UN PENSAMIENTO

El once de diciembre de 1900 el doctor Antón Ignátievich Kerzhentsev cometió un asesinato. Tanto los datos de las circunstancias en las que se cometió el delito, como ciertas hechos previos dieron pie a la sospecha de que Kerzhentsev no se encontraba en plena posesión de sus facultades mentales.

Después de ingresarle para hacerle diferentes pruebas en el hospital siquiátrico de Elisabeta, Kerzhentsev fue puesto bajo la atenta y severa observación de varios experimentados siquiatras entre los que se encontraba el profesor Drzhembitski, recientemente fallecido. Éstas son las explicaciones por escrito de los acontecimientos que entregó el mismo profesor Kerzhentsev un mes después del comienzo de los análisis, junto con otros materiales recabados durante la investigación, todas ellas constituyeron la base del informe perital del juicio.

Primera carta

Hasta este momento, señores expertos, he ocultado la verdad, pero en este momento las circunstancias me obligan a descubrirla. Una vez que la conozcan comprenderán que el caso no es tan sencillo como les pueda parecer a los profanos: camisa de fuerza o grilletes. Hay una tercera opción, ni los grilletes ni la camisa de fuerza, sino quizá algo más terrible que lo uno y lo otro juntos.

Alexei Konstantínovich Savelov, al que asesiné, fue mi compañero en el instituto y en la universidad, aunque al escoger nuestras respectivas especialidades nos separamos. Como ustedes saben yo me hice doctor mientras que él estudió leyes. No se puede decir que no quisiera al finado, siempre me resultó simpático y nunca he tenido ningún amigo más cercano que él. Pero a pesar de toda su simpatía no se encontraba entre las personas que me podían infundir respeto. La sorprendente blandura y docilidad de su naturaleza, su extraña inestabilidad de pensamiento y de sentimiento, la extrema y brusca falta de fundamento de sus juicios continuamente cambiantes me obligaban a contemplarle como a un chiquillo o una mujer. Sus allegados, que a menudo sufrían sus salidas de tono, pero que a pesar de eso y gracias a la irracional naturaleza humana, le amaban, intentando encontrar justificación a sus carencias y su sentimiento y le llamaban «artista». Y ciertamente así sucedió y parecía como si esa insignificante palabra le diera plena justificación y aquello que para cualquier persona normal sería estúpido se convirtiera en indiferente o incluso en algo bueno. Tan poderosa era esa palabra inventada que incluso yo mismo en cierta ocasión me entregué a la opinión general y de buena gana excusé a Alexei sus pequeñas carencias. Pequeñas porque era incapaz de hacer nada grande ni importante. Como prueba de esto bastan sus obras literarias en las que todo es pequeño y poco profundo, a pesar de lo que dijera la miope crítica, ansiosa por descubrir nuevos talentos. Bellas e insignificantes eran sus obras como bello e insignificante era él mismo.

Cuando Alexei murió tenía treinta y un años, un año y pico más joven que yo.

Alexei estaba casado. Si vierais ahora a su mujer, después de su muerte, ahora que está de luto, no podríais haceros una idea de lo bella que fue: hasta tal punto ha desmejorado. Las mejillas grises y la piel del rostro tan flácida, vieja vieja, como un guante usado. Y las arrugas. Ahora son arrugas, pero dentro de un año serán profundos surcos y zanjas, ¡le quería tanto! Y los ojos ya no resplandecen ni sonríen, cuando antes sonreían constantemente, incluso en los momentos en los que tenían que llorar. Tan sólo la he visto un minuto, nos cruzamos casualmente en la oficina del instructor del sumario y me quedé estupefacto. Ni siquiera podía mirarme con ira. Tanto sufría.

Tan sólo tres personas Alexei, yo y Tania saben que cinco años antes, dos meses antes de que se casaran, me declaré a Tatiana Nikoláyevna y fui rechazado. Por supuesto que esto es tan sólo una suposición, ya que seguro que Tatiana Nikoláyevna tiene decenas de amigos y amigas que han sido detalladamente informados de cómo el doctor Kerzhentsev cierta vez soñó con casarse y recibió una humillante negativa. No sé si ella recuerda que en ese momento se echó a reír, seguramente que no lo recuerda, se reía tan a menudo. En ese caso recuérdenselo: el cinco de septiembre se echó a reír. Si ella lo niega y lo negará, recuérdenle como sucedió. Yo, este hombre fuerte que nunca llora que nunca a temido a nada, yo, estaba delante suyo y temblaba. Temblaba y contemplaba como ella se mordía el labio y ya había extendido la mano para abrazarla, cuando alzó los ojos y en ellos vi esa risa. Mi mano quedó detenida en el aire, ella se echó a reír y se estuvo riendo un rato. Todo lo que quiso. Aunque después también pidió disculpas.

—Perdóneme por favor —dijo y sus ojos reían.

Yo también sonreí y si bien hubiera podido perdonarle su risa, nunca podría perdonarle su sonrisa. Esto sucedía el cinco de septiembre a las seis de la tarde hora de San Petersburgo. Añado que en hora de San Petersburgo porque nos encontrábamos en el andén de la estación y ahora mismo puedo ver claramente la gran esfera blanca del reloj y la posición de las negras manillas: arriba y abajo. Alexei Konstantinovich fue asesinado también a las seis de la tarde en punto.

Una de las razones por las que me han encerrado aquí fue la ausencia de móvil para el crimen. Ahora pueden ver que existía un motivo. Por supuesto que no se trataba de los celos. Esta última presupone en la persona un temperamento ardiente y unas capacidades mentales debilitadas, es decir algo completamente contrario a mí, un hombre frío y juicioso. ¿Venganza? Si, es mucho más probable que sea la venganza si es que es estrictamente necesario tomar una palabra antigua para definir un sentimiento nuevo y desconocido. El hecho es que Tatiana Nikoláyevna me obligó a equivocarme por segunda vez y esto me hizo rabiar para siempre. Conociendo bien a Alexei estaba convencido de que Tatiana Nikoláyevna sería enormemente desgraciada en su matrimonio y que se arrepentiría de haberme rechazado y por eso insistí tanto para que Aleksey, que en aquel momento era tan sólo su enamorado, se casase con ella. Tan sólo un mes antes de su trágica muerte me dijo:

—Te debo a ti mi felicidad. ¿No es cierto Tania?

Y ella me miró, dijo «cierto» y sus ojos sonrieron. Yo también sonreí. Y después todos nos echamos a reír cuando abrazó a Tatiana Nikoláyevna, ante mí no se cohibían, y añadió:

—Si hermano, tú me diste el empujón.

Esta broma tan fuera de lugar y de tan poco tacto acortó su vida una semana entera: en un principio había decidido asesinarlo el dieciocho de septiembre.

Si, su matrimonio resultó feliz y ella era especialmente feliz. Él no amaba demasiado a Tatiana Nikoláyevna, era absolutamente incapaz de sentir un amor profundo. Él tenía su afición, la literatura, que arrastraba sus intereses fuera de los límites del dormitorio. Y ella le amaba, vivía sólo para él. Además era un hombre de salud débil: tenía frecuentes dolores de cabeza e insomnio lo que le torturaba. Y a ella le hacía feliz hasta el hecho de cuidar a ese enfermo y satisfacer sus caprichos. Porque cuando una mujer ama se convierte en una irresponsable.

Así que día a día veía su sonriente rostro, su rostro feliz, joven, bello, despreocupado y pensaba que era yo quien lo había hecho posible. Quería darle un marido desordenado y librarme de ella y en lugar de eso le había dado un marido que amaba y me había quedado junto a ella. Seguro que esto les parece extraño: ella era más inteligente que su marido y prefería hablar conmigo, pero después de haber hablado se iba a dormir con él y era feliz.

No recuerdo cuando fue la primera vez que se me ocurrió la idea de asesinar a Aleksey. Apareció de forma imperceptible pero desde el primer minuto se hizo tan antigua como si hubiera nacido con ella. Sé que quería hacer infeliz a Tatiana Nikoláyevna y que previamente había pensado muchos otros planes menos funestos para Alexei, siempre he sido enemigo de la crueldad innecesaria. Aprovechándome de mi influencia sobre Alexei pensé hacer que se enamorara de otra mujer o convertirle en un alcohólico (tenía cierta inclinación a esto último), pero estos métodos no funcionaron. El asunto es que Tatiana Nikoláyevna se las apañaba para seguir siendo feliz, incluso entregándole a otra mujer, escuchando su palabrería borracha o recibiendo sus caricias etílicas. Le era necesario que ese hombre viviera y ella de una u otra manera le servía. Este tipo de almas serviles existen, y como esclavos no pueden comprender y apreciar las fuerzas de cualquier otro que no sean las de su amo. Ha habido mujeres inteligentes, buenas y con talento pero el mundo todavía no ha visto y nunca verá una mujer justa.

Reconozco sinceramente, no para conseguir una benevolencia que no necesito sino para mostrar de qué manera tan natural y justa se formó mi decisión, que tuve que luchar durante bastante tiempo contra la lástima que me causaba el hombre que había condenado a muerte. Me daba lástima por el terror previo a la muerte y por esos minutos de sufrimiento antes de que se rompiera su cráneo. Me daba lástima, no sé si lo comprenderán, el cráneo en sí. En un organismo vivo que funciona armoniosamente hay una belleza especial mientras que la muerte, como la enfermedad, como la vejez tienen cierta deformidad. Recuerdo como hace mucho tiempo, cuando acababa de terminar la universidad, cayó en mis manos un perro bello y joven, con unos miembros fuertes y esbeltos y tuve que hacer un verdadero esfuerzo para arrancarle la piel como exigían las prácticas que estábamos realizando. Y durante mucho tiempo recordarlo me resultaba desagradable.

Y si Alexei no hubiera sido un hombre tan enfermizo y enclenque, no sé, pero puede ser que no le hubiera matado. Pero su cabeza era hermosa y hasta el día de hoy me da lástima. Díganle a Tatiana Kovalchuk, por favor, que era una cabeza hermosa, muy hermosa. Lo único que tenía feo eran los ojos, pálidos sin fuego ni energía.

Tampoco hubiera matado a Alexei en caso de que la crítica hubiera tenido razón y fuera realmente un gran talento literario. La vida ésta tan llena de cosas oscuras y tiene tanta necesidad de talentos que iluminen su camino que hay que proteger a cada uno de ellos como si fuera un diamante, como algo que justifica la existencia en la sociedad de miles de seres miserables e insulsos. Pero Alexei no era un talento.

Aquí no hay lugar para un artículo crítico, pero si leen con atención las obras más aclamadas del difunto se darán cuenta de que no son necesarias para la vida. Eran necesarias e interesantes para cientos de gordinflones con necesidad de distraerse, pero no para la vida, no para nosotros los que intentamos descifrarla. En esos momentos en los que el escritor tiene que crear una nueva vida con la fuerza de pensamiento y su talento, Savelov únicamente describía lo antiguo sin intentar siquiera desentrañar su sentido oculto. El único cuento suyo que me gusta, en el que se acercó a la zona de lo desconocido, es «El Secreto», pero es una excepción. Lo más estúpido de todo era que Alexei, por lo visto, había comenzado a desgastarse y con su feliz vida perdió los últimos dientes con los que hay que agarrarse a la vida. Él mismo me hablaba a menudo de sus dudas y yo me pude dar cuenta de que eran profundas, yo le sonsaqué con todo lujo de detalles los proyectos de sus nuevos trabajos y, para que se tranquilicen sus más fervientes admiradores, en ellos no había nada nuevo ni importante. De entre los allegados a Alexei tan sólo una mujer no fue capaz de ver la caída de su talento y nunca la hubiera visto. ¿Y saben por qué? No siempre leía las obras de su marido. Pero cuando intenté de alguna manera abrirle un poco los ojos, ella simplemente consideró que yo era un indeseable. Y después de asegurarse de que nos encontrábamos solos, dijo:

—No le podéis perdonar otra cosa.

—¿El qué?

—El hecho de que es mi marido y yo le quiero. Si Alexei no sintiera por usted tanto cariño…

Se detuvo y yo terminé su razonamiento cortésmente:

—¿Me echaría de aquí?

En sus ojos brilló la risa y sonriendo con inocencia, articuló lentamente:

—No le retendría.

Sin embargo yo nunca le había mostrado con una palabra o con un gesto que continuara amándola. Pero en este momento pensé «mejor aún si lo adivina».

