EL YUGO DE LA GUERRA

Confesiones de un pequeño hombre sobre grandes días

A Ilya Efímovich Repin

Con amor y un profundo respeto

Primera parte

Año 1904

San Petersburgo, 15 de agosto

Hablando en conciencia, todavía no me he podido explicar por completo una extraña circunstancia, ¿por qué me asusté tanto entonces?

La guerra es la guerra por supuesto, por supuesto que no te alegras y te pones a dar palmas, pero todo el asunto es bastante sencillo y habitual… ¿Es que acaso hace mucho que fue la de Japón? E incluso ahora, cuando ya están teniendo lugar los sangrientos combates, no siento ningún miedo especial, vivo como vivía anteriormente: trabajo, voy de visita e incluso al teatro o al cinematógrafo y no he observado en absoluto ningún cambio decisivo en mi vida. De no estar en la guerra Pavlusha, el hermano de mi mujer, a veces me podría olvidar completamente de todos estos terribles acontecimientos.

Digamos que no puedo negar el hecho de que a pesar de todo en el alma tengo una inquietud o alarma bastante fuerte… no sé como llamarlo, o mejor aún una tristeza que me oprime y que se hace especialmente notoria por las mañanas, después del té. Cuando lees esos periódicos (ahora compro dos grandes revistas además del Kopeika) te acuerdas de lo que está sucediendo por ahí, de todos esos pobres belgas, de los niños y las casas devastadas y enseguida te parece como si te echaran un cubo de agua fría y te sacaran desnudo a la calle helada. Pero de nuevo en esto no hay nada de miedo, sino piedad y compasión humana hacia los desgraciados.

Pero en ese momento me asusté enormemente, para ser más exactos resultaba hasta ridículo, ahora me resulta vergonzoso no sólo contarlo sino incluso recordarlo a solas. Imaginarme tan sólo que el 20 de julio pagué treinta rublos por un carro cochambroso, para llegar a la ciudad desde la dacha en Shubalov, y que después de unos cinco días, volví con toda la familia en tren a la dacha donde pasamos hasta el diecisiete de agosto maravillosamente. ¡Me da vergüenza recordar lo que nos sucedió! Mi mujer, sin lavar y sin peinar estaba totalmente perdida y tenía el aspecto de una demente, los niños iban bamboleándose en la carreta y yo, el padre de familia, iba andando por el camino a su lado y sentía como si a mis espaldas hubiera comenzado el fin del mundo y todos nos viéramos obligados a huir, a huir sin volver la vista atrás, huir eternamente… no sólo hasta Piter sino hasta el desconocido fin del mundo.

En todas las tiendas del camino vendían todo el pan que quisieras, ¡pero no sé por qué demonios yo llevaba en el bolsillo un mendrugo de pan seco! Por si acaso, por previsión y precaución. ¡Dios mío!

Hacía un tiempo espléndido, maravilloso, pero nosotros no confiábamos ni en el tiempo, todo el rato nos parecía que iba a llover como en un diluvio o que de pronto nevaría o helaría, ¡en pleno julio!, y todos moriríamos a medio camino, ¡qué manera de azuzar a nuestro cochero! Recuerdo otra circunstancia, la más vergonzosa: había arrancado algunas florecillas azules, campanillas del borde del camino y se las había dado a Lídochka, mi hija, había bromeado con ella, esto es completamente normal ya que quiero mucho a mis hijos, especialmente a Lídochka… pero ¿qué era lo que pensaba de mí mismo mientas bromeaba? ¡Pensaba «mira tú hasta que punto domino la situación y a mí mismo, no como los demás, hasta cojo florecillas, bromeo y animo a mis hijos y a mi mujer»!

¡Pero que héroe sobrenatural!

¡Y menuda fiesta tan extraordinaria cuando por la tarde irrumpimos en nuestro piso! ¡Un verdadero éxtasis, felicidad y regocijo! ¡Y cuando encendimos las velas (habíamos cortado la luz cuando nos habíamos ido a la dacha) y toda la familia se sentó frente al samovar!

Pero lo que es más sorprendente, es que por más que quiera no puedo recordar cuando se me pasó ese pánico estúpido y cómo fue que tan sólo cinco días después, volviéramos tranquilos a la dacha con todos los demás que se habían ido y, lo más importante, que no tuviéramos ni la más mínima vergüenza. Digamos que la mitad del vagón estaba compuesta por héroes como nosotros, pero ¿cómo nos mirábamos los unos a los otros? No lo recuerdo. Simplemente no nos mirábamos, sino que regresábamos y basta. ¡Héroes! Incluso nos contábamos unos a otros lo que cada uno había soltado por la carreta y sin la más mínima vergüenza.

Por supuesto que mi mujer, Alexandra Evguénieva, me influyó enormemente con su pánico prácticamente mudo y así explico yo ahora a los conocidos esa «huida a Egipto», pero para mi conciencia no basta con esta explicación. ¡Me acobardé! Lo más importante es que si yo fuera un cobarde por naturaleza, un pusilánime, entonces todo quedaría explicado y mi conciencia no se alarmaría… pero, qué conciencia tiene un cobarde, ¡los cobardes no se avergüenzan de nada! Sin embargo yo no soy un cobarde de nacimiento, más bien soy un hombre valiente y siempre puedo defenderme y de pronto me cayó esta alucinación encima. Como si me hubiera dado un calambre en el cerebro y se hubiera apagado la luz. Si me contemplara desde fuera, como andaba por la carretera y con valentía recogía florecillas, me consideraría un auténtico estúpido, un cobarde y un ruin, pero yo sinceramente, me consideraba un hombre inteligente: ¡cómo no! Había conseguido un carromato, y salvaba a mis hijos y en el bolsillo llevaba un mendrugo de pan… no era un tío cualquiera, ¡sino un hombre previsor!

¿Pero a qué venía todo esto?

Ahora me lo explico así. Por lo visto ese día tuve, como todos los demás, una visión sobrenatural tan asombrosa, terrible y poco habitual que ni siquiera se parecía a la guerra. Por más que lo intento, no puedo recordar en qué consistía, que tipo de sueño se me apareció en realidad… si, debió ser algo como el Apocalipsis, el fin del mundo y la destrucción de todo ser vivo. Como si en algún sitio retumbara un trueno, la tierra se hiciera añicos con el ruido y apareciera una grieta de la que había que huir y ponerse a salvo.

Lo único que recuerdo con claridad es que no tenía ningún miedo a los mismos alemanes con su Kaiser e incluso me olvidé completamente de ellos, como si la cosa no tuviera nada que ver con ellos. A ver, ¿cómo podían los alemanes en un día volar hasta Shuvalovo?, hasta un imbécil entendía que eso era imposible, era estúpido siquiera pensarlo.

Además, ¿quiénes eran los alemanes? Al fin y al cabo eran gente como nosotros y, probablemente, no teníamos más que temer nosotros de ellos que ellos de nosotros. El asunto, por decirlo así, era recíproco… Pero en ese momento, era como si unas fieras antediluvianas nos pisaran los talones golpeando la tierra con sus enormes patas, o como si… No, ¡tampoco eran fieras! Pero ¿cómo una fiera? ¿Qué fieras? ¿Quién las teme ahora? Chorradas, no era ésta la causa, la causa es que tuve una especie espasmo en el cerebro y se oscureció el mundo. Exactamente eso: se apagó y se dio la vuelta completamente, se puso patas arriba, como si en lugar de andar con los pies anduviera con las manos, como un acróbata.

También recuerdo como estando ahí, en la carretera, me sorprendía de todo, de lo más común y que no tenía nada de excepcional por ningún lado. Por ejemplo, se nos acerca un hombre y yo me quedaba mirando como movía las piernas y me sorprendía: ¡mira, anda! O una gallina que saltó al camino o un gatito sentado bajo un leño, me provocaban lo mismo: ¡un gatito! O le decía a un tendero «¡Buenos días!», y él me respondía «¡Buenos días!», y no un «bla, bla, bla» incomprensible.

Vimos la calles de la ciudad y de nuevo nos sorprendimos todos, como si nos hubieran tocado doscientos mil. Aparecía un guardia en la esquina (además conocido) y todos volvimos a abrir la boca de sorpresa y alegría. Como si por tres palabras de Guillermo «declaro la guerra» todo esto debiera haberse hundido en el infierno: el gatito, la calle, el guardia y hasta el mismo lenguaje humano se hubiera tenido que convertir en un bramido animal o en un farfulleo incomprensible. ¡Qué cosas tan incoherentes se le pueden ocurrir al hombre cuando se asusta!

Ahora ya no siento nada de este pánico que tuve y únicamente me avergüenzo. Hay otro hecho, además de las flores de Lídochka, que me pincha dolorosamente la conciencia. Sobre el hecho de si soy o no un cobarde, teniendo en cuenta lo dicho anteriormente, ahora sólo se puede hablar como de una conjetura, pero yo siempre he confiado en mi honradez. Aquí, en el diario, a solas con Dios y mi conciencia, puedo decir incluso más: no sólo soy un hombre honrado, sino un hombre extraordinariamente honrado, de lo que con justicia me enorgullezco. Es más, así es como me conoce la gente.

Así que yo, un hombre que en conciencia es tan honrado y honesto, el día veinte del maldito mes de julio dejé en Shuvalovo a nuestra cocinera Anisia, a pesar de sus lágrimas y sus súplicas.

Por supuesto que ahora todo esto no es más que ridículo y provoca únicamente sonrisas, pero ¿qué es lo que le podía pasar en Shuvalovo a la tonta de Anisia? Nada, y nada le pasó, dos días después ciertamente, apareció en nuestro piso de la ciudad, se las apañó para coger un tren e incluso trajo un bote con pepinillos marinados. Pero entonces eso era otra historia completamente diferente, porque yo huía y me llevaba a mi familia, salvándola de la destrucción y a ella la dejábamos porque no había sitio suficiente en la carreta y lo más importante, había que dejar a alguien para recoger todo y para cuidar de las cosas. No me olvidé de mis cosas, ¡burgués!

Sólo puedo decir una cosa en mi descargo. Anisia, a pesar de llorar y suplicar que la lleváramos con nosotros, no se ofendió en absoluto porque no nos la lleváramos y nunca nos lo ha reprochado a ninguno de nosotros. Estúpida mujer.

16 de agosto

Este diario mío lo escribo por las tardes y las noches haciendo como si fueran papeles del trabajo que me traigo de la oficina. Alexandra Evguénievna, mi mujer, es en todos los sentidos un ser humano maravilloso e incluso poco común, inteligente, bueno y bondadoso, pero a pesar de todo entre nosotros hay diferencias como las que tengo con cualquier otra persona cercana, y para mí es extremadamente importante y necesario que nadie lea lo que escribo, de otra manera perdería la libertad para expresar mis pensamientos. Sin contar con que hay muchas cosas de las que me da vergüenza hablar incluso con las personas cercanas y queridas, en mis actuales pensamientos veo incluso el peligroso atractivo que puede tener para naturalezas menos contenidas que la mía. No quiero inmiscuirme en los pensamientos de los demás, pero tampoco quiero que los demás se inmiscuyan en los míos.

Comenzaré con una gran confesión: ¡qué hombre tan impúdicamente feliz soy rodeado de la desgracia generalizada! Allí hay guerra, sangre y horrores y aquí mi Sashenka acaba de bañar en agua caliente al angelito de Lídochka y al cernícalo de Pietka y ahora termina de bañar a Zhenia y se ríe de algo. Después se dedicará a sus cosas, pondrá todo a punto para el domingo, puede que toque un poco el piano. Ayer recibimos una postal de Pavlushka y ahora Sashenka estará tranquila y contenta durante una semana. Por supuesto que no se puede saber lo que va a pasar, pero si no se mira demasiado hacia el futuro, nuestra vida es una de las más felices. El piano lo alquilamos para Sashenka a la que le gusta mucho la música y estudió para el conservatorio. Teniendo en cuenta que estamos en guerra, para economizar, Sashenka quería que renunciáramos al instrumento, pero yo insistí decididamente en que lo conserváramos: ¡qué son cinco rublos al mes cuando la música le da una atmósfera tan agradable a toda la casa! Y además Lídochka ya ha empezado a aprender, tiene un talento indudable e incluso sorprendente a sus seis años y medio.

Sí, soy feliz y ésta es la principal causa de mi felicidad, que no me atrevo a contarle a nadie más que a mi diario: tengo cuarenta y cinco años, pase lo que pase en ningún caso seré llamado a filas. Por supuesto que esto no lo vas diciendo por ahí. Al revés, hay que fingir un poco como todos, decir que de ser más joven o tener mejor salud, me alistaría inmediatamente de voluntario y todo eso, pero en realidad, estoy indeciblemente contento de poder, sin infringir la ley, no ir a la guerra y ponerme bajo unas estúpidas balas.

En este punto voy a volverme a sincerar. Cuando en la oficina contemplan el mapa y gritan que esta guerra es poco común y completamente necesaria para alguien, yo personalmente no discuto. ¿A quién le hacen falta mis insignificantes objeciones? Se reirían o comenzarían a ponerme en ridículo, como hace poco hicieron con Vasia el oficinista hasta el punto de hacerle llorar. Por último, en vista del entusiasmo general, mis imprudentes palabras pueden ser simplemente peligrosas, ¡no digamos ya si las explico!

Pero por mucho que digan en la oficina y por mucho que griten y suelten peroratas a favor de la guerra en los periódicos, yo tengo algo muy claro para mí mismo: me disgusta terriblemente que haya guerra. Es muy probable (como de hecho sucede) que las más altas mentes: estuDiosos, políticos, periodistas sean capaces de ver algún sentido en este enfrentamiento indecente, pero con mi pequeño entendimiento no puedo entender qué es lo que puede haber de bueno y sensato en todo esto. Y cuando me imagino que voy a la guerra y estoy en medio de un campo vacío y que me disparan a bocajarro con escopetas y cañones para matarme, que me apuntan, que intentan por todos meDios darme, huele todo a una tontería tan excepcional que me llega a resultar ridículo.

Ahora mismo por ejemplo estoy mirándome bien de arriba abajo, ¿qué es lo que hay en mí tan atractivo para apuntarme y en dónde reside ese atractivo?, ¿en la frente?, ¿en el pecho?, ¿en el estómago? Y por más que me miro y me palpo tan sólo veo un hombre normal tan sólo a un loco le entraría en la cabeza dispararme. Por eso, sin avergonzarme lo más mínimo, he llamado a las balas estúpidas. Y cuando sigo imaginando y veo frente a mí en el otro lado a un alemán sentado que también se palpa el estómago y me tiene a mí, con mi arma, por un imbécil uniformado, me resulta no sólo ridículo sino repulsivo.

Pero ¿y si el alemán no se palpa el estómago sino que me apunta completamente en serio para matarme y entiende el porqué es necesario? ¿Y si resulta que el imbécil soy yo que no entiendo? O peor aún, no un imbécil sino un cobarde. Es muy probable, la verdad. Puede ser que sea un imbécil. Puede ser que sea un cobarde. ¿Y si de pronto no soy el único en Piter, sino que hay miles, cientos de miles de personas que llevan también un diario y que también se alegran de que no les llamen a filas y de que no los maten y piensan exactamente igual que yo?

¡Qué así sea! Es evidente que hay poco de lo que enorgullecerse en el hecho de temer por mi vida y palparme el estómago como si fuera una hucha, y que no te van a condecorar por ello, pero no voy detrás de la medalla de San Jorge y no me pienso subir al heroico Kurgán de Malajov. No he tocado a nadie en toda mi vida y, por más que se quejen, tengo todo el derecho a desear que no me toquen y que no me disparen como a un gorrión. No he sido yo el que he querido la guerra y Guillermo no me mandó a sus embajadores preguntándome si quería o no quería enfrentarme sino que simplemente declaró: «¡Pelea!».

No hace falta explicar que amo a mi patria, Rusia, y una vez que la han atacado y por mucho que sea un imbécil o un loco, debo protegerla sin preocuparme de mi propio estómago. Es evidente y juro a Dios por mi conciencia que si me llamaran a filas ni se me ocurriría esquivarlo, hacerme el enfermo o, aprovechándome de la protección, esconderme en algún lugar de la retaguardia, tras la falda de mi tía. Pero no me lanzaría en la boca del lobo, sino que esperaría en mi sitio junto con los demás hasta que me mataran o matara yo a alguien.

Todo esto resulta evidente y el hecho es que, por suerte, tengo cuarenta y cinco años y tengo todo el derecho a no moverme del sitio, a pensar y razonar como quiera, a ser un cobarde y un imbécil o a lo mejor a no serlo, estoy en mi derecho. ¡El destino! En lugar de llamarme Ilya Petrovich Dementiev y vivir en Petersburgo, en la calle Pochtamtska, podría haber sido un belga, por ejemplo Meterlink y ahora estaría muerto bajo las descargas alemanas. Pero soy precisamente Ilya Petrovich, que tiene cuarenta y cinco años y que vive en la calle Pochtamtska, en Petersburgo, donde nunca llegarán los salvajes alemanes, y soy feliz.

¡Y si eso fuera lo único que pudiera pasar! Podría ser que en lugar de para nuestra casa bancaria, sólida como una muralla y capaz de aguantar cualquier guerra, yo estuviera trabajando para cualquier negocillo judío que ahora ya estaría arruinado, como lo están muchos otros… me habría quedado en la calle con mi Lídochka, un billete de lotería y quinientos rublos en la caja de ahorros, ¡tampoco estaría mal como situación! ¡O también podría ser un polaco de Kalischa, o un judío y ahora estaría en una fosa como carroña o estaría balanceándome en una soga! Cada uno tiene su destino.

Pero hacer conjeturas sobre lo que no existe es completamente inútil, y por mucho que me dé pena el belga o uno de nuestros soldados que mueren en las trincheras, no me puedo no alegrar de ser quien soy, de existir. ¡Dios mío! En lugar de mi maravillosa Sashenka, mi mujer podría ser alguna canalla, de las que no hay pocas en este mundo, y esto sería de nuevo el destino y no me puedo no alegrar de mi alegría ya que la tengo.

Ahora Sashenka estaba tocando el himno belga y yo la estaba escuchando. ¡Qué música tan maravillosa! ¡Cuánta inspiración y amor a la libertad y a la patria hay en ella! La escuchas y hasta las lágrimas brotan en los ojos y te dan tanta pena los pobres belgas a los que ni esta maravillosa música ni el amor a la patria les ayuda mientras les aplastan los malditos alemanes.

¡No!, por mucho que lo demuestren nuestros políticos de oficina, nunca estaré de acuerdo con que esta guerra sea buena. ¡Qué tontería! Apuñalan y matan a la gente y ellos afirman que esto es necesario, que es bueno, después, según parece, nosotros tomaremos Berlín y triunfará la justicia. ¿Qué justicia? ¿Para qué? ¡Y si entre los belgas asesinados hubiera un Ilya Petrovich como yo (¿Y por qué no iba a suceder?), le iba a ser muy útil esta justicia!

Sashenka dice que ya es tarde y me llama para que me vaya a la cama. ¿O es que acaso tampoco debería alegrarme de irme a dormir después de un día de honrado trabajo?

Petrogrado, 19 de agosto, martes.

Día histórico: nos hemos rebautizado como Petrogrado. A partir de hoy soy un petrogradino.

Es bonito, pero será difícil acostumbrarse. Nuestra oficina se ha alegrado con la novedad pero a mí sinceramente me da pena el viejo Petersburgo, e incluso San Petersburgo. En este Petrogrado te sientes como con una levita nueva plantado todo el día en la sala de espera del jefe, la levita es buena pero a pesar de todo te da pena la antigua chaqueta en la que cada mancha habla de alguna agradable comodidad.

Día 22 de agosto.

Continuamos ganando. Prusia está tomada por nuestros ejércitos y corre el rumor de que hoy o mañana se tomara Könningsberg. ¡Esto es importante! Y hoy el estado mayor ha comunicado que Lvov y Galicia han sido tomadas y que los austriacos están completamente derrotados.

Para que ocultarlo, por muy amante de la paz que sea, es agradable tanto felicitar como aceptar las felicitaciones. Ya que estás en guerra es mejor golpear que ser golpeado. ¡Pero cómo se acalora la guerra, que rápidos son sus ardientes pasos! Me recuerda a un incendio que vi en la infancia, cuando vivía en un pueblo grande. Tan sólo había ardido una casa, pero después de una hora todos los techos de paja estaban en llamas, todo se convirtió en un interminable mar de fuego.

A los moralistas les deben resultar curiosas algunas peculiaridades del alma humana: ¿qué habrá de bueno en un incendio?, sin embargo cuanto más fulgurante es el fuego más inevitable surge un sentimiento festivo. ¿O es que nos alegra el repicar de las campanas, los brillos del fuego y la agitación de la gente? Pasé mi infancia en provincias donde terminé el instituto y recuerdo con que velocidad volábamos hacia cualquier incendio donde quiera que se declarara. Los artesanos dejaban su trabajo y también corrían allí, y nadie reparaba en su traje o en sus caras sucias y lo único que se desataba era un grito «¡fuego!», todos los hombres y los jóvenes se lanzaban a los tejados, haciendo retumbar las láminas de hierro y se alzaban ahí, manteniéndose a duras penas, y extendían el dedo índice hacia la lejanía como los caudillos de los monumentos. Incluso estando en el instituto, cuando pasaba cerca un carro de bomberos con sus campanas, los profesores no nos prohibían lanzarnos hacia las ventanas y ellos mismos miraban.

Por supuesto que en ese momento poca gente pensaba en las desgraciadas víctimas de los incenDios. Tengo que reconocer que, incluso ahora, siento cierta agitación y contemplo con enorme curiosidad el espectáculo del incendio europeo, haciendo conjeturas cada día. Aunque personalmente yo preferiría la paz, pero la afirmación de mis compañeros de oficina de que somos contemporáneos y testigos de esta guerra tan poco común, de que deberíamos estar orgullosos de nuestra situación, tiene indudablemente cierto fundamento. Puedes enorgullecerte o no, pero es interesante.

Tan sólo hay una piedra pesada en el corazón: Pavlushka. De momento todo está saliendo bien y avanza victorioso por algún lugar de Prusia, pero ¿quién puede saber lo que pasará mañana? ¿Y dónde estaría yo ahora?, y lo estaría si no tuviera cuarenta y cinco años de vida sino veinte o treinta. Es un pensamiento que me deja helado, al que tengo que volver a menudo para no entusiasmarme demasiado con las estampas interesantes.

7 de septiembre, domingo.

Han pasado ya dos semanas y dos días desde que tuvimos las últimas noticias de Pavlusha. Por sus últimas cartas se podía deducir que se encontraba en algún lugar de Prusia donde fueron derrotados de forma tan terrible los batallones de Samsonov. Por supuesto que Sashenka se encuentra terriblemente intranquila y casi todos los días viene de visita su madre, mi suegra, Inna Ivánovna, y el aspecto de su dolor envejecido parece que viste toda la casa de luto. Ahora mismo acaba de venir después de la comida directamente a casa y Sashenka le ha servido un café en el comedor mientras yo escribo aquí.

Inna Ivánovna, además de Pavlusha, que es el más joven, tiene otro hijo con quien vive ya que no tiene meDios propios, pero como Nikolái es un hombre seco y formal, o quizá por la misma naturaleza de las cosas, tiende mucho más hacia su hija y todo su dolor e intranquilidad lo trae a nuestra casa. Es claro y evidente que quiero con todo mi corazón a esta inofensiva anciana, pero no puedo ocultar hasta que punto a veces me resultan personalmente difíciles estas tristes y penosas visitas. Unos días viene con quejas y lágrimas por Nikolái, que vive tan mal con su mujer, y otras veces, como ahora por ejemplo, con Pavlusha. Siempre encuentra algo con lo que desasosegar a Sashenka e introducir la discordia en nuestra pequeña alegría.

Yo quiero mucho a Pavlusha y no puedo más que temblar cuando pienso que puede que ahora, en este mismo instante, mientras escribo su nombre, lo estén matando o ya esté muerto y enterrado. Ayer por la noche, me levanté por casualidad y no pude volver a retomar el sueño por una estúpida y torturante dualidad en el alma: por un lado no puedo pensar en absoluto en Pavlusha como alguien vivo y al mismo tiempo no tengo ningún derecho a pensar en él como alguien muerto. ¡Y no sé si compadecerme por él que se encuentra en las trincheras en peligro y preocuparme de las cosas cálidas que tenemos pensado mandarle, o llorarle…!

Y sé que si no es ahora (por alguna razón ahora pienso que Pavlusha está vivo) es muy probable que, en un futuro cercano o lejano le maten en esta terrible guerra, que tiene más de una continua crueldad que de una triunfante justicia. A pesar de que muchos en la oficina afirman que la guerra terminará en noviembre, y yo no discuto con ellos, a mí este optimismo me parece exagerado y no creo que se pueda esperar la paz antes de navidades, es decir casi cuatro meses enteros. Y como cada mes mueren cerca de doscientas mil personas, nos podemos hacer una idea de las posibilidades de nuestro Pavlusha.

Pero yo soy un hombre, tengo la fuerza y la mente de un hombre, puedo asimilar lo inevitable por muy fuerte que sea y recibiré el golpe, en caso de que alcance a nuestra familia, con fortaleza. Sí, ¿pero qué sucederá con nuestra casa? ¿qué será de Sashenka? ¿Qué será de mamá que podría morir de una sola palabra?

Ayer mientras sufría el insomnio, por la noche, pensé en lo siguiente: ¿Cómo decírselo a mamá en caso de que suceda? ¿Y qué dirá? Incluso me dio taquicardia, tan insoportable era imaginármelo o tan sólo pensarlo. Decir la primera palabra, eso significaría poner patas arriba todo el mundo de esa persona. Hasta ese momento todo era uno y el mundo era único y a partir de ese momento todo es distinto y el mundo es otro. Y ser el primero en recibir el terrible estallido de pena, mucho más terrible porque de antemano se desconoce completamente en que forma se manifestará… con lágrimas, un grito nunca escuchado, la muerte.

Ahora, en el comedor, me he fijado en el bizcocho que mamá se llevaba a la boca y pensaba: «¿Qué es lo que sucedería con ese bizcocho si de pronto dijera: “¡Ha muerto Pavlusha!”»? Y me imaginé claramente como la mitad de ese pobre bizcocho caía al suelo, incluso vi el lugar del suelo donde se quedaría tirado y como después lo recogería Anisia y se lo comería sin saber nada.

