LOS SIETE AHORCADOS

A LA UNA DE LA TARDE SU EXCELENCIA

Como el ministro era un hombre enormemente obeso con tendencia a la apoplejía, cuando le fueron a advertir de que se preparaba un grave atentado contra su persona, se tomaron todas las precauciones posibles para evitar que le diera un ataque. Al ver que el ministro recibía la noticia con tranquilidad e incluso con una sonrisa, le informaron de los detalles. El atentado tendría lugar al día siguiente por la mañana. A la una, cuando saliera a presentar el informe, varios terroristas, que ya habían sido delatados por un infiltrado y que ahora se encontraban bajo la infatigable vigilancia de la policía secreta, se reunirían con bombas y revólveres junto a la entrada de la casa y esperarían a que saliera. Ahí es donde los atraparían.

—Esperen —se sorprendió el ministro—, ¿cómo es que saben que tengo que salir a la una de la tarde a presentar el informe cuando yo mismo tan sólo lo supe hace tres días?

El jefe de la guardia abrió los brazos de forma indefinida.

—A la una en punto, su excelencia.

A medio camino entre el asombro y el beneplácito ante la actuación de la policía que tan bien había organizado todo, el ministro meció la cabeza, sonrió sombrío con sus oscuros labios carnosos y con esa misma sonrisa, humildemente, sin querer molestar más a la policía, hizo la maleta y se fue a pasar la noche al hospitalario palacio de otra persona. Su mujer y sus dos hijos fueron sacados igualmente de la peligrosa casa a cuyo alrededor se reunirían al día siguiente los lanzadores de bombas.

Mientras, en el nuevo palacio las luces se mantuvieron encendidas y los rostros, afables y conocidos, se inclinaban, sonreían y se indignaban, el dignatario experimentó un agradable sentimiento de agitación, como si ya le hubieran otorgado o le fueran a otorgar un importante e inesperado galardón. Pero la gente se fue, las luces se apagaron y la transparente luz de las farolas eléctricas, como un encaje, se posó, atravesando los cristales sobre el techo y las paredes, totalmente ajena a la casa con sus cuadros, sus estatuas y su silencio, y al entrar de la calle, también silenciosa, indefinida, despertó la alarma sobre la inutilidad de las cerraduras, la guardia y las paredes. Y en ese momento, de noche, en el silencio y la soledad de un dormitorio ajeno, el dignatario comenzó a experimentar un terror insoportable.

Padecía de los riñones y siempre que se agitaba se llenaban de agua y se le hinchaba la cara, las piernas y las manos lo que hacía que pareciera todavía más grueso, más gordo, más voluminoso. Y ahora, como si fuera una montaña de carne hinchada que se elevaba sobre los comprimidos muelles de la cama, se palpaba con tristeza de enfermo la cara abotargada, como si fuera de otro y obsesivamente pensaba en el cruel destino que le habían preparado. Recordó, uno tras otro, todos los terribles casos en los que habían lanzado bombas a gente de su posición, e incluso con cargos más altos, y como las bombas habían despedazado en trocitos el cuerpo, habían esparcido pedacitos de cerebro por las sucias paredes de ladrillo, habían arrancado los dientes de las encías. Y ante estos recuerdos su propio cuerpo, gordo y enfermo, extendido sobre la cama, le pareció todavía más ajeno. Sintió la ardiente fuerza de la explosión, y le pareció como si los brazos y las piernas se le separaran del tronco, se le cayeran los dientes, el cerebro se fragmentara en pedazos, las piernas se entumecieran y quedaran tendidas en el suelo, sumisas, con los dedos hacia arriba como las de los difuntos. Se agitó con más intensidad, respiró sonoramente, tosió, para parecerse lo menos posible a un cadáver se rodeó del vivo sonido de los estridentes muelles, de la manta susurrante. Y para demostrar que estaba completamente vivo, que no se había muerto ni un poquito y que estaba lejos de la muerte, como cualquier otra persona, con voz de bajo pero en voz alta y de forma entrecortada dijo en el silencio y la soledad de la habitación:

—¡Bravo chicos! ¡Muy bien, muy bien!