Ni siquiera me detuvo el mismo hecho de arrebatar la vida a un hombre. Yo sabía que era un crimen que estaba severamente castigado por la ley, pero bueno, prácticamente casi todo lo que hacemos es un delito y sólo un ciego no lo vería. Para los que creen en Dios; el delito es frente a Dios, para los demás; un delito frente a la gente, y para aquellos como yo un crimen frente a uno mismo. Sería un enorme crimen si, reconociendo que era inevitable matar a Alexei, no llevara a cabo mi decisión. Pero el hecho de que la gente divida los crímenes entre mayores y menores y que consideren el asesinato un crimen mayor, siempre me ha parecido una triste y vulgar mentira de la gente hacia ellos mismos, un intento de esconderse de la respuesta detrás de su propia espalda.

No tenía miedo ni de mi mismo y eso era lo más importante de todo. Para un asesino, para un delincuente lo más terrible no es la policía, no es el tribunal sino él mismo, sus nervios, la poderosa protesta de su cuerpo, educado en las tradiciones que todos conocemos. Acuérdense de Raskólnikov, ese hombre que se echó a perder de forma tan triste y tan absurda y de la multitud de aquellos parecidos a él. Y yo, durante mucho tiempo, me detuve atentamente en esta cuestión, imaginándome cómo sería yo mismo después del asesinato. No diré que llegara a estar completamente seguro de mi frialdad, una absoluta seguridad como ésa no podría formarse en un hombre pensante que tuviera previstas todas las eventualidades. Pero, reuniendo cuidadosamente todos los datos de mi propio pasado, teniendo en consideración la fuerza de mi voluntad, la fortaleza del sistema nervioso, el profundo y sincero desprecio por la moral en boga, pude nutrir una relativa confianza en un resultado feliz para la empresa. No estará de más contarles aquí un suceso interesante de mi vida.

Cierta vez cuando aún era estudiante de tercer curso robé quince rublos de un dinero que me habían confiado unos compañeros, dije que el cajero se había confundido en las cuentas y todos me creyeron. Se trataba de algo más que de un simple robo en el que alguien que tiene necesidad roba a un rico. Aquí lo que había era la ruptura de la confianza y el robo de un dinero precisamente a alguien que estaba hambriento y además era un compañero y encima un estudiante y además por parte de alguien que tenía medios (por eso es precisamente por lo que me creyeron). Probablemente a ustedes les parecerá un comportamiento todavía más repulsivo que el asesinato que cometí, ¿no es así? Sin embargo yo recuerdo que a mí me resultó divertido haberlo hecho tan bien y tan hábilmente y miré a los ojos, directamente a los ojos, de aquéllos a los que mentía con tanto atrevimiento y con tanta libertad. Tengo los ojos negros, bonitos, directos y ellos les creyeron. Pero sobretodo estaba orgulloso de que no sentía en absoluto remordimientos de conciencia, que era lo que quería demostrarme a mí mismo. Y hasta el día de hoy recuerdo con especial placer el menú de la lujosa comida que me di con el dinero robado y que comí con apetito.

¿Acaso siento ahora remordimientos de conciencia? ¿Arrepentimiento por lo que había hecho? En absoluto.

Lo paso mal. Lo paso muy mal, como ningún hombre del mundo y mis cabellos encanecen, pero eso es otro tema. Otro tema. Terrible, inesperado, increíble en su terrible sencillez.

Segunda carta

Mi objetivo era el siguiente. Tenía que matar a Aleksey, tenía que hacer que Natalia Nikoláyevna lo viera, que viera precisamente como mataba a su marido y que además no me alcanzara el castigo de la ley. Además del hecho de que una condena le daría a Tatiana Nikoláyevna una razón de sobra para reírse, no tenía ningún deseo de cumplir la condena. Amo mucho la vida.

Me encanta ver como chispea en un vaso fino el dorado vino, me encanta estirarme cansado en una cama limpia, me gusta respirar el aire limpio de la primavera, contemplar una bella puesta de sol, leer libros interesantes e inteligentes. Me gusto a mismo, la fuerza de mis músculos, la fuerza de mi mente, clara y aguda. Me encanta estar solo y que ninguna mirada curiosa haya penetrado en la profundidad de mi alma con sus oscuros agujeros y abismos, a cuyo borde la cabeza da vueltas. Nunca he entendido ni he conocido lo que la gente llama el aburrimiento de la vida. La vida es interesante y yo la amo por ese gran misterio que encierra, la amo incluso por su crueldad, por su cruel espíritu de venganza y su juego satánico y alegre con la gente y los acontecimientos.

Yo era la única persona a la que respetaba, ¡cómo podía arriesgarme a mandar a esta persona a cumplir condena, donde le privarían de la posibilidad de vivir una existencia plena, profunda y variada que le es imprescindible! Incluso desde vuestro punto de vista tenía razón para querer negarme a cumplir condena. Soy un médico de éxito, sin necesidad de medios, trato a muchos necesitados. Soy útil. Probablemente mucho más útil que el asesinado.

Y era fácil conseguir quedar impune. Hay muchas maneras de matar a un hombre sin ser descubierto y para mí, siendo médico, era especialmente fácil aprovecharme de alguna de ellas. Entre los planes que ideé y los que deseché hubo uno que me estuvo rondando durante mucho tiempo: inocular a Alexei una enfermedad incurable y abominable. Pero las incomodidades de este plan eran evidentes: un largo sufrimiento para el mismo objetivo, algo feo en todo el asunto, algo profundamente y demasiado… estúpido y finalmente el hecho de que Tatiana Nikoláyevna encontraría felicidad incluso en la enfermedad de su marido. La necesidad de que Tatiana Nikoláyevna tuviera que conocer la mano que había abatido a su marido complicaba especialmente mi tarea. Pero únicamente los cobardes temen a los obstáculos: a la gente como a mi nos atraen.

La casualidad, ese gran aliado de los inteligentes, vino en mi ayuda. Y me permito, Srs. expertos, dedicarle una especial atención a este detalle: fue precisamente la casualidad, es decir algo ajeno, que no dependía de mí, lo que sirvió de base y motivo para todo lo demás. En un periódico vi una noticia sobre un cajero o un dependiente (el recorte del periódico probablemente todavía seguirá en mi casa o estará en posesión del detective), que fingió un ataque de epilepsia durante el cual pareció como si perdiera el dinero aunque en realidad, por supuesto, lo robó. El dependiente resultó ser un cobarde y confesó, indicando hasta el lugar en el que había escondido el dinero robado, pero la idea resultaba bastante buena y realizable. Fingir un ataque de locura, matar a Alexei en un estado delirante o algo así y después «curarse». Éste era el plan que se me ocurrió en un minuto, pero que exigió mucho tiempo y trabajo para que tomara una forma completamente definida. En ese momento conocía la psiquiatría nada más que por encima, como cualquier médico que no sea especialista y se me fue casi todo un año en leer todo tipo de fuentes y reflexiones. Después de este tiempo me convencí de que mi plan era completamente realizable.

Lo primero a lo que dirigirían su atención los expertos deberían ser mis influencias heredadas y, para mi gran felicidad, éstas resultaron ser completamente convenientes. Mi padre era un alcohólico, uno de los abuelos, su padre, acabó sus días en un hospital para locos y finalmente, mi única hermana, Ana, ya muerta, sufría epilepsia. Es cierto que por parte de madre en nuestra familia todos estaban bien sanos, pero basta una gota del veneno de la locura para envenenar toda una generación. Por mi fuerte salud provenía de la familia de mi madre, pero tenía ciertas rarezas sin importancia que podían serme útiles. Mi relativa asocialidad, que es únicamente un signo de una mente sana que prefiere pasar el tiempo sólo consigo mismo y con los libros, antes que perderlo en charlas ociosas y vanas, podía pasar por una enfermiza misantropía. La frialdad de mi temperamento, que no buscaba disfrutes burdos de los sentidos, por un signo de degeneración. La misma obstinación a la hora de conseguir los objetivos establecidos, y podían encontrarse muchos ejemplos de esto en mi rica vida, recibiría en la lengua de los señores expertos el extraño nombre de monomanía, ser dominado por ideas fijas.

El terreno para la simulación era de esa manera especialmente propicio: la estática de la locura era evidente, el asunto quedaba pues en manos de la dinámica. Siguiendo un boceto involuntario de la naturaleza, tan sólo hacía falta añadir un par de trazos afortunados y el cuadro de la locura estaba terminado. Y tenía muy claro como lo iba a hacer, no sería a base de un programa imaginado sino con ejemplos en vivo, ya que aunque no escribo malos relatos, no estoy exento en absoluto de gusto artístico y de fantasía.

Me di cuenta de que estaría en condiciones de interpretar mi papel. En mi carácter siempre ha estado presente la inclinación a la actuación y ha sido una de las maneras con las que intentar lograr la libertad interna. Cuando estaba todavía en el instituto, a menudo fingía la amistad: iba por el pasillo abrazado como hacen los verdaderos amigos, compartía con habilidad charlas amistosas de compañeros y sin que se dieran cuenta les sonsacaba. Y cuando el amigo enternecido me contaba todos sus secretos, me desembarazaba de su pequeña alma y me largaba con una orgullosa conciencia de las propias fuerzas y de la libertad interior. Era igual de falso en casa, entre los míos, de igual manera que los antiguos creyentes tenían una vajilla especial para los demás yo tenía algo especial para los demás: una sonrisa especial, una conversación o una sinceridad especial. Veía como la gente hacía muchas cosas estúpidas, perjudiciales para ellos mismos e innecesarias y a mí me parecía que si comenzaba a decir la verdad sobre mi mismo me convertiría en uno más y toda esa tontería e innecesariedad me dominaría.

Siempre me gustó ser respetuoso con aquéllos a los que despreciaba y besar a la gente a la que odiaba, lo que me hacía libre y amo sobre los demás. Y sin embargo nunca he conocido la mentira hacia mi mismo, ésta es la forma más extendida y baja de subyugación de la vida humana. Y cuanto más mentía a la gente más implacablemente sincero era conmigo mismo, un mérito del que no puede alardear mucha gente.

Tengo la sensación de que dentro de mi se escondía un actor excepcional capaz de combinar la naturalidad del juego, que a veces llegaba a la total fusión con la cara personificada, con un constante y frío control mental. Incluso durante una lectura normal de un libro, penetraba completamente en la psicología del personaje descrito y, ¿se lo pueden creer?, siendo ya adulto, vertí amargas lágrimas cuando leí la Cabaña del tío Tom. ¡Qué sorprendente capacidad de la mente culta, refinada y flexible la de reencarnarse! Es como si vivieras mil vidas, tan pronto te adentras en las oscuridades del infierno, como asciendes a las luminosas cimas, con un vistazo ves todo un mundo. Si el hombre está condenado a ser Dios su trono es el libro…

Si, eso es así. Por cierto quiero quejarme ante ustedes por las condiciones en las que me encuentro aquí. Me obligan a irme a la cama cuando me apetece escribir, cuando necesito escribir. Cuando no es eso, no cierran la puerta y me veo obligado a oír como aúlla un loco. Aúlla y aúlla, es completamente insoportable. Así se puede volver a un hombre loco ciertamente y decir luego que ya lo estaba cuando entró. Y ¿acaso no tienen velas de sobra para que me tenga que dejar la vista con la luz eléctrica?

Bueno como decía. En cierto momento incluso pensé en los escenarios, pero abandoné esta estúpida idea: la actuación cuando todo el mundo sabe que es actuación pierde todo su valor. Y los laureles baratos de un actor profesional a sueldo del estado poco me atraían. En cuanto a la altura de mi arte pueden juzgar ustedes mismos por el hecho de que muchos asnos todavía hoy en día me consideran un hombre de lo más sincero y franco. Y, lo que es más extraño siempre he conseguido engañar precisamente no a los asnos, eso lo dije en un pronto, sino a los inteligentes. Y al revés, existen dos tipos de seres, de la categoría inferior, de los que nunca he conseguido la confianza: las mujeres y los perros.

¿Saben ustedes que la respetable Tatiana Nikoláyevna nunca creyó en mi amor y tampoco cree en él ahora, según creo? Aunque haya matado a su marido. Según su lógica las cosas son así: yo no la quería y maté a Alexei porque ella le amaba. Y este disparate probablemente le parece sensato y convincente. ¡Y es una mujer inteligente!