Parece que el tiempo primaveral de Petrogrado todavía nos afecta muy mal a todos. Los niños se vuelven caprichosos e incluso mi celestial Lídochka ha infringido sus angelicales costumbres y se ha peleado con Petka. ¡Qué pequeño ser tan encantador!

El mismo día por la tarde.

Acabo de llegar de dar un paseo, he paseado durante tres horas por el malecón y la Nevskaya. ¡Dios mío! ¡Qué belleza nuestra capital del norte, que riqueza, que poderío! Hay muchos a los que no les gusta nuestro Petrogrado e incluso en la oficina a menudo se puede escuchar esta tonta discusión sobre qué es mejor Piter o Moscú. Por supuesto yo, siguiendo mi costumbre, me callo, o ¿es que acaso merece la pena convencer a gente que o bien son simplemente ciegos o prefieren no ver? A este respecto es especialmente desagradable nuestro polaco Zwolianski, que por alguna razón estudió medio año en París y no aprendió nada a excepción de hacer muecas de desprecio. «¡Imbécil, eres un imbécil!», pienso, «¡te obligaría a construir una ciudad como ésta!».

Cuando salí hoy a la Nevskaya, coincidí casualmente con ese momento poco usual en el que súbitamente en toda la calle se encienden en silencio las farolas eléctricas y las grises tinieblas se vuelven de pronto más azules que la noche. Lo más sorprendente de todo esto es que sea cual sea el tiempo, haya helada, llueva o nieve, junto con las farolas cambia el tiempo que se hace especialmente maravilloso. Me adentré con placer entre el gentío, que me parecía hoy especialmente numeroso y agitado, y me dejé arrastrar con él hasta el Admiraltazgo, sin fijarme en el camino, como si todos voláramos por el aire y durante todo el camino admiré las luces, ¡cuantas de ellas había, verdes, blancas, carmesíes! Los tranvías fluían en un río constante, era imposible contar sus farolas verdes y rojas que pasaban una detrás de otra, los automóviles con sus múltiples pares de ojos luminosos parecían barrer suavemente las aceras, en el cielo negro fulguraban las pancartas, y la muchedumbre de gente se movía, ruidosa, caminando, los caballos de postas se deslizaban (¡Alguien va de visita!), trotaban… ¡no, no seré yo quien describa esta visión sobrenatural!

Y en el malecón las moles silenciosas de los palacios, el agua negra con las luces de los escasos barcos, la fortaleza apenas visible de Pedro y Pablo con las tumbas de nuestros zares y su melancólico repicar, con la palabra de los tiempos… y en los bancos circulares de granito se sentaban las silenciosas parejas, igual que yo hace tiempo con Sashenka, introduciendo con la excusa del frío, mis manos en sus cálidos manguitos. Durante mucho tiempo, por cierto, contemplé el puente Dvortsovy en construcción y me puse a pensar en cómo embellecería aún más nuestra asombrosa capital.

Mientras volvía a casa todavía rodeado de esa numerosa y agitada muchedumbre, pensaba sobre lo lejos que se encuentra de nosotros la terrible guerra y como con toda su enorme furia era impotente sobre la vida humana y la creación del hombre. Que resistente, como si estuviera fundido en acero, me parecía todo: los tranvías, los cocheros y esas parejas sobre los bancos redondos y todo lo cotidiano de nuestra vida… y mi vergonzante miedo del inicio resultó todavía más irrisorio. ¿Acaso tenemos que tener miedo?

Y dicen que en Berlín ya están apagados la mitad de los incenDios de la ciudad y los alemanes ya están empezando a pasar hambre. Indudablemente ellos mismos son los culpables de esta salvaje guerra y yo, como ruso, debería alegrarme por su desgracia, pero… digo ahora otra vez algo que no me atrevería a decir en la oficina: si su Berlín es siquiera parecido a nuestro Petrogrado, siento lástima por ellos. Cuando oscurece también hace frío y qué frío deben estar pasando ahora esos desgraciados y arrasados teutones. Y ahora pensarán: «¿Para qué comenzaríamos esta maldita guerra, para qué cometeríamos tantos asesinatos y atropellos, si el resultado de todos nuestros crímenes es únicamente el frío, la oscuridad y el oprobio?». No, aunque me crucifiquen, no puedo entender y nunca entenderé porque la gente se lanza a matarse. ¿Qué beneficio trae? ¿Qué sentido tiene?

Es hora de dormir. Pero esto es lo que tiene el no estar acostumbrado a escribir un diario; comienzo a hablar de tonterías y no cuento lo más importante; hemos recibido una postal de Pavlushka, está sano y salvo. Y apareció justo en el momento en que mamá ya se iba a su casa y estaba en la entrada enterrándose en sus pañuelos y pañuelitos. Una alegría, por supuesto, y yo me alegré con ellos.

¡Pero que frágil es nuestra alegría humana de todas formas!

12 de septiembre

O me lo parece a mi… o la gente es un poco hipócrita. Por un lado todos parecen maldecir directamente la guerra con su crueldad y su sangre y por otro lado chasquean la lengua con un extraño placer. Puede que sean nuestras victorias en Galicia o la misma novedad de los efectistas acontecimientos militares que afectan a la mente, pero en los periódicos y en nuestra oficina hay un poco demasiada algarabía. Por supuesto que los belgas son unos héroes y el rey Alberto una gran personalidad digna de su corona, pero a pesar de todo, ¿es que no dejan de cortarles el pescuezo a los héroes? Y qué es lo que hay que celebrar aquí, no lo entiendo en absoluto, a pesar de que me calle.

Sin embargo no me pude contener y yo mismo compré un retrato del rey Alberto y rendí tributo al entusiasmo general. Pero a pesar de todo no puedo entusiasmarme con la guerra y cuando leo en los periódicos los enormes titulares, como rabiosos: «Yaroslav arde» o «Sandomir en llamas», tengo una sensación que me atormenta en el cerebro, parecida a un fuerte golpe o a la presencia en el cerebro de un objeto ajeno. Menuda imaginación hace falta para hacerse una idea completamente clara de esa imagen: ¡Yaroslav arde! ¡Sandomir en llamas! Involuntariamente vuelves a bendecir al destino de que nuestro Piter esté tan lejos de todos estos horrores y sobresaltos.

14 de septiembre

Después de pensarlo seriamente he decidido dejarle este diario a Andréi Vasílyevich para que lo lea si, por supuesto, no le matan y regresa de la guerra. Él nunca ha estado de acuerdo conmigo, que juzgue aquí si tengo o no razón. Me ha resultado especialmente desagradable releer mis pensamientos sobre mis cuarenta y cinco años y sobre mi felicidad: cuando escribes sobre estas cosas a escondidas y solo, se convierte en algo casi ruin. Y yo no soy un ruin y no tengo nada que ocultar, y una cosa es no hablar y meterse con las opiniones de los demás y otra ocultarse y esconderse. No tengo nada que ocultar, mi vida está a la vista de todos.

Petia ha estado enfermo, anginas, y he conseguido un médico a la fuerza. Nuestro Kasimir Vyacheslavovich está en la guerra y los demás están todos ocupados en las enfermerías, extenuados y no hay manera de encontrarlos. Y entonces qué: ¿tengo que alegrarme y encontrar en esto un gran sentido?, ¿que un niño enfermo se quede sin asistencia? No, pienso mantener mi propia opinión igual que la tenía anteriormente.

27 de septiembre

Todos estos días, temblando de terror, leo en los periódicos como los alemanes están asediando Amberes. Mil baterías pesadas la están cubriendo de proyectiles, destrozando y quemando todo, la gente ha escapado y por las calles vacías tan sólo corren destacamentos de soldados. «El cielo sobre Amberes está en fuego», escribe un periódico y es imposible imaginarse lo que esto significa ¡todo el cielo en fuego! Y de este cielo en llamas los zepelines lanzan bombas… ¡qué tipo de persona o de diablo en forma de persona hay que ser para volar sobre semejante infierno, sobre los incenDios, las explosiones y los tejados y a pesar de todo lanzar más fuego y destrucción!

Hoy durante toda la noche, mientras leía periódicos, he volado de esa manera sobre la ciudad ardiente y debo reconocer con vergüenza que junto con el miedo y la repulsa he sentido una increíble envidia hacia esta gente voladora sin miedo y sin compasión. ¿Qué sucede, es que acaso son de otra raza? ¿Por qué no tienen miedo? ¿Por qué no tienen lástima? ¿Por qué no les tiemblan las manos y se les para el corazón? ¿Qué ojos tienen y cómo miran cuando, inclinándose sobre la barandilla del zepelín (o como sea que lo hagan), contemplan la ciudad nocturna iluminada por los incenDios, mientras intentan apuntar?

No me puedo hacer una idea, lo leo como un cuento, pero a pesar de todo en algún sitio del alma creo que es verdad. Pero si es verdad entonces ¿por qué estoy yo en el mundo? Raza atrasada de cabestros. Vuelo en sueños y busco realmente lugares en los que pueda esconderme en caso de que fuera necesario, miro con ansiedad a las puertas. Recuerdo que hace mucho, antes de la guerra, sobre la Nevskaya sobrevoló un dirigible nuestro y que todos salimos de la oficina, nos quedamos admirados con su resplandor bajo los rayos del sol y su planear sobre el aire a esas alturas vertiginosas, los viandantes se detenían, alzaban las cabezas y entre ellos un funcionariucho borracho con su levita oficial con el cuello de una botella de vodka saliendo de su bolsillo. Miraba, apretando los ojos, al dirigible, era evidente que hacía sus cálculos, y luego dijo en voz alta:

—¡Ahí hace falta alguien sobrio!

Y salió corriendo. En ese momento todos nos reímos, pero ahora me imagino para mí mismo ese «cielo en fuego sobre Amberes» y pienso, «¿qué tipo de persona hace falta ahí? ¿sobrio o no? No, no puedo aceptar esta nueva figura volando bajo las nubes para sembrar todo de bombas desde ahí arriba. En su imagen veo de alguna forma un nuevo tirano que desprecia a todo y a todos y que quiere atropellar a todo el mundo. Ya antes había en el mundo bastantes de estos despiadados a los que todo les da igual, romper un huevo o una cabeza humana. Y si ya hemos llegado a ese punto prefiero seguir siendo un cabestro, esa raza atrasada, cortadme la garganta si así lo queréis. ¡No os detengáis por favor!».

Pero mi mente sigue volviendo a Amberes. Parece ser que esta ciudad se parece a nuestro Petrogrado, es grande y bella y hay mucha agua en ella que ahora refleja los incenDios y que fluye con sangre entre las tinieblas nocturnas. Y el cielo en llamas. Dios mío, Dios mío, ¡qué cosas pasan en el mundo!

28 de septiembre

Han tomado Amberes

2 de octubre

Puede que sea por el barro de la primavera y la oscuridad o por todos estos disparates, pero últimamente tengo un estado de ánimo terriblemente malo. Nada me alegra y en el estómago tengo una permanente sensación de nausea, como cuando estás enfermo. En los tranvías todas las mañanas hay unos desagradables y desvergonzados apretones, o ha aumentado el número de personas a pesar de la guerra o salen menos tranvías, pero siempre sales arrugado y ofendido como de una lucha de borrachos. Los incontables y a veces insolentes recaudadores y recaudadoras con sus banderillas y florecillas me afectan de una manera extremadamente desagradable. Los adolescentes, a quienes sus padres deberían mantener en casa y no deberían dejarles salir a la calle, son especialmente desagradables.

¡Dios mío! Está claro que de ninguna manera me niego a aportar mi parte, lo hago incluso con placer, hasta donde lo permiten mis limitados meDios de trabajador, pero lo que me ofende es esa desconfianza por mi sentido del deber y humanidad, esa indecente importunación, con la que algunos, casi todos, te miran a los ojos directamente a la pupila y te piden que saques el monedero. Vas por la calle y tienes la sensación de que a todo el mundo le resulta vergonzoso mirarse los unos a los otros y todos se dan la vuelta lo más rápido que pueden como para fijarse en algo, pero yo, a propósito, no paso por alto a nadie y miro de reojo a todo el mundo por ver si lleva puesto el emblema, probablemente a mí me miran a hurtadillas de la misma manera.

Esto ya casi es algo más que espiar al monedero, es espiar al alma, lo que decididamente no puedo aprobar ni permitir. Mi alma es mi alma y su único dueño soy yo. El estado o la patria, como cada uno quiera, puede disponer de mi cuerpo, hasta donde tiene previsto la ley, pero nadie, ni siquiera el mismísimo Pedro el grande tiene derecho a entrar en mi alma e imponer ahí sus reglas, por muy maravillosas que fueran. Y además de esto hay que reconocer el triste hecho de que han dejado de tener respeto por mi alma y pasean por ella como por la Nevskaya.

Por ejemplo la brutal discusión que he tenido hoy con Sasha. Siempre me he enorgullecido de mi humanidad, que considero obligatoria para un hombre inteligente y nunca he hecho ninguna diferencia entre nacionalidades, sea alemán, francés o incluso judío. Y mientras tanto estos periódicos, y toda nuestra oficina llevan dos meses intentando convencerme de que debo odiar a los alemanes y hoy mismo Sasha se ha expresado de la misma forma extremadamente burda y ha declarado: «¡si todavía sigues amando a los alemanes, eres un auténtico canalla!».

—Perdona —le dije yo—, ¿quién te ha dicho que yo les amo? Simplemente como hombre humanitario y culto no puedo odiar a un hombre sea lo que sea.

¡Y ella se rió!

—¡Bonita humanidad! Pero si Pavlusha fuera tu hermano y no el mío, hablarías de otra manera. Me sorprendo de que mamá venga aquí, ¡así quieren a su hijo!

Y el resto de la conversación me lanzó ofensas con una increíble grosería; que si era un cobarde, un traidor y que si estaba contento de no ir a la guerra por mi edad. Y esto, después de todas nuestras conversaciones sobre la guerra de la que tiene la misma opinión que yo, después de que tan sólo hace unos días me aconsejara que me fuera a cuidar en vista de mi estómago y de mis frecuentes irregularidades en el pulso… ¡menudo soldado!

Es evidente que esta tarde no hablo con ella y voy a quedarme en silencio durante dos días como castigo, pero no saldrá nada bueno de esto.

En general esta guerra está empezando a atacarme los nervios, no hay posibilidad de librarse de ella ni siquiera por un día. He intentado no leer los periódicos pero resultó completamente imposible, los vendedores gritan y en la oficina hay conversaciones alrededor de los mapas y todo esto es simplemente terrible. De tener meDios me iría a cualquier sitio, ¡hay unos rincones por el mundo! Pero aquí rodeado de esta chifladura generalizada no hay ninguna posibilidad de protegerse y salvar el alma de la torturante epidemia. Repito que no fui yo quien quiso la guerra, la juzgo y la maldigo con todo el «sentido», ¿por qué estoy obligado a pesar de todo a pensar sobre ella, a conocerla cada santo día y leer sobre estos horrores inhumanos?

Si fuera un miserable insensible, pero yo, con toda mi modestia, soy un hombre honrado, que poseo una gran sensibilidad y no puedo no sólo quedarme indiferente, sino ya no sufrir terriblemente de estos insoportables tormentos. Ya que bastante malo es que maten a miles, cientos de miles, sino que además los matan de cierta manera, con unas argucias diabólicas, con estrépito, aullido, fuego. Mientras llega la muerte asustan miles de veces al hombre hasta volverlo loco, extenúan su alma con sus trucos y sus sorpresas. Qué más da que viva en la calle Pochtamtskaya y que no haya visto ni una sola vez como disparan los cañones, cuando igualmente me queda todo claro a través de los periódicos, de los dibujos, de las conversaciones.

Y ¿por qué tengo que sufrir?, ¿a quién le hace falta? Júzguenme como quieran, pero de tener la fuerza suficiente para… embrujarme, hechizarme, hipnotizarme, lo haría sin dudarlo un momento y ni siquiera miraría en dirección a la guerra. ¿A quién le hace falta que yo, que no participo en la guerra, también sufra, pierda el sueño y la salud y la capacidad de trabajar?

¡Y qué doloroso, qué penoso que Sasha no entienda esto! Porque si se pusiera a pensarlo comprendería que mi salud es necesaria para todos nosotros, que si yo comienzo a odiar a los alemanes y, como ella y mamá, me echo a temblar a cada minuto por Pavlusha, ¿qué quedaría de mí? Ahora mismo se ha acostado ofendida y con un sentimiento de injusticia, ¡pero yo no duermo sino que sufro en mi soledad involuntaria! ¡Ay, Sasha, Sasha! ¿Acaso a mí me resulta fácil? Te llamas ser humano pero envidias a cualquier perro porque ladra a los viandantes y no sabe qué es lo que hacen por ahí los señores alemanes con los rusos y al revés.

Y no hay desván o buhardilla tan oscura donde esconderse como lo hacía de pequeño de mi padrastro. ¿Dónde escapar de tu aliento? De nuevo puedo sentirme contento de no soñar desde la infancia y aunque saco cierto descanso y olvido del sueño, desde el primer minuto del despertar a veces estoy dispuesto a subirme por las paredes por esta insoportable irritación, por esta tristeza como zumbante, que trepa por todo el cuerpo. Un sueño también se convierte en algo malo si le haces caso punto por punto. A propósito, Sasha duerme intranquila, se agita, gime, abre las manos. Al fin y al cabo es una mujer y me da lástima.

Han llegado noticias de Pavlusha que se encuentra en algún refugio y aunque por este lado podemos tener algún tiempo de tranquilidad, hoy mismo me he enfadado un poco con mamá, Inna Ivánovna, que por lo visto, no entiende qué es el refugio y continúa leyendo con insistencia ciega las listas de bajas, esperando encontrar ahí a Pavlusha. Y en vano le digo que las listas esas son antiguas, no se cree nada, puede que ya esté un poco tocada, algo de eso tiene pinta.

Hoy ha sido un día especialmente desagradable. En la oficina el polaco Zwolianski ha comenzado a dar un encendido discurso sobre la posible entrada de Turquía en la guerra y a expresar la más estúpida alegría por el hecho de que el estrecho y Zargrado serán nuestras. Y yo le miraba en silencio, con una leve sonrisa y pensaba: «pero que tonto eres. Alégrate de que Petrogrado siga siendo tuyo y deja de preocuparte de Zargrado». Y en ese momento me imaginé que en Constantinopla había un turco Ibrahim Bei, en ruso Ilya Petrovich, tan pancho, al que de un día para otro nuestros cerebritos cogen su gorda panza y la convierten en una diana. ¡Pero intenta explicarle esto!

En nuestra casa se va a abrir, a cuenta de los inquilinos, una pequeña enfermería con quince camas. Yo por supuesto también pondré mi aportación.

¡Ay, Sasha, Sashenka mía!

16 de octubre, Petrogrado

Turquía ha iniciado acciones militares contra Rusia. ¡Es la guerra!

17 de octubre

Todavía no puedo explicarme como ha sucedido, pero ayer me uní a los manifestantes que llevaban banderas y retratos por la guerra con Turquía y anduve dando vueltas tres horas con ellos por todas las calles, cantando, gritando «Hurra» y distinguiéndome entre ellos. ¡Héroe! Tan sólo tengo miedo de que nuestro héroe se haya constipado. Hoy me duele un poco el cuello y la nuca, hacía frío sin gorra. Pero en casa me encontré con una auténtica reunión: Nikolái Evguénievich y su mujer con el abogado Kindyakov (del que son inseparables), la amiga de Sashenka, la matrona Fímochka y alguno más, en total unas siete personas.

De la alegría saqué cuatro botellas de un vino que me había conseguido pan Zwolianski y las bebimos magníficamente. Todos estaban inusualmente excitados, por los acontecimientos por supuesto no por el vino. Discutían, gritaban, se reían de Turquía, después con el piano, al que se sentó Kindyakov, cantamos himnos. Me acosté a las tres ya que hubo que acompañar además a Fímochka a casa. Menos mal que pude echar una cabezadita hoy sino estaría completamente destrozado.

Es la primera vez en mi vida que he participado en una manifestación patriótica y tengo que reconocer que experimenté un sentimiento muy interesante y complejo que se mantendrá para siempre en mi memoria. Y por muy ridículo que esto le parezca a la gente con experiencia, para mí lo más interesante e inusual fue que no íbamos por las aceras sino por la calzada, por donde la gente nunca camina y que no sólo los cocheros, sino los tranvías y los automóviles nos cedían el paso. Esta situación, así como las banderas, nuestro canto sonoro y seguro de sí mismo y el hecho de que nos hicieran saludos los guardas y los soldados, le daba a todo una gran seriedad y creaba la impresión de que nosotros también luchábamos y parecíamos como un ejército interior. Entre los manifestantes había soldados y uno de ellos, un almirante de la reserva, un anciano, intentaba darnos órdenes y que fuéramos todos al paso, a veces lo conseguía con la gente que estaba a su alrededor y en esos momentos el canto se hacía más regular y nos parecíamos aún más a soldados que iban al combate. ¡Y qué bien cantábamos! ¡Y que seguridad en la victoria se sentía, en nuestra indestructibilidad y nuestra fuerza!

Pero quizá por el hecho de que marchábamos de esa forma tan poco usual por la calzada, la ciudad se mostró a nuestros ojos desde un punto de vista nuevo, como el primer día que se declaró la guerra, dentro de mí volvió a tener lugar una rotura interna y junto con el éxtasis sentía todo el tiempo ese mismo miedo inusual que no se parecía a nada en el mundo. La lejana Turquía y la misma guerra se acercaban tanto que literalmente se podían tocar con la mano y junto con este acercamiento todo se volvió precario, nada sólido, como si cada minuto estuviera dispuesto a convertirse en el último. Y de nuevo no eran los mismos turcos los que resultaban tan terribles, los despreciábamos hasta el extremo e incluso les teníamos lástima por su estupidez, sino otra cosa que definitivamente no puedo explicar. Quizá fuera esa misma precariedad. Hoy yendo por la mañana al trabajo he visto como transportaban a algún sitio en una carreta, evidentemente para replantar, unos pequeños árboles que llevaban las raíces junto con tierra encerradas en unos pequeños sacos. Se balanceaban sobre la superficie y probablemente también estaban sorprendidos de ser transportados, y sentían, como nosotros esa misma precariedad. Cuando de nuevo los planten en la tierra y agarren, su situación será natural, pero de momento, entre una tierra y otra, deben sentirse muy extraños.

Y ciertamente no puedo decir con seguridad porque gritaba más fuerte «¡Hurra!», si de entusiasmo o de miedo. Yo gritaba con todas mis fuerzas, con toda la buena fe y pensaba: «¡Dios mío!, ¿en qué acabará todo esto?», miré a las casas, a la gente, miré al cielo, de donde empezaba a lloviznar y allí estaba todo gris y brumoso… ¡y no se entendía nada de lo que sucedía en el mundo! Pero si el cielo y las casas eran las mismas que conozco desde la infancia… ¿qué era lo que sucedía entonces si las casas y la gente y el cielo eran los mismos? Al final resultó que yo mismo comencé a verme como algo sorprendente e incluso desconocido y me entraron ganas de mirar un espejo para ver como abría la boca y gritaba, qué fisonomía tenía.

Hoy ya no estoy entusiasmado ni tengo miedo y no me harías a abrir la boca para cantar o gritar ni a palos, pero sin embargo ha surgido en el alma una especie de tristeza prolongada, una melancolía casi dolorosa. ¡Señor! ¿A quién le hace falta esto? Por supuesto que, como ruso que ama a su patria no puedo no alegrarme de que el estrecho y Zargrado sean nuestras, pero aquí, en las profundidades del corazón no puedo no sentir ciertas dudas, ya que vivíamos sin Zargrado y no nos quejábamos. Y no hay ninguna duda de que van a matar a mi turco el gordinflón Ibrahim-bei y siento una pena tremenda por él.

Por alguna razón este turco gordo me resulta parecido a mí, a pesar de que no soy nada gordo, y resulta insultante en cierto modo el hecho de que no le haya hecho mal a nadie y se lo vayan a hacer a él. Por supuesto que ahora se enfurecerá, como todo el mundo los turcos son un pueblo salvaje, pero es que hasta el perro más tranquilo se puede enfadar hasta volverse loco y lanzarse contra su dueño. ¿Pero por qué había que enfurecerle? No, por mucho que cantara nuestra oficina, cada vez me gusta menos la guerra.

Hoy he hecho una tontería y he intentado explicarle a mi Lídochka lo que es la guerra y lo que es Turquía e incluso se la he mostrado en el mapa. Por supuesto no ha entendido absolutamente nada y lo que más le ha interesado ha sido que hubiera tanta agua y después me ha distraído de mis periódicos, exigiéndome con insistencia que mirara como saltaba. Salta hija, salta y alégrate de no ser una niña belga o polaca que muere en el fuego o bajo las bombas que caen de las nubes.

Es vergonzoso pensar que también matan a los niños.

20 de octubre

Por la ciudad corre el terrible rumor de que Varsovia ha sido tomada por los alemanes. En la oficina todos están descorazonados y daba verdadera pena mirar a pan Zwolianski.

En casa ha habido grandes contrariedades. En primer lugar mamá, Inna Ivánovna, se ha mudado definitivamente a vivir con nosotros: en casa de Nikolái Evguénievich ha surgido un tremendo escándalo entre su mujer y el abogado Kindyakov y se han separado. A través de Sashenka he sabido que Nikolái ha disparado con el revólver a Kindyakov pero que, gracias a Dios, no le ha dado y han echado tierra sobre todo el asunto. Es una suerte además que esa tarde estuviera mamá en nuestra casa y se quedara a dormir, por lo que no vio toda la historia. No puedo entender como en estos tiempos alguien se puede dedicar a sentir celos y a esos ajustes de cuentas amorosos. En el alma no queda un rincón vivo y aquí un hombre inteligente dispara a otro… ¡Un escándalo! ¡Una vergüenza! Ahora Nikolái Evguénevich se ha ido al Cáucaso y su mujer se pasea con Kindyakov, quiere ser actriz o algo parecido.