Elogiaba así al servicio secreto, a la policía y a los soldados, a todos aquellos que protegían su vida y que tan a tiempo y con tanta pericia se habían anticipado al asesinato. Pero por más que se agitaba, elogiaba o esbozaba una forzada sonrisa de lado para burlarse de los estúpidos y desdichados terroristas, no acababa de creerse salvado del todo, de creer que la vida no se le iría de pronto, en un santiamén. Parecía como si la muerte que otros habían pensado para él y que se encontraba únicamente en sus pensamientos, en sus intenciones ya se encontrara ahí dispuesta a quedarse y que no se fuera a ir hasta que no los atraparan, hasta que no les arrebataran las bombas y no los encerraran en una sólida cárcel. Ahí se había quedado en ese rincón y no se iba, no podía irse, como un obediente soldado a quien la voluntad y las órdenes de otra persona habían apostado de guardia.

«¡A la una de la tarde su excelencia!». La frase resonaba, modulándose en todo tipo de voces: alegre y burlona, enfadada, obstinada o inexpresiva. Pareciera que hubieran colocado en el dormitorio un centenar de gramófonos ocultos y que todos ellos, uno tras otro, con la estúpida aplicación de las máquinas, gritaran las palabras que les habían ordenado: «¡A la una de la tarde su excelencia!».

Y esa hora del día de mañana, que hasta hace tan poco no se diferenciaba en nada de las demás, que era tan sólo un tranquilo movimiento de las manecillas por la esfera del reloj de oro, se había convertido de pronto en algo siniestramente contundente, había saltado del reloj y había adquirido vida propia, se extendía como una enorme y negra columna que partía toda su vida en dos mitades. Como si hasta que ella llegara o después de ella no existieran las demás horas y sólo ella, insolente, presuntuosa, tuviera derecho a una existencia propia.

—Pero ¿qué es lo que quieres? —preguntaba enfadado, entre dientes el ministro.

Los gramófonos gritaban:

—¡A la una de la tarde su excelencia! —y la negra columna se sonreía y saludaba.

El ministro rechinó los dientes, se incorporó en la cama y se sentó, sujetándose el rostro entre las manos, era evidente que esta abominable noche no podría dormir.

Y con una claridad pasmosa, apretándose el rostro con sus hinchadas y rollizas manos, se imaginó cómo se levantaba a la mañana siguiente, sin saber nada, cómo después bebía su café, sin saber nada, y se vestía en la antecámara. Y ni él ni el portero que le acercaba su abrigo, ni el criado que le traía el café, sabían que no tenía ningún sentido beber el café, ponerse el abrigo, cuando en tan sólo unos instantes todo: el abrigo, su cuerpo y el café que había dentro de él, quedaría destruido por una explosión, se lo llevaría la muerte. Ahí iba el portero a abrir la puerta acristalada… y es él, el agradable, bondadoso y amable portero con ojos de soldado azules y todo el pecho repleto de medallas, quien abre con su propia mano la terrible puerta, la abre porque no sabe nada. Todos sonríen porque no saben nada.

—¡Oh! —dijo de pronto en voz alta y retiró lentamente las manos de la cara.

Y, con esa misma lentitud, mirando en la lejanía de la oscuridad que había frente a él, con una mirada fija y tensa, extendió la mano, palpó el interruptor y encendió la luz. Después se levantó y sin calzarse las zapatillas, con los pies desnudos sobre la alfombra cruzó el dormitorio ajeno, encontró el interruptor de la lámpara de la pared y lo encendió. Todo quedó agradablemente iluminado, tan sólo la cama revuelta con la manta caída en el suelo indicaba el horror que había tenido lugar hacía tan poco.