No me pareció demasiado difícil interpretar el papel de loco. Parte de las indispensables indicaciones me las ofrecieron los libros, otra parte, como todo verdadero actor en cualquier papel, la tuve que completar con la creación personal, mientras que el resto lo reconstruyó el propio público que hace tiempo que ha cultivado sus sentimientos con libros y el teatro, en los que con dos o tres rasgos poco claros les han enseñado a reconstruir personas vivas. Por supuesto que era inevitable que se mantuvieran algunos problemas, y esto era especialmente peligroso teniendo en cuenta el severo análisis al que me someterían los expertos, pero tampoco preveía un grave peligro en esto. El extenso campo de la sicopatología está tan poco desarrollado todavía, hay tantos puntos oscuros y casuales, un territorio tan amplio para la fantasía y el subjetivismo, que audazmente puse mi destino en vuestras manos, señores expertos. Espero no haberles ofendido. No atento contra vuestra autoridad científica y estoy convencido en que, como personas acostumbradas a un pensamiento científico escrupuloso, coincidirán conmigo.

… Por fin ha dejado de aullar. Es simplemente insoportable.

Todavía en la época en que mi plan tan sólo se encontraba en proyecto, me surgió una idea que difícilmente podría haber entrado en la mente de un loco. Esa idea me hizo reflexionar sobre el grave peligro de mi experimento. ¿Entienden de qué hablo? La locura es un fuego con el que es peligroso tontear. Es probable que encender una hoguera en un polvorín les haga sentirse más seguros que si el más pequeño pensamiento sobre la locura se colara en sus cabezas. Y yo lo sabía, lo sabía, lo sabía, pero ¿acaso el peligro significa algo para un hombre valiente?

Y ¿acaso no sentía yo que mi mente era fuerte, luminosa, como forjada en acero y completamente dócil a mi mandato? Como si fuera un florete afilado, se retorcía, se quejaba, mordía, desgarraba la trama de los acontecimientos, como si fuera una serpiente se arrastraba en silencio en las desconocidas y tenebrosas profundidades que están ocultas para siempre de la luz del día y su mango estaba en mi mano, la mano de hierro de un hábil y experimentado espadachín. ¡Qué dócil, qué cumplidora y rápida era mi mente, y cómo la amaba yo, mi esclava, mi terrible fuerza, mi único tesoro!

Ha comenzado a aullar de nuevo y no puedo escribir más. Qué horrible es cuando un hombre aúlla así. He escuchado muchos sonidos terribles, pero éste es más terrible, más horroroso que todos ellos. No se parece a ningún otro, es la voz de una fiera que pasa a través de una garganta humana. Hay algo fiero y cobarde, libre y lastimero hasta la infamia. La boca hace una mueca hacia un lado, los músculos de la cara se contraen, como una soga, se enseñan los dientes como un perro y de la oscura abertura de la boca sale ese aborrecible, bramante, silbante, sonido…

Si, si. Así era mi mente. Por cierto, seguro que se fijaran en mi letra y les pido que no le den la más mínima importancia al hecho de que a veces tiemble y parezca cambiar. Hace mucho tiempo que no escribía, los últimos acontecimientos y el insomnio me han debilitado enormemente y la mano a veces tiembla. Esto ya me ha pasado anteriormente.

Tercera carta

Ahora comprenderán que fue lo que sucedió en ese extraño ataque que tuve en la fiesta en casa de los Karganov. Fue mi primer experimento, con un éxito que superó con mucho mis expectativas. Como si todos supieran de antemano lo que me iba a suceder, como si la súbita enfermedad de un hombre completamente sano pareciera algo completamente normal a sus ojos, algo que siempre se podría esperar. Nadie se sorprendió y cada cual a su manera coloreó mi juego con el juego de su propia fantasía, difícilmente podría reunir un artista ambulante una trupé tan maravillosa como esa gente ingenua, tonta y crédula. ¿Les han contado cómo me puse de pálido y terrorífico? ¿Cómo el sudor frío, sí, sí, frío, cubría mi frente? ¿Qué el fuego de la locura ardía en mis ojos? Cuando compartieron conmigo todas estas observaciones suyas, adopté un aspecto pálido y abatido, mientras que mi alma se estremecía de orgullo, felicidad y burla.

Tatiana Nikoláyevna y su marido no estaban esa noche en la fiesta, no sé si se habrán fijado en ese detalle. Y no fue por casualidad. Temía asustarla o peor aún hacerla sospechar. Si existía una persona que pudiera penetrar en mi juego, era únicamente ella.

Pero no hubo nada casual. Al revés, cada detalle, el más insignificante, estaba estrictamente calculado. El momento del ataque, en la sobremesa de la cena, lo elegí porque todos se encontrarían reunidos y estarían un poco alterados por el vino. Me senté en el borde de la mesa lejos de los candelabros con las velas porque no quería provocar un incendio o quemarme la nariz. Junto a mí senté a Pavel Petrovich Pospelov, ese cerdo seboso al que hacía tiempo que quería hacer algo desagradable. Es especialmente desagradable cuando come. La primera vez que le vi ocupado en este menester me vino a la cabeza que la comida era algo inmoral. Todo estaba a punto. Y probablemente nadie se dio cuenta de que el plato que voló en pedazos bajo mi puño estaba cubierto con una servilleta para no cortarme la mano.

El truco fue sorprendentemente burdo, incluso estúpido, pero contaba precisamente con esto. No hubieran comprendido bromas más finas. Primero comencé a agitar las manos y comencé a hablar muy «agitado» con Pavel Petrovich, hasta que éste comenzó a mover los ojos, lleno de sorpresa. Después caí en un estado de «concentrada meditación» a la espera de una pregunta por parte de la atenta Irina Pavlovna.

—¿Qué os sucede Antón Ignátievich? ¿Por qué está tan taciturno?

Y cuando todas las miradas se giraron hacia mí sonreí con patetismo.

—¿Os encontráis mal?

—Si, un poco. Me da vueltas la cabeza. Pero no se preocupe, por favor. Ya se me pasa.

La anfitriona se tranquilizó y Pavel Petrovich me miró de refilón con reprobación y desconfianza. Y al minuto siguiente, cuando con un aire de felicidad se acercó a la boca una copa de oporto, ¡zas! Le arranque de un golpe la copa de debajo de su misma nariz, ¡zas! Lancé el puño sobre el plato. Los pedazos salieron volando, Pavel Petrovich se revolvió, las damas gritaron y yo apretando los dientes arranqué el mantel de la mesa con todo lo que tenía encima, ¡todo era tremendamente cómico!

Si, todos me rodearon, me agarraron. Uno me trajo agua, otro me sentó en el sillón y yo no dejaba de gritar como un tigre en el zoológico y de hacer cosas con los ojos. Y todo era tan absurdo y todos eran tan estúpidos que, por dios, que me entraron ganas muy serias de romper algunas de las caras aprovechándome de los privilegios de mi situación. Pero por supuesto me contuve.

Después la escena de cómo me tranquilizaba poco a poco, el pecho alzándose agitado, los ojos en blanco, crujir de dientes y débiles aliviadoras:

—¿Dónde me encuentro? ¿Qué me sucede?

Incluso ese ridículo francés: «¿Dónde me encuentro?», tuvo éxito con estos señores y no menos de tres estúpidos me comunicaron inmediatamente:

—En casa de los Karganov —y con voz dulce añadieron—, ¿sabe querido doctor quién es Irina Pavlovna Karganova?

Quedaba claro que eran demasiado pequeños para un buen juego.

Al día siguiente, deje que los comentarios llegaran a los Savelov, tuve una conversación con Tatiana Nikoláyevna y Alexei. Este último no había entendido lo sucedido y se limitó con una pregunta:

—Pero hermano, ¿qué fue lo que montaste en casa de los Karganov?

Se dio la vuelta con su chaqueta y se fue a su despacho a trabajar. Resultaba que si verdaderamente me hubiera vuelto loco, él no se hubiera ni atragantado. Sin embargo la compasión de su cónyuge resultó locuaz, impetuosa y por supuesto hipócrita. Y en este momento… No es que me diera lástima lo que había empezado, únicamente surgió una pregunta: ¿merece la pena?

—¿Quiere mucho a su esposo? —le dije a Tatiana Nikoláyevna, siguiendo a Alexei con la mirada.

Ella se volvió rápidamente.

—Sí. ¿Por qué?

—No, por nada —y después de un minuto de silencio, de cuidadosos y completamente secretos pensamientos, añadí—. ¿Por qué no confía en mí?

Me miró directa y rápidamente a los ojos, pero no contestó. Y en ese momento me olvidé de que en cierto momento se había reído y no sentí nada de odio hacia ella, y lo que estaba haciendo me pareció innecesario y extraño. Era el cansancio, un cansancio natural después de la fuerte presión a la que habían estado sometidos los nervios y duró tan sólo un instante.

—¿Acaso se puede confiar en usted? —me preguntó Tatiana Nikoláyevna después de un largo silencio.

—Por supuesto que no se puede —contesté en broma y en mi interior ardió de nuevo el fuego sofocado.

Sentí en mi interior una fuerza, una audacia y una decisión que no se detenía ante nada. Orgulloso después de haber alcanzado ya el éxito, decidí con valentía ir hasta el final. La guerra es la alegría de la vida.

El segundo ataque tuvo lugar un mes después del primero. En este caso no todo estaba tan preparado, pero eso era superfluo existiendo un plan general. No tenía intención de provocarlo precisamente esa noche, pero ya que las condiciones se dieron de forma tan oportuna, hubiera sido una estupidez no aprovecharlo. Recuerdo con claridad como sucedió todo. Estábamos sentados en el salón y hablábamos cuando de pronto me sentí enormemente triste. Tuve una sensación muy fuerte, lo cual sucede muy pocas veces, de que era completamente ajeno a toda esta gente y me sentí muy solo en el mundo, yo, encerrado para la eternidad en esta cabeza en esta cárcel. Y todos me resultaron detestables. Golpeé con furia con el puño y grité algo grosero y contemplé con felicidad el susto en sus pálidos rostros.

—¡Miserable! —grité—. ¡Asquerosos, asquerosos satisfechos! ¡Mentirosos, falsos, víboras! ¡Os odio!

Y es cierto que me peleé con ellos y después con los sirvientes y los cocheros. Pero sabía que peleaba y sabía que lo estaba haciendo a propósito. Simplemente me resultaba agradable golpearles, decirles directamente a la cara lo que eran. ¿Acaso todo el que dice la verdad está loco? Les aseguro, señores expertos, que era consciente de todo, que cuando golpeaba sentía bajo mis puños un cuerpo vivo al que le estaba causando dolor. Pero una vez en casa, cuando me encontraba solo, me reí y pensé que era un actor increíble y maravilloso. Después me acosté y por la noche leí un libro, incluso les puedo decir cual: Guy de Maupassant. Como siempre lo disfruté y me dormí como un niño. ¿Acaso los locos leen libros y los disfrutan? ¿Acaso duermen como un niño?

Los locos no duermen. Sufren y en sus mentes todo se enturbia. Se enturbia y cae… Y les entran ganas de aullar, de arañarse con las manos. Les entran ganas de ponerse a cuatro patas y arrastrarse en silencio y de pronto alzarse súbitamente y gritar «Aha» y echarse a reír. Y aullar. Alzar así la cabeza y aullar largo, largo, prolongado, lastimeramente.

Si, si.

Dormí como un niño. ¿Acaso los locos duermen como niños?

Cuarta carta

Ayer por la noche la enfermera Masha me preguntó:

—¡Antón Ignátievich! ¿Nunca reza a Dios?

Estaba seria y creía que le respondería sinceramente y con seriedad. Y le contesté sin sonreír, como ella quería:

—No, Masha, nunca. Pero si esto le proporcionara placer puede santiguarme.

Y con la misma seriedad me santiguó tres veces, y yo me alegré de haberle proporcionado un minuto de alegría a esta excepcional mujer. Como toda la gente libre y de alta posición, ustedes, señores expertos, no prestan atención al servicio, pero a nosotros, los presos y «los locos», nos toca verlos de cerca y a veces realizamos sorprendentes descubrimientos. ¿Nunca se les ha pasado por la cabeza que la enfermera Masha a la que han puesto al cuidado de los locos, esté ella misma loca? Pues así es.