Y como ya hace tres semanas que no tenemos noticias de Pavlusha, uno se puede imaginar cual es el estado de ánimo en casa. Por sí mismo no es mucho tiempo (teniendo en cuenta lo lento y defectuoso que es el correo militar), pero Inna Ivánovna no puede o no quiere entender nada y su abatimiento produce una terrible sensación. Además todavía se siente cohibida, si es que no me tiene miedo, todavía piensa por su anticuado amor propio que no tiene derecho a vivir con nosotros y cuando yo, con todo el corazón, empiezo a tranquilizarla en relación con Pavlusha, a mostrarle que el correo es un desastre y todo lo demás, ella inmediatamente me da la razón y me mira con tanto miedo, como si le estuviera proponiendo subrepticiamente que se fuera de nuestra casa. Una vez no pude contenerme y le dije:

—¿Pero cómo no le da vergüenza mamá, pensar así? ¿En que situación me deja a mí? Yo tan sólo le deseo bien y usted me mira como si fuera un alemán de Berlín.

Se asustó aún más… ¡menudo absurdo! Cuando yo no estoy, según dicen, llora todo el rato, pero cuando estoy incluso sonríe y bromea aunque tan sólo por la manera que tiene de confundir las palabras y las cosas, se puede ver qué es lo que tiene en el alma. Ahora mismo por ejemplo me ha traído ella misma un vaso de café pero se ha olvidado del azúcar y la verdad es que resulta doloroso que te sirva de una anciana tan vieja que se mueve ella misma con dificultad sobre sus piernas cansadas.

Pero lo más doloroso, lo que me afecta hasta lo más profundo del alma, es mi bondadosa Sashenka, con la que simplemente no sé qué hacer. Éste es un tema sobre el que sólo se puede hablar en un diario. El asunto tiene que ver con la enfermería que se ha construido en nuestra casa con los meDios de los inquilinos, incluidos los míos. Pero el problema no es el dinero, aunque tengamos poco, sino que en cuanto llegó la primera partida de heridos, Sashenka con todo su corazón femenino se unió a la enfermería y ahora es una enfermera mayor, o mejor dicho una asistente ya que no ha hecho ningún curso.

¿Es que acaso se puede decir algo en contra de tanta bondad y sincera compasión cristiana? Todos los conocidos alaban a Sashenka y los soldados la quieren y ella misma siente una notoria satisfacción… y yo me callo y apruebo. ¿Qué otra cosa puedo hacer además de aprobar y callarme? Por mucho que diga y por mucha razón que tenga, no me creerán e incluso me juzgarán, me ofenderán con graves sospechas, me asignarán inmediatamente el título de egoísta y tirano. ¡Un hombre que prohíbe a su mujer trabajar en una enfermería! Y como lo demuestras. A la gente le resulta muy cómodo que una mujer no se ocupe de su familia sino que sirva y zurza los andrajos que se dignen a traer.

Y mientras tanto, en justa conciencia, no puedo no proclamar que la hazaña de Sashenka en la enfermería no sea una completa inmoralidad, un comportamiento estúpido y censurable. No se puede uno entregar por completo a la caridad y dejar a sus allegados de lado. ¡No se puede! Y ¿qué caridad sería ésta si tan sólo siente lástima de otros y se olvida de los más indefensos e inocentes?

Incluso aquí resulta algo incómodo hablar con todos los detalles. Tengo un estómago delicado y para continuar siendo un verdadero trabajador para la familia y no un inválido, necesito una alimentación normal, pero nuestra Axinia que se preocupa sólo de ella misma, me alimenta con una bazofia tal, que ya he tenido cólera, cólicos y espasmos. Por supuesto que, ¿qué significa el estómago de una tal Ilya Petrovich frente a los truenos y los horrores de la guerra, ante el sufrimiento de los heridos, de los desafortunados y los huérfanos…? ¡Da vergüenza incluso decirlo! Ahora incluso los médicos tratan estas enfermedades con desprecio. Pero si se tiene en cuenta que Ilya Petrovich es un hombre como los demás y que toda su vida ha trabajado honradamente, no sólo para sí sino para los demás, y ahora sigue manteniendo a su familia y a unos niños pequeños, me atrevería a afirmar que su estómago merece una seria atención y cuidado.

Pongamos, sin embargo, que yo me las apaño de alguna manera con mi despreciable estómago, pasaría algo de hambre o algo por el estilo pero ¿y los niños? Somos tres y la mayor, Lídochka, no llega a los siete años (me casé muy tarde) y nuestra niñera que también es la sirvienta, es el ser más inculto e inútil del mundo, capaz de envenenar de buena fe o de resfriar a un niño. Hace poco pasó precisamente eso con Pietia, que se empapó los pies y tuvo que estar tres días al calor, el más pequeño Zhenia, tampoco está bien, por alguna razón se niega a comer, a adelgazado claramente y empalidecido pero ¿qué puedo yo hacer con él cuando yo no sé hacer nada con los niños? Cuando le digo a Sashenka lo de los niños, que su estado es verdaderamente lastimoso, dice brevemente: «Dile a mamá, ella lo arreglará todo». ¡Mamá! ¡Inna Ivánovna, qué se inclina con el viento como una pelusilla blanca, que en sueños o despierta sólo ve a su Pavlusha en las trincheras! No discuto que en tiempos de maricastaña mamá fuera una trabajadora, pero dónde estará ahora… además, ¿acaso no es indecoroso cargar a una anciana con semejante peso? Da pena mirar su ímprobos esfuerzos de anciana. Hace unos días se nos ocurrió la idea de que los niños jugaran con ella, o quizá empezó ella, pero el resultado final fue que la tiraron al suelo y por poco no la matan o la hacen daño, con la misma inocencia que un gato. Cuando la liberé se echó a llorar y yo me conmoví mirando la temblorosa cabeza despeinada por los niños.

¡Mal, mal! Sashenka se porta muy mal, no actúa con conciencia ni como debe actuar. No fuimos nosotros los que quisimos y comenzamos la guerra, y esta maldita guerra no tiene derecho a irrumpir en nuestra casa, como un ladrón y saquearla. Bastante tenemos con los sufrimientos y las víctimas, que llevamos con humildad, a pesar de ser completamente inocentes, y no tiene sentido lanzarnos nosotros mismos a sus pies como se lanzan los hindús bajo la carroza de Juggernaut, su Dios del mal. No reconozco Dioses del mal, no reconozco la guerra y cuanto más me afirman sobre su «gran sentido» menos veo el sentido a mi alrededor, incluso en mi propia casa. O, ¿acaso tiene sentido que mi querubín, la pequeña Lídochka, lleve sombras de tristeza en su rostro infantil y que viéndome aburrido y descontento intente con su pequeña mente y sus débiles manos ayudar en las tareas de la casa, limpiando vasos y cuidando de Zhenia? Es ella la que necesita una niñera y que la cuiden.

¡Mal, muy mal! La vida se encarece a cada hora, ya ni siquiera se nos ocurre coger un coche para ir al teatro e incluso hay que ahorrar en el tranvía, confiando más en nuestras propias piernas. Ahora ya no me traigo a casa trabajo extra para fingir, gracias que todavía lo hay. Hemos tenido que devolver el piano. Y la maldita guerra parece que sólo acaba de empezar, tan sólo no estamos aficionando y lo que allí sucede, lo que le pasa a la gente uno no se lo puede imaginar más que con terror.

Ya no hablo de las clases bajas e incultas, sino de los catedráticos, estuDiosos, abogados y otras personalidades con educación superior que se apuñalan, se pelean como fieras, completamente enfurecidos y alejados de cualquier humanidad. ¿Cuánto vale después de esto la ciencia o incluso la religión? Antes mirabas a un catedrático y pensabas: «He ahí un hombre sólido, tras el que estarías como detrás de un muro de piedra, ni mata, ni roba, ni ofende porque lo entiende todo». Pero ahora hasta él se ha vuelto tan terrible como los demás y decididamente no puedes confiar en nadie. Realmente, como dicen, ¡todo el alma tiembla como una cola de cordero!

Decididamente protesto contra la afirmación de que todos somos culpables de esta guerra, incluido yo. ¡Me da risa hasta discutirlo! Por supuesto que según su opinión yo no debería ni comer ni beber, sino pasarme todo el día en la calle gritando «¡abajo la guerra!», y «quitarles las armas a los soldados» y… pero sería interesante saber, ¿quién me haría caso aparte del guardia? Y ¿dónde me encontraría ahora, en la cárcel o en el manicomio? No, niego cualquier culpa, sufro en vano y sin sentido.

Una pequeña noticia: Andréi Vasilyevich, mi futuro lector, ha recibido de golpe dos cruces de San Jorge. Sashenka por amistad con Andréi Vasilyevich se enorgullece enormemente de este hecho, pero yo solamente me he atrevido a preguntar «¿Estáis satisfecho Andréi Vasilyevich?».

2 de noviembre

¡Hoy he hablado abiertamente!

Últimamente, por más que compre tabaco nunca tengo y nadie en casa fuma, por lo tanto: Sasha los lleva a su enfermería para los heridos. ¡No voy a cerrar con llave los muebles como para protegerme de un ladrón! Pero he intentado únicamente insinuarlo a Sasha y como respuesta me ha soltado:

—¡Aunque dejes de fumar igualmente se los llevaré a los heridos!

Y me miraba de forma tan terrible que en sus queridos ojos no leí amor sino un odio digno de un enemigo. Me sentí tan triste y frío como si estuviera sentado en una verdadera trinchera bajo la lluvia y un maldito alemán me apuntara directamente a mí. Por supuesto que mañana compraré dos mil cigarrillos y los colocaré todos en la mesa, qué no piense que soy tacaño… ¿pero cómo es que no entiende que aquí no se trata de tacañería? ¡Ay, Sashenka, Sashenka!

6 de noviembre

Muy a menudo me paso por nuestra enfermería, que ahora se ha ampliado con fondos de la ciudad y ocupa dos plantas enteras, y me enveneno el corazón inútilmente con la visión de los heridos, con las piernas o los brazos amputados, o los ciegos. Es una terrible visión después de la cual durante dos horas te castañean los dientes, especialmente cuando llegan los frescos, como los llaman las enfermeras. Y si no te pasas por ahí de nuevo te ganas la fama de insensible y de miserable, ¡así que voy para satisfacer la opinión general!

Un soldado me impactó especialmente con su relato, un hombre que ya no era joven, de la reserva. Según sus palabras, él antes de incorporarse, decidió no matar a nadie y cuando se lanzaron sobre las trincheras alemanas en un ataque de bayoneta, para evitar la tentación arrojó su arma por el camino. Maravilloso. Pero cuando con los demás cruzó la maldita línea le dominó tal furia y frenesí que, ¡literalmente con los dientes!, mordió a un alemán arrancándole la garganta. ¡Qué horror! Pero lo más terrible de todo es que ahora por las noches cuando delira, muerde con furia su almohada, imaginándose que es el alemán, la muerde y llora, muerde y llora.

¡Dios mío!, ¡qué no me pase nunca nada parecido! Hace poco por la noche, pensando en la guerra y en los alemanes que la habían empezado, llegué a un estado en el que ciertamente podría haber mordido a un hombre. Pero a Sashenka no, hasta por las noches hace guardia en la enfermería y me resulta tan terrorífico estar solo, su cama vacía, mamá Inna Ivánovna que parece más un muerto que un vivo, todas estas tonterías y robos, que no me pude contener. Me vestí y ya que la enfermería está aquí en la casa, fui a ver a Sashenka.

Sashenka no se sorprendió lo más mínimo con mi paseo nocturno y únicamente me pidió que no hiciera ruido, incluso me consiguió, de algún sitio, una taza de té y me la trajo. Me sonrió. A nuestro alrededor lo único que había era el silencioso gemido de la noche y las lámparas a medio gas, únicamente podías escuchar unas débiles voces que llamaban: ¡enfermera!, ¡enfermera! Después me llevó hasta el mismo herido que muerde al alemán imaginario. Ciertamente estaba farfullando algo, toda su cabeza estaba vendada y con los dedos de ambas manos apretaba la manta. «Lo está ahogando» me dijo Sashenka. Le dio de beber y se tranquilizó por un tiempo, reposó las manos inocentemente como un niño y se calmó.

Me quedé con ellos prácticamente hasta que amaneció, pero en casa, en mi cama no me pude dormir durante mucho tiempo y varias veces me eché a llorar de pena. Me imaginaba su cabeza vendada y esas pálidas manos… ¡Qué duro!

¿Acaso no tendría razón Sashenka y no les quería dar mis cigarrillos por tacañería? ¡Dios mío, qué tontería! Ya que cuando esa noche miré al herido, me hubiera puesto de rodillas frente a él de haberme pedido un cigarrillo, ¡de haber querido fumar esa alma torturada! El hombre tiene una memoria muy corta.

4 de diciembre

Han llegado cuatro cartas juntas de Pavlusha, está sano y salvo. Está de nuevo en Prusia. Por supuesto que mamá y Sashenka y yo mismo, estábamos todos alegres y encantados, pero mientras yo pensaba «¡Hasta que punto es irracional el ser humano!». Después de su última carta Pavlusha podría estar muerto o herido cien veces, pero como nosotros no queremos imaginárnoslo nos alegramos con las cartas tanto como si ese papel mate con débiles marcas de lápiz fuera el mismo Pavlusha.

Esto es lo que escribe por cierto:

«¿Qué más te puedo contar Sashenka? Aquí todo es extraordinariamente interesante. Entre las tinieblas nevadas miras a la masa de gente que se mueve y piensas… nieve… el campo… Alemania, grandes acontecimientos, una gran guerra está frente a mí y yo estoy en ella. Viene el oficial de su posición, con su pelliza, con las botas, con la capucha, todo cubierto de nieve, goteando, y vuelves a mirar como una vez que se ha quitado la pelliza se calienta con un té y piensas “¡mírala, una gran guerra, míralo, el gran ejército ruso!”. Y hasta en el más ínfimo gesto de nuestra cotidianeidad en la campaña militar se siente la grandeza de lo que está pasando. Hay que recalcar que, por lo que parece, en todos los sitios de nuestro frente todas las operaciones militares han tomado un tempo más lento. Con la nieve, con el frío todo parece como que se ha hecho más pesado, especialmente la gente. Envueltos en sus abrigos se mueven menos, más lentos. Y ahora viene el tiempo difícil, el más difícil. Ahora estoy sentado con los oficiales, estoy escribiendo la carta y tomando té en un vaso con salvamanteles, pero de pronto el teléfono tiembla y… todo cambia, como en un sueño. Mueven las baterías una versta hacia un lado o hacia delante, nos toca cavar en la tierra dura y fría, excavar para la noche un frío hoyo, ¡qué frío hace ahora en las trincheras!, y hay que tumbarse en ellas, dormir, aterido y hambriento. Y esto no me lo invento, no me lo imagino, éste es el escenario que hay casi todos los días. ¡Y no hay nada seguro, ni una hora! Por cierto, ¿sabes Sashenka a qué se parece la nieve sobre la que cae la sangre? A una sandía… ¡es extraño!».

Y en otra escribe como por la noche, en las posiciones, con el deshielo se cubrió con paja húmeda y por la noche vino la helada y tuvo que arrancarse la paja congelada a la fuerza. ¡Pobre Pavlusha! Pero nosotros leímos la carta y nos alegramos.

18 de diciembre

¡Menuda ventisca hoy! Recorría todas las calles, se amontonaba en todos los altos, dejando blancas todas las cornisas y muros, las casas se alzaban con los ojos blancos, como lucios congelados. Y parece como si la ciudad no existiera y estas casas se alzaran en una hilera absurda en medio de un limpio campo de nieve. He pasado cerca de la catedral de Isaac: en los escalones y tras las columnas había montones de nieve, y eran tan frías esas columnas de mármol pulido que resultaba terrible mirarlas. Y la gente se arropaba y se empujaban los unos a los otros, haciendo esfuerzo a favor o en contra del viento, pero la mayoría está sentada en su casa. Y de pronto me vino un pensamiento a la cabeza: ¿qué pasaría si no tuviera ninguna casa en absoluto y me tuviera que quedar en la calle? Para volverse loco. ¿Cómo estarán ahora ahí?

No tengo tiempo para escribir en el diario. Estoy tan lleno de trabajo a destajo que no puedo siquiera respirar a pleno pulmón porque no tengo tiempo. Y también ando mal de salud, estoy cansado, tengo como soñolencia, el corazón parece como si estuviera cubierto de hielo, a duras penas te calientas por la mañana bajo dos mantas calientes. Menos mal que el piso está caliente.

Las Navidades están a punto de llegar y ¿dónde está el fin de la guerra? En lugar de abetos en venta, en las plazas marchan y se entrenan los soldados, vayas donde vayas ahí están. Alegres, sin embargo, y casi sin querer te arrastran con ellos. En la plaza del palacio he visto hace unos días una visión totalmente curiosa que en un primer momento me ha hecho reír. Había como unas cincuenta personas de instrucción y cuando los vi en la distancia parecía que todos estuvieran iluminados por el sol. Pero no había sol, ¿qué milagro era éste? Me acerqué más y sin querer me eché a reír; todos hasta el último eran rubios, con barbas rubias y la verdad parecía como si les diera el sol. Pero me fijé con más atención y mi estúpida risa se apagó: las barbas eran rubias, pero los rostros eran ancianos y pálidos, con arrugas y en los ojos no había alegría, sino una absoluta tristeza. Debían ser los de la reserva, padres de familia. Después supe que elegían a los rubios para un regimiento o guardia especial.

He ganado algo más de dinero para sacar en navidad a Sashenka de la enfermería, coger a los niños e irnos unos tres días a algún sitio en Finlandia. Aunque sólo sea para descansar de los periódicos. Estoy cansado. Y hay tal oscuridad en las habitaciones como si todos nos hubiéramos vuelto ciegos. Apenas se pueden distinguir las caras amarillas. Estoy cansado, cansado.

Lunes 22 de diciembre

Han matado a Pavel, ¡Señor!

Es de noche.

Pavlusha querido mío. ¡Pavlushenka! Querido niño mío inapreciable, ¡querido hermanito mío! No eras de mi sangre y te di poco cariño, no sabía que morirías sin llegar a anciano y ahora de qué te sirven mis amargas lágrimas. ¿Dónde están tus pequeños ojos grises y tu risa indecisa, tus pequeños bigotes de los que nos reíamos? Muerto, no acabo de entender, qué es lo que significa, qué significa. ¡Muerto!

¡Querido mío! ¡Amigo mío! ¡Defensor mío! Yaces y no me escuchas. Escribiste que tenías frío… ¡te cogería y te abrazaría fuerte con ambos brazos, cubriría todo tu cuerpo, te daría todo mi calor, mi muchacho! No sabrás cómo termina esta guerra y cómo te interesaba…

¡Pavlusha! ¡Pavlusha!

SEGUNDA PARTE

Año 1905

5 de enero de 1905

La muerte de Pavlusha me la comunicó su compañero, el voluntario Petrov. Por lo visto como temía que la impresión fuera demasiado fuerte para madre y Sashenka, Pavlushka le había dado antes a su compañero la dirección de mi oficina para que yo le comunicara a sus familiares cercanos la terrible noticia. Nunca olvidaré ese terrible momento en que abrí el sobre «del ejército en activo» con una letra desconocida y presintiendo ya la desgracia, leí las breves líneas. Todo esto tuvo lugar en la oficina y todos me dieron su pésame, ¿pero de qué me servía a mí su pésame?… Y me he ido a casa, atormentado por un pensamiento: ¿Cómo se lo digo a Sashenka y a mamá?

Cuando ya había salido para la enfermería, donde estaba Sashenka, súbitamente me di la vuelta y durante unas dos horas deambulé sin sentido y sin entender nada de lo que me rodeaba por las calles, incluso entré por alguna razón en la cafetería de Filipova. No sé si es que el día era especialmente nevado, pero todo me parecía inusual y sobrenaturalmente pálido y resultaba todavía más extraño mirar a la gente y a los tranvías, y cuando el tranvía tocó la campanilla, su repicar resonó dolorosamente en el mismo cerebro. Parecía como si todo el mundo estuviera en silencio y únicamente los tranvías tocaran y tocaran la campana como locos. Pero todavía no podía llorar, tan sólo pensar en Sashenka y en mamá me secaba las lágrimas.

¡Pero para que dar detalles, se entiende por sí sólo! Sólo diré una cosa: es mejor la pena de muerte, mejor cualquier tortura que decirle a una madre la primera palabra para comunicarle que han matado a su hijo, que está muerto. Si me pasara otra vez, creo que antes me suicidaría que ir a hablar y mirar aunque sea sólo una vez en esos ojos que todavía no saben nada y que te miran confiados e interrogativos. Y por muy triste que sea ahora, por mucha pena que me dé el pequeño Pavlushka hasta ponerme a llorar todas las noches, no puedo no alegrarme de que todo haya pasado y de que no vuelva a suceder. Y no sé hasta que punto no es más fácil de sobrellevar morirse uno mismo que ver esto.

Por supuesto que no nos hemos ido a Finlandia. Desde ese momento Sashenka dejó su enfermería y sobreponiéndose a su dolor, pasa todas sus horas junto a Inna Ivánovna. Y ¿Qué puedo decir de la anciana? No se murió, pero tampoco vive. No comprendo ese estado. Durante unas dos horas llora pulcramente en algún rincón, después o bien va junto a Sashenka a escuchar una misa de réquiem o bien comienza a andar sin sentido por el piso, o si no de pronto se pone a limpiar el polvo hasta donde no lo hay. El café, como antes, me lo sigue trayendo sin azúcar. Pero ayer de pronto desapareció, no estaba durante media hora, una hora y ya no sabíamos que pensar, y resultó que se había quedado encerrada en el Watercloset y no sabía abrir, pero se mantenía callada. El caso es que la llamábamos, gritábamos. Se escondió y se mantuvo callada, tan sólo cuando estábamos a punto de echar la puerta abajo respondió y alzó la voz. Pero por más que le indicábamos desde fuera cómo abrir, por más que le explicamos fue incapaz, tuvimos que ir a la oficina y llamar al cerrajero. Sashenka la regañaba:

—¡Tenías que haber contestado, mamá, nos hemos quedado roncos de llamarte!

Se quedó callada y después comenzó a llorar. Ahora todavía se avergüenza de que Lídochka o la niñera la acompañen al baño, pero no se la puede dejar ir sola.

Y a esto se le llaman fiestas, ¡Navidades! Horrible. Por el día todavía es soportable, pero por la noche te acuestas y, después de guardar el aliento, comienzas a escuchar quien es el primero que comienza a llorar en su cama, Sashenka o mamá tras el tabique. A veces sucede que hay silencio casi hasta el amanecer, como si durmieran y consigues dormir un poco, pero de pronto la cama comienza a temblar y a golpear del llanto… ¡ha empezado!

La última vez que vi a Pavlusha fue el 4 de agosto, cuando todavía estábamos en la dacha y mamá estaba de visita. Enviaban a su regimiento de las profundidades de Finlandia, dónde se encontraba en ese momento, a sus posiciones y Pavlusha, entre dos trenes se pasó por casa una hora y media. Ya era casi de noche y en ese instante nos llevamos una tremenda sorpresa, nos disgustamos, nos quedamos aturdidos. Iba vestido con un pesado uniforme de campaña, con una olla y un saco, todo negro lleno de polvo, especialmente apestoso, irreconocible con su aspecto de soldado, con el pelo corto pero ya un poco crecido. Habían estado talando un bosque por ahí en algún lugar, cavando en la tierra y olía más a campesino o leñador que a soldado. Tuvo tiempo para susurrarnos: «Nos han anunciado la partida, vamos a Varsovia», pero a mamá se lo ocultamos los primeros días.

Miré su fúsil, era esbelto, como una señorita, pero no recuerdo el modelo, a pesar de que me lo dijo. Pero que significa un modelo, ni siquiera recuerdo su cara, tan sólo sé que era particular. Hay otra cosa que no hice y sobre la que pienso todo el rato; no lo llevé por toda la dacha dejándole despedirse de ella. Pero como decirle:

—Pavlusha, despídete de todo… ¡porque puede que te maten y que no vuelvas a ver nada de esto!

Sí, y probablemente él pensaba lo mismo pero no se decidió a decirlo, de modo que nos sentamos en una terraza, como si estuviéramos con un extraño, en las habitaciones ni siquiera entramos. Después todos le acompañamos a la estación que se encuentra lejos de la dacha, nos besamos con fuerza pero precipitadamente y contemplamos como intentaba meterse por una abertura del vagón de mercancías, donde en la oscuridad hormigueaban los soldados, bromeaban y se reían… sus nuevos camaradas. Muy pronto el largo tren se puso en marcha, los soldados desde todas las puertas gritaron «¡hurra!», y todo se terminó, llegó la tranquilidad. ¿Por qué recuerdo tanto precisamente esa lucecita roja que se alejaba del último vagón? Precisamente eso. También me acuerdo de lo silenciosas que estaban las dachas cuando regresábamos a casa.

Y ahora ha muerto, y no sabemos dónde lo han enterrado. No lo puedo entender, ¡no puedo! No entiendo nada de lo que está sucediendo, no entiendo nada de la guerra. Tan sólo siento que nos va a aplastar a todos nosotros y no hay salvación de ella, ni para los pequeños ni para los grandes. Todos lo pensamientos se han esfumado y vivo en mi propia alma como si estuviera en un piso ajeno, no encuentro mi sitio en ningún lugar. ¿Cómo era yo anteriormente? No recuerdo.

Alguien me ha cogido con sus inmensas manazas y moldea conmigo una extraña figura… ¡Cómo puedo oponer resistencia!

17 de enero

¡El miedo que hemos pasado hoy! Mamá ha desaparecido hoy de casa, se fue por la mañana, y hasta la misma noche no ha aparecido. Yo estaba en el trabajo, Sashenka como siempre se había ido a visitar la enfermería, pero la torpe niñera no puede explicar nada, ella no se dio cuenta de cuando se fue Inna Ivánovna, y no se lo comunicó a nadie. Era completamente natural suponer que, dada su distracción y su falta de atención hacia lo que la rodea, la hubiera atropellado un tranvía o un coche en la calle.

Llamé a Sashenka y a toda prisa me puse al teléfono a llamar a todos los conocidos y ya me había dado tiempo a revisar todos los rincones cuando de pronto apareció mamá. Resulta que había tenido la ocurrencia, sin decirle nada a nadie, de ir al otro extremo de la isla de Vasilev a visitar a una amiga suya, otra anciana como ella, y que se había quedado allí con ella hasta la noche. ¡Pero a quién se le ocurre!

Por supuesto que Sashenka, en un ataque de cólera la ha regañado, pero mamá se ha ofendido y se ha echado a llorar, a duras penas la hemos podido tranquilizar después, se ha puesto terriblemente susceptible. Ahora hay que vigilarla.