En ropa de cama, con la barba despeinada por el inquieto ajetreo, con la mirada enojada, el dignatario se parecía a un anciano cualquiera enfadado, con insomnio y una pesada disnea. La muerte que le habían preparado parecía haberle desnudado, haberle despojado del lujo y el imponente esplendor que le rodeaba. Costaba creer que tuviera tanto poder, que ese cuerpo suyo, tan corriente, un sencillo cuerpo humano, tuviera que morir tan terriblemente entre el fuego y el estruendo de una espantosa explosión. Sin taparse y sin sentir el frío se sentó en el primer sofá que vio, apuntaló su despeinada barba sobre la mano y concentrado, en una profunda y tranquila meditación, detuvo los ojos en las molduras del desconocido techo.

¡Eso era lo que pasaba! ¡Ésa era la razón por la que se había acobardado y estaba tan agitado! ¡Por eso está en el rincón y no se iba ni podía irse!

—¡Idiotas! —dijo firme y con desprecio.

—¡Idiotas! —repitió más fuerte girando un poco la cabeza hacia la puerta para que lo oyeran aquéllos a los que iba dirigido. E iba dirigido a aquellos mismos que hacía poco había llamado buenos chicos y que, en un exceso de celo, le habían contado los detalles del atentado que se planeaba.

—Claro —meditó de pronto con la mente fortalecida y más ligera—, es ahora, una vez que me lo han contado y que lo sé, que tengo miedo, si no, no sabría nada y me hubiera bebido mi café tranquilamente. Después por supuesto estaría esa muerte, ¿pero acaso temo a la muerte? Estoy enfermo de los riñones y en algún momento me moriré, pero no tengo miedo porque no sé nada. Y estos idiotas me dicen: «A la una de la tarde, su excelencia». Y pensaban, los idiotas, que me iba a alegrar y en lugar de eso ella se ha apostado en un rincón y no se va. No se va porque es un pensamiento mío. Y lo terrible no es la muerte sino conocerla, y sería imposible vivir si el hombre pudiera saber con precisión y certeza el día y la hora de su muerte. Pero van estos idiotas y me advierten: «A la una de la tarde, su excelencia».

Se sintió tan ligero y tan bien como si alguien le hubiera dicho que era inmortal y que no se moriría nunca. Y sintiéndose de nuevo fuerte e inteligente entre el rebaño de idiotas que tan inconsciente y burdamente se adentraban en el misterio del futuro, se quedó meditando profundamente sobre la felicidad de la ignorancia con los graves pensamientos de un hombre anciano, enfermo y que ha sufrido mucho en la vida. Ningún ser vivo, ni el hombre, ni los animales debería saber el día de su muerte. Hace poco estuvo enfermo y los médicos le habían dicho que moriría, que debía arreglar sus asuntos, pero él no les creyó y la verdad es que seguía vivo. En su juventud se había visto envuelto en un escándalo y había decidido suicidarse, preparó el revólver y escribió una carta e incluso decidió la hora del suicidio, pero justo antes del final se lo pensó dos veces. Siempre puede cambiar algo en el último instante, puede aparecer algo inesperado y por eso nadie puede decir cuándo va a morir.

«A la una de la tarde, su excelencia», le habían dicho esos amables asnos y aunque lo habían dicho únicamente porque se había podido prevenir la muerte, el solo conocimiento de la posible hora le llenaba de terror. Era perfectamente posible que le mataran pero no sucedería mañana y podía dormir tranquilo como si fuera inmortal. Idiotas, no sabían qué grandiosa ley habían violado, qué agujero habían abierto cuando le habían dicho con su amable idiotez: «A la una de la tarde, su excelencia».

—No, a la una de la tarde no, su excelencia, sino que no se sabe cuándo. No se sabe cuándo. ¿Qué?

—Nada —respondió el silencio—. Nada.

—No, has dicho algo.