Contemplen con atención su caminar, silencioso, como deslizándose, algo asustadizo y sorprendentemente cuidadoso y diestro como si anduviera entre afiladas espadas invisibles. Fíjense en su rostro, pero háganlo de forma que no se de cuenta, que no perciba su presencia. Cuando viene alguno de ustedes el rostro de Masha se vuelve serio, grave pero sonriendo de forma indulgente, precisamente con esa expresión que en este momento domina su rostro. La explicación es que Masha posee la extraña y significativa capacidad de reflejar involuntariamente en su rostro la expresión de los demás rostros. A veces me mira y sonríe. Una sonrisa pálida, reflejada, como ajena. Y adivino que estaba sonriendo cuando ella me sonríe. A veces el rostro de Masha se torna sufriente, sombrío, las cejas se juntan sobre el entrecejo, las comisuras de la boca descienden, todo el rostro envejece unos diez años y se oscurece, probablemente mi rostro está así a ratos. Otras veces la asusto con mi mirada. Ustedes saben lo extraña y un tanto terrorífica que puede ser la mirada de un hombre que está en profunda reflexión. En esos momentos los ojos de Masha se ensanchan, las pupilas se oscurecen y, alzando un poco la mano, se acerca silenciosa a mí y me hace algún gesto amistoso e inesperado: me acaricia el pelo o me coloca la bata.

—Se le suelta el cinturón —dice ella, pero su cara sigue siendo estando asustada.

Pero yo tengo la oportunidad de verla a solas. Y cuando se encuentra sola, su rostro está extrañamente vacío de cualquier expresión. Es un rostro pálido, hermoso y misterioso, como el rostro de un cadáver. Si le gritas: «¡Masha!», se gira rápidamente, sonríe con su sonrisa delicada y asustadiza y pregunta:

—¿Le traigo algo?

Siempre trae o se lleva algo y si no tiene algo que traer, llevar o limpiar, por lo visto se pone nerviosa. Y siempre es silenciosa. Nunca la he visto tirar o golpear algo. He intentado hablar con ella de la vida y es extrañamente indiferente hacia todo, incluso hacia el asesinato, los incendios y cualquier otro horror que tanto afecta a la gente poco desarrollada.

—¿Se da cuenta de que los matan, los hieren y sus hijos pequeños y hambrientos se quedan solos? —le dije un día hablando de la guerra.

—Sí lo entiendo —respondió y preguntó pensativa—. ¿No quiere que le traiga algo de leche? Hoy ha comido poco.

Yo me río y ella responde con una risa un tanto asustada. Nunca ha estado en el teatro, no sabe que existe un estado llamado Rusia y que hay otros estados, es analfabeta y del Evangelio tan sólo ha escuchado lo que leen en fragmentos en la iglesia. Y cada tarde se pone de rodillas y reza durante largo rato.

Durante mucho tiempo la consideré únicamente un ser limitado, estúpido, nacido para la esclavitud, pero un hecho me hizo cambiar de opinión. Probablemente saben, probablemente les han contado, que pasé un mal momento lo que, por supuesto, no demuestra nada más que cansancio y un descenso transitorio de fuerzas. Era tan sólo una toalla. Por supuesto que soy más fuerte que Masha y podría haberla matado, ya que estábamos los dos solos y si hubiera gritado o me hubiera cogido de la mano… Pero no hizo nada de esto. Tan sólo dijo:

—No lo haga, cariño.

A menudo pensé posteriormente en su frase «No lo haga» y hasta el día de hoy no puedo entender esta sorprendente fuerza que se encierra en su interior y que yo siento. No se encontraba en las palabras, sin sentido y vacías, se encuentra en algún lugar desconocido e inalcanzable para mí en la profundidad del alma de Masha. Ella sabe algo. Si, ella lo sabe, pero no puede o no lo quiere decir. Posteriormente muchas veces intenté conseguir que Masha me explicara este «No lo haga» pero ella no me lo pudo explicar.

—¿Piensa que el suicidio es un pecado? ¿Qué Dios lo ha prohibido?

—No.

—¿Por qué dijo no lo haga?

—Porque sí, no lo debe hacer —sonrió y me preguntó—. ¿Le traigo algo?

No hay duda de que está loca, pero es silenciosa y útil, como muchos locos. Ustedes no la afectan.

Me he permito desviarme de mi relato, ya que el comportamiento de ayer de Masha me trajo recuerdos de mi infancia. No recuerdo a mi madre, pero tuve una tía Anfisa, que siempre me bendecía por la noche. Era una solterona callada con granos en la cara y se avergonzaba mucho cuando mi padre bromeaba con ella sobre las mujeres. Yo todavía era pequeño, tendría unos once años cuando se ahorcó en un pequeño desván donde guardábamos el carbón. Después de esto se aparecía a mi padre y este alegre ateísta contrataba misas y panegíricos.

Mi padre era un hombre muy inteligente y de talento y sus discursos en el juzgado hacían llorar no sólo a las damas histéricas sino a las personas serias y equilibradas. Tan sólo yo no lloraba al escucharle, porque le conocía y sabía que él mismo no entendía nada de lo que hablaba. Poseía muchos conocimientos, muchos pensamientos y todavía aún más palabras y las palabras, los pensamientos y los conocimientos a menudo se combinaban de forma muy afortunada y bella, pero él mismo no entendía nada de todo esto. A menudo dudaba incluso de que existiera, tan aparente era en su exterior, en los sonidos y los gestos y a menudo me parecía que no era un hombre sino una imagen que centelleaba en el cinematógrafo unida a un gramófono. No entendía que era un hombre, que ahora vivía y que después moriría y no buscaba nada. Y cuando se acostaba dejaba de moverse y se dormía, probablemente no soñaba y dejaba de existir. Con su discurso (era abogado) ganaba unos treinta mil rublos al año y ni una vez se sorprendió ni pensó sobre este hecho. Recuerdo que una vez íbamos hacia una propiedad que acababa de comprar y yo dije señalando a los árboles del parque:

—¿Clientes?

Y él sonrió halagado y respondió:

—Si, hermano, el talento es algo grande.

Bebía mucho y su borrachera tan sólo se notaba en el hecho de que todo comenzaba a moverse más deprisa para él y de pronto se detenía, eso significaba que se estaba quedando dormido. Todos le consideraban especialmente talentoso y él decía constantemente que si no se hubiera hecho conocido como abogado, se hubiera hecho famoso como artista o como escritor. Por desgracia es cierto.

A mi me entendía menos que a nada. En cierta ocasión estuvimos amenazados por la pérdida de todo nuestro patrimonio. Y para mí eso resultaba terrible. En esta época nuestra en la que únicamente el dinero da la libertad, no sé que es lo que hubiera sido de mí si el destino me hubiera puesto entre el proletariado. Todavía hoy en día no puedo sentir otra cosa que ira al imaginarme que alguien me pusiera la mano encima, que me obligara a hacer algo que no quiero, que comprara mi trabajo por unos céntimos, mi sangre, mis nervios, mi vida. Pero sentí este terror tan sólo durante un minuto, al siguiente comprendí que la gente como yo nunca seremos pobres. Pero mi padre no entendió esto. Sinceramente me consideraba un joven estúpido y contemplaba con terror mi aparente indefensión.

—¡Ay Antón, Antón! ¿Qué vas a hacer?… —decía.

Él mismo estaba desanimado: los cabellos largos sin peinar caían sobre la frente, su rostro estaba amarillento. Yo contesté:

—No te preocupes por mí papaíto. Como no tengo talento, mataré a Rotschild o robaré un banco.

Mi padre se enfadó porque tomó mi respuesta por una broma banal y fuera de lugar. Vio mi cara, escuchó mi voz y a pesar de todo lo tomó por una broma. ¡Triste payaso de cartón, que por pura incomprensión se consideraba humano!

No conocía mi alma y toda mi vida externa le molestaba, porque no se ajustaba a su entendimiento. En el instituto era un buen estudiante lo que le enorgullecía. Cuando venían de visita abogados, escritores o artistas me señalaba con el dedo y decía:

—Mi hijo es un estudiante de primera. ¿Qué he hecho para molestar así a Dios?

Y todos se reían de mí y yo me reía de todos. Pero más aún que mis éxitos le afligía mi comportamiento y mi forma de vestir. En vano venía a mi habitación con la intención de mover los libros de la mesa sin que me diera cuenta y crear algo de desorden. Mi cuidado peinado le quitaba el apetito.

—El director de estudios nos dice que hay que llevar el pelo corto —decía yo serio y respetuoso.

Maldijo con violencia pero en mi interior todo vibraba con una risa de desprecio, y no sin fundamento dividí en ese momento a todo el mundo entre directores del exterior ¡y directores del interior! Y todos ellos se lanzaban sobre mi cabeza unos para pelarla y otros para arrancarme los pelos.

Lo peor de todo para mi padre eran mis cuadernos. A veces, borracho, los miraba con una desesperación irremediable y cómica.

—¿Alguna vez, aunque sea sólo una, has hecho un borrón? —me preguntaba.

—Sí, me sucedió papá. El tercer día hice un borrón en trigonometría.

—¿Lo chupaste?

—¿Qué quieres decir con que si lo chupé?

—Sí, ¿qué si chupaste el borrón?

—No, puse papel secante.

Mi padre con un gesto de borracho dejó caer la mano y refunfuñó mientras se levantaba:

—No, tú no eres mi hijo. ¡No, no!

Entre los odiados cuadernos había sin embargo uno que podía producirle cierto placer. En él tampoco había ni una sola línea curva, ni un borrón, ni una corrección. Lo que había era algo más o menos así: «Mi padre es un borracho, un ladrón y un cobarde».

Después había diferentes detalles que por respeto a la memoria de mi padre así como a la ley no considero necesario decir aquí.

Esto me ha hecho recordar un hecho que había olvidado, que según veo ahora, no estará carente de interés para ustedes, señores expertos. Me alegro mucho de haberme acordado, mucho, mucho. ¿Cómo podía haberlo olvidado?

En casa vivía una sirvienta, Katia, que era amante de mi padre y al mismo tiempo mi amante. A mi padre le amaba porque le daba dinero y a mi porque era joven tenía unos hermosos ojos negros y no le daba dinero. Y la misma noche en que el cadáver de mi padre se encontraba en la sala me fui a la habitación de Katia. Ésta no se encontraba muy lejos de la sala y se podía escuchar claramente la lectura del diácono.

¡Creo que el alma inmortal de mi padre recibió una plena satisfacción!

Ciertamente es un hecho muy interesante que no sé cómo he podido olvidar. A ustedes, señores expertos, les puede parecer una chiquillada, una salida de crío, sin más significado, pero no es cierto. Se trataba, señores expertos, de una cruel batalla y fui yo el que obtuve la victoria a un alto precio. La apuesta era mi vida. Si me acobardaba, me echaba atrás o resultaba incapaz de amar, me mataría. Recuerdo que estaba decidido.

Y lo que hice, para un joven de mi edad, no era tan fácil. Ahora sé que me enfrentaba a un molino de viento, pero en ese momento veía todo el asunto bajo otra luz. Ahora mismo me resulta difícil reproducir en la memoria lo que viví, pero recuerdo que sentía algo así como que estaba infringiendo todas las leyes con un solo acto, las humanas y las divinas. Y tenía mucho miedo, hasta resultar cómico, pero a pesar de todo me rehice y cuando entré en la habitación de Katia estaba preparado para los besos, como Romeo.

Sí, en aquella época parece ser que también era un romántico. ¡Qué tiempos tan felices y qué lejanos! Recuerdo, señores expertos, que cuando regresaba de la habitación de Katia, me detuve frente al cadáver, me puse la mano en el pecho como Napoleón y le miré con orgullo cómico. Y en ese mismo momento temblé asustado ante el movimiento de la tela que le cubría. ¡Felices tiempos pasados!

Me da miedo pensarlo, pero parece que nunca he dejado de ser un romántico y casi me convertí en un idealista. Creía en la mente humana y en su poder sin límites. Toda la historia de la humanidad me parecía como la marcha triunfal de una sola mente y esto era hacía tan poco tiempo. Me resulta terrorífico pensar que toda mi vida ha sido una mentira que toda la vida fui un demente como ese actor loco que vi durante unos días en la sala contigua. Recogía de todos sitios papeles azules y rojos y a cada uno de ellos lo llamaba un millón, se los pedía a los visitantes, los robaba y los sacaba del retrete y los guardianes bromeaban burdamente, mientras que él los despreciaba sincera y profundamente. Yo le caía bien y al despedirse me dio un millón.