20 de enero

Los alemanes se han puesto a hundir barcos directamente. Lo único que queda es encogerse de hombros ante estas acciones dementes, que superan los límites de cualquier mente humana. Hay algo malvado en estos barcos submarinos que les obliga a morder y destruir incluso sin sentido. ¿Acaso con la oscuridad y la falta de aire enloquece la gente allí, se intoxican con venenos y pierden toda la conciencia humana? Nuestra oficina se agita, pero sólo yo perplejo me encojo de hombros y siento que mi cara es tan estúpida como la del alemán que hunde barcos. ¿Qué me dices?

14 de febrero

Me he constipado y me he pasado toda una semana en casa con una fuerte gripe. A pesar de la enfermedad quizá hasta hubiera podido descansar si no fuera porque como no tenía nada que hacer he leído periódicos sin parar, reflexionando sobre todas las circunstancias de esta terrible época. Lo que escriben, lo que están haciendo… ¡insoportable!

Me escandalizó especialmente un bondadoso señor que por alguna razón incomprensible es considerado uno de los corifeos de nuestra literatura. En plena conciencia podría decir que su ruin artículo no es más que una villanía y un delito, por mucho que haya entusiasmado a toda nuestra estúpida oficina. ¡Manada sin conciencia! Con las expresiones más estrepitosas y altisonantes, tergiversando la lengua como un abogado, este caballero nos afirma que la guerra traerá una felicidad inusual para toda la humanidad, por supuesto que en el futuro. Pero de la humanidad actual, dice, se tiene que sacrificar humildemente para la felicidad de la futura. La presente guerra sería, según él, algo parecido a una enfermedad que, matando células separadas del cuerpo, llevaría a todo el organismo a su regeneración, que se consuelen las células con eso. ¿Y quiénes son esas células? Parece ser que somos yo, Inna Ivánovna, nuestro pobre Pavlusha muerto y todos esos millones de caídos y mutilados cuya sangre y lágrimas abrazaran pronto la triste tierra.

¿Qué os parece?

Y resulta que nosotros, las células, no sólo no debemos protestar e indignarnos, ni sentir dolor, sino que debemos inmediatamente sumirnos en el más salvaje regocijo por el hecho de ser útiles. Pero ¿qué sucede si no nos apetece regocijarnos? En cualquier caso ése es nuestro problema, la guerra toma todo lo que necesita, cinco o diez millones y entonces llegará la sanación y la felicidad. En cuanto a esto, según palabras del señor escritor, es especialmente importante que incluso los que queden después de tanto sufrimiento, compungidos, comprenderán ciertas cosas poco usuales, se amarán los unos a los otros y serán algo así como ángeles encarnados… ¡Bah, si cogiera a ese anunciador, le daría unos cuantos azotes mientras todavía estoy en caliente, antes de convertirnos en ángeles! ¡Por más que seas un ángel sigue siendo desagradable descomponerse!

Así que a partir de ahora ya no soy más Ilya Petrovich Dementiev, sino una célula que no puede siquiera reflexionar para no estropear los asuntos comunes. No, querido señor, no soy una célula, soy Ilya Petrovich Dementiev, el mismo que era y seguiré siendo. ¡Un hombre con todos los derechos naturales del hombre! Y por más que me invitéis a morir alegremente, no pienso morirme bailando y si esto sucede, si a pesar de todo me lleváis a la muerte o al manicomio, moriré con una maldición, con un inconsolable odio hacia los asesinos. No, no quiero convertirme en una célula ni en un ángel siguiendo su receta, mejor sigo siendo el pecador de Ilya Petrovich, que responderá de sus pecados ante Dios y no ante ti, un insignificante escritor.

Y no quiero morir por la sociedad del futuro, ¡no tengo el menor deseo de hacerlo! Si el hombre de ayer sufrió por mí, y yo debo sufrir por el hombre de mañana, y el hombre de mañana tiene que sufrir por el de pasado mañana, dónde acabará, dónde está el sentido de este sinsentido. No, basta de esta mentira. Yo quiero vivir y disfrutar de todos los bienes de la vida y no abonar la tierra con mi cuerpo para un señorito de cuello blanco… ¡lo odio con toda su dignidad! No necesito a ese señor.

¡Una célula! Qué sepas Pavlushka, ahí en tu tumba desconocida en algún jardín de Prusia, que no fuiste nada más que una célula, y usted, Inna Ivánovna, por favor, tranquilícese y coloreé sus mejillas, su hijo no ha muerto ni ha sido asesinado, sino que simplemente ha desaparecido una célula y se ha ido freír espárragos.

¡No, hasta que punto hay que ser engreído, hasta que punto de impiedad hay que llegar, para comparar al hombre y su santo nombre con una célula! ¡No puedes llamarme así ni siquiera a mí, escritor sin conciencia, y si muero, si pierdo el juicio, si me pierdo, no bailéis sobre mi tumba, no la profanéis, sino lloradme! ¡Llora por cada uno, porque ya no volverá más! No te pavonees de que eres un orgulloso escritor y yo sólo, Ilya Petrovich, un pequeño hombre que nadie conoce, llora con todas tus lágrimas, apiádate con toda tu compasión, adorna mi tumba prematura con flores.

Cuánta estupidez insensata en esta aritmética suya: contar a la gente por millones, como el grano. Con ese cálculo estúpido se desorienta usted mismo: ¡millones! Se cuenta el grano y los pepinos, los hombres no se cuentan, eso es una mentira del diablo. Todo el que no llama a la gente por su nombre sino que la cuenta, es un servidor del diablo y un mentiroso: se miente a sí mismo y a los demás, en cuanto empiezan a contar a la gente, pierden toda piedad, toda razón. Como ejemplo aquí en el periódico han impreso literalmente sobre un enfrentamiento militar: «Nuestras bajas son insignificantes, dos muertos y cinco heridos».

Sería interesante saber, ¿para quién son «insignificantes»? ¿Para los que han muerto? También sería interesante saber que es lo que él mismo respondería a este respecto si lo levantáramos de la tumba, ¿consideraría esta pérdida insignificante o pensaría algo diferente? Dejemos que recuerde todo desde el principio: su infancia, su familia y su querida mujer, y cómo se fue y tenía miedo y que cantidad de pensamientos y sentimientos tuvo y cómo todo esto quedó interrumpido por un pánico mortal… y resulta que todo esto es «una pérdida insignificante». Así que reflexiona impío escritor y entiende a quien sirves con tu sabia aritmética, no mientas en cuanto a la prosperidad de todos, de la cual tú, por lo que veo, no entiendes nada.

Me sacó de mis casillas, ¡qué se lo lleve el diablo!

Los niños están sanos. A mi Lídochka se le han caído de sopetón los dos dientes de leche de delante y su cara con ello se ha hecho todavía más linda y entrañable. Es agradable tener una hija educada. Mientras estuve guardando cama me leía lentamente sus cuentos.

26 de febrero

La comadrona Fímochka ha hecho una interesante observación, según ella antes de la guerra estaba muy de moda el color rojo; los trajes de mujer rojos, las bandas, los sombreros y todo con lo que se viste el sexo bello. Hasta donde puedo yo recordar es completamente cierto e inevitablemente te viene a la cabeza el siguiente pensamiento: ¿no habría en esto algún terrible presentimiento, cierta insinuación significativa de los sangrientos terrores que nos aguardaban? Pero si esto es así, qué ciegos estaban los que consideraban el color rojo alegre, y ¡entre qué tinieblas deambula el hombre! Sin embargo ahora el rojo ya no lo ves en ningún sitio, como si se lo hubiera llevado el viento o lo hubiera pintado de otro color la lluvia. Entre que tinieblas deambula el ser humano, ni siquiera la ropa la puede elegir libremente.

Estoy cansado. No me atrae el diario, además no tengo tiempo, tengo mucho trabajo. La maldita guerra se come el dinero como un cerdo las naranjas, nunca hay suficiente. Y yo me siento algo extraño, no sé si me he acostumbrado a la masacre, o finalmente lo he aceptado, pero miro todo mucho más tranquilo, lees de pronto «¡diez mil muertos! ¡Veinte mil muertos!…» y te fumas un cigarrillo con tranquilidad. Y prácticamente no leo los periódicos, no como al principio cuando corría a por la edición de la tarde hasta la esquina bajo la lluvia o el mal tiempo. ¡Para leer!

Sashenka sigue en la enfermería, la veo poco y, por supuesto, sigue habiendo el mismo desorden en casa. Pero debe ser que hasta a esto me he acostumbrado, casi ni me fijo en lo que como. Mamá parece como si no estuviera en casa, he dejado de darme cuenta de su presencia, además es silenciosa como un ratón. Ante el ambiente triste de la casa me desahogo ocupándome de Lídochka, yo me ocupo de ella y le leo cuentos. Es una chica preciosa, un verdadero aliento divino, y en nuestras noches más oscuras en la casa ella la ilumina, como una lámpara. Mi querida.

Finalmente desvelaré otro secreto por el que de nuevo la gente seria no me alabará… aunque la verdad es que no necesito demasiado sus alabanzas, ¡por Dios! La matrona Fímochka, que estuvo en casa sin Sashenka, al ver mi tristeza, me ha enseñado a jugar al patience. A decir verdad, la ocupación es completamente tonta e inútil, pero cuando tienes un estado de ánimo tonto, cuando ni leer, ni hablar te entran en la cabeza, ayuda mucho a olvidarse de todo. Y a veces hasta te entusiasmas, ¡te olvidas hasta de dormir! He intentado enseñar a Inna Ivánovna, pero es imposible, no entiende nada y por alguna razón incluso se niega, como si viera en ello alguna distracción a la fuerza de su camino de sufrimiento. Además de eso he leído en el calendario una máxima admirable: «Quien no ha aprendido a jugar a las cartas en la juventud, se prepara una triste vejez». ¡Pero no sólo se trata de aprender a jugar a las cartas!

Estoy cansado.

6 de marzo

He recibido carta de Andréi Vasílievich. Después de expresar su más profundo pesar por la muerte de Pavlusha, al que quería mucho, Andréi Vasílievich pide perdón porque no puede escribir mucho, está muy ocupado y cansado, pero en cuanto a muchas de mi dudas y preguntas me da un consejo inesperado: ¡aprender de los alemanes! He aquí un extracto de su sorprendente carta:

«No me gustan los alemanes, pero encuentro que no estaría de más que todos aprendiéramos de ellos, y especialmente nos sería útil a nosotros, los de la retaguardia. Te admirarías de ver como construyen los alemanes el edificio de su vida pública, que sabia capacidad tienen para autoprotegerse, sabiendo que de un objeto que tiene una forma irregular saldrán paredes malas y poco sólidas, cada alemán se da a sí mismo voluntariamente forma de ladrillo, lima los ángulos y los abultamientos que impiden que encajen unos con otros. Y un ladrillo gracias a su misma forma, ya da resistencia, si además le añades cemento, el resultado es un muro verdaderamente resistente y no una cerca agujereada como la nuestra. ¡No dudes, y aprende de ellos, Ilya Petrovich!».

¡A sus órdenes! Antes era una célula y ahora me proponen que me convierta en un ladrillo. Constantemente me recomiendan que me olvide de que soy un ser humano y convierten a Ilya Petrovich en un número sin nombre: el ladrillo número tantos.

Supongamos que al final me convierto en un ladrillo, ¿quién será el arquitecto?, y ¿quién será el ladrón del contratista? Y, ¿me tengo que quedar tumbado tranquilamente, si al señor arquitecto en lugar de una iglesia o un palacio de pronto le entran ganas de construir una casa pública? No, Andréi Vasílievich, no soy una célula y no soy un ladrillo, sino que seguiré siendo el mismo Ilya Petrovich hasta que me muera. Hay muchas células y ladrillos completamente iguales, pero yo soy único e individual, y no hay otro Ilya Petrovich en todo el mundo, y no lo habrá. Y mientras tenga fuerzas me seguiré defendiendo, no me rendiré ante la guerra, no me dejaré doblegar como un cuervo frente a vuestro retumbante tambor.

Siento mucho haber tenido tan poco tacto y haberme permitido dirigirme con una pregunta a un hombre tan ocupado con los asuntos militares e incapaz de no despreciarnos a nosotros, los héroes de la retaguardia.

10 de marzo, martes

¡Hurra! Nuestros soldados han tomado la fortaleza de Przemysl y todo Petrogrado está pletórico de regocijo. ¡Qué día tan feliz y tan precioso!

Cuando supimos por la llamada de la redacción en la oficina que Przemysl había sido tomado, se apoderó de mí tal alegría, que inmediatamente me puse el abrigo y me dirigí a la calle… y nunca había visto hasta entonces nuestra Nevskaya tan bella y alegre. Caía la nieve con fuerza, caía en grandes copos y cubría a los viandantes, pero por debajo de esta cubierta blanca por todos sitios se veían mejillas sonrosadas y sonrientes, una luz especial de los ojos resplandecientes. Si, Petrogrado incluso se sonrojó. Por supuesto que se formaron inmediatamente grupos de gente, comenzaron a cantar el himno y se dirigieron al palacio a manifestarse, por desgracia no pude participar porque había que volver a la oficina.

Pero ¡qué felicidad! Sólo hoy he comprendido hasta que punto han sido terribles todos los días y meses precedentes, hasta que punto nos habíamos acostumbrado a la prolongada y desesperada oscuridad de la vida y habíamos comenzado a considerarla una circunstancia completamente natural. Incluso era extraño mirar para atrás, al día de ayer que todavía está tan cercano: oscuridad, largos días y noches, habíamos perdido el sentido: por el día no vives, por la noche no descansas. Un estúpido patience, Inna Ivánovna, la habitación sucia y desordenada, la oscura tristeza y el miedo tiznado por el día de mañana. ¡Por muy malo que sea el presente quiera Dios que el día de mañana no sea peor!

Por primera vez en toda la guerra (no sé como explicar esto) he comprendido lo que significa la palabra «victoria». Si, no es algo cicatero, te alza, eleva al hombre con todas sus menudencias a una altura inusual. La victoria… una palabra bien sencilla y cuantas veces la he escuchado y la he pronunciado yo mismo, pero sólo ahora veo que tesoro es… ¡victoria! Y me apetece gritar por toda la casa: ¡victoria, victoria!

Es evidente que me encuentro exaltado hasta ahora mismo. Y lo extraño del asunto es que, aunque es una exaltación feliz, a los ojos saltan constantemente amargas lágrimas. En cuanto recuerdo que somos rusos, que existe en el mundo un país que se llama Rusia, se me empieza a humedecer la nariz. Es más, veo un soldado en la calle y ya estoy dispuesto a llorar enternecido por su capote gris, le sonrío y parpadeo de la forma más estúpida, comportándome como un completo idiota. Pero me afecta especialmente la palabra «Rusia», como si la escuchara por primera vez y antes viviera y no me diera cuenta de que vivía en Rusia y que yo mismo era ruso.

Es una sensación muy extraña y, a pesar de las lágrimas, feliz.

Y por alguna razón me acuerdo todo el rato del campo y del centeno. Cierro los ojos y lo veo claramente como en el cinematógrafo, como se agitan las espigas, se agitan, se agitan,… y en algún lugar suenan las alondras. Me encantan estos pájaros porque no cantan en tierra ni en los árboles, únicamente en el cielo: vuelan y cantan. Otros tienen que posarse primero en una cómoda rama, prepararse y después ya comienzan a cantar a tono con las demás, mientras que esta sola y en el cielo: ¡vuela y canta! Pero ya me he vuelto poeta y todo: de pronto no se sabe porqué me puse a hablar de las alondras… ¡quién lo diría!

Hay otra circunstancia extraña: hoy por primera vez desde la muerte de Pavlusha he hablado de él en voz alta y bastante tiempo con Sashenka. Como si le concerniera esta victoria y de nuevo, como un espectro, hubiera vuelto a nosotros y hubiera ocupado su lugar eterno en nuestra chimenea. Por supuesto que Sashenka lloró un poco, pero ya no eran esas lágrimas solitarias y terribles con las que por la noche temblaba y repicaba su cama. Decidimos ir mañana los dos juntos a la iglesia y hacer una misa de réquiem. No me gusta estas medidas, pero en esta ocasión me resultó agradable y necesario.

Por último también hay otra circunstancia agradable, le dije a Sashenka con expresiones muy dulces mi desagrado por la situación de la enfermería que la apartaba de la familia, para mi sorpresa Sashenka no sólo no se enfadó sino que se sonrojó, lo que era de esperar por su carácter, pero prometió dedicar más tiempo a los niños, se quejó incluso del cansancio. ¡Y si que está cansada! Sólo hoy me he dado cuenta de lo que ha adelgazado y lo pálida que está, mi corazón tan inquieta. Pero con esto no ha hecho más que embellecer, mi Sashenka y sólo ahora he comprendido que es necesario para el servicio que hace: cuando muere un soldado, se despide con toda la belleza y el amor en la imagen de una hermosa enfermera que se inclina sobre él, se lleva esa imagen como un sueño inmortal. Y quién sabe cuantos soldados moribundos que ya estaban dispuestos a maldecir la tierra que les había destruido, la perdonaron y se despidieron tras una mirada de los preciosos ojos en lágrimas.

Hoy es la primera vez que no me quejo de que Sashenka esté de guardia junto a sus heridos y yo esté solo. Además tengo una tarea: sigo pensando en la victoria… ¡qué alegría! Es difícil contar cuantas veces he leído esta palabra en las novelas, en los libros de historia y ahora en los periódicos, pero únicamente hoy me he hecho una idea de la fiera seductora que es, que todo el mundo persigue desde la creación del mundo. Es esta misma victoria. Todos la querían y todos la quieren y ella está con nosotros. De nuevo me parece que saldría a la calle y gritaría a toda la ciudad con un altavoz de bronce: «alzaos, ¡victoria!, ¡victoria!».

11 de marzo

Lídochka ha enfermado. ¡Qué es esto Dios!

14 de marzo

Ha muerto.

10 de junio

No me he acercado durante dos meses al diario, me olvidé completamente de su existencia. Pero hoy lo he sacado y ya llevo media hora sentado ante él, pero no escribo, sino que miro la última página donde hay escritas dos palabras: ha muerto. Si, muerto, dos palabras y alrededor de ellas el papel blanco común y en él nada, liso. Dios mío, ¡qué insignificante es el hombre!

Y recuerdo como escribí entonces esas palabras. Y ¿qué es lo que hubiera pasado si en lugar de ese papel blanco liso, en el que no hay nada más que débiles garabatos trazados por la mano de algún humano, hubiera un espejo? Un espejo que reflejara eternamente la cara del hombre que ha escrito lleno de desesperación y una insoportable pena en el alma. ¿Qué es lo que se vería?

¡Querido diario, amigo mío! En tus páginas está el nombre de Lídochka que es parte de su ser y tú eres mi único amigo y camarada.

11 de junio

Lídochka murió el 14 de marzo, cuatro días después de la toma de Przemysl, pero enfermó al día siguiente de este alborozo y su terrible enfermedad duró únicamente tres días. Una apendicitis grave. Pero se descubrió que era apendicitis cuando ya era demasiado tarde y durante días no pude conseguir un doctor, todos estaban ocupados en las enfermerías. Vino uno cualquier de la calle, la miró, se dio la vuelta y me tranquilizó, me dijo que había que esperar que de momento no era peligroso. El niño moría y él dijo que había que esperar y esperamos. Incluso nos inclinamos ante él y nos disculpamos con una cara estúpida por haberle molestado inútilmente y haberle apartado de sus importantes asuntos. Y en el alma la desesperación, pero esperamos, era incómodo molestar, ¿y si después de todo son tonterías? Nos sonreíamos el uno al otro, dándonos ánimo y, como tontos, nos engañábamos nosotros mismo con nuestras sonrisas. Al final llegó el cirujano de la enfermería de Sasha (¡también nos daba reparo llamarle!), y dijo que era apendicitis y que era demasiado tarde.

¡Cómo me lo pude creer y cómo pude esperar! ¡Dejar a mi Lídochka tumbada con fiebre, gimiendo, sufriendo, muriendo y esperar crédulo! ¡Qué infamia, qué locura! Miraba en sus ojos oscuros y confiados, besaba con cuidado sus labios reblandecidos por la fiebre, le arreglaba su pelo desordenado, una vez incluso con agua de colonia le pasé un trapo por la cara sudorosa y parecía que hacía todo lo que hacía falta, incluso sentía tranquilidad. Pero cómo sufría, cómo le dolía. ¡Tan pequeña y tanto dolor!

Es cierto que al tercer día estaba como loco, le gritaba al doctor, le lancé dinero a la cara y le vociferaba: ¡te pagaré!, ¡te pagaré!, a la vista de una dama, pensando que así se apiadaría de mí, me golpeé la cabeza contra el dintel de la puerta… ni siquiera me acuerdo dónde era, en algún recibidor.

¡Y qué!

Durante medio día me perdí por algún sitio, estaba buscando, pero el cirujano ya había estado dos veces en casa y ya había dicho que era tarde. Era tarde para una operación, no merecía la pena hacer sufrir al niño. Después yo mismo la puse en la tumba, la llevé de la camita a la mesa.

Y ahora vivo, bueno, vivo. Voy al trabajo, saludo a los conocidos. Leo sobre la guerra. Nos están ganando y nos expulsan de todos sitios: de Polonia, de Galicia. Han tomado Przemysl de nuevo, ni siquiera nos dejaron perder como es debido. El Gendarme Miasoyedov vendió a Rusia por 30 monedas de plata. ¡Vale! Y no es que odie a todo el mundo, pero es algo parecido.

¡Pero me callo! ¡Me callo!

16 de junio

¡Cómo puedo expresar mi pena, mi pena, mi pena! No hay ni palabras ni lágrimas ni entendimiento, ni conciencia. Es simplemente algo doloroso. Por alguna razón me miro en el espejo durante largo rato, intento comprender por el rostro qué es lo que sucede. Miro y gimoteo y no aclaro nada. Ahí hay un loco con el pelo cano y aquí otro. Me han salido canas.

17 de junio

Cuando muere una persona importante cuelgan banderas negras hasta el suelo, oscurecen toda la ciudad, y todos comprenden lo que ha pasado. De ser yo un verdadero hombre con una voz fuerte y el don de la alta oratoria, haría que todo el mundo llorara por mi Lídochka. Pero qué es lo que soy yo, ¿una insignificancia?… Tan sólo puedo mugir como una vaca, si y una vaca se portaría mejor, mugiría toda la noche, al menos no dejaría dormir a alguien, pero ¿yo? Gimoteo un poco, aúllo un poco tras la puerta de algún señor… hasta el primer grito del señor.

Hasta que punto soy despreciable. ¡Una célula!

Pero permítanme que les recomiende un día notable, yo le alzaría un monumento a este día, un monumento de bronce para ejemplo de las siguientes generaciones. Fue la semana después de la muerte de Lídochka en que aparecí como un honrado trabajador en mi maldita oficina. Qué se puede decir, todos nuestros compañeros son buena gente e incluso se dieron cuenta que había encanecido: «¡Pero cómo ha adelgazado!». Y expresaron su compasión por el dolor… pero no con demasiada ni excesiva fuerza, sino con la habitual forma de cortesía: «¿Ay, tengo entendido que se le ha muerto una hija? Lo siento mucho».

Sí, es una gran pena. Pero no pasa nada, trabajo, escribo, hago cuentas. Pero en ese momento los señores compasivos se dieron cuenta de que llevaba un crespón en el brazo: «¡Ay, qué es esto! ¿De nuevo se le ha muerto alguien en la guerra?».

—No, ¿por qué tiene que ser precisamente en la guerra? Es por mi hija muerta, por Lidia.

—¡Ah…!

Se decepcionaron. Pero pan Zwolianski de la forma más amable y considerada, con la apariencia de una conversación convencional, expreso ese pensamiento que ni siquiera (¡ni siquiera!) por los muertos en la guerra hay que llevar luto para no influir en el estado de ánimo general. Por ejemplo: un hombre se prepara para dar un paseo, se pone corbata y zapatos brillantes, y de pronto en la acera ve la figura sombría de un hombre canoso de luto… no es agradable, ¡le estropea el estado de ánimo! Por supuesto que el señor Zwolianski no se atrevió a poner ese ejemplo, pero el sentido de su consejo era bastante claro, si no se puede llevar luto por los muertos en la guerra, que son los únicos muertos de verdad, entonces qué merece una niña de seis años que ha muerto de muerte natural. ¡Es que acaso les parecen poco las niñas de seis años!

Y en general, de la forma más suave, me dieron a entender que me estaba comportando de una forma claramente indecorosa, como si me estuviera emborrachando entre la sobriedad general. Lo mismo me dieron a entender los conocidos que me encontré en la Nevskaya: ¡Ay, la niña!

Pero ¿acaso echo a perder el estado de ánimo? Ni lo más mínimo. Al revés, sometiéndome a la voz de la opinión general me descosí inmediatamente el crespón y ahora lo llevo en el bolsillo lateral, para no molestar ni estropear el maravilloso estado de ánimo. No oso molestar. No tengo el más mínimo derecho como ciudadano. ¿Ciudadano o canalla?… hay algo que no acabo de entender.

¡Pero me callo! ¡me callo!

20 de junio

Está lloviendo y yo mientras camino bajo el paraguas y reflexiono sobre qué es lo más importante. Lo más importante es enterrar. Matar es una nimiedad, sucede, lo importante es enterrar. En cuanto se entierra, no se ve nada y todo va bien. No, imagínense qué es lo que sería si los muertos de ahora, los cuatro o cinco millones… si de pronto no los hubieran enterrado. ¿Qué peste? ¡Cuantos esqueletos con sus casacas desgarradas! Qué tristeza y no tengo nada con lo que expresarla. Digo las cosas mal, como un loco. Y de alguna manera me he convertido en un patas largas, camino y siento que tengo las piernas largas. ¿Me estoy volviendo loco o qué?

El mismo día por la noche.

Llamadme delincuente, canalla, malhechor, todo lo que queráis, pero juro por Dios que no me dan ninguna pena vuestros muertos y que importan bien poco. No he sido yo el que ha ordenado matar, vosotros mismos matáis y os despedazáis los unos a los otros, ¡por favor! ¡Todo lo que queráis!

Qué vacío esta nuestro piso y cuantos terrores a lo invisible hay en él. El año pasado a estas alturas vivíamos en la dacha y no presentíamos nada. Estaba Lídochka.

