocridad de mi familia. Por aquel entonces había heredado algún dinero de un pariente lejano. Por supuesto podía haberlo malgastado en juergas y desenfrenos, como se espera de cualquier muchacho noble acaudalado, mas tuve el sentido común de invertirlo en la industria del acero y en ferrocarriles… ¡Oh, sí! —daba rienda suelta a sus propias reflexiones—, ¡malditos capitalistas extranjeros que están comprando nuestra riqueza con sus fuertes monedas occidentales! ¡Sí el capital ruso abandonase los campos y los trasnochados palacios, mejor nos iría! Y si no, fíjese en mí. Tan sólo unos años después poseo una fortuna que no tendría si fuese oficial de la Guardia Imperial. Llevaría una vida de digna pobreza en honor a mi noble familia. O, a lo peor, habría muerto en la guerra con Japón o sofocando alguna revuelta estudiantil. Ahora en cambio puedo colmarla a usted de joyas como tributo a su espléndida belleza.
Me heló con una mirada azul, digna de la estepa siberiana —justo al sitio al que le habría desterrado—, el relato parecía haber concluido. Yo no pude hacer otra cosa que dibujar una mueca que pretendía ser una sonrisa de cortesía, mientras mentalmente imploraba un rescate oportuno que no parecía llegar.
—¿Ha estado usted alguna vez en la India? —sin esperar respuesta, prosiguió—. La estaba imaginando vestida con un sari de seda color azafrán…
En el mismo momento en que su voz se volvía ronca y sugerente, casi tan sexualmente ofensiva como su mirada, divisé sobre su hombro mi salvavidas.
—¡Monsieur Illianovich! ¡Borís!… —le llamé, sintiendo una alegría infinita al ver su cara redonda y afable.
Estaba junto a la mesa del bufet, como no podía ser de otro modo, contemplando como un niño goloso los manjares exhibidos para disfrute de la concurrencia: salchichas a la parrilla, codillo asado, guiso de jabalí, fiambre de venado, puré de patatas y chucrut, pastel de manzana y tarta de moras…
—¡Oh, es usted, gitanilla! Cuánto tiempo sin verla. Siempre tan rodeada de jóvenes apuestos… —acudió a mi llamada empleando el francés como lengua común.
—¿Conoce al conde…? —una especie de rechazo inconsciente me impedía recordar su nombre.
—Nikolái Ivánovich Zagoronov. Un placer —apostilló el aludido.
—Igualmente, muchacho. Permítanme que les presente a François Dubas, presidente de la Banque Corporative de Lausanne.
No me hubiera resultado difícil adivinar que aquel hombre era banquero antes de que me lo hubiesen confirmado. No puedes negar, amor mío, que su apariencia respondía a todos los tópicos: cincuentón elegante con aire de burgués tradicional al que el peso de la responsabilidad y la carga de sus importantes tareas habían encorvado la espalda.
Tras unas lentes con fina montura de oro escondía unos ojos diminutos y cansados de tanto examinar cifras y cuentas. Pensé entonces que una de las cosas que probablemente compartiría con Borís sería la afición a la buena mesa, manifiesta en la redondez extrema de su figura. De hecho, observé con un pensamiento jocoso que sus pequeños pies (calzados con zapatos caros, probablemente confeccionados a medida por algún zapatero de la londinense St. Jeremy Street y que ofrecían un contraste grotesco con su atuendo de montañés) desaparecían bajo su prominente barriga.
—Francois, la señorita es la marquesa Isabel de Alsasúa, seguramente la mujer más encantadora de esta fiesta —continuó Borís, sin perder la ocasión de piropearme con caballerosidad.
Hechas las pertinentes presentaciones, nos enfrascamos en una conversación de salón, insustancial, y que paulatinamente nos fue separando en dos grupos. Por fortuna, o tal vez porque yo hice todo lo posible por no caer de nuevo en las redes de Nikolái, acabe formando pareja con el señor Illianovich.
—Hábilmente ha logrado librarse del conde Sagoronov… —recuperó su español de fuerte acento.
—¿Tan evidentes han sido mis intenciones?