—Es un millón pequeño —me dijo—, pero sabrá disculparme, ahora mismo tengo tantos gastos.

Y llevándome a un lado, me explicó en un susurro:

—Estoy pensando en ir a Italia. Quiero expulsar al Papa e introducir una nueva moneda, ésta. Y después el domingo me declararé santo. Los italianos estarán contentos; siempre se alegran mucho cuando les dan un nuevo santo.

¿Acaso no viví con este millón?

Me resulta terrible pensar que mis libros, mis colegas y amigos, siguen estando en sus armarios y custodian en silencio lo que yo consideraba la sabiduría de la tierra, su esperanza y su felicidad. Sé señores expertos que tanto si estoy loco como si no, para ustedes soy un miserable, ¡si tan sólo pudieran ver a este miserable cuando entra en su biblioteca!

Vayan señores expertos a mi piso a verlo, les resultará interesante. En el cajón superior izquierdo del escritorio encontraran un detallado catálogo de libros, cuadros y fusilerías, también encontrarán las llaves de los armarios. Ustedes mismos son gente de ciencias y creo que tratarán mis cosas con el debido respeto y cuidado. También les pido que comprueben que los candiles no humean. No hay nada peor que ese hollín, se posa sobre todo y después cuesta un enorme trabajo quitarlo.

En un borde

Ahora el enfermero Pretov se niega a darme la dosis de Chloramida que le exijo. Ante todo soy médico y se lo que hago, pero además si se me niega lo que pido tomaré resueltas medidas. Hace dos noches que no duermo y no tengo ninguna intención de volverme loco. Exijo que me den Chloramida. Lo exijo. Es deshonroso volver loco a alguien.

Quinta carta

Después del segundo ataque comenzaron a temerme. En muchas casas me cerraron rápidamente la puerta en las narices, en caso de encontrarme por casualidad con algún conocido éstos se estremecían, sonreían vilmente y preguntaban con aire importante:

—¿Qué tal su salud querido?

La situación era precisamente la que yo deseaba para cometer cualquier delito y no perder el respeto de los demás. Miraba a la gente y pensaba: si quisiera podría matar a éste y a este otro y no me pasaría nada. Y lo que sentía ante este pensamiento, era nuevo, agradable y un tanto terrorífico. El hombre dejó de ser algo celosamente protegido al que te acercabas con miedo, parecía desnudo como si se le hubiera caído una piel y matarlo resultaba fácil y atractivo.

El pánico me protegía de las miradas curiosas con un muro tan sólido, que él mismo me libro de la necesidad de otro tercer ataque preparatorio. Tan sólo en esto me separé del plan que yo mismo había trazado, pero aquí es donde se ve la fuerza del talento, en que no se constriñe con marcos sino que cambia el curso de la batalla en relación a los cambios en la situación. Pero hacía falta recibir la absolución oficial por los pecados cometidos y el permiso para cometer los futuros pecados: un certificado médico de mi enfermedad.

Así que esperé a que se diera la circunstancia para que la visita al siquiatra pudiera parecer casual e incluso forzada por algo. Puede ser que esto fuera una fineza superflua a la hora de rematar mi papel. Me enviaron al siquiatra Tatiana Nikoláyevna y su marido.

—Por favor, vaya al doctor querido Antón Ignatievich —me dijo Tatiana Nikoláyevna.

Nunca antes me había llamado «querido» y me había hecho falta ganarme fama de loco para recibir este insignificante mimo.

—De acuerdo, querida Tatiana Nikoláyevna, iré —contesté dócilmente.

Los tres, Alexei se encontraba ahí, estábamos sentados en el despacho, donde posteriormente tendría lugar el asesinato.

—Sí, Antón, tienes que ir obligatoriamente —confirmó con competencia Alexei—, o si no puedes hacer cualquier cosa.

—Pero ¿qué es lo que puedo hacer? —me justifiqué con timidez frente a mi severo amigo.

—Cualquier cosa. Romperle la cabeza a alguien.

Yo le estaba dando vueltas en la mano a un pesado pisapapeles de hierro fundido, lo miré, miré a Alexei y le pregunté:

—¿La cabeza? ¿has dicho la cabeza?

—Sí, la cabeza. Basta algo como eso y ya está.

Se volvió interesante. Precisamente pensaba abrirle la cabeza y con ese pisapapeles y ahora esa misma cabeza pensaba sobre cómo iba a ser. Pensaba sobre ello y se sonreía despreocupada. Hay gente que cree en los presentimientos, en que la muerte manda por delante suyo a sus invisibles heraldos. ¡Qué disparate!

—Pero ¡qué se va a poder hacer eso con esta cosa! —dije yo—, es demasiado ligera.

—¡Qué dices ligera! —se indignó Alexei, me arrancó de la mano el pisapapeles y cogiéndolo por el delgado mango, lo agitó un par de veces—, prueba.

—Sí ya lo sé…

—No, cógelo así y verás.

Sonriendo sin querer tomé el pesado objeto, pero en ese momento se inmiscuyó Tatiana Nikoláyevna. Pálida, con labios temblorosos, dijo, o más bien gritó:

—¡Alexei, déjalo! ¡déjalo!

—¿Qué te pasa Tania? ¿qué sucede? —se quedó él sorprendido.

—¡Déjalo! Sabes lo poco que me gusta ese tipo de bromas.

Nos reímos y el pisapapeles fue devuelto a la mesa.

Cuando fui a la consulta del profesor T. todo sucedió como yo esperaba. Estaba muy cauteloso, con la expresión contenida, pero serio. Me preguntó que si tenía familiares que pudieran cuidar de mí, me aconsejó que descansara en casa, que descansara y que me tranquilizara. Basándome en mis conocimientos como médico discutí un poco con él y si le quedaba alguna duda, cuando me atreví a contradecirle me consideró loco sin vuelta de hoja. Por supuesto, señores expertos, que no deberían darle importancia a esta inofensiva broma sobre uno de nuestros colegas: como estudioso, el profesor T. es indudablemente digno de respeto y consideración.

Los siguientes días fueron unos de los más felices de toda mi vida. Me compadecían como un enfermo reconocido, me hacían visitas, hablaban como si fuera un tonto y sólo yo sabía que estaba sano como nadie y disfrutaba con el funcionamiento claro y poderoso de mi mente. De todas las cosas sorprendentes e incomprensibles que tiene la vida, la más sorprendente e incomprensible es la mente humana. En ella hay divinidad, en ella se encuentra la garantía de la muerte y una poderosa fuerza que no conoce impedimentos. La gente se sorprende con arrobamiento y asombro cuando contemplan las cimas nevadas de las moles montañosas, si se entendieran a ellos mismos quedarían más sorprendidos que con las montañas, más que con cualquier milagro o belleza del mundo, quedarían sorprendidos con sus capacidades de pensar. El pensamiento simple de un peón necesario para pensar sobre como poner mejor un ladrillo sobre otro, resulta el más enorme milagro y el más profundo misterio.

Y yo disfrutaba de mi mente. Inocente en su belleza, se entregaba a mí con toda su pasión como una amante, me servía como un esclavo y me apoyaba como un amigo. No piensen que todos estos días que pasé en casa entre cuatro paredes, pensaba únicamente en mi plan. No, todo estaba claro y planeado. Lo había pensado todo. Era como si yo y mi mente jugáramos con la vida y la muerte y hiciéramos fuertes apuestas sobre ello. Entre otras cosas resolví durante esos días dos problemas muy interesantes de ajedrez sobre los que había estado trabajando durante mucho tiempo, aunque sin éxito. Saben por supuesto que hace tres años participé en un campeonato internacional de ajedrez y alcancé el segundo puesto detrás de Lasker. Si no fuera enemigo de toda publicidad y hubiera continuado participando en torneos, Lasker me hubiera tenido que ceder el primer puesto.

Y a partir de ese minuto en que la vida de Alexei me fue entregada comencé a tener por él una disposición especial. Me resultaba agradable pensar que vivía, bebía, comía y se alegraba y que yo permitía todo esto. Un sentimiento parecido al de un padre hacia un hijo. Lo único que me alarmaba era su salud. A pesar de su mala salud era imperdonablemente descuidado, se negaba a llevar jersey y con el clima más peligroso y húmedo salía sin chanclos. Tatiana Nikoláyevna me tranquilizó. Vino a visitarme y me contó que Alexei estaba completamente sano y que incluso dormía bien lo que era raro en él. Regocijado le pedí a Tatiana Nikoláyevna que le diera a Alexei un libro, un raro ejemplar que casualmente había caído en mis manos y que desde hacía tiempo le gustaba a Aleksey. Puede ser que, desde el punto de vista de mi plan, este regalo fuera un error. Puede que sospecharan una trampa premeditada, pero tenía tantas ganas de proporcionar placer a Alexei que decidí arriesgarme un poco. Descuidé incluso la circunstancia de que desde el punto de vista artístico de mi juego el regalo resultaba ya una parodia.

En este caso fui muy cariñoso y cándido con Tatiana Nikoláyevna y le causé una buena impresión. Ni ella ni Alexei habían visto uno sólo de mis ataques y para ellos, evidentemente, era difícil, casi imposible imaginarme loco.

—Visítenos —me pidió Tatiana Nikoláyevna antes de despedirse.

—No puedo —sonreí—, el doctor no me lo permite.

—Eso son tonterías. A nosotros sí puede, para usted es lo mismo que estar en casa. Y Aliosha le echa de menos.

Yo lo prometí y no se ha prometido nunca nada con tanta certeza de ser realizado, como esto. ¿No les parece, señores expertos, al saber de todas estas felices casualidades, no les parece como si no sólo yo le condenara a muerte a Alexei sino que hubiera alguien más? Pero la realidad es que no hubo ningún «otro» y todo fue tan sencillo y lógico.

El pisapapeles de hierro forjado seguía en su sitio, cuando el once de diciembre a las cinco de la tarde entré en el despacho de Alexei. Es la hora previa la comida (comen a las siete) y a esta hora Alexei y Tatiana Nikoláyevna descansan. Se alegraron mucho con mi llegada.

—Gracias por el libro amigo —dijo Alexei sacudiendo mi mano—, yo mismo pensaba ir a verte pero Tania dijo que ya te habías recuperado del todo. Nosotros vamos a ir al teatro ahora, ¿vienes con nosotros?

Comenzó una conversación. Ese día decidí no fingir en nada, en esta ausencia de fingimiento había un delicado fingimiento y, al encontrarme bajo el efecto de un enorme animación mental, hablé de muchas cosas y muy interesantes. ¡Si los lectores del talento de Savelov supieran cuantos de «sus» mejores pensamientos nacieron y fueron insuflados en su cabeza por un tal doctor Kerzhentsev!

Hablé con claridad, con concisión, separando las frases. Al mismo tiempo miraba las agujas del reloj y pensaba que cuando dieran las seis me convertiría en un asesino. Y dije algo gracioso y ellos se rieron e intenté recordar la sensación de un hombre que todavía no es un asesino pero que pronto se iba a convertir en uno. Comprendí, ya no como una impresión abstracta sino directamente, el proceso de la vida de Alexei, el latir de su corazón, el fluir de la sangre por sus venas, la vibración silenciosa de su cerebro y como cuando todo este proceso se interrumpiera el corazón dejaría de bombear sangre y el cerebro moriría.

¿Con qué pensamiento morirá?

La claridad de mi conciencia nunca alcanzó tal altura y fuerza, nunca la sensación del «yo» polifacético funcionando armoniosamente fue tan intensa. Como si fuera Dios: no veía y ahora veía, no oía y ahora oía, no pensaba y ahora tenía conciencia.

Quedaban tan sólo seis minutos, cuando Alexei se levantó perezoso del diván, se desperezó y salió.

—Ahora vuelvo —dijo mientras salía.

Yo no quería mirar a Tatiana Nikoláyevna y me fui hacia la ventana, aparté las cortinas y me quedé ahí de pie. Y sin mirar sentí como Tatiana Nikoláyevna cruzó apresuradamente la habitación y se quedó de pie junto a mí. Escuchaba su respiración, sabía que no miraba a la ventana sino a mí, y yo callaba.