Miro a mis Petka y Zhenka, qué otra cosa me queda, y pienso: «¿Y si cojo una cuerda y atándonos con un nudo, saltamos todos juntos del puente de Troitski, al agua? Porque, por Dios, no son necesarios para nadie. Tan sólo unas células sucias y abandonadas. Lloran por algo, Petia hoy por poco no se ha abierto la cabeza con el pico de la mesa, vino hacia mí para que le besara en el chichón y le consolara, pero yo ni siquiera puedo consolar. Desgraciados niños. Su madre está en la enfermería cuidando de los enfermos, cumple su deber, el padre como un demonio vagabundea por las calles, buscando la tranquilidad y ellos se quedan con una niñera tonta y con la medio loca de Inna Ivánovna… ¡qué existencia!».

No puedo llorar, ése es mi tormento. Busco las lágrimas por todas partes y no las encuentro. Y que raro está hecho el ser humano: puedo derramar mi sangre, tan sólo hace falta cortarme con un cuchillo, pero las lágrimas es lo único que no puedes sacar con nada. Por eso no puedo dormir y tengo miedo de mi diván. Ahora duermo en el diván en el despacho, es decir, me contorsiono y me consumo toda la noche bajo la luz eléctrica. Mis ventanas no están cubiertas.

Ayer me levanté del insomnio y de las tres a las cinco de la mañana me senté en el alfeizar de la ventana, fumé mientras contemplaba la ciudad muerta. Hay luz como de día y no hay ni un alma. Frente a nuestra casa hay una casa igual y en muchas de las ventanas tanto arriba como abajo no hay el más mínimo movimiento, ni siquiera un indicio de vida. Estaba desnudo, únicamente con mis calzones y mi camiseta, descalzo. Así me quedé sentado, después así vestido paseé por el despacho y me pareció que estaba loco.

Por el día el despacho es un despacho normal y yo soy un hombre normal. ¿Pero y si alguien me viera por la noche? Por la noche estoy descalzo y tan sólo llevo los calzones. Pero ¿por qué escribo esto?

23 de junio

Es sorprendente hasta que punto soy otra persona. No me da pena nadie, no amo a nadie, ni siquiera a los niños y lo único que vive en mi interior es puro odio. Camino por las calles, miro a la gente y a las casas y pienso en silencio, incluso sonrío «ojalá os tragara a todos la tierra». Hoy un pobre ha extendido su mano hacia mí y yo le he mirado de tal forma que se le ha paralizado la lengua y ha retirado la mano. Debe ser que miró bien. Y a pesar de todo no puedo llorar, ni siquiera puedo recordar cómo se hace. Pero ¡qué lágrimas!… estoy tan seco que ni siquiera sudo, no transpiro ni cuando hace más calor. Es un hecho muy extraño, debería preguntarle a los doctores.

Hoy Sasha me ha dedicado su atención. Ha llorado por como soy. Pero ¿cómo soy? Se sorprende de que no lea periódicos, pero ¿qué puedo leer nuevo en los periódicos? ¿Sobre Myasoyedov? Que matan, queman y ahogan, eso ya lo adivinaba desde hace tiempo y sin los periódicos. Simplemente no quiero leer. Me pregunta:

—¿Qué tal está tu estómago?

—¿Qué estómago? ¿Acaso tengo un estómago? Ah sí, bien, bien, gracias. ¿Y qué tal tus heridos?

—También son los tuyos.

—No, no son los míos, yo no los hice.

—¿Por qué eres tan terrible?

—¿Qué, mi querida Sashenka?

Se ha enfadado y se ha ido a la enfermería, ni siquiera se ha olvidado de dar un portazo como una mujer verdaderamente amante. Decididamente me da todo igual, pero es poco probable que esas salidas puedan ser educadoras para los niños. Hay que acordarse de ellos.

En general es extraño incluso pensar que tengo una mujer, nos vemos y hablamos tan poco. Se ha enterrado completamente en la enfermería. El sábado les trajeron tantos heridos que hubo que ponerlos en el suelo y Sasha no vino a casa a bañar a los niños. No es la primera vez que pasa. Normalmente en estos casos los baña la institutriz, pero esa vez por no sé qué razón se me ocurrió bañar yo mismo a Zhenia. Qué flaco está, es todo costillas en las manos, y unas costillas tan pequeñas. Seco este delgado cuerpecito y los cabellos ralos y pienso para mí mismo: «¿Por qué no lloro?».

Y en ese momento, por mi torpeza, le hice daño, le arañé o algo así y él comenzó a llorar, pero en lugar de sentir, aunque fuera aquí, compasión, me enfadé y se lo di a la niñera. ¿Qué es lo que me pasa? Antes, según dicen los ancianos, a la gente así la reprendían en la iglesia y les hacían que recuperaran los sentimientos anteriores… ¿pero quién puede reprenderme a mí? Tonterías.

Y tampoco siento compasión por Rusia, qué gima. Y tampoco siento compasión por mí mismo. Y si muriera ahora mismo Sasha, me parece que no levantaría una ceja. Ahora dicen que parece que ha comenzado una epidemia de cólera… que se le va a hacer, pues cólera. Como si fuera la peste y las plagas, un terremoto, ¿a mí que me importa?

26 de junio

Ha tenido lugar un hecho que ha causado sensación en nuestra oficina: el polaco Zwolianski se ha ido a la guerra de voluntario para defender con sus propias manos, por así decirlo, su Varsovia. Al principio pensamos que era uno de sus típicos golpes de efecto, pero resultó que iba completamente en serio… quien podía esperarlo de semejante charlatán. No era propio de él. Por supuesto, los trabajadores le han preparado una pomposa despedida a la que no he asistido, alegando que no me encontraba bien de salud. Que se hagan los patriotas sin mí, no tengo miedo de las miradas de reojo y de las burlas.

En una conversación privada conmigo Zwolianski con expresiones tremendamente grandilocuentes me ha comunicado el pensamiento de que si ahora no va a disparar, luego le atormentaría la conciencia. ¡La conciencia! Vale que realmente le duele su Polonia y que no se le puede juzgar con demasiada dureza, pero sería mejor que se callara lo de la conciencia.

¡Últimamente hay mucha alrededor, donde quiera que mires está lleno de conciencia! Ni siquiera te ceden el paso esta gente tan escrupulosa, incluso me lleva el estupor, imbécil. Y roban, y traicionan y exterminan niños y todo eso en conciencia, no se puede replicar nada. Tiene que ser así, ¡la guerra! Y mientras que a unos les toca la guerra y las lágrimas, a los comerciantes estraperlistas y a los fabricantes todo les va como la seda… que casas se construirán después, en que coches irán, ¡qué rapto y que éxtasis! Habría que colgarlos a todos, pero no se puede, y ¿la conciencia…?

Me he dado cuenta de que Inna Ivánovna, nuestra bendita anciana, esconde todo el rato los pies bajo la falda, cuando se sienta los recoge como un ganso. ¿Qué es lo que sucede? Resulta que sus zapatos están tan agrietados que los dedos se le salen. ¡La anciana se arrastra! Le dije: «Pero ¿cómo no le da vergüenza mamá, por qué no me lo dijo a mí o a Sasha? ¿Eh?».

Se echó a llorar y se quedó callada. No le pude sacar una palabra. Por lo visto he infringido algunos de sus principios comerciales. No, realmente es divertido: ahorrar, planificar, pelearse por cada kopek, cuando frente a tus ojos ese kopek, como por arte de magia va a caer al bolsillo de un comerciante. ¡Arte de magia!

Yo mismo le fui a comprar unas botas y se las traje triunfante, sintiéndome un benefactor. Por supuesto que ella de nuevo se deshizo en lágrimas, y yo mientras miraba a las lágrimas que fluían y pensaba: «¡Si yo pudiera tener aunque fuera una lagrimita!».

3 de julio

Mi hipotético lector, Andréi Vasílievich, ha recibido una grave herida y ha muerto en un hospital de Varsovia. ¡Cielo santo!

De esta forma he perdido el último lector sin haberle visto ni una vez. Da lo mismo. Estoy solo, como en el infierno, entre diablos danzantes y pecadores aullando. ¿Y a quién le hago falta con mi diario? Da risa sólo de pensarlo. Mi Sasha, mi mujer, sabe hace ya mucho tiempo que escribo un diario pero ni una sola vez ha deseado mirarlo, no ha mostrado siquiera la más mínima curiosidad… ¡qué escriba un diario, qué coma pipas, quedarse sola! Le prestan más atención a un ratón aunque sólo sea porque le tiran un zapato cuando se pone a roer.

Y qué derecho tengo yo, un pulgón insignificante, a exigir que se me preste atención e interés cuando allí mueren cada hora miles de personas y además qué personas, desde luego no el marido Ilya Petrovich. Y, ¿qué es lo que pasaría si a cada célula condenada a muerte, se le ocurriera gritar y montar un escándalo, como un verdadero hombre?

Hoy he visto en la Morskaya a refugiados de Polonia… ¡menudos personajes también!

4 de julio

No puedo existir así. No estoy hecho para el mal y los sentimientos de rabia, pero no tengo otros en mi desgraciada alma. Y no tengo sueños. Me descompongo por dentro con una llama blanca, como un árbol que se seca por la raíz, me cuido mucho de mirarme a la cara deformada. Camino hasta quedar agotado, hasta el desfallecimiento, hasta que las piernas no me responden y cuelgan muertas como si fueran de hierro y me duermo enseguida y a las tres como si tocaran un tambor, salto asustado y hasta las cinco o las seis me quedo sentado en el alfeizar de la ventana, mirando sin sentido a la noche de Petrogrado igualmente insomne. ¡Terrible luz, terrible noche! Y ya llueva mojando las paredes como si el sol ilumina los caños, resulta terrible para la vista contemplar esta ciudad muerta e inmóvil, como si ya se hubiera cumplido la profecía y hubiera muerto todo el mundo y el inútil día brillara inútilmente, para nadie sobre los muertos.

La casa de enfrente tiene una pared muy lisa y alta y si cayeras volando desde arriba decididamente no hay nada a qué agarrarse, de modo que no puedo apartar de mí la dolorosa idea de que caigo desde el tejado y quedo tendido abajo, en la acera, pasando por las ventanas y las cornisas. Me dan incluso arcadas. Para no mirar a esta pared comienzo a andar por el despacho, pero tampoco encuentro ninguna felicidad: en calzoncillos, descalzo, andando con cuidado por el crujiente parqué, cada vez me parezco más a un loco o a un asesino que acecha a alguien. Y todo está iluminado, todo está iluminado.

No puedo vivir así. Esto es lo que significa: «que no culpen a nadie, estoy harto de vivir». No, tonterías, tonterías. No estoy sano, tan sólo tengo que curarme, tomar algo.

Lídochka, ángel mío, suéltame, dame las lágrimas, quiero llorarte. No puedo ser así. Reza por mí a Dios, tú estás más cerca de él, tú le miras a los ojos, ruega por tu padre. Mi dulce niña, mi alma, mi ángel, recuerda como te llevé de la cama a la mesa y fuerte, fuerte, fuerte…

8 de julio

Las cosas están mal. Dios, salva a Rusia. Hoy toda ella de un extremo al otro ruega por su salvación.

Me da vergüenza contar como hoy, como un idiota, me he dirigido a la catedral de Kazán para un Tedeum público, y no puedo recordar cuando fue que comencé de pronto a entender y ver. Recuerdo que al principio sonreía escéptico y buscaba entre la gente a otros intelectuales como yo para compartir con ellos opiniones burlescas de un mutuo entendimiento superior, recuerdo que me ofendí por lo apretado y presionado que estaba, hábilmente le saqué los puntiagudos codos al que estaba más cerca, pero ¿en que momento recuperé el juicio?

No, ni con el más hábil de los lenguajes sería posible describir ese espectáculo, en el que cientos de miles de personas, desbordándose de todas las calles y callejones confluían todas hacia un lugar, para dirigirse a Dios en común con su oración. Al principio involuntariamente piensas que se trata de alguna de broma, que estaba preparado para algún tipo de desfile, pero cuando la gente sigue llegando y los nuevos siguen andando y ya cuesta respirar y todo el mundo marcha a la vez, se comienza a convertir en algo tan serio que unas frías agujas comenzaron a pincharme la espalda. ¿De qué se trata?, te preguntas a ti mismo, sintiendo un estremecimiento, pero no escuchan ni contestan, sino que marchan… gente, gente, gente. E incluso el mismo hecho de que se choquen sin prestarte especial atención, igual que tú a ellos, se convierte en algo tan serio e importante que toda crítica o pregunta se silencia involuntariamente y un estremecimiento se apodera del alma. Si tantas personas y con semejante agitación se reúnen todos juntos e invocan a Dios, significa que es importante y necesario, y ¡cómo voy a discutirles o preguntarles, con mi pequeña mente!

Y ahí todos apretados, muchos lloran y no se avergüenzan, de tal manera que ni siquiera se secan las lágrimas, como si ahora estuviera permitido a todo el mundo llorar delante de todo el mundo. «¡Qué ingenuo es el pueblo llano!», conseguí pensar tontamente, mirando a un enorme muzhík que lloraba, debía ser un portero o un cochero, y de pronto sentí que se humedecían mis secos ojos. Y todavía avergonzándome de que alguien se diera cuenta, sin valorar todavía que lloraba por fin, dirigí mis ojos hacia arriba fraudulentamente… ¡y había un cielo tan increíble! ¡Señor! ¡Señor!, Pensé, qué lejos y qué cerca estás.

Y en ese momento me estremecí de la cabeza a los pies, me atravesó un fuego celestial. Como si me elevara a la altura de las blancas nubes con unas alas invisibles y desde allí viera toda esta tierra que se llama Rusia… y fuera a ella y no a nadie más a quien amenazarán esas desgracias y contra ella se dirigieran los enemigos con su fuego y sus bombas y por ella rezábamos, por su salvación. Y miré de nuevo a la tierra y vi a gente que también lloraba y tal cantidad de ellos y yo con ellos y no me echaban fuera sino que se acercaban confiados a mi pecho… pero donde estaba yo hasta ahora, ¡loco! Y de pronto les quise a todos ellos, los amé tanto que lo siento con todo el cuerpo. No, no puedo más, voy a empezar a gritar de amor. Ahora mismo, de recordarlo, me apetece echarme a gritar.

Pero ¿acaso se puede explicar? Es un esfuerzo en vano. Ahora mismo, cuando tan sólo han pasado unas horas, ni siquiera me puedo explicar tan claramente qué es lo que es Rusia y saco de nuevo el mapa, pero en ese momento lo comprendía tan claramente, y lo veía y lo sentía en su totalidad. No, ahora también lo entiendo, pero no lo puedo contar. ¡Dios, salva a Rusia en su estupidez!

Ahora ya sería hora de parar, pero las lágrimas siguen brotando. ¡Qué broten! Pero cuando al llegar a casa vi como la silenciosa Inna Ivánovna, con sus manos temblorosas le limpiaba la nariz a Petya, me acordé de Pavlusha, no me pude contener y me puse a llorar como un niño. Me caí de rodillas ante ella (en presencia de la niñera que por cierto, también lloraba) y comencé a besar su débiles manos de anciana… ¡Ay! ¡Qué necesidad tengo del perdón de toda la gente honrada a la que tanto he ofendido! Sí, lloramos todos a fondo, a fondo.

Dejo de escribir por la clara torpeza con la que se derraman mis pensamientos. ¡En fin, que salgan!

Esa misma noche.

De nuevo no duermo y tengo tanta alarma en el alma. Tengo frío y calor. Sigo pensando en Rusia.

Pero qué inteligentemente se las apaña el hombre, de todo sabe sacar provecho. Después de haber aprendido del pueblo a amar a Rusia y a mí mismo, ¿qué es lo primero que hice? Me dirigí rápidamente a casa, para abrazar cuanto antes a mis queridos Petya y Zhenichka, como si todo consistiese en eso. Por otra parte, este deseo era para mí ya un milagro después de toda la frialdad y cruel sequedad con la que me había olvidado de su misma existencia.

Les compré bayas en un puestecillo, lo que hacía mucho tiempo que no hacía y ahora temo que se hayan puesto malos del estómago. Me preocupa Zhenichka, tan flaco y con algo, pensativo, parecido a Lídochka en los ojos. Y qué feliz era el niño… ¿o es que a él también le ha afectado?

De nuevo sentí pánico. No, si no puedes dormir es mejor tumbarse, si no esos terribles pensamientos se te meterán en la cabeza. Niños, Rusia.

Pero Sashenka no lo ha visto. Vino de día cuando yo ya no estaba y ahora, seguramente, sus asuntos no la dejan. Es triste de todas formas. Me gustaría pasarme yo mismo por la enfermería, pero hace tanto que no estoy ahí que resultaría extraño. ¡Ay Sashenka, Sashenka mía!

Eso es lo que significa: Rusia.

16 de julio

De nuevo la tristeza y el abatimiento. Como si me hubiera dormido por un minuto, hubiera visto algo y de nuevo me olvidara y de nuevo comenzara este sueño interminable y pesado. Leo los periódicos; es terrible. Y por la ciudad corren rumores todavía más terribles y en la oficina cuentan cosas increíbles, que Varsovia ha sido tomada y muchas otras cosas que es mejor callar. No confió en nuestra Duma, pero está bien que la convoquen.

Terrible.

19 de julio

En la ciudad cunde el abatimiento y todos los viandantes están tristes. Sólo algún delincuente se echa a reír a mandíbula batiente o con aspecto de arrogante indiferencia se desliza un comerciante o un contratista ladrón con sus gordas piernas. ¡Menudos cerdos sebosos!

Puede ser que ahora, por la noche, mientras escribo estas líneas, los alemanes estén entrando en nuestra Varsovia. Cierro los ojos y veo claro, como en el cinematógrafo, sus cascos acabados en punta, veo como marchan los orgullosos vencedores por las calles vacías, entre los edificios destruidos, iluminados por el eterno resplandor de los incenDios. Pero cuantos en nuestra oficina se rieron de Guillermo y sus pretensiones sobre Varsovia, etc. Y mientras los tontos se reían, los alemanes llegaron y ahí están. ¿Qué pasará ahora? Y me da vergüenza y es terrible y no quiero mirar a nadie a los ojos.

Pero ¿cómo se podía uno echarse a bostezar y no darse cuenta de que todo esto era tan peligroso? Cierro los ojos y veo como marchan los cascos puntiagudos, como se desatan los incenDios y como se esconde en sus casas la gente asustada… ¡pero qué esconden! Ahora mismo me he imaginado que esto donde estoy y escribo rodeado de la más absoluta tranquilidad, no es Petrogrado, sino Varsovia y que tras las ventanas por la calzada marchan los alemanas, entran en la ciudad… ¡qué extraño e insoportable resulta! Y de pronto un horrible y sonoro golpe en la puerta, abres, ha llegado un alemán. Registra, recorre todas mis habitaciones como si estuviera por su casa, me interroga y en las manos lleva un fúsil con el que no me dispara por pena. ¿Cómo le miraría a sus azules ojos teutones? Y, ¿acaso le sonreiría…?, ciertamente, tan sólo por amabilidad, pero a pesar de todo ¿le sonreiría? ¡No!

Tengo la sensación de que no me dormiré esta noche.

26 de julio

La Duma estatal ha sido convocada y está de deliberaciones, pero ¡qué es esto, o Señor todo poderoso! Leo esos terribles informes, los releo, devoro con la mirada cada línea… y no puedo más que creer que esto es una burla y no la auténtica verdad. No hay municiones. ¡Dijeron que habría municiones y mintieron! Imagínate: no hay municiones… menudos soldados, ¡quieren resistir contra los alemanes con las manos vacías! Con las manos vacías, no puedes ni imaginártelo.

Pero, permítanme señores, ¿acaso esto es Rusia? Aquí hay algo que no funciona, no puedo aceptarlo, no lo comprendo. Y, ¿qué pasa con los que rezaban, con esos que rezaban y lloraban en la plaza de Kazán, invocando a Dios…?, ¿cómo se atrevían a invocar a Dios si era para esto? ¿O es que a ellos también les han engañado? Ellos invocaron y yo invoqué y escuchaba a los que invocaban y vi las ardientes lágrimas, y vi como se estremecían las almas, pero no con ese pánico ignominioso que sienten los bandidos ante el ojo que todo lo ve. ¿O es que los que rezaban iban a lo suyo y los que mentían también iban a lo suyo? No entiendo nada, pero sé una cosa segura y estoy dispuesto a jurar por la vida de mis hijos: esto no es Rusia. Aquí hay algo que no funciona.

No puedo transmitir la sensación que experimenté cuando leí por primera vez los discursos de nuestros diputados. Como si se me hubiera abierto un obús alemán en el mismísimo cerebro haciéndolo estallar en mil pedazos, me quedé atontado, ofuscado y sacudido hasta los mismos cimientos. Ahora mismo me parece que no hablo una lengua humana sino que farfullo sin sentido y desencajo más los ojos que me expreso correctamente. Y pongamos que todos, no soy el único pecador, balbucean. Incluso en nuestra oficina tan habladora, donde se deciden todos los problemas de forma tan sencilla y ligera, la gente va con los ojos desencajados, prácticamente han abandonado el trabajo, se sientan sin chaqueta, como cangrejos cocidos, cubiertos de caldo y vuelven a leer por décima vez el periódico y mandan al chico a por la edición de la tarde. Y luego comienzan a gritar, a golpear con los puños sobre la mesa y a vociferar:

—No, ¡yo dije!

—¿Y yo qué dije? ¡No me escucha!

—¡No, es usted el que no escucha! Yo dije…

Yo dije, yo dije, resulta que todo el mundo dijo y la desgracia es únicamente que nadie escuchaba. Pero todos dijeron y todos sabían que pasaría esto, todos lo habían predicho… ¡profetas de oficina! ¿Y quién había tomado Zargrado? ¿Y quién se paseaba ya por Berlín e incluso se ajustaba la corbata en la FriedrichStrasse? Yo lo recuerdo.

Y lo que me resulta curioso en nuestra oficina es que gritan, maldicen, relatan tales horrores y espantos que parece que luego no dormirás por la noche, pero después de un minuto se alegran, galantean entre ellos, y por poco se enorgullecen diciendo: «¡Este país es así!». Y hay quien lee el Satiricón, y quien a escote manda a por algo especialmente rico para picar y lo comparte amistosamente en la parte de atrás de nuestra habitación, lejos de los ojos de los jefes. Suerte que no traen vodka… ¡Ay!, la oficina.

Pero quien me sorprende más es mi Sashenka. Sintiendo la irresistible necesidad de compartir estas nuevas y terribles impresiones yo, naturalmente, antes que en nadie pensé en ella e incluso llegué a imaginarme la conversación que tendría lugar entre nosotros, seria, reflexiva y algo grave, puede que incluso no habláramos, sino que nos mantuviéramos en silencio sentados el uno junto al otro, pero con un silencio que nos abriría lo más importante. Y resultó que… algo muy extraño. Le pregunté abriendo los ojos, «pero ¿has leído?». Ella ni siquiera se asustó de mi cara y de mi voz.

—¿Qué?

—¿Cómo que qué? Los informes de las sesiones.

—¿Qué informes? Ah, sí, los he leído… no tengo tiempo para leer, y tan sólo los ojeé. ¡Dios sabe lo que será!

En un arrebato, sin darme cuenta todavía de la indiferencia de sus expresiones artificiales, comencé una explicación, hablé largo y detallado, hasta que de pronto comprendí por su cara completamente pensativa, por sus ojos caídos y una arruga desconocida cerca de la boca, que ni siquiera me estaba escuchando sino que estaba pensando en sus cosas. Me ofendí e incluso me indigné… no personalmente, por supuesto, sino por tratarse de un momento tan importante para toda Rusia como sobre el que estaba hablando.

—Careces completamente de sentimientos ciudadanos Sasha —dije frío y con aire imponente. Ella se sonrojó y me resultó tan doloroso ver estos colores sobre su rostro cansado y pálido.

—No te enfades conmigo, Ilienka, cariño. Es cierto me he distraído y no te escuchaba… pero es que todo esto no es tan importante.

Yo me enfadé de nuevo e incluso grité:

—¡Cómo que no es importante! Piensa en lo que dices. Sólo los traidores que se alegran de la destrucción, pueden decir que esto no es importante. ¡No tenemos municiones! Sólo imagínate: un alemán armado se acerca incluso con una sonrisa, derriba a nuestro soldado desarmado, sumiso y manso… ¿o es que acaso no te da pena?

Parece ser que esto la asombró y después de mirarme con los ojos abiertos dijo en voz baja y con terror: «Es terrible, ¿pero cómo puede ser?».

—Eso es lo que se pregunta todo el mundo, cómo puede ser, y tú dices que no es importante. Es terriblemente importante, Sashenka, es tan importante que se puede uno volver loco.

Pero en ese momento la llamaron para que atendiera al soldado amputado y sin manos que se negaba a comer si no era Sashenka la que le daba de comer y, como si se olvidara de todo de nuevo, me sonrió indiferente y culpable, me besó y precipitadamente me susurró al oído: «no te enfades, querido, no puedo…» y se fue.

¿Qué no puedo?

29 de julio

Ha sucedido algo inesperado: Nikolái Evguénievich, nuestro querido ingeniero y cuñado a aparecido en Moscú, y no sólo a aparecido sino que ha enviado una cariñosa carta ofreciendo dinero. Después de casi un año se ha acordado de que tiene una madre, Inna Ivánovna, y me ofrece compartir los cuidados materiales de su existencia. Pero no dice una palabra de Sasha, ni de Pavlusha ni de mi Lídochka.

Me he encendido y le he soltado una tremenda carta, ni siquiera le he dicho a Sashenka una palabra sobre él, no quiero que se enfade. ¡Pero qué canalla! Según los rumores que llegan a nuestra oficina yo ya sabía que se dedicaba a ciertas contratas y suministros y cobraba millones… esto también se llama: cobrar. Y ahora este hombre sucio y sin corazón, asesino de Rusia, me ofrece magnánimamente una de sus treinta monedas de plata, no Nikolái Evguénievich, me moriré de hambre si llega el caso, pero no cogeré un kopek de usted. Su dinero está manchado de sangre, da asco y está pegajoso, no te puedes limpiar después las manos. Y a Inna Ivánovna, vuestra madre, no le resultaría agradable vivir de vuestro dinero ensangrentado. Ha perdido un hijo en esta guerra, el querido, cariñoso y honesto Pavlusha.