—En realidad, no. Pero yo sé que una jovencita no cambiaría a un joven caballerro por un viejo gordo panzón, si no tuviera una buena razón parra ello —argumentó Borís sonriendo.
—Sólo si la compañía del gordo panzón resultase más agradable, como es el caso.
Borís respondió a mi amabilidad sincera con un gesto de gratitud y complacencia.
—¿Y de qué hablaba con su apuesto joven que tan disgustada está?
—Oh, de él. No ha hecho otra cosa en toda la noche que hablar de él. Bueno… y preguntarme si alguna vez he estado en la India.
—¿Y usted qué ha respondido?
—Lo cierto es que no ha esperado mi respuesta.
—Entonces es en verdad un necio, pues era lo más interesante de la conversación. ¿Ha estado usted en la India, gitanilla?
—No, nunca. Aunque me encantaría viajar allí. Mi padre me contaba historias maravillosas de ese país y casi he podido verlo y sentirlo a través de sus relatos.
—¿Su padre?
—Un marino de mente inquieta y petate mágico que traía de sus viajes cargado de libros, historias y cultura.
—Entonces, siga los pasos de su inquieto padre y vaya a país tan hermoso. Use su nueva libertad para cumplir sus sueños.
—¿Mi nueva libertad? —repetí con un tono irónico—. No es tal. Sigo siendo una mujer débil y timorata, atada a los convencionalismos de la alta sociedad y al prestigio de mi buen nombre. ¡Una dama joven no debe viajar sola, señor Illianovich! Me conformo con mi imaginación y los libros que hurté de la biblioteca de mi padre.
—Pues empiece a hacer uso de sus enseñanzas. El príncipe Alois me dice que usted lee Bhagavad Gita.
—Sí. Es una historia tan hermosa…
—¡Es mucho más que eso! —me corrigió con pasión—. Es toda una filosofía para la vida. Uno de los textos sagrados más importantes del hinduismo. Pero hay que entenderlo en toda su dimensión, más allá de la bonita historia.
—Si somos capaces de superar nuestra existencia material y física, de ir más allá de nuestro ser egoísta y buscar nuestra alma inmortal; si somos capaces de superar la distracción de los sentidos, trascender nuestra propia mortalidad y las ataduras con el mundo material… la recompensa es el ser infinito —recité como si improvisara: una breve meditación en alto; una introspección que quería ser espontánea como si hablara el alma.
Borís permaneció unos segundos sin decir palabra. Había fruncido ligeramente el ceño y entornaba los ojos. Por un momento no estuve segura de haber acertado con mi burdo intento de hacer filosofía de baratillo. Hasta que Borís rompió su silencio inusual:
—Fascinante… Sí, ése es grosso modo el mensaje general… Pero entonces, una mujer tan sagaz como usted, que es capaz de entender esa verdad, debe detenerse en cada uno de los pequeños mensajes que nos ofrece el Gita. Por ejemplo, y al hilo de la situación que nos ocupa, en la batalla de Kurukshetra, Arjuna, nuestro héroe, ve cómo tiene que matar a la gente que ama, sus amigos, sus parientes, sus maestrros… Y Krishna, la reencarrnasión de Vishnu, dice a Arjuna: «Levántate y lucha». ¿Qué es en realitat el mensaje?
—¿Está alentándole a la batalla por su gloria? —me aventuré sin estar demasiado segura—. ¿Es un mensaje belicista?
—N’est pas. Esto es una metáforra que representa un momento de la vida. Todos tenemos miedos, confusiones, dudas y conflictos interinos. Atravesamos situaciones difíciles, cambios, sentimientos opuestos en un campo de batalla… «Levántate y lucha.» Lucha contrra ellos. Afróntalos y vence. Usted, gitaniia, atrraviesa momento de cambio en su vida. Perro debe aprrovechar situación y vencer el miedo, los prejuicios. Encuentre su ser inmortal. Y pese a todo, viaje a la India sin temor.
—Increíble… —murmuré asombrada—. Nunca imaginé que fuera tan amplio el mensaje del Bhagavad Gita.