—Nada, son tonterías. Digo que «a la una de la tarde».

Y con una súbita y aguda tristeza en el corazón comprendió que no podría dormir, que no tendría descanso ni alegría hasta que no pasara esa maldita y oscura hora arrancada al reloj. En el rincón tan sólo se agazapaba la sombra del conocimiento de aquello que no debía saber ningún ser vivo y era suficiente para ocultar la luz y para provocar en el hombre la tenebrosa sombra del pánico. Una vez despertado el miedo a la muerte éste se extendió por todo el cuerpo, caló en los huesos, sacó su blanca cabeza por cada poro del cuerpo.

Ya no temía a los asesinos de mañana, habían desaparecido, estaban olvidados, se habían confundido con la multitud de rostros y acontecimientos hostiles que rodeaban su existencia humana, temía a algo repentino e inevitable: un ataque de apoplejía, un infarto, que alguna estúpida y diminuta aorta que de pronto no pudiera aguantar la presión sanguínea explotara, como un apretado guante estirado sobre unos dedos rollizos.

Y el cuello corto, obeso tenía un aspecto terrible y era insoportable contemplar sus dedos sebosos, sentir lo cortos que eran y lo repletos que estaban de una humedad mortal. Y si anteriormente en la oscuridad tuvo la necesidad de agitarse para no parecerse a un muerto, ahora, bajo esa luz brillante, terrible y hostilmente fría, le resultaba horrible, imposible moverse para alcanzar siquiera un cigarrillo o llamar a alguien. Los nervios se tensaron. Y cada nervio parecía un encabritado cable curvo, en cuyo extremo, una pequeña cabeza con ojos desencajados por la locura y el terror, abría febrilmente una boca asfixiada y muda. No había aire para respirar.

Y de pronto en la oscuridad, entre el polvo y las telarañas, en algún sitio bajo el techo sonó un timbre eléctrico. El pequeño badajo metálico golpeó compulsivo, aterrado el borde de la campana, después se calló y de nuevo comenzó a agitarse con un sonido y un terror continuo. Su excelencia llamaba desde su habitación.

Corrieron a su habitación. Aquí y allá entre las sombras de las paredes se encendieron lámparas, daban poca luz, pero la suficiente para que surgieran sombras. Éstas aparecieron por todos sitios: se alzaron en los rincones, se extendieron por el techo, agarrándose agitadas a todas las alturas, se tumbaron en las paredes. Costaba entender dónde se encontraban hacía tan sólo un momento esas incontables, monstruosas y calladas sombras, almas y objetos sin ojos.

Una voz vibrante y espesa dijo algo en voz alta. Después pidieron un doctor por teléfono: el dignatario se encontraba mal. Llamaron también a la esposa de su excelencia.

PENA DE MUERTE EN LA HORCA

Todo sucedió como había predicho la policía. En el mismo portal atraparon a cuatro terroristas, tres de ellos varones y el otro una mujer, armados con bombas, artefactos explosivos y revólveres, al quinto lo encontraron y arrestaron en el piso franco que era de su propiedad. En el mismo lugar decomisaron una gran cantidad de dinamita, bombas a medio montar y armas. Todos los arrestados eran muy jóvenes: el mayor de los varones tenía veintiocho años y la más joven de las mujeres diecinueve. Los juzgaron en la misma fortaleza donde los habían encerrado después del arresto. Los juzgaron rápido y sin escándalo, como se hacía en esa época implacable.