¡Dios! Por qué lanzas tu ira sobre nosotros, seres pequeños. Castiga a ésos, castiga a los ricos a los poderosos, a los ladrones y traidores, a los mentirosos y estafadores. Hasta cuando se van a burlar de nosotros, mostrando sus dientes de oro, atropellando con sus automóviles, riéndose abierta y brutalmente en nuestra cara. Es para darse de golpes de la impotencia y la desesperación el ver lo inalcanzables que son en su desvergüenza. Les hablan y ellos se ríen. Les avergüenzan y ellos se burlan. Les suplican y ellos se echan a reír. Han robado a Rusia, la han traicionado y duerme tranquilos como sobre la mejor de las almohadas de plumas.

Es terrible pensar que no habrá castigo para ellos. Los canallas no deberían triunfar en la vida, es inadmisible, así es como se pierde todo el respeto al bien, no hay justicia, la vida se convierte en innecesaria. Es a ellos a los que hay que hacer la guerra, a los canallas, y no apuñalarse los unos a los otros sin sentido sólo porque uno es alemán y el otro francés. Soy un hombre manso, pero declara esa guerra y cogería el fusil y, palabra que dipararía sin la más mínima piedad ni vacilación directamente en la frente.

¿Qué sentido tiene aguantar? Esta carta me ha encendido me ha dado la vuelta a todo mi alma. Para que ha muerto mi Lídochka, la más inocente entre los inocentes. Señor, una flor de tu propio jardín. Mi querida niña, amada infinitamente, cariñosa sin fin, ¿es que no eras más que un millón de rublos robado o suciedad sobre mi cuerpo para que se te llevaran así y te sustrajeran de mis pobres manos?

Qué sufrimiento, qué sufrimiento… Y cuando piensas en cuantos corazones humanos están llenos de esos mismos sufrimientos, cuanto maldito se ensalza… ¿y después qué? Más sufrimiento, ¿y después? Nada. Muere pulgón insignificante, eso es todo lo que tienes. Morirás, sólo entonces descansarás. ¿Es que han muerto pocos de estos Dementiev?, puede que también maldiciendo, quejándose, exigiendo. Pensaban que entonces si que les escucharían y les harían justicia, que les llevarían ante la coronada cabeza dorada… y ¿quién les recuerda ahora? ¡Muere y punto!

30 de julio

Sigo los discursos de la Duma estatal y cada día parece como si ascendiera más alto en una montaña desde la que se abren nuevos horizontes. ¡Pero qué perspectivas! Y los alemanes que han tomado Varsovia, siguen avanzando… y, ¿dónde estará el final de esta terrible invasión? Los observadores militares dicen que no pasarán de las fortalezas de Kovno y Grodny, que se quedarán atascados ante sus murallas, ¿pero es que acaso eso es poco? Es un fenómeno curioso, me da la impresión de que casi siento físicamente la cercanía de los alemanes y me acerco a cada esquina de la calle con una esperanza ciega de que de pronto saldrá un alemán. Y veo de forma tan clara su rostro alemán, su casco con ese afilado… casi puedo escuchar sus insolentes y exigentes palabras. Dios me salve.

Sí, perspectivas, perspectivas, los pelos se me alzan como escarpias ante estas perspectivas. Pero ¿por qué soy tan… insignificante? Soy un hombre honrado, pero por qué antes no sabía ni entendía nada, miraba a todo y con una confianza idiota, como un asno fascinado, si es que me puedo expresar así. ¿Por qué soy tan insignificante? «La patria está en peligro» que palabras tan indescriptiblemente terribles: la patria está en peligro. Pero yo qué tengo que ver con esto, ¿para qué demonios me necesita la patria? Cualquier caballo en estos tiempos terribles es más útil a la patria que yo con mi asquerosa honradez. Asquerosa, asquerosa.

Ahora ya por todos lados se escucha, incluso en nuestra escéptica oficina: Dios salva a Rusia. Pero ¿y si Dios no quiere interceder y salvarla? De pronto va y dice: ya que eres tan tonta y ladrona, y estafadora, sucumbe tú y tus Myasoedov.

Y entonces qué: ¿sucumbirá toda esta tierra que se llama Rusia? Es terrible. Lucho con todas las fuerzas de mi alma contra este pensamiento, no lo permito… pero en el corazón tengo tal pavor, tal frío, una tristeza tan pesada. ¿Pero qué puedo hacer yo? Aquí hacen falta Sansones y héroes y, ¿qué soy yo con mi valentía? Me encuentro como un pecador desnudo en el juicio final, temblando de los pies a la cabeza de terror y no puedo pronunciar una palabra para justificarme… En el juicio final no puedes mentir y no puedes defenderte con un abogado, se han terminado todas las argucias y trampas terrenales, se han terminado.

Esto de aquí se llama Ilya Petrovich Dementiev, un contable y tenedor de libros de Petersburgo, estuvo presente en la guerra mundial.

TERCERA PARTE

5 de agosto

En los últimos días estaba demasiado enervado y dije de mí mismo demasiadas cosas que no eran justas. La excitación es un mal ayudante para la reflexión, cuando hace falta una mirada clara y serena sobre las cosas, pero estas revelaciones inesperadas que, como del cuerno de la abundancia, caían de los labios de nuestros Cicerones de la Duma, me disgustaron demasiado. Una curiosa pregunta: si a mí se me pasó, entonces ¿a dónde estaban mirando los Cicerones de la Duma? En cualquier caso ellos deberían tener la vista un poco más aguda.

Por supuesto que soy impotente, estoy de acuerdo completamente con eso y no discuto, pero ¿es qué acaso mi fuerza depende de mí? Lo que soy es lo que soy, si hubiera nacido Sansón o Joffre, sería Joffre. Y si ningún loco, sabiendo que no soy matemático, me pide que resuelva un problema de cálculo integral, es aún menos lógico exigirme que resuelva este problema de la guerra mundial y de los desastres rusos. No fui yo quien comenzó esta guerra, no he sido yo quien crea y ha creado estos desbarajustes, y resulta ridículo echar todo esto sobre mis hombros. Ridículo e injusto. Te ponen una montaña delante, ni siquiera te dan una pala y te dicen que hay que nivelarla en media hora. ¡No, acaso no lo puede hacer usted mismo!

En la oficina, gracias a Dios, todo se ha tranquilizado y sigue su curso habitual. Los niños están sanos, lo que me alegra de una manera indecible, Inna Ivánovna se encontraba indispuesta del estómago, pero ya se encuentra mejor, al fin y al cabo es una anciana muy fuerte y con aguante, nos enterrará a todos. ¡Pero tiene una memoria terrible!

He pensado que debo hacer un desembolso y, para el invierno, pagar de mi bolsillo el empapelado de la habitación de los niños y de mi oficina. Me resulta especialmente insoportable el papel del despacho. En cuanto lo miro me acuerdo de las noches blancas de junio, cuando desnudo me sentaba en el alfeizar de la ventana o andaba descalzo por la habitación y me sentía como un loco. En esas horas miraba cada flor en el papel, me aprendía de memoria cada trazo y cada mancha. Tengo dudas sobre si merece la pena ocuparse, en unos tiempos tan peligrosos, de la decoración del piso, pero después de pensarlo he decidido que precisamente en estos tiempos merece la pena. No hay necesidad de someterse a las circunstancias hasta el punto de convertir la vida privada en un caos y en una pocilga. La guerra puede seguir siendo la guerra, pero mi casa seguirá siendo mi casa y los niños mis niños.

Ayer por la tarde me reí involuntariamente mientras contemplaba a mi Zhénichka, mientras se iba a dormir. Ha engordado y tiene mejor aspecto y es tan espabilado. Es un chico muy cariñoso. La niñera por cuenta propia le ha enseñado algunas oraciones, por papá y por mamá y por los soldados y de pronto, inesperadamente, terminó la oración así:

—Dios, apiádate de mí, pecador.

Y, después de pronunciar estas terribles palabras, el pecador se puso de cabeza, todo desnudo y con placer se puso a dar volteretas. Estaría bien que todos los pecadores fueran así.

Sashenka aprobó mi respuesta a Nikolái Evguénievich y la encontró digna. Se mantiene en silencio, no contesta. ¡Y que no conteste!

7 de agosto

Estoy ordenando el piso, resultó estar terriblemente descuidado y sucio, da vergüenza mirarlo. Muchas polillas, que se han hecho nidos en las cortinas de paño, en el diván y los sofás de mi despacho. Para cambiar un poco, decidí trasladar mi despacho al lugar donde antes estaba el comedor, no digo que quedara más bonito, pero es más cómodo y agradable que las otras ventanas con las otras vistas. Mis otras ventanas simplemente no las puedo mirar, en cuanto veo esa casa con sus incontables ventanas y sus lisas paredes, empiezo inmediatamente a sentir una tristeza que hace que incluso me de vueltas la cabeza y se me pare el corazón. Como si alguna vez me hubiera caído de ese tejado, hubiera volado de cabeza por sus lisas y repugnantes paredes.

Mientras movía los muebles con el portero pensaba sobre lo inteligentemente que está hecho el ser humano: los pájaros en invierno vuelan hacia el sur, pero el hombre siente inclinación y amor por su casa, por su cubículo, pulula, se acomoda, se prepara para la lluvia, para la nieve. Para mí ahora esto ahora casi me entusiasma y lo único que atraviesa mi corazón con un dolor agudo y desesperado es la imagen de mi Lídochka, que el año pasado me hubiera ayudado con ganas, pasándome rápidamente por los ojos. ¡Ya no estará!

Y muchas cosas no estarán, y en el mismo corazón de mi nido penetra la desolación. He tenido que renunciar a la idea de cambiar el papel de la habitación. De pronto ha aparecido una carestía terrible que hace que a un hombre con pocos recursos se le ericen los pelos de presentir; esto para la leña, esto para el pan… además, no voy a rellenar el diario con estos detalles prosaicos de nuestra economía diaria actual. Ay, la guerra, la guerra, ¡qué monstruo es!

Los alemanes, después de tomar Varsovia, siguen avanzando, es decir, se acercan a nosotros. Todo el mundo calla y espera a ver qué es lo que va a pasar después. Y sólo se miran de refilón los unos a los otros, ¿tendrá alguna noticia nueva que sea fiable? Y, ¿quién puede saberlo? Yo pienso que ni siquiera los mismos alemanes saben nada, nadie en el mundo sabe nada ni entiende nada… el mundo se ha enturbiado.

8 de agosto

Han tomado Kovno, esa fortaleza nuestra que las autoridades militares habían considerado inaccesible, ha quedado cascada como una nuez y ha sido tomada casi en un segundo.

12 de agosto

Osovets ha sido tomada.

15 de agosto

La fortaleza de Brest ha sido tomada.

¡Qué bien que tengo este diario y puedo, sin dármelas de caballero andante sin miedo y sin reproches reconocer de forma completamente abierta el sentimiento de miedo insoportable que me domina! Por supuesto ante la gente tengo que esconderlo y poner cara de valor… pero ¿qué es lo que pasaría si todos en Petrogrado comenzáramos a gritar de miedo y a temblar como yo estoy dispuesto a gritar y temblar a cada minuto? Sí, esto es el pánico, esto es ya el verdadero pánico, no una fantasía ni un cotilleo en el que la mayoría de las cosas se dicen para asustar a los demás, sintiendo ellos mismos incluso placer. Me entran ganas de correr y esconderme… pero ¿a dónde?, ¿en qué?, ¿con qué dinero? Te quedas de pie como un árbol en el lindero del bosque sobre el que se abalanza un huracán y sólo contraes las hojas, temblando en el interior hasta la última raíz. Todavía queda una esperanza, que evacuen nuestra oficina, por ahí se cuchichea secretamente algo todos estos días y se están llevando los libros… ¡Ay, ojalá!

Tengo tanto miedo por mí y por los niños que he dejado de intentar hacerme una idea de las cosas y no entiendo nada. Incluso la palabra guerra ha dejado de tener sentido. Guerra era algo muerto, un sonido vacío al que hacía tiempo que nos habíamos acostumbrado, pero ahora es algo vivo y rugiente lo que se aproxima, vivo e inmenso, formidable. «¡Avanzan!», ésa es la palabra más terrible con la que ninguna otra se puede comparar. Avanzan. Avanzan.

Ahora incluso he empezado a echar de menos las noches blancas que tanto me atormentaron después de la muerte de Lídochka. La luz resulta después de todo cierto tipo de defensa, pero ¿qué hacer en las oscuras noches de otoño que ya de por si son terribles sin los alemanes? Ayer en una noche de insomnio me agité mucho y me vinieron a la cabeza imágenes fantásticas de cómo se acercaban los alemanes, de cómo avanzaban con su idioma desconocido, con sus desconocidos rostros alemanes, con sus cañones y cuchillos para matar. Pude ver claramente, como en un sueño, como trajinaban junto a los carros, gritaban en su idioma a los caballos, se apelotonan y trotaban sobre los puentes, haciendo estruendo sobre sus vivos tablones… ¡poco me faltó para escuchar sus voces de lo claro que lo vi todo!

Y eran muchos, millones de estas personas ocupadas en sus asuntos con cuchillos en nuestras gargantas y todos con sus implacables rostros dirigidos hacia nosotros, hacia Petrogrado, hacia la Pochtamtskaya, hacia mí. Avanzaban por la carretera y los caminos, se deslizaban con sus automóviles, iban en tren en vagones repletos, avanzaban volando en aeroplanos y lanzaban bombas, saltaban de un montón de tierra en otro, se escondían detrás de las colinas, se asomaban, volvían a correr unos pasos, otra versta más cerca de mí, gruñían, rechinaban los dientes, arrastraban los cuchillos y los cañones, apuntaban, veían una casa a lo lejos y la incendiaban inmediatamente, y seguían avanzando y avanzando. Y tengo tanto miedo como si viviera en alguna aldea perdida en una casa solitaria en medio del bosque y unos ladrones y asesinos, en la oscuridad, se acercaran en silencio a la casa y nos degollaran a todos de pronto.

Finalmente he llegado a tal estado que cuando estoy tumbado me pongo a escuchar, separando los oídos de la almohada, cada crujido o susurro nocturno… cualquier cosa me parece que es alguien que se ha colado en casa, alguien que pasea por ahí y busca. ¡Es insoportable! Sí, y ahora ya veo que soy un cobarde, pero ¿qué puedo hacer para no ser un cobarde? No lo sé, no lo sé. Es terrible.

Y todavía quería cambiar el papel de las habitaciones, idiota.

16 de agosto

Contemplo nuestra situación un poco más tranquilo y confiado. Los periódicos y nuestros estrategas de la oficina afirman que lo alemanes no llegarán a Petrogrado. Les creo, les creo, ¿qué hacer si no? Pero en las calles hay tal tedio y sólo cuando te olvidas un poco de los alemanes todo parece como antes: los tranvías van igual, los mismos cocheros y las mismas tiendas. Únicamente hay más basura por todos sitios y el viento que se levanta ciega los ojos, el diminuto estiércol de caballo se mete en la boca. Las casas y los palacios, por no sé qué razón parecen desnudos y sobre el Neva parece que hubiera una nube de viento y polvo, que se mueve en torbellinos y bandas y cubre con una niebla el lado de Petrogrado.

Leo alterado los informes de la Duma, pero no escribo nada de mis sensaciones por un natural sentimiento de precaución. Una cosa sigue sorprendiéndome como antes: la ceguera con que interpretaba todo, creyendo y sintiendo únicamente la apariencia de los objetos. ¡Y aun así sigues siendo un ciudadano Ilya Petrovich! En un gobierno decente a uno como tú no le dejarían ni atravesar la puerta pero aquí no pasa nada… un hombre honrado, una gallina de familia que va de visita a casa de los demás y que cacarea a voz en grito por los huevos rotos.

No, decididamente, esto no me gusta: soy una gallina. Y mi Zhenka no es otra cosa que el hijo de una gallina… ahora entiendo la mordacidad de este insulto. Y por las calles pasean otras gallinas e hijos de gallinas a la par de los hijos de perra… ¡para el carro!

Ilya Petrovich Dementiev, contable e hijo de gallina. Encantado.

21 de agosto

Ha ocurrido lo más terrible que podía ocurrir y sobre lo que llevo ya cuatro días que no puedo escribir ni siquiera en el diario. En realidad hacía tiempo que se podía esperar después de la interrupción de las operaciones comerciales y la complicación de nuestros asuntos que yo conocía perfectamente, pero únicamente por mi habitual ceguera y por confianza en la gente no me preocupé lo más mínimo. Nuestra oficina se ha arruinado y cierra. Iván Avxentich murió repentinamente (probablemente se suicidó, pero los familiares lo ocultan), y a todos nosotros, los trabajadores, nos han dado el finiquito. Como un presente de verdadera generosidad, a los antiguos trabajadores, entre los que me encuentro, nos han dado un mes de sueldo. Si tenemos en cuenta la total ruina de la casa, ciertamente es una gran generosidad.

¿Pero como voy a alimentarme a mí y a los niños ahora? Este pensamiento es más terrible que el de lo alemanes. Estos puede que lleguen o no, pero esto es un hecho; en el plazo de un cierto tiempo no tendré nada con lo que alimentarme a mí ni a los niños.

A Sashenka de momento se lo oculto, no encuentro las palabras para decírselo como debe ser. Y en casa no saben nada. Cada mañana a la hora de costumbre salgo, paseo por calles lejanas para no encontrarme con nadie o me siento en los jardines de Táuride, y a las cinco regreso como si volviera del trabajo. Tengo que pensar algo, que hacer algo.

22 de agosto

Es la primera vez en mi vida que me quedo sin trabajo. En la juventud, por supuesto, hubo un par de semanas en las que no tenía nada que hacer, pero entonces lo vivía de otra forma, ni siquiera recuerdo exactamente como. A la ligera y sin pensar demasiado como todo en la juventud probablemente. Pero ahora, a los cuarenta y seis años y con una familia…

¿Quién me necesita ahora? ¿Qué derecho tengo ahora a la existencia? ¿Qué me justifica excepto el trabajo? Hasta ahora trabajaba y daba a la gente pequeña y débil la sangre y el sustento, era a pesar de todo un hombre, una persona que tenía derecho a respeto e incluso cuidados, pero ¿ahora qué?

Un completo gorrón, una insignificancia total y ofensiva hasta tal punto que no sólo los demás sino yo mismo no puedo soportar mi pequeña vidilla. Cualquier gorrión que picotea entre el estiércol vale más que yo y tiene más derecho a existir.

Mientras trabajaba existía, tenía un nombre, era visible y palpable, hacia girar la rueda común aunque fuera con un solo dedo, pero ahora… es extraño, ahora pareciera que no existo. Es un estado doloroso e insoportable cuando, estando vivo entre gente viva, te sientes por dentro algo así como el espectro de una aparición inmaterial. Me ha cambiado la voz, se ha hecho más baja y obsequiosa, tengo otro andar como si fuera solo por la noche por una casa donde duermen e intentara no hacer ruido, y tan sólo la circunstancia de que todos son distintos y no se parecen a sí mismos, me impide percibir a Inna Ivánovna, que cada mañana sale de casa y vuelve a casa no como un ser vivo, sino como un espectro. Y como actuó frente a Sashenka en las escasas veces en que nos encontramos, intentando acortar el encuentro con la excusa del trabajo… el trabajo.

Por supuesto que entiendo que yo no soy el culpable de lo que me sucede y que soy tan sólo una víctima, pero ¿acaso eso significa algo? Sólo un hombre que no se respeta en absoluto puede encontrar consuelo e incluso enorgullecerse de ser una víctima. En este caso yo no tengo ningún orgullo. Al revés, cuanto más pienso en mí, más oDioso me resulta ese hombre que no es capaz de nada, limitado, que pende en la vida de un hilito que cualquiera puede cortar. ¿Qué es lo que he conseguido para que ahora pueda mantener las manos tranquilamente sobre el pecho? Media docena de sillas, las camas y la mesa y la ropa que tenemos yo y los niños, eso es todo. No, qué digo, eso no es todo: la cómoda, las almohadas de plumas, cuatrocientos rublos en la caja de ahorros y un cupón con el que quiero ganar antes de mañana doscientos mil. La verdad es que sería muy interesante hacer un registro de todo lo que tengo y he conseguido con el trabajo de una vida, muy interesante y aleccionador.

Es verdaderamente ridículo pero cuando pienso que esto es todo, todo se vuelve terrible y vergonzoso. Viviré un mes más en este piso y después, ¿dónde? Mis hijitos, mis hijitos, buen padre tenéis.

25 de agosto

He corrido a todos los conocidos, desgastado unos doscientos portales, he metido mis cartas de recomendación en todos sitios y nadie necesita para nada a un «honrado y escrupuloso trabajador». Pero consejos muchos. Unos desde la altura de su grandeza patriótica me recomiendan trabajar para la guerra y «movilizar la industria» junto con el rico Ryabushinski. Otros, más prácticos, me recomiendan arrimarme a la guerra y chupar de ella de igual modo que un inocente bebé chupa del pecho de su madre… a juzgar por Nikolái Evguénievich, la ocupación es muy provechosa.

Con gusto escucharía los sabios y patrióticos consejos pero únicamente un pensamiento detiene mi arrebato: ¿quién «movilizará» a mis Petka y Zhenka? A lo segundo puedo contestar con un total desconsuelo en el corazón: decididamente no sé dónde se encuentran los benefactores pezones a los que tengo que pegar los labios.

Soy tonto y no soy espabilado, tan sólo sé hacer mi trabajo. Pero ¡Dios, señor! ¡Con qué envidia, con qué desesperación, con qué infame avaricia contemplo a los ricos, sus casas y sus cristales de espejos, a sus coches y sus carruajes, al vil lujo de sus atuendos, sus brillantes, su oro! Y no soy honrado, son minucias, simplemente tengo envidia y soy desgraciado porque no sé como buscarme la vida yo solo, como ellos. Si todos roban por qué yo tengo que morir de hambre en nombre de una honradez de la que únicamente no se ríen los haraganes.

26 de agosto

Es más fácil morir que confesarle a Sashenka que he perdido el trabajo y que ahora no significo nada. Si me hubiera comportado de otra manera antes, ¡pero tenía tanto orgullo! Cuánta importancia y cuantas exigencias. «Te pido encarecidamente que te ocupes de mi mesa, porque mi estómago es importante no sólo para mí sino para todos vosotros, si yo enfermo, ¿quién va a…?». Etc, etc… «os pido que no hagáis ruido, me voy a echar a descansar». «¿Por qué el té no está caliente? ¿Por qué la chaqueta está cepillada y veo una pelusa en la manga? ¡Hay que ver!».

Ahorro comiendo menos y he dejado de cenar del todo con la excusa de ese mismo y preciado estómago, por cierto no siento hambre. Pero ayer de pronto me di cuenta de que con mis correrías de ratón por la ciudad gasto rápidamente las valiosas suelas y durante una o dos horas he estado sentado en el jardín de Rumiantsevski, alzando las piernas protegiendo las suelas. Tendría que desnudarme para no gastar el traje.

No, ¿hasta que punto van a continuar mis sufrimientos? No tienen fin ni límite, no hay un lugar de mi ser en el que no hayan penetrado las espinas. Me represento mentalmente mi corazón cuando comienza a sufrir y no veo un corazón humano vivo, refugio de sentimientos y deseos elevados, sino algo más parecido a una morcilla de perro. ¿Qué es lo que he hecho para sufrir tanto, para sufrir día y noche este castigo inhumano?

¡Se burlan del ser humano! ¿Y hasta cuando lo soportaré humillándome cada vez más, pasando de la voz sonora al susurro del sirviente y las profundas reverencias? ¿Acaso tengo miedo?

Ayer en los jardines, contemplando sus polvorientas veredas con colillas, las moribundas hojas de los árboles, las lejanas casas de éste lado del Neva, de pronto pensé que en tan sólo unos minutos podría estar ahí donde está mi dulce Lídochka, mi hijita eternamente querida. Y ante este pensamiento me iluminó tal felicidad, una luz tan celestial brilló en mi desgraciada cabeza, que durante un instante fui el más rico y libre de entre los ricos del mundo.

Por qué lucho, a pesar de todo sigo luchando contra las adversidades y ahorro en suelas, como un honrado mendigo. La liberación y la felicidad están muy cerca de todo desgraciado allí donde hay una corriente profunda y rápida.

27 de agosto

Nada.

28 de agosto

Hoy, siguiendo los consejos de uno de mis antiguos compañeros de oficina que ya se ha colocado, y nada mal, cerca de una contrata del ejército, me he dirigido a un café en la Nevskaya donde se reúnen los «hombres de negocios». El éxito dependía de la desenvoltura: había que comenzar a hablar, después de contar algún chiste establecer contacto y después arrimarse.

Por supuesto que no me salió nada, ni la desenvoltura, ni el chiste. Al principio sonreía todo el rato pensando que con esto me atraería la simpatía, tosí y con soltura pedí un bollo y un té y después muy rápido me desanimé y acabé en tal estado de pétrea mudez que simplemente perdí la voz. Me aturdió esta gente, me despistaron con su hablar tan alto, me cegaron y prácticamente me dejaron sin sentido con sus rápidos y ligeros movimientos: como entra, como se sienta, como atrapa a todos con la mirada e inmediatamente la dirige a la persona adecuada. Y ves como no ha pasado un minuto y ya están fumando juntos, cuchicheando los unos con los otros con las cabezas muy juntas para luego gritarse y al poco estar a punto besarse como si fueran amigos de toda la vida. Era muy difícil meterse en su conversación, a menudo bastante gritona y franca, pero el sentido estaba claro: compraban algo, vendían algo, robaban a alguien, hundían y traicionaban a alguien. Con esto es con lo que ganan dinero.

Pero no parece que ganen demasiado. La mayoría llevan trajes baratos y sucios y sólo he visto a dos con diamantes de verdad en los gemelos y los anillos, pero no a todos. Las billeteras sin embargo son considerablemente gordas, muchos las mostraron y no están llenas de papeles de periódico sino con billetes de verdad… es muy probable que toda esa suciedad sea necesaria para el traje y que les sirva a estos señores de uniforme. ¡Terrible canallada!

No tengo porque esconder mi pecado. Entré en el café con la disposición absoluta y sin ningún principio moral y si alguien me hubiera dicho directamente, conciso y claro: «Mira Ilya Petrovich, hay que forzar una caja o hay que falsificar una orden de pago, ¿no estaría dispuesto por una digna remuneración…?», yo hubiera aceptado el encargo o la orden. Eso es lo que pienso. Pero después de estar sentado allí una hora y haber alcanzado un estado de mudez pétrea, después de mirar sus caras y corbatas, sus uñas sucias y sus brillantes, me vi atravesado por una inexplicable repugnancia hacia esta gente. Ya no era siquiera por sus negocios, sobre los que ni hoy día tengo una idea muy clara, sino precisamente por ellos mismos, sus caras, toda su suciedad e infame existencia. ¡Terrible canallada!