—¡Qué maravillosa brilla la nieve! —dijo Tatiana Nikoláyevna, pero yo no respondí. Su respiración se aceleró, después se detuvo.

—¡Antón Ignatievich! —dijo y se detuvo.

Yo callaba.

—¡Antón Ignatievich! —repitió igual de indecisa y en ese momento la miré.

Ella se apartó rápidamente, estuvo a punto de caerse, como si la hubiera empujado esa poderosa fuerza que había en mi mirada. Se apartó y se lanzó sobre su marido que acababa de entrar.

—¡Alexei! —farfulló—. ¡Alexei! Él…

—¿Él qué?

Sin sonreír, pero esbozando una broma con la voz, dije:

—Ella piensa que quiero matarte con este objeto.

Y completamente tranquilo, sin esconderme, tomé el pisapapeles, lo levanté con la mano y me acerqué tranquilamente a Alexei. Él sin parpadear me miró con sus ojos pálidos y repitió:

—Ella piensa…

—Si ella piensa.

Lentamente, con suavidad, comencé a levantar mi mano y Alexei, con la misma lentitud, comenzó a levantar la suya, sin apartar los ojos de mí.

—¡Quieto! —dije con severidad.

La mano de Alexei se detuvo y sin apartar los ojos de mí sonrió desconfiado, pálido, únicamente con los labios. Tatiana Nikoláyevna gritó algo terrible, pero era demasiado tarde. Le golpeé con la parte puntiaguda, más cerca de la sien que del ojo. Y cuando cayó me incliné y le golpeé otras dos veces. El inspector me dijo que le golpeé muchas veces porque su cabeza estaba hecha pedazos. Pero no es cierto. Le golpeé tan sólo tres veces: una vez cuando estaba de pie y otras dos cuando estaba en el suelo.

Es cierto que los golpes fueron muy fuertes, pero tan sólo hubo tres. Esto lo recuerdo perfectamente. Tres golpes.

Sexta carta

No intenten estudiar lo que borré al final de la cuarta carta y no le den a mis tachones más importancia de la que tienen como falsas marcas de un pensamiento alterado. En la extraña situación en la que me encontraba tenía que ser terriblemente cuidadoso en lo que no escondía para que comprendieran perfectamente.

Las tinieblas nocturnas tienen una gran influencia sobre un sistema nervioso cansado y por eso es que por la noche aparecen muy a menudo pensamientos terribles. Y esa noche, la primera después del asesinato, mis nervios estaban, como es normal, bajo una presión especial. Por mucho que me dominara, matar a un hombre no es una broma. Después del té, una vez que me había arreglado, me había limpiado las uñas y cambiado de traje, llamé a María Vasilevna para que se sentara conmigo. Es mi ama de llaves y en parte mi mujer. Parece que tiene además un amante, pero como mujer es hermosa, silenciosa y nada codiciosa y me habitué rápidamente a este pequeño defecto que es prácticamente inevitable cuando un hombre consigue el amor a cambio de dinero. Y fue precisamente esta estúpida mujer la que primero me dio un golpe.

—¡Bésame! —le dije.

Ella sonrió estúpidamente y se quedó congelada en el sitio.

—¿Y?

Se estremeció, se sonrojó y poniendo unos ojos asustados, se acercó suplicante hacia mí junto a la mesa diciendo:

—¡Antón Ignatievich, amorcito, vaya al médico!

—¿Pero qué dices? —me enfadé.

—¡Ay! No grite, ¡me da miedo! ¡Tengo miedo de usted, amor, ángel mío!

Y eso que ella no sabía nada de mis ataques, ni del asesinato y siempre había sido cariñoso y directo con ella. «Es decir que había algo en mí, que no estaba en los demás y que asusta», brilló la idea en mi cabeza y desapareció dejando un extraño sentimiento de frío en las piernas y en la espalda. Comprendí que María Vasilevna sabía algo aparte, por parte del servicio o se había encontrado el traje manchado que había tirado, con lo que se explicaba de forma completamente natural su miedo.

—Váyase —le ordené.

Después me tumbé en el diván de mi biblioteca. No me apetecía leer, sentía el cansancio por todo el cuerpo y el estado anímico era en general algo parecido al de un actor después de una brillante interpretación. Me resultaba agradable contemplar los libros y me agradaba pensar que en algún momento después los iba a leer. Me gustaba toda mi habitación, el diván y María Vasilevna. En mi cabeza centelleaban fragmentos de frases de mi interpretación, mentalmente también reinterpretaba los movimientos que había hecho y de vez en cuando se colaban perezosamente pensamientos críticos: aquí hubiera sido mejor decir esto otro o hacer esto otro. Pero con mi improvisado «¡Quieto!», estaba muy satisfecho. Ciertamente, era un ejemplo raro, y para aquellos que no lo han sentido por sí mismos, un increíble ejemplo de la fuerza de la sugestión.

—¡Quieto! —repetía yo, cerrando lo ojos y sonriendo.

Y los párpados me empezaron a pesar y me entraron ganas de dormir cuando perezosamente, directamente, como todas las demás ideas entró en mi cabeza una nueva idea que atrapó todas las propiedades de mi mente: la claridad, la precisión y la sencillez. Se introdujo perezosamente y se detuvo. Y por alguna razón dijo literalmente en tercera persona:

—Y es completamente posible que el doctor Kerzhentsev esté verdaderamente loco. Pensaba que estaba fingiendo y en realidad estaba loco. E incluso ahora está loco.

Este pensamiento se repitió tres o cuatro veces y aún así yo seguía sonriendo sin entender:

—Pensaba que estaba fingiendo y en realidad estaba loco. E incluso ahora está loco.

Pero cuando comprendí… En un principio pensé que la frase la decía María Vasilievna, porque parecía ser una voz y la voz parecía ser la suya. Después pensé en Alexei. Si se parecía a la de Alexei, el muerto. Después comprendí que era yo el que lo estaba pensando y eso supuso el terror. Agarrándome de los cabellos, ya de pie, por alguna razón en el centro de la habitación y dije:

—Así que todo se ha acabado. Sucedió lo que más temía.

Me había acercado demasiado al límite y ahora lo único que me esperaba por delante era la locura.

Cuando llegaron a arrestarme, me encontraba, según sus palabras, en un estado lamentable, despeinado, con el traje desgarrado, pálido y terrorífico. Pero ¡por dios! ¿Acaso se puede pasar una noche como ésa y, a pesar de todo no volverse loco, no significa que se poseen un cerebro inquebrantable? Y yo sólo me rasgué el traje y rompí un espejo. Por cierto, permítanme que les de un consejo. Si alguna vez alguno de ustedes le toca vivir lo que yo pasé esa noche, cubran el espejo que haya en la habitación en la que vayan a moverse. Cúbranlos como los cubrirían en caso de que hubiera un cadáver en la casa. ¡Cúbranlos!

Me resulta terrorífico escribir sobre esto. Tengo miedo de lo que me toca recordar y contar. Pero no lo puedo retrasar más y puede ser que con medias palabras lo único que esté haciendo sea magnificar el terror.

Esta tarde.

Imagínense una serpiente borracha, sí, sí, exactamente eso, una serpiente borracha, mantiene su maldad, pero su astucia y su rapidez se han visto incrementadas y sus colmillos siguen siendo igual de afilados y venenosos. Y está borracha y se encuentra en una habitación cerrada donde hay muchas personas temblando de miedo. Y, enfureciéndose fríamente, se arrastra entre ellos enroscándose entre las piernas, mordiéndoles en la misma cara, en los labios, enrollándose en un ovillo y mordiéndose a sí misma. Y parece que no fuera una sino mil serpientes las que se enroscan y muerden y se devoran a sí mismas. Así se encontraba mi mente, esa misma en la que creía y en cuyos dientes afilados y venenosos veía mi salvación y mi defensa.

La mente única se dividió en miles de mentes, y cada una de ellas era fuerte y todas estaban enfrentadas. Daban vueltas en un baile demente cuya música era una monstruosa voz sonora como una trompeta y que provenía de algún sitio en unas profundidades desconocidas para mí. Se trataba de un pensamiento a la carrera, la más terrible de las serpientes porque se escondía en las sombras. De la cabeza, donde la mantenía con fuerza, se adentró en los escondrijos del cuerpo, en sus profundidades negras e inexploradas. Y desde allí gritaba, como un extranjero, como un esclavo huido, descarado e insolente consciente de su seguridad.

«Pensabas que estabas fingiendo y estabas loco. Eres pequeño, eres malvado, eres tonto doctor Kerzhentsev. ¡Un tal doctor Kerzhentsev, el demente doctor Kerzhentsev…!».

Así gritaba y yo no sabía a donde escapar de su monstruosa voz. Ni siquiera sé quién era, yo lo llamo un pensamiento pero puede ser que no lo fuera. Estos pensamientos, como palomas sobre un incendio, daban vueltas en la cabeza y él gritaba desde algún sitio desde abajo, desde arriba, desde los lados, donde no podía ni verle ni cogerle.

Y lo más terrible que sufrí era la conciencia de que no me conocía y nunca me había conocido. Mientras mi «yo» se encontraba en mi bien iluminada cabeza, donde todo se movía y vivía en un orden organizado, me entendía y me conocía, pensaba sobre mi carácter y mis planes y era, según pensaba yo, señor. Ahora veía que no era señor sino un esclavo, triste e impotente. Imagínense que vivieran en una casa donde hay muchas habitaciones, ocuparan una sola habitación y pensaran que dominaban toda la casa. Y de pronto se dieran cuenta de que ahí, en las demás habitaciones, viven otros. Sí, viven. Viven unos seres misteriosos, puede que gente, puede ser que otra cosa y que la casa les pertenece a ellos. Quieren saber quienes son, pero la puerta está cerrada y tras ella no se escucha ni un sonido, ni una voz. Y al mismo tiempo saben que precisamente ahí, tras esa silenciosa puerta se decide vuestro destino.

Me acerqué al espejo… Cubran el espejo. ¡Cúbranlo!

Después no recuerdo nada hasta el momento en que llegaron los poderes judiciales y la policía. Pregunté por la hora y me dijeron que las nueve. Y durante mucho tiempo no pude comprender como desde el momento de mi regreso a casa habían pasado sólo dos horas y desde el momento del asesinato de Alexei casi tres.

Perdónenme, señores expertos, si he descrito un momento tan importante para el dictamen, como es ese terrible estado en el que me encontraba después del asesinato, con frases tan generales y poco concretas. Pero es todo lo que recuerdo y puedo comunicar con lenguaje humano. Por ejemplo no puedo explicar con el lenguaje humano el terror que sentí todo el rato. Más aún no puedo decir con total seguridad que todo lo que he resaltado de forma tan poco clara sucediera realmente. Puede que todo esto no sucediera y que sucediera otra cosa. Tan sólo recuerdo una cosa con fuerza, ese pensamiento o voz o lo que fuera.

«El doctor Kerzhentsev pensaba que se estaba haciendo el loco pero realmente estaba loco».

Acabo de tomarme el pulso ahora mismo: ¡180! Y esto es ahora, ¡tan sólo de recordarlo!

Séptima carta

La última vez escribí muchas estupideces innecesarias y tontas y, desgraciadamente, ahora ya lo han recibido y leído. Tengo miedo de que se creen una imagen falsa de mi personalidad así como del verdadero estado de mis capacidades mentales. Por lo demás creo en sus conocimientos y en sus claras mentes, señores expertos.

Entenderán que únicamente serias razones me podrían obligar a mí, el doctor Kerzhentsev, a desvelar toda la verdad sobre el asesinato de Savelov. Y entenderán y valorarán fácilmente, cuando les diga que no sé siquiera ahora si me hice pasar por loco para matar sin ser castigado o lo maté porque estaba loco y lo más probable es que me haya quedado sin posibilidad de saberlo. La pesadilla de esa noche desapareció pero dejó una huella ardiente. No existen terrores absurdos, pero existe el terror de un hombre que ha perdido todo, existe la fría conciencia de la caída, del hundimiento, de la mentira y de la insolubilidad.

Ustedes, como estudiosos, discutirán sobre mí. Algunos de ustedes dirán que estoy loco, otros demostrarán que estoy sano y tan sólo harán algunas concesiones a favor de la degeneración. Pero con toda su erudición nunca podrán demostrar tan claramente como yo que esté loco ni que esté sano. Mi mente regresó a mí, y como podrán convencerse no le podrán negar ni la fuerza ni la agudeza. Una mente maravillosa y enérgica: ¡hasta los enemigos deben reconocer lo que es justo!