Durante el juicio los cinco se mantuvieron tranquilos, aunque muy serios y pensativos: su desprecio por el tribunal era tan grande que ninguno quiso recalcar su valentía esbozando sonrisa gratuita o una expresión fingida de alegría. Tenían la tranquilidad necesaria para proteger sus almas y el gran velo previo a la muerte que la rodea, de las miradas ajenas, malvadas y enemigas. A veces se negaban a responder a las preguntas, otras veces respondían con brevedad, sencillez y precisión, como si estuvieran respondiendo a una encuesta para completar algunos datos estadísticos y no a un juez. Tres de ellos, una de las mujeres y dos hombres, dieron su nombre real, los otros dos se negaron y quedaron sin identificar ante el tribunal. Mostraban hacia todo lo que sucedía en el juicio esa curiosidad difusa, como a través del humo, que es propia de los enfermos graves o de la gente que ha quedado atrapada por un inmenso pensamiento que todo lo devora. Miraban con rapidez, cazaban al vuelo cualquier palabra que fuera más interesante que el resto y continuaban sus pensamientos en el mismo punto en el que los habían dejado.

El que se encontraba más cerca del juez era uno de los que habían dado su nombre real, Serguei Golovin, hijo de un coronel en la reserva y él mismo antiguo oficial. Se trataba de un muchacho muy joven, rubio y de anchos hombros, tan sano que ni la cárcel, ni la espera de una muerte inevitable habían podido borrar el color de sus mejillas ni la expresión de joven y feliz inocencia de sus ojos azules. Se rascaba continuamente la desgreñada barba rubia, a la que todavía no se había acostumbrado y miraba a la ventana con insistencia, entornando los ojos y parpadeando.

Todo esto tenía lugar a finales de invierno, en esos días en que la cercana primavera, como un heraldo entre las tormentas de nieve y los pálidos días de helada, envía un día brillante, cálido y soleado o, aunque sea tan sólo una hora, pero tan primaveral, tan ávidamente joven y resplandeciente que los ruiseñores en la calle se vuelven locos de alegría y la gente parece como borracha. Y ahora en la ventana más alta, que de no limpiarse desde el año pasado estaba llena de polvo, se podía ver un cielo muy extraño y hermoso. A primera vista parecía gris lechoso, ahumado, pero cuando se contemplaba durante más tiempo, comenzaba a filtrarse en él el azul, comenzaba a tornarse de un celeste más profundo, más brillante, infinito. Y el hecho de que no se abriera de golpe, sino que pudorosamente se ocultara tras el humo de las nubes transparentes, lo hacía más entrañable, como una muchacha a la que quieres. Y Serguei Golovin contemplaba el cielo, se rascaba la barba, entornaba un ojo o el otro, con sus largas y espesas pestañas y pensaba con intensidad en algo. Una vez incluso movió los dedos con rapidez e hizo un ingenuo mohín de alegría, pero miró a su alrededor y se apagó como una chispa pisoteada. Y prácticamente al instante, a través del rosa de sus mejillas, que casi sin transición pasaban al blanco, surgió un azul terroso y lívido y el esponjoso cabello, que brotaba con dolor del cuero cabelludo, se enredó como tenazas, alrededor de las lívidas yemas de los dedos. Pero la alegría de vivir y la primavera fueron más fuertes y al cabo de unos minutos el joven e inocente rostro se volvió hacia el cielo primaveral como anteriormente.

Hacia el cielo también, miraba una muchacha joven y pálida, una desconocida que tenía por apodo Musia. Era más joven que Golovin, pero su severidad y el negro de sus ojos, que miraban directos y orgullosos, la hacían parecer mayor. Tan sólo el cuello, tan delgado y delicado, y sus finas manos de jovencita, indicaba su edad, eso y ese algo inaprensible que es la misma juventud que resonaba, limpia y armónica en su voz con enorme claridad, afinada sin mácula como un instrumento caro, mostrando su contenido musical en cada palabra, en cada exclamación. Era muy pálida, pero no con una palidez mortal sino con esa blancura cálida y especial que surge cuando en el interior arde un fuego enorme y potente y el cuerpo se enciende translúcido como una fina porcelana de Sevres. Estaba sentada prácticamente inmóvil y sólo de vez en cuando, con un movimiento apenas perceptible de los dedos, palpaba una profunda marca en el dedo corazón de la mano derecha, la huella de un anillo que hacía poco había sido retirado. Miraba al cielo sin dulzura ni alegres recuerdos, por la única razón de que en toda la sucia sala ese pequeño pedazo celeste era lo más bello, limpio y verdadero, nada podía hacerle apartar la vista de él.