Me impactó especialmente un señor con bigotes morenos hasta tal punto que durante cierto tiempo me hizo olvidarme de mi situación personal sin salida. Era un hombre que todavía no era viejo, de excelente salud y fortaleza, que iba vestido ricamente y que se comportaba con tanta importancia y tranquilidad entre esta morralla, que involuntariamente sentí cierto miedo de él. Hablaba poco, escuchaba más, de vez en cuando sonreía y completamente indiferente se negó a darle la mano a un sujeto sucio, hecho al que ni el sujeto ni los demás le prestaron la más mínima atención, como si todo esto fuera de lo más normal. Una vez me miró con sus ojos oscuros, indiferentes y crueles y daba miedo. Sintiendo con claridad que era uno de los estraperlistas más importantes, puede ser que incluso un malhechor, sentí la necesidad servil de inclinar la cabeza y ponerle una cara agradable. Pero lo más probable es que ni siquiera se diera cuenta o inmediatamente me valoró en un céntimo, mi verdadero precio y se dio la vuelta. Cuando el señor salió, sin permitir a nadie que pagara su té, unos cinco hombres le acompañaron hasta la puerta, suplicando tras su espalda, pero acto seguido comprendí, por la conversación de los que se quedaron, que este señor había conseguido de alguna manera varios millones. Hablaban de tres o cuatro, pero si se hubiera quedado en la mitad, a juzgar por su éxtasis era bastante: ¡dos millones!

El resto del día, una vez que me fui del café, sólo pensé en él. ¿Qué es lo que había hecho para estafar esos millones? ¿Qué robos, qué traiciones habría cometido? Y, ¿qué tipo de persona era, qué tipo especial de alma humana que podía estar tan tranquilo, al que no le asustaba ni la sangre, ni la guerra, ni Dios, ni el diablo? Y me resultaba difícil imaginarme que estaba hecho del mismo material que yo. Veía su rostro, veía su fortaleza y salud, su tranquilidad de espíritu y cuerpo y me quedaba estupefacto. En casa, después del almuerzo, me lo imaginé a propósito todo el rato sentado junto a Inna Ivánovna, que se desconcertaba con cada bocado, cada cucharada, sintiéndolas como inmerecidas, recordaba a su Pavlusha y el terrible momento en que le comunicaron su muerte, y me sorprendía todavía más de los misterios de la vida humana.

Es necesario reconocer que ningún pensamiento virtuoso pudo de una forma tan absoluta e inmediata, como este señor, apagar mi esperanza estúpida y detestable: robar algo para uno mismo. ¡A dónde voy! Para ser un buen ladrón hay que nacer, y para ser un ratero no tengo ni vivacidad, ni desenvoltura, ni alegre descaro. Hay quienes tienen millones y quienes tiene conciencia… ¡un sabio reparto de riquezas ciertamente!

29 de agosto

De pronto me he dejado llevar por el lujo. Acabo de cenar con apetito, y por el día pase por casa de Eliseyev con gesto de millonario que ha ganado cuatro millones, lancé un rublo por una libra de embutido moskovskaya, que les gusta a los niños y a Inna Ivánovna: ¡qué se alegren y enaltezcan el poderío de Ilya Petrovich! Además le compré y le traje a Sashenka dos libras de bombones buenos y dos mil cigarrillos para los soldados y sin vergüenza, sin sonrojarme, acepté su tierno y agradecido beso. ¡Si allí no pude pues robaré aquí!

Pero ahora, a pesar de que tengo el estómago lleno, me arrepiento y estoy contrito, como si hubiera cometido un asesinato en la carretera. Pero parece ser que el estómago lleno es más fuerte que la conciencia y el arrepentimiento, si quiero dormir bostezo abriendo la boca, como un millonario. Es la primera vez desde que cerraron la oficina que tengo ganas de dormir.

30 de agosto

Me entraron ganas de dormir pero en cuanto me tumbé en la cama el sueño se me pasó y de nuevo estuve dando vueltas y fumando hasta la mañana, pensando tareas honradas y apropiadas para mí. Pensé en dos que serían apropiadas: de camarero en un restaurante (ahora había pocos jóvenes) o de cobrador de tranvía. Pero por la mañana, al iluminarse el sol y la mente, comprendí lo absurdo de las dos posibilidades, son completamente incompatibles con mi débil salud y no estoy acostumbrado al trabajo de sirviente. ¡A estas alturas!

1 de septiembre

Estudio Petrogrado como si fuera un turista o un filósofo. Es interesante. Contemplo los monumentos durante horas, como si nunca antes los hubiera visto, y penetro en su sentido más profundo. Examino los palacios y los edificios nuevos, fomento el arte de la arquitectura. He contemplado con mucha atención, desde todos los ángulos la nueva mezquita turca que hay junto al puente de Troitski y me he sentido como un viajero libre, que viaja a lejanas tierras de oriente. Allí mismo en un banco de los jardines he desayunado con gusto, pensando en las diferentes confesiones. He entrado en el museo de Alejandro III y he admirado los cuadros. Lo único que no soporto son los conocidos y al verlos en la distancia he salido corriendo hacia el cruce más cercano.

De los alemanes sólo sé lo que imprimen en los comunicados callejeros del Estado Mayor, no compro periódicos. Pero, a juzgar por el aspecto de las calles y de los viandantes, las cosas van mal y los alemanes continúan con su avance. No sé en que terminará todo esto y me preocupa muy poco el final. Para mí ya llegó hace tiempo. Bostecé cuando el 21 tomaron Grond.

Siendo un espectro entre los vivos, me entrego durante mucho tiempo a reflexiones extrañas y fantásticas, miro la vida de lado, como ajeno, e incluso desde arriba, a vuelo de pájaro. Filosofo y dispongo a la gente y al estado. Mirando los ruidosos automóviles de carga, los caballos tirando de sus fardos, toda esta actividad efervescente y fabril, de pronto he comprendido el porqué de la guerra. La guerra sucede porque cada hombre quiere tener todo mejor que los demás. Lo aprueba su deseo. Con una enorme curiosidad que los vivos no entenderían, contemplo la ciudad: como está hecha, de qué, el porqué de las plazas, las calles y los callejones. He entendido el sentido de los tranvías. Me gusta que las casas estén divididas en apartamentos y que haya porteros. Me gusta el granito del malecón, contemplé como se abría el nuevo puente de Ojtinski para dejar pasar los barcos y también me gustó. Me encanta el ajetreo de la gente en las estaciones donde voy todos los días.

Sin embargo, como filósofo y persona ajena, no tengo nada que decir en contra de que volaran todo esto; los puentes, los edificios, el malecón. También sería interesante. Me imagino claramente como todo arde y se derrumba y que aspecto tendrá la ciudad después, cuando todo haya quedado destruido. Quedará muy pequeñito.

Hoy he mirado desde Krestovski como volaban dos de nuestros aeroplanos, uno de ellos ha rodeado con cuidado una nube enorme y yo, no sin placer, he volado con él mentalmente. En general me siento como un lord, no bromeo, experimento minutos del más agradable de los estados de ánimo. No me preocupo por el dinero y, como un lord, hago regalos y sorpresas a todos, les he comprado cosas de comer a los niños y a Sashenka le he traído frutas, se las he dado con la más elegante de las reverencias.

¡Un lord!

3 de septiembre, jueves

Toda la ciudad está alborotada como una colmena, gritos, conversaciones de disgusto incluso en la calle: se ha disuelto la Duma nacional. Las únicas esperanzas estaban en ella. Resulta incluso terrible lo que se permiten los petrogradinos: ¡gritar a pleno pulmón en la calle, lo que antes no se permitía ni en su propio cuarto en susurros! Tienen miedo de los disturbios. Camino por la calle y escucho todo esta algarabía agitada e impotente y pienso: «¡Eso es, valientes…!». Pero de hecho, ¿a mí que me importa todo esto?

Llevado por la ociosidad llegué hasta el palacio de Táuride. Sigue en pie. Junto con una pequeña muchedumbre contemplé a los diputados que salían y entraban… nada, gente como los demás. Parecían como sombríos pero también como satisfechos de que semejante papel histórico fuera un deber suyo: ser licenciosos cuando la «patria está en peligro». Se veía mucho trotar de piernas. Y en la carreta bien sentados, con ese aspecto de profesores, como si estuvieran profundamente extenuados.

Pero cuando yo sonreí y bromeé con algo, un hombre joven me llamó reaccionario. ¿Pero en dónde me meto? Decidí escapar al pecado antes de que me pegaran y me quedé mucho tiempo en el puente de Ojtinski y después me gasté seis kopeks y recorrí en barco todo el Neva hasta la isla de Vasilevski.

Me atrae el agua últimamente. Hay algo tranquilizador en las gotas y en el viento que avientan la cara cuando te sientas en la proa… y junto a eso cierta desesperanza, tristeza y aflicción.

4 de septiembre

También he entendido que es el vacío. Es algo tremendamente terrible e inusual. Está en todos sitios y por todos los lados, desde aquí a la luna que contemplé ayer desde el malecón inglés. Es especialmente terrible e inusual que se encuentre atrapada dentro de las casas, los pisos, cercada por las paredes y los suelos. En cada piso, en cada habitación hay algo de vacío.

Pero si tiráramos las paredes que hay entre mí, la luna y las estrellas no quedaría nada.

Ayer quedó extraordinariamente claro cuando estaba amaneciendo. Por la noche me dormí y tuve un extraño sueño, después apareció Lídochka en el sueño y me desperté. Ya no pude dormir más, me invadió la intranquilidad y salí a mi nuevo despacho y me senté en el alfeizar. Ya estaba amaneciendo pero caía una ligera lluvia y todo parecía gris y monocromo, sin principio ni final. Y todo estaba tranquilo. Y en ese momento, de forma profunda y con alarma sentí el vacío que había en la habitación y como de la habitación, a través de la ventana, salía fuera hasta el infinito. Todo era vacío. La única diferencia era que este vacío que había en la habitación era caldeado para que el hombre no muriera de un frío eterno. Y esto que se sienta en el alfeizar (seguí pensando), es un hombre a cuyo alrededor está el vacío. Y el vacío caldeado se llama piso y yo pronto no tendré piso.

Y en ese momento me di cuenta de nuevo de que tan sólo llevaba puestos los calzones, como en aquel otro momento, y que me parecía todavía más a un loco. Con las piernas tan largas y la barba con canas. Ilya Petrovich. Caput, Ilya Petrovich, caput.

Ya me había dispuesto a irme a la cama, ya es la una de la noche, pero en la ventana pude ver la luna y decidí ir a dar un paseo y contemplarla. Es desagradable que cada vez que sales o entras por la noche haya que despertar al portero, yo tengo una llave propia del apartamento. Si me sucede algo, nadie se dará cuenta. Zhenichka es un gran chico.

6 de septiembre

Qué pesadilla tan terrible he visto con mis propios ojos. Había ido casualmente a la estación de Finlandia y allí vi como recibían a una partida de nuestros inválidos de Alemania… habían cumplido su trabajo y ahora volvían, es decir que no era tan malo. ¿Qué es esto?

Como un loco ciego y mudo, enfrascado en su insignificancia, no comprendí inmediatamente porqué se juntaba semejante muchedumbre en la estación, pensé que era algún tipo de celebración o de fiesta. Parece ser que me despistaron las flores, las banderas y la orquesta para recibir a los jóvenes. Pero cuanto lo supe, me quedé frío inmediatamente y empecé a esperar el tren con terror, decididamente no me podía hacer una idea de todo lo terrible que sería la aparición.

Pero cuando los trajeron, sin piernas, sin brazos, y salieron renqueantes los ciegos, los cojos y comenzó a sonar la música y comenzaron a vitorear a los soldados, se me rompió el corazón y comencé a llorar junto con toda la muchedumbre. Cerré los ojos y escuché: ni una voz, pero sobre la plataforma pisaban los pies y las patas de palo y la música sonaba… era difícil de entender lo que sucedía. Y abrí los ojos pero tampoco entendía qué era lo que sucedía: los inválidos llevaban camisas muy brillantes, azules y rojas, como los novios, pero no tenían ojos y no tenían piernas… ¿o es que éstos son los novios que ahora tenemos, madrecita Rusia? ¿Quién era yo el que contemplaba?

Después los sentaron a la mesa y también era un espectáculo. Comían ellos solos el pan patrio de su propia tierra y ellos mismos lloraban y con sus lágrimas lo salaban, era espantoso e insoportable contemplar sus extenuados rostros, tan familiares como si cada uno de ellos fuera un conocido de toda la vida. Les daban discursos, les daban la bienvenida… pero yo miraba a un soldado cercano, ciego, como temblaban sus pómulos picados y como no podía atinar con la cuchara en la boca, y me sentía como si la tierra temblara y cediera bajo mis pies, como un ser impuro. Y de pronto un joven y bello oficial encontró y vio a su hermano menor, sin brazos y cómo comenzaron a sonreírse mirándose el uno al otro, cómo comenzaron a sonreírse… no me pude contener y me aparté de la muchedumbre, no recuerdo como salí. Y yendo a un rincón de la estación donde no había nadie me incliné tres veces hacia la tierra.

¡Novios míos, novios con camisas rojas! Las coronas matrimoniales de vuestras cabezas son pesadas y el anillo de compromiso de vuestros dedos que os ha unido para siempre a la tierra de origen está al rojo vivo. Perdonadme a mí, maldito.

7 de septiembre

¡Sashenka, amiga mía! Por la corta carta que te he dejado en la mesa verás que el misterio de mi muerte lo debes buscar en este diario. Léelo amistosamente y con atención y comprenderás, y puede que incluso apruebes mi decisión de abandonar esta vida en la que estoy tan de sobra, para la que soy tan innecesario y en la que tanto he sufrido. Sé que me quieres, creo piadosamente en tu precioso amor, y esta fe la traspaso a nuestra Lídochka, a su triste soledad que ahora me dispongo con arrobo y éxtasis a compartir.

Si, Sashenka, con arrobo y éxtasis. No pienses, mi amor, no te rompas el corazón con el pensamiento de que muero con miedo y sufrimiento, que me fue doloroso o difícil… No, con alegría me desprendo de la insoportable carga de la vida. Soy un hombre débil, Sashenka. Ya hace tres semanas que te oculto que he perdido mi trabajo y que a todos nos amenaza la pobreza y el hambre, me daba vergüenza reconocer mi impotencia y mi insignificancia. Por supuesto que cualquier otro, más capaz, hubiera sabido salir de esta situación y encontrar un trabajo, pero yo no sé y no sabré hacerlo y, ¿para qué sirvo?

Y no quiero ni tengo derecho a ser objeto de la beneficencia social. Ayer vi en la estación a nuestros inválidos, lloré por sus amargas desgracias, ellos son los que merecen el trabajo de la gente, no yo.

Y, ¿qué soy yo para ti, mi triste belleza, mi corazón dorado? No soy joven ni atractivo y sólo me puedes amar por tu inagotable bondad. Me voy y te sentirás más ligera y libre en este mundo en el que yo tan sólo te molestaba. ¿Acaso he sido un hombre? ¿Acaso te he conducido con mano firme por el difícil camino de la vida y con la luz de la mente he alumbrado su oscuridad? No, amiga mía, he sido malo, pusilánime y egoísta. O es que acaso no me dirigía a ti con estúpidas exigencias por mi estómago… ¡Ay!, que vergüenza tan sólo de recordarlo, Sashenka. Acaso no interrumpía tu abnegado trabajo en la enfermería, arrastrándote a casa, declarando con orgullo que no sabía cuidar a los niños, sin querer darme cuenta de que tú misma habías aprendido a tratar a los heridos, que es mucho más difícil que cuidar a los niños. Me da vergüenza recordar con que cara, directamente con qué jeta de desagrado te miraba cuando pasabas por casa o yo mismo pasaba por la enfermería, criticando tus hábitos. Pero te suplico que olvides y no recuerdes una cosa, lo que te dije después de la muerte de Lídochka. Si recuerdas estos reproches ruines y crueles no encontraré paz ni en la tumba. ¡Olvídalo y perdóname!

Pero hay algo más que debes saber y recordar para siempre, aunque debes ocultárselo a mis hijos cuando crezcan para que no se avergüencen de su padre. Sashenka… ¡Rusia me ha maldecido! Esto lo escuche ayer cuando ante mi vista aparecieron los desgraciados, los ciegos, los inválidos mutilados, nuestros, tus, mis defensores y se me rompió el corazón de un sufrimiento insoportable. Y llorando unas lágrimas innecesarias y casuales que no habrían caído de no haber pasado casualmente por la estación, escuché la voz de Rusia que me maldecía: ¡maldito seas, mal hijo mío! No son fantasías, Sashenka, ni un delirio, escuché una voz.

Puedes decir que estoy loco y me causaría amargura si lo dijeras. No, mi amiga, yo antes, hasta que no escuché esa voz, estaba loco y mientras tanto me daba golpes en el pecho como un fariseo, jactándome de mi pureza y juzgando a los que luchaban. De ser alemán, Alemania me hubiera maldecido, porque ellos también tienen sus cojos, sus mancos y sus inválidos ciegos que defienden a los demás. Y piensa tranquilamente Sashenka, ¿qué es lo que yo he hecho por Rusia en estos años tan duros para ella? Tan sólo no he robado, ¿pero acaso esto es suficiente? Pero de saber, como el resto, que la patria estaba en peligro, yo mismo habría confirmado estas terribles palabras como un loro entrenado, pero ¿qué hubiera hecho? Nada. Es terrible pensar en el implacable juicio que se encierra en esta corta palabra.

Sin temblar, con mi propia mano me castigo como se castiga a los espías y a los traidores, para los que no hay sitio en esta tierra. Rusia me ha maldecido con su voz maternal y yo no puedo, simplemente no me atrevo a vivir. Me da vergüenza mirarte a los ojos, Sashenka. Ya que donde yo antes me encontraba no quedará ni siquiera un sitio vacío, de lo innecesario que le soy a todo el mundo, nadie se dará cuenta de que ya no estoy. Y tan sólo hay una duda, un miedo que me desconcierta; ¿no me volverá la espalda allí mi Lídochka?, ¿la encontraré entre los ángeles del cielo? No, allí entienden más que aquí y allí tendrán en cuenta mis inútiles pero forzados y crueles sufrimientos, con los que he pagado por mi insignificancia. Allí no hay fuertes ni débiles, allí todos son iguales, allí hasta yo encontraré un refugio bajo la protección de Cristo. En la tierra he pagado mis pecados y allí comenzará otra contabilidad distinta.

Se feliz, querida, mi querida y única. Que Dios te bendiga por todo el amor que me has dado, por tu ternura y tu indulgencia, por cada roce de tu amable y querida mano. No llores por mí. Celebra una misa de réquiem por los tres: por Lídochka, por Pavlusha muerto en la guerra y por mí. No esperes mi cuerpo ni lo busques, será arrastrado hasta el profundo mar. ¡Adiós, adiós!

9 de septiembre

Han sucedido cosas tan milagrosas y divinas que tengo que contarlas por orden, sino me confundiré.

Sucedió al tercer día. Después de tomar la decisión de suicidarme, pasé todo ese día con los niños, fui a pasear con ellos al parque de Alexandrovski, les compré bombones, y en general les entretuve. Incluso le compré a Inna Ivánovna algo especial para la comida. Por cierto que le escribí una carta sobre ella a Nikolái Evguénievich, su hijo, aunque por suerte, no llegué a mandarla. Por la tarde, cuando los niños se fueron a la cama y rezaban junto a mí, puse en orden todos mis pequeños asuntos de dinero (¡qué bien que no tengo deudas!), le escribí una carta a la policía y otra a Sashenka y cerca de la una de la noche me dirigí al puente de Troitski, desde donde había decidido lanzarme al Neva, aprovechándome de lo desolado y vacío que se encontraba a esas horas. Para sufrir menos y para asegurarme, me puse en los bolsillos de mi abrigo las dos pesas de plomo del reloj de cuco de los niños que hacía tiempo que se había estropeado y no funcionaba. Por el camino pensé también en añadir una piedra, o algún otro peso. Digo con total certeza que no sentí ni miedo, ni una compasión especial por la vida. Tan sólo lloré un poco cuando escribí a Sashenka y ésas fueron unas escasas lágrimas oficiales.

Lo que ocupaba principalmente mi pensamiento era cómo se las iban a apañar mis queridos sin mí, y me parecía que se las apañarían comparativamente mejor. Los niños sin padre siempre pueden y tienen derecho a contar con ayuda. Tenía ciertas esperanzas con Nikolái Evguénievich al que, de nuevo, yo no me podía dirigir personalmente. Todo, por decirlo en una palabra, todo estaba arreglado y tan sólo pensé sobre esto durante medio camino, mientras atravesaba el callejón de Moshkov no veía ante mí el desierto y oscuro Neva, la noche era nublada y oscura y la fortaleza de Pedro y Pablo en la otra orilla era prácticamente invisible, allí en las puertas de la fortaleza debía brillar débilmente una farola, y esta oscuridad hacía que el río pareciera en ese lugar más ancho, como el mar. A la derecha colgaban sobre el río sin parpadear, las brillantes luces del cercano puente de Troitski que estaba completamente vacío y tranquilo. «Ya he llegado», pensé yo, apretando las frías pesas en los bolsillos y sintiendo de pleno en la cara la humedad y el olor del agua que se arremolinaba silenciosa y que corrían por los parapetos de granito. ¿A dónde iba con tanta prisa? Esperé y miré a mí alrededor.

Y aquí, a partir de este minuto, comenzó a sucederme algo extraño que me es muy, muy difícil explicar. En general no soy un hombre tonto, aunque tampoco inteligente. Hay muchas cosas que no veo, hay mucho que no sé, y mucho más que no entiendo… y no hay tiempo para comprender, te superan el ajetreo y los problemas, y nunca hasta donde recuerdo, dejé de tener verdaderos y largos pensamientos. Pero aquí tuvo lugar en mí una transformación, sorprendente, como en un cuento: como si se me abrieran miles de ojos y oídos y llovieran sobre mi cabeza unos pensamientos tan largos que todo movimiento se hizo imposible. Tenía que sentarme o quedarme de pie pero no podía moverme a ningún sitio. Y en la cabeza se callaron todas las palabras incluso el mismo nombre de los objetos pareció desaparecer y tan sólo había silenciosos y prolongados pensamientos, tan prolongados como si cada uno rodeara varias veces todo el globo terráqueo. No, no lo puedo expresar.

Y lo primero que entendí era que yo soy un hombre sobre el que hablan cuando pronuncian las palabras «gente», «humanidad», «hombre». Eso es precisamente lo que soy, precisamente éste con pesas en los bolsillos, con un abrigo, pensando esos pensamientos, de pie sobre la corriente de agua rodeado del silencio absoluto de la ciudad nocturna. «¿Dónde están todas las demás personas?», pensé durante largo rato y vi a todo el resto de gente por el mundo. ¿Hay alguna diferencia entre los muertos y los vivos? ¿A dónde van los muertos? ¿De dónde vienen los vivos? Y de nuevo pensando prolongadamente, vi a todos, los muertos y los vivos, los futuros, toda su ingente cantidad, con visiones parecidas, que vuelan junto a las nubes bajo la luna, junto a los rayos del sol, la lluvia, junto al viento y al río. Y comprendí, ahora no sé porqué, que era completamente inmortal, casi hasta el ridículo. «Petersburgo puede derrumbarse mil veces y yo seguiré viviendo».

Para entonces ya me encontraba en el puente de Troitski, precisamente en el lugar que había establecido de antemano para saltar al agua. Pero en ese momento me resultó tan estúpido el suicidio, que con la mayor tranquilidad tiré las dos pesas al agua en mi lugar. Ni siquiera salpicaron en su caída. Y de nuevo pensé durante largo rato sobre algo, mirando el agua que venía de aguas arriba, iluminada por las farolas. Después miré al oscuro e infinito cielo y pensé de nuevo en algo… no puedo recordar el qué, pero todo era muy claro e inmenso, como si en ese momento yo fuera un verdadero sabio que ve todo el universo y lo entiende todo. Detrás de mí, por el puente, resonaron algunos automóviles y en ese momento comprendí algo, me di la vuelta y esperé durante largo rato otro automóvil y me alegré cuando detrás de la cuesta del puente aparecieron las dos brillantes luces eléctricas. Tocó el pito mientras pasaba.

Y de pronto me sometí. No puedo llamar otra cosa que someterse a este sentimiento que me traspasó con un escalofrío desde el río… no, no sé, cómo sucedió, pero desde la misma cima de la sabiduría y el entendimiento en las que me acababa de encontrar, descendí súbitamente a un estremecimiento tal, un sentimiento tal de mi pequeñez y miedo, que se me secaron de golpe los dedos en los bolsillos, se congelaron y se agarrotaron como las patas de un ave. «¡Me he acobardado!», pensé, sintiendo un cruel miedo a la muerte que me había preparado a mí mismo y olvidando que había tirado las pesas y había rechazado el suicidio antes de sentir miedo. Ahora pienso que me acobardé realmente, de la manera más corriente, y que eso no significaba una gran desgracia, pero en ese momento mi miedo me pareció terrible. ¿Dónde estaba mi sabiduría y mis prolongados pensamientos? Estaba de pie en el puente, no me decidía siquiera a mirar el agua y temblaba, temblaba de pies a cabeza, los dientes me castañeaban. Pero en ese momento hice algo como un intento, desesperado, con el cuerpo medía y palpaba la altitud de la barandilla. «¡Ahora me lanzo!», pensaba desesperado y sentí lo ligeros que quedaban los dedos de los pies y como no tenían ningún apoyo en la barandilla, ahora me separo de ella, ahora…

Y en ese mismo momento, sintiendo ese horror indescriptible, me acordé con toda claridad, como si hubiera salido el sol, de cómo entonces, al principio de la guerra salimos corriendo con el carromato de Shuvalovo y de mi Lídochka, y las flores que recogí para ella junto al camino y mi terror de entonces inexplicable… ¡de esto era de lo que me asustaba entonces! ¡Así que esto era lo que presentía y sabía mi alma! Así que por esto eran las flores y nuestra prisa y el miedo a mirar atrás y el afán de seguir adelante, de esconderse, de encontrar un hogar en la tierra… el alma sabía qué era lo que le esperaba y temblaba en el débil cuerpo humano.