Yo estoy loco. ¿No se dignarán a escuchar por qué?

En primer lugar me condena la herencia, esa misma herencia de la que tanto me alegraba mientras ideaba mi plan. Lo ataques que tuve en la infancia… Culpable, señores. Quise ocultarles estos detalles sobre mis ataques y escribí que desde la infancia había estado sano. Eso no significa que en el hecho de que existieran algunos estúpidos ataques que terminaban inmediatamente yo viera algún peligro para mí mismo. Simplemente no deseaba recargar el relato con detalles superfluos. Ahora estos detalles me son necesarios para la construcción estrictamente lógica y, como pueden ver, los comunico sin dudarlo.

Bueno, pues como decía, la herencia y los ataques demostrarían mi predisposición a la enfermedad síquica. Y ésta habría comenzado sin que yo mismo me diera cuenta mucho antes de que planeara el asesinato. Pero poseyendo, como todos los locos, una picardía inconsciente y la capacidad de adaptar los comportamientos dementes a la norma del pensamiento sano, comencé a mentir, pero no a los demás, como yo pensaba, sino a mí mismo. Seducido por una fuerza ajena a mí, me convencí de que iba yo solo. De lo restante se pueden modelar pruebas como si se tratara de cera. ¿No es así?

No cuesta nada demostrar que yo no amaba a Tatiana Nikoláyevna, que no había un verdadero motivo para el crimen sino que fue inventado. En lo extraño de mi plan, en la sangre fría con la que lo llevé a cabo, en una gran cantidad de detalles es muy fácil ver esta misma voluntad demente. Incluso la misma agudeza y animación de mi pensamiento antes del asesinato demostrarían mi anormalidad.

«Herido así de muerte, actuaba en el circo

Representando la muerte de un gladiador».

No he dejado ningún detalle de mi vida sin investigar. La he repasado entera. A cada paso que he dado, a cada pensamiento o palabra mía le he podido añadir su medida de locura y ésta aparecía en cada palabra, en cada pensamiento. Resultó, y esto era lo más sorprendente, que antes de esta noche ya me había venido a la mente la idea: ¿No estaré realmente loco? Pero yo de alguna manera me había deshecho de este pensamiento, lo había olvidado.

Y una vez demostrado que estoy loco, ¿saben lo que vi? Que no estoy loco, esto es lo que vi. Escuchen por favor.

Lo más grave que desenmascaran la herencia y los ataques es la degeneración. Soy uno más de entre los degenerados, de los que hay tantos como se quiera encontrar si se busca con atención, incluso entre ustedes, señores expertos. Esto ofrece una clave maravillosa para todo lo demás. Pueden explicar mis puntos de vista morales a través de la degeneración y no de una premeditación consciente. Ciertamente los instintos morales se encuentran tan profundamente asentados que únicamente a través cierta desviación del modelo normal se puede lograr una absoluta liberación de los mismos. Y la ciencia, demasiado aventurada en sus generalizaciones, relaciona esta desviación a pesar de todo con la degeneración, sin importarle si el sujeto tiene la constitución física de Apolo o la salud del último idiota. Pero qué así sea. No tengo nada en contra de la degeneración. Me ha hecho conocer a una gente maravillosa.

No pienso defender tampoco mi motivo para el crimen. Les digo con total sinceridad que ciertamente Tatiana Nikoláyevna me ofendió con su risa y que la ofensa se asentó muy hondo, como sucede en las naturalezas ocultas y solitarias como la mía. Pero pongamos que esto no es cierto. Digamos que incluso sentía amor. ¿Acaso no se podría suponer que con el asesinato de Alexei tan sólo quería probar mis fuerzas? ¿Acaso no suponen ustedes libremente la existencia de gente que se encarama a montañas inaccesibles, arriesgando su vida, tan sólo por el hecho de que son inaccesibles y no los llaman locos? ¡No se atrevan a llamar loco a Nansen, ese gran hombre de este siglo que termina! La vida moral tiene sus polos y yo intenté llegar a uno de ellos y lo logré.

Les molesta especialmente la ausencia de celos, de venganza, de avaricia y otros motivos estúpidos a los que están acostumbrados a considerar los únicos verdaderos y sanos. Pero entonces ustedes, gente de ciencia, juzguen a Nansen, júzguenlo junto con los tontos e ignorantes que consideran sus empresas una locura.

Mi plan… Es poco común, original, es atrevido hasta la insolencia, pero ¿acaso no es razonable desde el punto de vista de las metas que me había puesto? Y precisamente mi tendencia al fingimiento, que ustedes consideran una explicación completamente razonable, podía haberme instigado el plan. La agitación mental: ¿pero es que acaso la genialidad es ciertamente una locura? La sangre fría: ¿pero por qué se supone que un asesino debe temblar, palidecer o dudar? Los cobardes siempre tiemblan incluso cuando abrazan a sus amas de llaves y ¿acaso la valentía es locura?

¡Y qué sencillo es explicar mis propias dudas sobre mi salud mental! Como un auténtico artista, un actor, me introduje demasiado profundo en el papel, identificándome temporalmente con el personaje que interpretaba y durante un minuto perdí la capacidad de autoanálisis. ¿Acaso dirían que ustedes que entre los actores que hacen el hipócrita todos los días, no hay ninguno que interpretando el papel de Otelo no sienta de verdad la necesidad de matar?

Bastante convincente, ¿no es cierto señores científicos? Pero ¿no sienten algo extraño? Cuando demuestro que estoy loco les da la impresión de que estoy sano y cuando demuestro que estoy sano, ven ante sí a un loco.

Sí, eso es porque no me creen… Y yo tampoco me creo, ya que ¿a quién en mí debo creer? ¿A la mente ruin e insignificante, al mentiroso siervo, que sirve a cualquiera? Tan sólo vale para limpiar las botas y yo le convertí en mi amigo, en mi dios. ¡Fuera del trono, triste y débil pensamiento!

¿Quién soy yo, señores expertos, un loco o no?

Masha, dulce mujer, usted sabe algo que yo no sé. ¿Dígame a quien debo pedirle ayuda?

Sé cual será su respuesta, Masha. No, no es eso. Usted es una mujer maravillosa y buena, Masha, pero no sabe física, ni química, no ha ido nunca al teatro y ni siquiera sospecha que esta cosa sobre la que vive, recogiendo, trayendo y limpiando, da vueltas. Da vueltas Masha, da vueltas, y con ella todos damos vueltas. Sois un niño, Masha, un ser obtuso, prácticamente una planta y le tengo mucha envidia, casi tanta como el desprecio que siento por usted.

No Masha, no me responda. Cierto es que no sabe nada. En uno de los oscuros desvanes de vuestra cándida casa vive alguien, que os es muy útil, pero esa habitación está vacía en mi casa. El que vivía ahí murió hace tiempo y en su tumba levanté una lujosa estatua. Murió Masha, murió y no resucitará.

¿Quién soy yo, señores expertos, un loco o no? Perdonen que me dirija a ustedes con esta pregunta con una insistencia tan poco considerada, pero ya que son ustedes «gentes de ciencia», como les llamaba mi padre cuando quería lisonjearles, ustedes tienen libros y poseen una mente humana clara, precisa e infalible. Por supuesto que la mitad de ustedes mantendrá una opinión y la otra mitad la otra, pero yo les creo, señores científicos, a los unos y a los otros. Díganme… En ayuda de su ilustrada mente les traeré un hecho interesante, muy interesante.

Una tarde tranquila y apacible, de las que he pasado entre estas paredes blancas, en el rostro de Masha, cuando se encontró bajo mi mirada, descubrí una mirada de terror, confusión y sometimiento hacia algo fuerte y terrible. Después ella se fue y me senté en la cama recién hecha y continué pensando en qué era lo que quería. Y quería cosas extrañas. A mí, al doctor Kerzhentsev, me apetecía aullar. No gritar, sino concretamente aullar como ese de ahí. Me apetecía arrancarme el traje y arañarme con las uñas. Coger la camisa por el cuello, tirar primero un poco, muy poco, y luego ¡zas! Hasta abajo. Y me apetecía, a mí al doctor Kerzhentsev, ponerme a cuatro patas y arrastrarme. Y a mi alrededor todo estaba en silencio y la nieve golpeaba contra la ventana y en algún lugar no muy lejos Masha rezaba sin hacer ruido. Y durante mucho tiempo, pensándolo mucho, decidí sobre que hacer. Si aullaba haría mucho ruido y se montaría un escándalo. Si me desgarraba la camisa al día siguiente lo notarían. Y de forma completamente lógica elegí la tercera posibilidad: arrastrarme. Nadie lo escucharía y si me veían diría que se me había caído un botón y lo estaba buscando.

Y mientras elegía y decidía, me sentía bien, no era terrible sino incluso agradable, hasta tal punto que recuerdo que me balanceé sobre la pierna. Pero entonces pensé:

«Pero ¿por qué arrastrarme? ¿Acaso estoy verdaderamente loco?».

Y de pronto fue algo terrible, me entraron ganas de hacer de todo: arrastrarme, aullar y arañarme. Y me enfadé.

—¿Quieres arrastrarte? —pregunté.

Pero se callaba, ya no quería.

—¿Pero es que no querías arrastrarte? —seguí preguntando.

Y se callaba.

—¡Pues arrástrate!

Y arremangándome me puse a cuatro patas y comencé a arrastrarme. Y cuando tan sólo había recorrido la mitad de la habitación, me resultó tan ridículo este disparate, que me senté ahí mismo en el suelo y comencé a reírme a carcajadas sin parar.

Debido a la costumbre y a la fe, que no había dejado de latir, en que podía conocer algo, pensé que había dado con la fuente de mis dementes deseos. Obviamente el deseo de arrastrarme y los demás eran el resultado de la autosugestión. El perseverante pensamiento de que estaba loco había desatado los dementes deseos y en cuanto les había dado rienda suelta resultó que no tenía esos deseos y que no estaba loco. El razonamiento, como pueden ver, es muy sencillo y lógico. Pero…

Pero ¿acaso no me había arrastrado a pesar de todo? ¿Me había arrastrado? Qué soy yo ¿un loco justificándose, un hombre sano al que han vuelto loco?

¡Ayúdenme ustedes altos hombres de ciencias! Que la autoridad de su palabra incline la balanza hacia un lado o hacia el otro y resuelva esta terrible y salvaje cuestión. Bueno ¡estoy esperando!

Espero en vano. ¡Oh mis queridos renacuajos!, ¿acaso ustedes no son yo? ¿Acaso en sus calvas cabezas no funciona esa misma mente ruin y humana, eternamente mentirosa, traidora, translúcida que en la mía? Y, ¿en que es peor la mía que la vuestra? Si se ponen a demostrar que estoy sano yo les demostraré que estoy loco. Si dicen que no hay que robar, matar o mentir porque es inmoral y es un delito, yo les demostraré que se puede matar y robar de forma muy moral. Y ustedes pensarán y dirán y todos tendremos razón y ninguno de nosotros tendrá razón. ¿Dónde está el juez que pueda juzgarnos y encontrar la verdad?

Ustedes tienen una inmensa ventaja que les otorga únicamente a ustedes el conocimiento de la verdad: no han cometido un delito, no están acusados sino que han sido invitados, con una decente paga, a analizar el estado de mi mente. Y por eso yo estoy loco. Y si usted estuviera aquí sentado, profesor Drzhembitski, y a mí me invitaran a analizarle a usted, el loco sería usted y yo sería alguien importante, un experto, que se diferenciaría de los demás mentirosos tan sólo en el hecho de que miente bajo juramento.

Es cierto que no han matado a nadie, no han cometido un robo porque sí, y cuando cogen un carruaje obligatoriamente regatean un par de céntimos, lo que demuestra su salud mental. Ustedes no son unos locos. Pero puede que suceda algo completamente inesperado…

De pronto mañana, ahora, en este mismo segundo, mientras lee estas líneas, le viene un pensamiento terriblemente estúpido pero imprudente: ¿y si no estoy loco? ¿Qué resultaría ser usted entonces, señor profesor? Pero que pensamiento tan absurdo y tonto, porque, ¿por qué tendría que volverse loco? Pero intente expulsarlo. Bebía leche y pensaba que era pura hasta que no llegó alguien y le dijo que estaba mezclada con agua. Y por supuesto la leche ya nunca más será pura.