Los jueces se compadecían de Serguei Golovin, a ella la odiaban.

El siguiente en el banco respondía al apodo de Werner, también se sentaba sin inmutarse, con una pose un tanto grave, con las manos cruzadas sobre las rodillas. Si el rostro pudiera cerrarse como una puerta, el desconocido la había cegado con una de hierro y había puesto en ella un cerrojo del mismo material. Miraba inmóvil hacia el sucio suelo de madera y era imposible saber si estaba tranquilo o si estaba infinitamente inquieto, si escuchaba las pruebas que presentaban los investigadores ante el tribunal o pensaba en cualquier otra cosa. Era bajo, los rasgos de su rostro eran delicados y nobles, tan delicados y bellos que recordaban a una noche con luna en algún lugar del sur, a orillas del mar, donde hay cipreses con sus negras sombras, al mismo tiempo despertaba un sentimiento de una enorme y reposada fuerza, de una resistencia invencible, de un coraje frío e insolente. La misma cortesía con la que contestaba breve y preciso, se volvía peligrosa en sus labios, en su reverencia, y si al resto de los arrestados el uniforme de presidiario les hacía parecer unos bufones absurdos, en él era completamente invisible. Tan ajeno le era el traje. Y, aunque a los otros terroristas les habían encontrado bombas y artefactos explosivos, y a Werner únicamente un revólver negro, por alguna razón el tribunal le consideraba el cabecilla y se dirigían a él con cierta deferencia, con la misma diligencia y brevedad.

El siguiente era, Vasili Kashirin, todo él era un continuo e insoportable terror a la muerte y un deseo igualmente desesperado de contener ese terror y no mostrarlo al tribunal. Desde la misma mañana, desde el mismo momento en que les llevaron al juzgado, comenzó a ahogarse con el acelerado latir de su corazón, en la frente le brotaban continuamente gotas de sudor, tenía las manos igual de sudorosas y frías y el frío y sudoroso uniforme se le adhería al cuerpo, trabando sus movimientos. Con un esfuerzo de voluntad sobrenatural obligaba a sus dedos a no temblar, a su voz a ser fuerte y clara, a su mirada a estar tranquila. No veía nada a su alrededor, las voces le llegaban como a través de la niebla y a esta misma niebla dirigía él sus desesperados intentos por responder con fuerza y en voz alta. Pero una vez que respondía, se olvidaba tanto de la pregunta como de su respuesta, y de nuevo comenzaba a debatirse en silencio, aterrorizado. La muerte estaba tan claramente impresa en él, que los jueces evitaban mirarle y resultaba difícil determinar su edad, como en un cadáver que ya ha empezado a pudrirse. En el pasaporte ponía que tenía tan sólo veintitrés años. Una o dos veces Werner le tocó en silencio la rodilla y él respondió siempre con la misma frase:

—No pasa nada.

Lo más terrible era cuando le surgía un insoportable deseo de gritar sin palabras, con un desesperado grito de animal. En ese momento se acercaba silenciosamente a Werner y éste, sin levantar la mirada, le contestaba en voz baja:

—No pasa nada Vasia. Pronto terminará todo.

La quinta terrorista se deshacía en la angustia mientras abrazaba a todos con su atenta mirada maternal. Nunca había tenido hijos, todavía era muy joven y tenía sonrosadas las mejillas como Serguei Golovin, y sin embargo parecía como una madre para todos ellos: sus miradas, su sonrisa, sus miedos eran tan atentos, estaban llenos de un amor tan infinito. No prestaba ninguna atención al tribunal, como si fuera algo completamente ajeno y únicamente escuchaba cómo contestaban los demás; si les temblaba la voz, si tenían miedo, si no les hacía falta agua.