—¡Dios mío! ¡Todo esto es la guerra! ¡La guerra! —pensé, y de pronto vi toda la guerra, lo terrible que era, lo perniciosa. Me olvidé de que estaba en Petersburgo, me olvidé de que estaba de pie en un puente, me olvidé de todo lo que me rodeaba y tan sólo vi la guerra, toda ella. No, también es imposible transmitir esto, es imposible transmitir este nuevo miedo, y esas súbitas lágrimas que brotaron de mis ojos y que todavía brotan, siguen brotando, brotan hasta ahora mismo. Por suerte un viandante se fijo en mí, pasó de largo, pero se dio la vuelta y me dijo algo. De cerca, como en un espejo, vi su rostro desconocido y por alguna razón terrorífico y sus terribles ojos, me aparté de él gritando algo y veloz, casi a la carrera me alejé del puente hacia Sashenka.

No recuerdo donde cogí una coche de caballos, no recuerdo cuanto pagué, no recuerdo siquiera como entré en la enfermería, tan sólo recuerdo que me puse de rodillas delante de Sashenka y tragándome las lágrimas, temblando con todo el cuerpo, comencé mi incoherente y demente confesión… Y afirmo, juro ante Dios y ante todo el mundo que mi Sashenka es santa, y no es sólo mía sino de Dios. De todo el mundo y su santidad es tal que no me atrevo a tocarle la mano, toda mi vida le debo rezar al creador por ella, toda la vida debo llorar a sus pies. Inmaculada mía, corazón de todo el mundo, alma de todas las almas, ¡Sashenka bendita!

Como un canalla esperaba los reproches. Pero esto es lo que escuché cuando alcancé un estado en el que a través de mis lágrimas y mis llantos pude distinguir sus palabras:

—No pasa nada, no hace falta el trabajo. Me han prometido un salario y yo no quería cogerlo pero ahora lo aceptaré y sobreviviremos y los niños sobrevivirán y tú estarás conmigo, haremos juntos lo que podamos. Pero ahora estás como un herido grave y te voy a llevar a casa, cuida de los niños, mira como duermen, besa a madre. Que se tranquilice y descanse tu alma. Pobre mío, pobre mío, Ilienka querido…

¡Y encima me llamaba Ilienka! Y después ella misma se echó a llorar sobre mí, comenzó a besar mis cabellos canos. Le farfullé:

—No me beses, tengo el pelo polvoriento, llevo un mes sin pasar por el baño, no me beses.

¡Y a ella le dio igual! Es mujer. Pero la maldita memoria, no estoy transmitiendo correctamente sus palabras, no recuerdo con total precisión… ¿acaso son como las que me salen ahora? Además estaba débil por las lágrimas, la cabeza me daba vueltas hasta el punto de que me tenía que apoyar en la pared o en la silla para no caerme. Sashenka salió unos minutos para hacerse cargo de sus obligaciones y yo pasé la mirada por primera vez por la habitación donde todo esto había sucedido, me limpié la cara como si me tranquilizara, pero vi en la pared una bata blanca con un símbolo de la cruz roja que desde entonces es para mi sagrado, como mi Sashenka, y de nuevo me deshice en lágrimas. Así me llevó mi Sashenka a casa y yo me daba la vuelta mientras el portero habría la puerta, vivimos en la segunda escalera. Intentaba decir algo, por supuesto tonterías, pero Sashenka delicadamente me detenía «No hables hoy, tranquilízate. Mañana hablaremos». Había pedido un permiso para varios días.

Recuerdo mal que es lo que sucedió en casa. Por alguna razón había mucha luz y yo iba por las habitaciones como un homenajeado, sonriendo feliz y tontamente, besando uno detrás de otro a los niños dormidos, besé a Inna Ivánovna, a quien Sashenka había despertado, y lloré con ella. Después preparamos un samovar y me bebí un té caliente y sobre el platillo gotearon las lágrimas que comenzaron a brotarme sin motivo. Pensaba que el té estaba caliente y ya estaba llorando de lástima y felicidad.

Sashenka misma me hizo la cama en el despacho, pensando que estaría más tranquilo ahí, sacó una muda limpia y me vistió de limpio. Y cuando me tumbé tan limpio y blanco en la cama blanca y limpia, me tumbé boca arriba y puse las manos sobre la sábana y ella se puso junto a la mesa con la lámpara verde, se sentó y cogió un libro para leerme en voz alta. Yo realmente me sentí como si estuviera gravemente herido y ahora me estuviera curando. Y la debilidad que prácticamente hacía imposible que levantara los pesados párpados para poder mirar el círculo de luz de la lámpara del techo, la lámpara, la barbilla de Sashenka que me era visible, era tan agradable.

Estaba leyendo a Gogol y aunque yo apenas escuchaba fragmentos era interesante y conmovía agradablemente, como cuanto tienes un sueño agradable sobre otras personas, sobre el campo, sobre el camino. Y oía: «Selifán, Petrushka, carretela» e incluso los veía, pero en la cabeza, como si estuviera a mi lado, el oscuro Neva seguía fluyendo, un automóvil pasaba y un viandante me cogía del brazo. Y después de nuevo la carretela y las campanillas y el largo, largo camino… así me quedé dormido, me desperté por un instante, un temblor me recorrió todo el cuerpo, vi el círculo, escuché la voz de Sashenka y finalmente caí en un profundo sueño.

Pero por la mañana, después de despertarme, vi a Sashenka sentada a la mesa, terminando de leer entre lágrimas mi estúpido diario, tan pálida y tan enternecedora por la noche que había pasado sin dormir por mí. Mi Sashenka, mi santa Sashenka.

12 de septiembre

Nos hemos mudado al piso de Fímochka, la amiga de Sasha, hemos alquilado dos habitaciones que antes ocupaba un refugiado. Al refugiado lo mandaron sin ninguna vergüenza a paseo, nosotros mismos somos refugiados. Fímochka se está todo el día riendo. ¡Pero Dios mío! ¡Qué agradables me resultan estas pequeñas habitaciones, las bromas inocentes de Fímochka sobre mi sensibilidad!

Para mí es como si me hubiera mudado a un palacio, rico y libre como un zar. Fímochka tiene un canario y yo, como un tonto, me siento media hora ante la jaula y me embeleso con sus movimientos.

Sobre lo más importante hablaré luego, ahora no puedo. Los alemanes siguen avanzando.

13 de septiembre

Con dificultad me reconozco en la descripción de Sashenka, pero la creo cada palabra, mi justa mujer. ¡La instantánea es terrible! Y es completamente comprensible porqué yo me mantenía tan apartado, porque yo, en la soberbia de mi propia amargura, no me daba cuenta de sus lágrimas, a sus palabras cariñosas siempre respondía con un gruñido enfadado como un perro guardián al que le han quitado su hueso. Pero mi miedo a perder el trabajo, mi estúpido orgullo, el pensar que ya no era digno de vivir… ¡qué increíble estupidez! Como si todo el mundo pudiera quedarse sin trabajo y pedir limosna menos yo, una naturaleza tan excepcional y un título tan elevado: Ilya Petrovich Dementiev. Y como si todo el mundo pudiera perder un hijo, todos menos yo, como si yo tuviera que levantarme y calumniar a alguien, golpeándome impúdicamente el pecho y como si todo el mundo pudiera tener incenDios, perder la propiedad, desgracias de todo tipo y sólo yo en este mundo fuera una persona sagrada e intocable. Y todos luchan, asumen el pecado y el sufrimiento y únicamente yo, como un profesor retirado, me siento por las noches y escribo sermones, doy lecciones, que nadie escucha y pongo notas por comportamiento. Un dos negativo, ¡al rincón Alemania! Y todos los tontos al rincón mientras que yo, tan listo, me sentaré aquí en la cátedra enorgulleciéndome. Pero ¿cómo pudo comprender todo esto mi Sáshenka? Responde que de ninguna manera sino que todo esto se sabe y está claro. Puede ser. Pero entonces, ¿de dónde vino mi ceguera? Lo más probable es que del mismo lugar de donde vienen estas preguntas innecesarias. Para mí mismo ahora esta todo claro pero por costumbre pregunto todo, pongo un signo de interrogación… ¡estúpido!

No puedo comparar con nada esta ligereza del alma que siento ahora. Y lo más importante: no siento ningún miedo, ante nada de lo que suceda. No hay nada terrible, yo mismo me lo inventé. ¡Los alemanes pues los alemanes, huir pues huir y morir pues morir! Nunca hasta ahora había amado tanto a mis Petka y Zhenka, pero ni siquiera la muerte de otros me asusta… lloraría amargamente, pero no me arrodillo ante la muerte, no la llamo y no pienso pedirle que me invite. La muerte es una completa estupidez. Sashenka dice que aquéllos a los que amas siempre vivirán.

Ayer Fímochka me estuvo llamando toda la tarde «viejo»: «¡mi viejecito, viejecito mío!». Sashenka incluso se ofendió un poco y le hizo algún comentario, aunque para mí no era ofensivo en absoluto, estaba bromeando. Pero de todas formas me han entrado ganas de mirarme en el espejo… y ya ves, ¡era cierto! No digo que sea tan viejo de aspecto, pero más viejo que mis cuarenta y seis en cualquier caso, pero hay algo en los ojos y en la sonrisa… y en las lágrimas, que me saltan tan a menudo. Sin embargo viviré mucho tiempo, es un hecho, y siento una fuerza poco natural. Fímochka dice que eso es que los paseos por la ciudad me han fortalecido, ¡qué se ría!

Todos estamos contentos con el nuevo lugar y si a alguien le ha afectado negativamente es a Inna Ivánovna. Es incluso difícil comprender qué es lo que la ha afligido tanto. Inmediatamente decayó y ya lleva dos días tumbada de cara a la pared, calla y o bien está temblando de debilidad o está muriendo. Pero cuando, sin prepararla le dijimos que había perdido mi puesto, casi nos asustamos de cómo le afectó, empalideció y comenzó a temblar de pies a cabeza, y cuando ya habíamos llevado todos los muebles ella no quería salir de su habitación, lloraba cuando la cogíamos de la mano. Probablemente se imaginó algo. Ayer por la noche llamó a Sashenka y le susurró en voz baja: «dile a Pavlusha que venga». Por supuesto Sashenka le contestó que enseguida le llamaría, pero por suerte, la desgraciada anciana no ha vuelto a repetir su terrible petición. Ahora he echado un vistazo, todos duermen: ella, Sashenka y los niños. Mientras Sáshenka esté aquí la niñera duerme en el salón de Fímochka.

Hemos conseguido vender bien los muebles que nos sobraron, nos hemos quitado un peso de encima. Sáshenka estará con nosotros todavía un día más y después se irá a su enfermería, allí me buscará algo útil que hacer. Pero ¡cómo podría decir todo lo que la respeto! Sacarme de un hoyo tan profundo, en el que yo me había dignado a meterme…

Fímochka ha venido del salón y, al ver que no estaba dormido, se ha sentado junto a mí toda una hora y me ha hablado con terror sobre la invasión alemana. Gracias a su palidez y su deslavazado discurso femenino he entendido y sentido más sobre la temblorosa espera de la invasión enemiga en la que se encuentra nuestra capital y nuestro país, que a través de los periódicos. Dios salva a Rusia y a sus ciudades, sus gentes, sus casas y sus chabolas. No la indultes por sus méritos, ni por su riqueza y su fuerza, Dios, sino por nuestra poca cabeza, por nuestra pobreza que tú tanto amaste en tu vida terrena.

No puedo dormir así que intento hacer cualquier otra cosa. Las manos vacías se agitan de manera irritante, me da la impresión de que si me pusiera a barrer el suelo sería feliz… ¡pero ya está limpio! No, mañana mandaré a Sáshenka a la enfermería, ya estoy sano y es inadmisible postergarlo.

¡Si tuviera un pecho de trescientas verstas de ancho sin dudarlo lo pondría bajo los proyectiles alemanes para proteger a los demás!

15 de septiembre

Ya hay dos ofertas: una de contable en el Comité de refugiados con un pequeño sueldo, la segunda en el frente para cuidar a los heridos de las posiciones de vanguardia. Yo pido insistentemente la segunda pero, por supuesto, tomaré la primera si hace falta.

Inna Ivánovna está mal, sigue llamando a Pavlusha.

18 de septiembre

Voy con una hucha para recolectar para los heridos.

20 de septiembre

¿Me podía haber imaginado alguna vez que en las lágrimas se escondía una felicidad tan inefable? Y qué extraño es: antes con unas lágrimas que duraran un poco me comenzaba a doler la cabeza, en la boca aparecía la amargura y el pecho se me quebraba con un fuerte y sordo dolor, pero ahora llorar resulta fácil y feliz como enamorarse. He experimentado esto especialmente durante los dos paseos diarios por Petrogrado con la hucha, cuando cada dádiva, cada muestra de simpatía hacia los heridos me provoca una agitación indescriptible. ¡Y cuánta gente buena, cuantos corazones de oro ante mis felices ojos!

Aprovechándome de mis largas piernas y del hecho de que me han dado como compañero a un estudiante joven pero despierto e infatigable, he llegado hasta Ojta y allí, entre los pobres, los trabajadores y los artesanos he pasado horas de un regocijo sin límites.

—¡Mira como dan! —me dijo el estudiante Fedia—. ¡Éstos sí que dan! Es cuestión de recogerlo.

—Si, Fiedochka, si que dan, sólo hay que recogerlo —me reí yo de su inocente hablar, pero a mí simplemente no se me secaban los ojos. Miraba al trabajador o al carretero barbudo, como éste, girándose con fuerza, sacaba su kopek o cinco kopeks y le quería tanto que da incluso vergüenza mirarle a los ojos, amo su mano, su barba, amo todo en él, como la verdad más valiosa sobre el hombre que no puede enturbiarse con ninguna guerra. Y también es agradable que no se turba ni se disculpa cuando da, no como los de la Nevska y la Morskaya. Muchos me preguntaban de Fedya:

—¿Es su hijo o qué?

—No, somos conocidos —responde Fedya siempre ofendiéndose un poco, por alguna razón le parece que ya es tan mayor que no puede ser el hijo de nadie. Me quitó la hucha con fuerza hasta que la solté y me ordenó que pusiera las insignias, dirigiéndome con toda dignidad.

Dos veces cambiamos la hucha llena, y las dos veces nos enfrascamos trabajando hasta tal punto de cansancio que casi arrastrábamos las piernas, especialmente Fediuk. Ya había anochecido completamente cuando a través de algún callejón salimos a la orilla del Neva, de forma oblicua a las manufacturas Mitochnoi con sus chimeneas humeantes y nos sentamos en un tronco.

Y allí disfrutamos largo rato de la tranquilidad de la maravillosa tarde, las barcazas y los barcos, la amplitud del Neva, la belleza de la rosada puesta de sol entre las vaporosas nubes… nunca olvidaré esa tarde. Un remolcador que pasaba hizo que unas pequeñas olas se deslizaran hasta la plana orilla y rompieran suavemente, los chavales de Ojta entre las sombras de las barcazas que se arrastraban por la orilla terminaban de jugar sus juegos de la tarde y en esa orilla ya se encendía en algunos puntos las azuladas luces de los faroles y en el alma había tal tranquilidad y limpieza, como si yo mismo me hubiera convertido en un niño. Yo callaba y Fedia, que al principio hablaba acalorado de los alemanes, también se calló y se quedó pensativo, después unos soldados cruzaron el puente de Ojtinski en alguna dirección y hasta nosotros, entre el retumbar de su paso en el lejano puente, llegaban tan sólo retazos de sus canciones.

—¿Cantan los soldados? —se animó Fediuk—. ¿Dónde están?

—En el puente… escucha, escucha.

Qué bien que los soldados canten sin artificio, con voces naturales, así reconocemos en estas voces su juventud y a Rusia y a la aldea y a todo el pueblo. La canción ya se había apagado, ya se había hecho de noche y toda esta orilla se había cubierto de luces en las ventanas y en las farolas pero yo seguía pensando sobre lo indescriptible que son los soldados y Rusia… Rusia. Como si en sueños hubiera visto un bosque y un camino otoñales, las luces nocturnas en las izbás, los campesinos en las carretas. Me imaginé el morro de un caballo y en el descubrí algo querido y con una tierna gratitud pensé en su centenario trabajo, en otros caballos, en otras aldeas, poblados y ciudades… Resultó que me quedé en Babia directamente, pero Fediuk, ¡qué calamidad!, no sólo se había quedado ensoñado sino que se había dormido como una marmota apoyando la cabeza sobre mí. Gracias a Dios era una tarde cálida, totalmente veraniega. Le levanté la gorra que se le había ladeado, pero a él no había manera de hacerle volver en si, se derrumbaba sobre mí y de qué manera. Le obligué a la fuerza a abrir los ojos.

—Dios, no puedo andar.

—Yo te llevaría, pero no tengo fuerzas. Vayamos aunque sea hasta el barco y después cogeremos el tranvía por la Surovski.

—Vayamos hasta al barco a pie —estuvo de acurdo Fediuk—, a mi respetado camarada le gusta mucho el barco.

Así he trabajado con él dos días. Por desgracia ayer llovió y a pesar mío tuvimos que interrumpir las colectas, pero el sentimiento es el mismo y la felicidad igual, y el hombre brilla aún con más fuerza entre el barro y el mal tiempo de otoño.

Parece que he recibido un destino en el frente.

24 de septiembre

Hemos enterrado a Inna Ivánovna. Hacía mucho tiempo que únicamente hacía que vivía y se ha ido con su Pavlusha. No sé si se encontrarán ahí, pero ambos están desde ahora en el mismo sitio, desconocido para nosotros, ahí está también mi Lídochka y estaré yo.

¡Pero cuantos mueren! Parece que alguien está talando un cortafuegos y cada día se hace más ralo el bosque de conocidos.

Corren insistentes rumores, y los periódicos dicen, que el avance alemán ha sido detenido. Desde la primavera han estado avanzando por Rusia, paso a paso, sin interrupción, y finalmente se han detenido frente a Riga y Dvinsk, pero al igual que antes, como por encima de una valla baja, sus ojos amenazantes nos contemplan y los días que vienen se esconden en una oscura ignorancia.

30 de septiembre, jueves

Contemplo a la gente con un pesar y una pena insoportable. Que duro es su destino en este mundo, que difícil es vivir con su alma indescifrable. ¿Qué es lo que quiere esta oscura alma? ¿Hacia dónde se dirige a través de las lágrimas y la sangre?

Todos los días escucho relatos sobre los que escapan de Polonia o Wolyn, de su inusual paso por todos los caminos. Hay quien los ha llamado «refugiados» y con esta palabra se tranquilizan inmediatamente: anotan a un refugiado en un libro, lo cargan a cuenta, lo computan y ahora hablan de él como si esa especie existiera desde hace mucho y no le gustara a nadie. Pero yo no entiendo esta tranquilidad y me resulta doloroso imaginarme como iban a pie por los caminos y como ahora siguen yendo con el crujir de las carretas, con el llanto y la tos de los niños constipados, con el mugido y el llanto de los animales domésticos. Y cuantos hay de ellos, como si todos los países se trasladaran de un sitio a otro, contemplando como la mujer de Lot, el humo y las llamas de las ciudades y las poblaciones ardiendo. No hay caballos suficientes y muchos, según dicen, uncen a las vacas e incluso a los perros grandes o si no ellos mismos se enganchan y tiran como en los primeros tiempos cuando alguien arreó al hombre por primera vez… y hasta hoy día le sigue persiguiendo. Es difícil hacerse una idea, dicen, de lo que sucede en los caminos. Caminan tales multitudes, tanta cantidad de gente, que más parece la Nevskaya de fiesta que una carretera desierta llena de barro del otoño. Y ¿nos perseguirá durante mucho más tiempo esta fuerza desconocida?

Aquí hoy de nuevo ha habido tristes noticias: los búlgaros han atacado a los serbios en una tal Kniazhevets… no hay quien lo entienda: ¿un hermano acuchillando a otro? El alma se estremece al pensar que también este pueblo morirá, que las guadañas segaran este pobre prado. Ahora les tocará a ellos esperar y escuchar: «¡avanzan, avanzan!». Y qué es lo que cuesta acuchillar a éstos, los turcos han matado a ochocientos mil armenios, según cuentan los periódicos. Pero que decir: lloro y lloro, todo el mundo me da lástima y cada minuto se me parte el corazón por los nuevos desgraciados. Y no sé si rezar a Dios para que castigue a los traidores búlgaros o inclinarme aquí ante el misterio del alma humana incomprensible para mí.

Pero ayer poco falto para que en lugar de lástima y lágrimas no prorrumpiera en maldiciones, a duras penas me tranquilicé durante toda la noche de insomnio. Me cayó en las manos un periódico en el que casualmente se hablaba de los desgraciados armenios, y esto es lo que relata un testigo, escribo aquí sus palabras literalmente, tal y como fueron impresas negro sobre blanco:

«Pero las escenas más terribles que este testigo casual ha contemplado tuvieron lugar en Bitlis. Aun antes de llegar a Bitlis, vi en el bosque a un grupo de hombres recién degollados y junto a ellos tres mujeres completamente desnudas colgadas de las piernas. Junto a uno de ellos se arrastraba un bebé de un año extendiendo las manos hacia su madre y la madre con la cara llena de sangre, todavía viva, extendía sus manos hacia el bebé. Pero no podían llegar el uno al otro».

¿Acaso podía dormirme después de haberme imaginado semejante escena? Por supuesto que no podía, la respiración se me cortaba toda la noche y el cerebro se me llenaba de sangre, como si a mí mismo me hubieran colgado de los pies y tiraran hacia arriba. A ratos comenzaba a ahogarme de verdad. Pero lo curioso era que hasta se me secaron las lágrimas tras esa noche, todo lo cubrió la furia, la necesidad de maldecir a los asesinos y otro sentimiento. Principalmente ése. No hablo ya de los hombres «recién degollados»… tan sólo el hecho de que hablen de las personas como de carneros muestra la banalidad de esta escena y el sentimiento de cotidianeidad. Y cuantos de estos «recién degollados» hay en nuestra actual carnicería. Pero la mujer y el niño, la mujer y su hijo…

Estaba todavía viva, colgando boca abajo, puede que ya llevara media hora, puede que una hora, pero ¡cómo debía de llenarse su cerebro de sangre!, ¡qué terribles círculos de rojo sangre tenían que pasar por delante de sus ojos enrojecidos! ¿Cómo respiraba? ¿Cómo latía su corazón? Y entre toda esta muerte de rojo mate oscuro, todavía distinguía la imagen de su niño arrastrándose, sólo le veía a él con lo que le quedaba de vista, encorvándose con una fuerza sobrehumana, extendía hacia él sus manos azuladas y su rostro hinchado y azulado. A otro le asustaría ese terrible rostro azulado, pero él, un inocente niño de un año, se acercaba a ella, reconociendo todavía en ella a su madre… «pero no podían llegar el uno al otro». O la distancia era muy grande o simplemente el pequeño atontado no podía arrastrarse hasta donde hacía falta y darle la mano. ¿Pero qué era lo que necesitaba ella? No era la vida ni la salvación, que era imposible de esperar, sino únicamente una cosa, unir sus manos durante un instante y en este toque adquirir algo inmenso para su corazón. «Pero no podían llegar el uno al otro».

Y toda esta noche he delirado en una salvaje pesadilla, ahogándome de sofoco, intentaba unir mentalmente las dos manos desesperadamente extendidas. De pronto me parecía que las conseguía unir, ahora se tocan la una a la otra y entonces tenía lugar algo eterno, algo soleado, una vida imperecedera… pero no, no lo conseguía, algo tiraba hacia atrás, una fuerza desconocida me arrastraba a mí también. Agité la cabeza, me recuperé un segundo (aquí me arrepentí de haber dejado de fumar, ¡me apetecía terriblemente!)… y de nuevo comencé ese horrible trabajo en el que no había ni principio ni fin, de nuevo los unía y de nuevo estaban cerca… y de nuevo una fuerza desconocida e invisible los separaba, se los llevaba a cada uno por su lado, los ahogaba con sangre, sofoco y desesperación. Finalmente comencé a soñar algo completamente extraordinario: esas manos, al mismo tiempo que intentaban unirse, se extendían hacia mí con la intención de ahogarme, me rodeaban la garganta y ya no eran cuatro manos sino muchas, muchas…

Fímochka escuchó mis gemidos y asustada vino hacia mí corriendo, después, al saber de qué se trataba me dio unas gotas de valeriana, pero lo que en realidad me tranquilizó fue únicamente la visión de un ser humano. En cuanto salió de la habitación comenzó de nuevo lo mismo, aunque no de una forma tan terrible: las manos ya no me ahogaban como antes aunque seguían sin poder unirse y yo por esa razón comencé a gritar algo encendido en nuestro despacho, yo mismo agitaba mis manos largas y tan sólo por la mañana a la una y media me amodorré sin ensoñaciones.

Hoy tengo muchos pensamientos extraños y una agitación que no se pasa. Miro todas las manos ocupadas en cualquier cosa o balanceándose ociosas en los bolsillos y sigo soñando con la unión. Pensé en Inna Ivánovna y en las madres. ¿Cómo pueden no entender que cada una de ellas, llorando a su hijo, dispara ella misma al hijo de otra madre, y ésta al revés, y todos lloran? No, probablemente lo entienden, es tan sencillo, aquí la fuerza está en otra cosa. ¿Quién se extiende hacia quién para unirse? ¿Y quién lo impide eternamente? «Pero no podían llegar el uno al otro», dice el testigo.

Se me ha pasado la furia y de nuevo me siento triste y apesadumbrado y de nuevo me corren las lágrimas calladas. ¿A quién maldigo, a quién juzgo, cuando todos somos iguale de infelices? Contemplo el sufrimiento general, veo manos que se extienden y sé que cuando se toquen, la madre tierra con su hijo, llegará una gran resolución… pero yo no la veré. ¿Y qué es lo que he hecho para merecerla? He vivido como una «célula» y moriré de igual manera y tan sólo suplico una cosa de mi destino, que mi muerte y mi sufrimiento, que acepto sumiso y con resignación, no sea en vano. Pero no puedo tranquilizarme en esta desesperanza, el corazón se me enciende y extiendo las manos hacia alguien: «¡Ven! ¡Toquémonos! ¡Te quiero tanto, querido, querido mío!…».

Y sigo llorando, llorando, llorando.