—¡Ah! También dice el sabio: de igual modo que un hombre puede beber de cualquier lado de un tanque lleno, el teólogo hábil puede extraer de cualquier escritura aquello que sirva a sus propósitos —quiso bromear, restándole importancia a su interpretación.
—¿Y su propósito ahora es que yo viaje a la India? —insinué como si hubiera descubierto la trampa del juego.
—En realidad, mi propósito es animarla a superar los prejuicios para que pueda desarrollar todo su potencial. ¿Sabe una cosa? Yo veo en usted a la mujer en estado purro. Usted tiene un don de la naturalesa, para algunos una maldición. Usted es como la Salomé bíblica o la Ofelia shakespeariana, la femme fátale de los pintorres del simbolismo, el prerrafaelismo: la sensual Marina Vanna de Rosseti, lo femenino devorrador. Yo veo a los hombres revolotear a su alrrededor como las polillas revolotean alrriededor de la luz, atraídos sin más, sin saber cómo, por una fuerza extraña. «Del mismo modo que un enjambrre de polillas arrojándose en raudo vuelo hacia la lumbre de una hoguera —comenzó a recitar otro pasaje del Bhagavad Gita en realidad dirigido al dios Krishna— para encontrar ahí su muerte segura, estos hombres se precipitan raudos entrando en tu fuego; con ímpetu se arrojan hacia su propia destrucción.» Usted tiene el poder de la inocente seducción. Un poder que si cultiva, se tornará peligroso y letal para los indefensos hombres que la desean. A diferencia de la mayoría de las mujeres, usted no ha nacido para satisfacer al hombre, sino para que el hombre la satisfaga a usted y dominarle, aplastarle si quisiera, como Kali aplasta a Shiva y danza sobrre él. No tenga miedo de los hombres, no de las mujeres, no de la sosiedad o de su alta clase, de su educación… Que no sean frenos a su inteligencia, a su fuerza, a su libertad… Busque sin temor y encuentre su alma inmorrtal. Cuenta con un arma muy poderosa: su capacidad de dulse dominio sobre los demás.
Pensé en la Marina Vanna… Seguro, amor mío, que conoces el cuadro: el retrato de una mujer con una belleza agresiva, de ojos grandes y labios gruesos y una abundante melena pelirroja, envuelta en pieles y telas de ostentosa riqueza, que sujeta entre sus dedos las cuentas de un largo collar y todo en su postura y en su imagen rezuma erotismo y voluptuosidad. Podía ser tanto una prostituta como una reina; en ningún caso una santa. Para muchos representaba un estilo de mujer, muy de moda hace unos años, que con su belleza y su irresistible atractivo sexual conducía a los hombres a la desgracia y la perdición. Que el señor Illianovich me hubiera llevado a través de aquella imagen a la categoría de mujer letal me produjo un desasosiego difícil de explicar. Nunca nadie había sido tan descarnado al analizarme. Y si por un lado estaba segura de que no había sido del todo certero, por otro me preguntaba por qué me sentía de pronto tan asustada. ¿De verdad podía Borís Illianovich desnudar el alma de las personas?
—Creo que en ese camino me haría daño, señor Illianovich —repliqué para no perder el ritmo de la conversación—, «¡oh, Krishna!», dice Arjuna, «¿por qué matar a mis propios familiares en el fragor de la batalla? No veo ninguna gloria en ello. No tengo deseos de victoria.»
Sé que Borís quedó impresionado cuando me oyó citar aquel versículo del Bhagavad Gita. Lo vi en sus ojos. Y aunque pretendía impresionarle, para lo cual no dudé en dramatizar, también sabía que era la mejor forma de hacerle llegar mis recelos.
—«¡Oh, Arjuna! El mundo de los sentidos nos produce sensaciones de frío y de calor, de placer y de dolor. Todas esas sensaciones vienen y se van, son transitorias. ¡Elévate sobre ellas, alma vigorosa!» Si usted entiende esa verdad, será superior al resto de la gente.
«El que no es afectado por los sentidos; ni por el placer, ni por el dolor, este es merecedor de la vida eterna» —continué yo mentalmente con aquella cita que tan bien me sabía.
Realmente son duras las pruebas a las que nos someten los dioses para otorgarnos su mayor recompensa.