Usted está loco. ¿No le apetece arrastrarse a cuatro patas? Por supuesto que no le apetece, ¿cómo le va a apetecer a un hombre sano arrastrarse? Pero ¿a pesar de todo? No le surge siquiera un ligero deseo, absolutamente ligero, completamente insignificante, ante el que le entran ganas de reírse: deslizarse de la silla y arrastrarse un poco, nada más que un poquito. Por supuesto que no le surge, de dónde iba a surgir en un hombre sano que acaba de beber el té ahora mismo y hablar con su mujer. Pero acaso no siente sus piernas, aunque antes no las sintiera, y no le parece que en las rodillas le sucede algo extraño: un pesado entumecimiento lucha contra el deseo de ponerse de rodillas y después… Ya que, a la hora de la verdad señor Drzhembitski, ¿alguien le puede retener si desea arrastrarse un poquito?

Nadie.

Pero espere, no se arrastre, todavía le necesito. Mi batalla todavía no ha terminado.

Octava carta

Una de las manifestaciones de lo paradójico de mi naturaleza es que me gustan mucho los niños, los niños muy pequeños, cuando acaban de comenzar a balbucear y se parecen a las crías de todos los demás animales, de gato o de serpiente. Incluso las serpientes son atractivas en su infancia. Y este otoño en un maravilloso día soleado tuve la suerte de ver la siguiente estampa. Una niña diminuta con un abriguito de algodón con capuchón, bajo el que sólo se veían las mejillas rosadas y la pequeña naricita, quería acercarse un perrito totalmente diminuto con delgadas patas, con un hocico fino y que apretaba acobardado el rabo entre las piernas. Y de pronto se asustó, se dio la vuelta y como un diminuto y blanco ovillo se precipitó sobre la niñera que estaba ahí de pie y, en silencio, sin lágrimas y sin gritos, escondió la cara entre sus rodillas. Y el diminuto perrito pestañeaba cariñosamente y acobardada apretaba el rabo y la cara de la niñera era tan buena y sencilla.

—No tengas miedo —decía la niñera y me sonreía y su rostro era tan bueno y sencillo.

No sé por qué pero he recordado muchas veces a esta niña tanto cuando estaba todavía en libertad mientras realizaba el plan de asesinato de Savelov, como aquí. En ese momento, ante la visión de este agradable grupo bajo el claro sol otoñal, me surgió un extraño sentimiento, algo parecido a la solución de algún problema, y el asesinato que había planeado me pareció una fría mentira de otro mundo, completamente ajeno. Y el hecho de que ambos, el perro y la niña fueran tan pequeños y agradables y que tuvieran un miedo tan divertido el uno del otro y que el sol luciera tan cálido, todo esto era tan sencillo y tan pleno de una sabiduría tan dulce y profunda, como si precisamente aquí, en este grupo se encontrara la solución de la existencia. Ése era el sentimiento. Y yo me dije: «Tengo que pensar en esto como se merece», pero no lo pensé.

Y ahora no recuerdo qué es lo que había ahí e intento recordarlo penosamente, pero no puedo. Y no sé porqué les cuento esta pequeña, innecesaria y ridícula historia cuando todavía tengo tantas cosas serias e importantes que contarles. Tengo que terminar.

Dejemos a los muertos en paz. Alexei está muerto, hace ya mucho que ha comenzado a descomponerse, no existe ¡qué se vaya al diablo! La situación de los cadáveres tiene algo agradable.

Tampoco vamos a hablar de Tatiana Nikoláyevna. Es desgraciada y yo me uno gustosamente a la lástima general, pero que es lo que significa esta desgracia, todas las desgracias del mundo en comparación con lo que yo estoy sufriendo ahora mismo, yo, ¡el doctor Kerzhentsev! Muchas mujeres pierden a sus queridos esposos en este mundo y muchas los perderán. Dejémoslas en paz, qué lloren.

Pero aquí, en esta cabeza…

Comprenden, señores expertos, lo terrible que se ha vuelto todo. No quería a nadie en el mundo aparte de mí y lo que me gustaba de mí no era este ruin cuerpo que aman los hombres triviales, yo amaba mi mente humana, mi libertad. No conocía, ni conozco superior a mi mente, yo lo adoraba y ¿acaso no se lo merecía? ¿Acaso no se enfrentaba, como un titán, al mundo y su perdición? Me llevó a la cima de una alta montaña y desde ahí contemplé, cuán profundo hormigueaban las gentecillas, con sus menudas pasiones animales, con su eterno miedo a la vida y a la muerte, con sus iglesias, sus misas, sus oraciones.

¿Acaso yo no era grande y libre y feliz? Como un barón de la edad media, instalado, como en un nido de águila en su inexpugnable castillo, contempla orgulloso y con poderío los valles que se extienden más abajo, así de invencible y orgulloso me encontraba yo en mi castillo, tras estos negros cimientos. Reinando sobre mí mismo era rey del mundo entero.

Y me traicionaron. Vilmente, con perfidia, como traicionan las mujeres, los siervos y… los pensamientos. Mi castillo se convirtió en mi cárcel. Mis enemigos me atacaron en mi castillo. ¿Dónde salvarme? En la inaccesibilidad del castillo, el grosor de los muros hallé mi perdición. La voz no llegaba al exterior. ¿Y quién que sea lo suficientemente fuerte me salvará? Nadie. Porque no hay nadie más fuerte que yo y yo, yo soy el único enemigo de mi «yo».

Una vil mente me traicionó por el hecho de que creía en ella tanto y tanto la quería. No empeoró en nada: seguía siendo igual de brillante, aguda, ligera, como un estoque, pero su mango ya no estaba en mi mano. Y a mí, su creador, su señor, me mataba con la misma indiferencia inexpresiva con la que yo maté a otros.

Llega la noche y se apodera de mí un terror endiablado. Yo era fuerte en la tierra y mis pies se apoyaban con fuerza sobre ella, pero ahora me han lanzado al vacío de un espacio interminable. Una soledad inmensa y amenazante ahora que yo, ese que vive, siente, piensa, ese que es tan valioso y es único, ahora que soy tan pequeño, tan infinitamente poca cosa y débil y estoy a punto de consumirme a cada segundo. Una soledad siniestra ahora que yo mismo tan sólo conformo una partícula insignificante, cuando dentro de mi mismo estoy rodeado y asfixiado por enemigos lúgubremente silenciosos y misteriosos. Donde quiera que vaya los llevo conmigo, solo en un vacío universal y dentro de mí mismo no encuentro un amigo. Una soledad demente, cuando no sé quien soy, solitario, cuando esos desconocidos hablan con mis labios, mi mente, mi voz.

Es imposible vivir así. Pero el mundo duerme tranquilo: los maridos besan a sus mujeres, y los estudiosos dan clases magistrales y los mendigos se alegran por cada kopek que les arrojan. Demente mundo feliz en su locura, ¡tu despertar será terrible!

¿Quién lo suficientemente fuerte me prestará su mano de ayuda? Nadie. Nadie. ¿Dónde encontraré ese algo eterno a lo que pudiera arrimarme con mi triste, débil y solitario hasta el horror «yo»? En ningún sitio. En ningún sitio. O querida, querida muchachita, ¿por qué mis manos ensangrentadas se extienden ahora hacia ti, si tú también eres un ser humano igual de insignificante y solitario y condenado a muerte? Me das lástima o quiero que tú tengas pena de mí, pero como si fuera un escudo me escondo del irremediable vacío de siglos y de espacio detrás de tu cuerpecito impotente. ¡Pero no, no, todo esto es mentira!

Les pido un gran, un inmenso favor, señores expertos, y si sienten dentro de sí, aunque sea mínimamente, el ser humano, no me lo negaran. Espero que nos hayamos entendido lo suficiente, para creer el uno en el otro. Y si les pido que le digan al juez que soy un hombre sano, el que menos creerá en sus palabras seré yo. Puede que ustedes resuelvan este problema para ustedes, pero para mí nadie la resolverá.

¿Me hice pasar por loco para matar o maté porque estaba loco?

Pero el juez les creerá a ustedes y me dará lo que deseo: la condena. Les pido que no interpreten falsamente mis intenciones. No me arrepiento de haber matado a Savelov, no busco en la condena la expiación de mis pecados y si para demostrar que estoy sano necesitan que mate y robe a alguien, con gusto mataré y robaré. Pero en la condena lo que busco es otra cosa, ¿el qué?, ni yo mismo lo sé.

Hay una turbia esperanza que me atrae hacia esta gente, de que entre ellos, los que han infringido vuestra ley, asesinos, ladrones, encuentre fuentes de la vida desconocidas para mí y me pueda reconciliar conmigo mismo. Pero aunque esto no sea cierto, pongamos que mi esperanza me engaña, en cualquier caso quiero estar con ellos. ¡Oh, sí, les conozco! Son unos cobardes y unos hipócritas, lo que más aman es su tranquilidad, y con alegría encierran en un manicomio a cualquier ladrón que haya birlado un bollo, declararían loco gustosamente a cualquiera, incluido ustedes mismos, que se atreviera a tocar vuestras fantasías. Les conozco. El crimen y el criminal son su eterna alarma, es la amenazadora voz de las profundidades insoldables, es el juicio inapelable de toda su vida moral y razonable y por mucho que se tapen a conciencia los oídos con algodón se escucha, se escucha. Y yo quiero ir con ellos. Yo, el doctor Kerzhentsev, formaré parte de ese ejército tan terrible para ustedes, como un reproche eterno que les pregunta y espera su respuesta.

No les pido humillado sino que les exijo: afirmen que estoy sano. Mientan si es que no lo creen. Pero si pusilánimemente se lavan sus académicas manos y me meten en un manicomio o me dejan en libertad, les advierto amistosamente: les voy a causar muchos problemas.

Para mí no existen los jueces, no existe la ley, no existe la prohibición. Todo es posible. ¿Pueden imaginarse un mundo en el que no existe la ley de la gravedad, en el que no existe el arriba y el abajo, en el que todo se debe al capricho y la casualidad? Yo, el doctor Kerzhentsev, soy ese nuevo mundo. Todo es posible. Y yo, el doctor Kerzhentsev, se lo demostraré. Fingiré que estoy sano. Conseguiré quedar libre. Y el resto de mi vida la dedicaré a estudiar. Me rodearé de sus libros, tomaré de ustedes todo el poder de sus conocimientos, esos de los que se enorgullecen y descubriré una cosa que hace tiempo creo que es imprescindible. Será un material explosivo. Nadie ha visto nunca algo tan poderoso: más poderoso que la dinamita, más poderoso que la nitroglicerina, más poderoso que el sólo pensamiento sobre ella. Tengo talento y soy constante y lo encontraré. Y cuando lo encuentre haré explotar vuestra maldita tierra, en la que hay tantos dioses y ninguno eterno.

Durante el juicio el doctor Kerzhentsev estuvo muy tranquilo y durante toda la vista se mantuvo en la misma postura sin decir palabra. Respondía a las preguntas impasible e indiferente, obligando a veces a que se las repitieran otra vez. Una vez hizo reír al público selecto que abarrotaba la sala del juicio. El presidente se dirigió a los miembros del jurado con alguna orden y el acusado, que evidentemente no lo había escuchado bien o debido al despiste, se levantó y preguntó en voz alta:

—¿Qué ya hay que salir?

—¿Salir a dónde? —se sorprendió el presidente.

—No sé, ha dicho algo.

Entre el público se escucharon risas y el presidente le explicó a Kerzhentsev qué era lo que sucedía.

Los cuatro expertos fueron llamados juntos y sus opiniones estaban divididas a partes iguales. Después del discurso del fiscal el presidente se dirigió al acusado, que había rechazado ser defendido:

—¡Acusado! ¿Qué es lo que tiene que decir en su defensa?

El doctor Kerzhentsev se levantó. Con ojos turbios como ciegos recorrió lentamente al jurado y miró al público. Y aquellos sobre los que cayó esa mirada pesada e invidente, tuvieron un sentimiento extraño y penoso, como si de las cuencas vacías del cráneo les mirara la mismísima muerte, muda e implacable.

—Nada —respondió el acusado.

Y volvió a recorrer con su mirada al público que se había reunido para juzgarle y repitió:

—Nada.

Abril de 1902