No podía mirar a Vasia por pena, y únicamente retorcía sus regordetes dedos. Cuando miraba a Werner y a Musia lo hacía con orgullo y respeto poniendo el semblante serio y concentrado, mientras que a Serguei Golovin intentaba entregarle, por todos los medios, su mejor sonrisa.

«Querido mió, está mirando al cielo. Contempla, contempla amor». Pensaba de Golovin. «¿Y Vasia? ¿Qué es lo que le pasa?, dios mío, dios mío… ¿Qué hago con él? ¿Decirle algo? Igual es peor: ¿Y si se echa a llorar?».

Y como un estanque tranquilo que refleja al amanecer cada una de las nubes que corren por el cielo, su rostro regordete reflejaba, amable y bondadoso cada sentimiento fugaz, cada pensamiento de los otros cuatro. No pensaba lo más mínimo sobre el hecho de que a ella también la estaban juzgando y que iba a ser ahorcada igualmente, le era profundamente indiferente. Había sido en su casa donde habían encontrado el almacén de bombas y de dinamita y, aunque resultara extraño, fue precisamente ella la que recibió a la policía a tiros e hirió a uno de los policías secretos en la cabeza.

El juicio terminó a las ocho, cuando ya había comenzado a oscurecer. El celeste del cielo se apagó poco a poco ante la mirada de Serguei Golovin y Musia, pero no se tornó rosa, no sonrió callado, como en las tardes de verano, sino que se enturbió, se volvió gris y se quedó de pronto frío e invernal. Golovin suspiró, se estiró, miró otras dos veces a la ventana, pero ahí ya se había asentado la fría tiniebla nocturna y, mientras continuaba mesándose la barba, comenzó a contemplar con curiosidad infantil al tribunal, a los soldados con sus fusiles, sonrió a Tania Kovalchuk. Musia a su vez, cuando el cielo se apagó trasladó su mirada, tranquilamente, sin bajar los ojos, al suelo, hacia un rincón donde, en silencio, ante la imperceptible presión del aire caliente de la calefacción se balanceaba una telaraña, y así se mantuvo hasta que se leyó la sentencia.

Después de la sentencia, una vez que se habían despedido de los abogados defensores todos vestidos de frac y evitando mirar a sus ojos impotentemente azorados, lastimeros y culpables, los condenados se encontraron juntos durante un minuto a las puertas e intercambiaron frases cortas.

—No pasa nada Vasia. Todo terminará pronto —dijo Werner.

—Si hermano, estoy bien —contestó Kashirin en voz alta, tranquilo y casi feliz.

Y verdaderamente su rostro había recuperado ligeramente el color y ya no parecía el de un cadáver en descomposición.

—¡Qué se los lleve el diablo, nos van a colgar después de todo! —maldijo Golovin con ingenuidad.

—Era de esperar —contestó tranquilamente Werner.

—Mañana se leerá la condena definitiva, nos encerrarán juntos —dijo Kovalchuk consolando—. Estaremos juntos hasta que nos ejecuten.

Musia permanecía en silencio. Después avanzó decidida.

NO ME TIENEN QUE COLGAR

Dos semanas antes de que juzgaran a los terroristas, ese mismo juzgado militar, sólo que en otra sala, juzgó y condenó a la horca a Iván Janson, un campesino.

El tal Janson era peón de un granjero acomodado y no se diferenciaba en nada de los demás trabajadores solteros. Era de origen estonio, de Vezenberg, y en el transcurso de varios años, pasando de una granja a otra se fue acercando paulatinamente hasta la misma capital. Hablaba muy mal el ruso y como el amo, Lazarev de apellido, era ruso y no había estonios cerca, durante casi dos años Janson se mantuvo en silencio. Según parece no era inclinado a la conversación y no sólo no hablaba con los humanos sino que ni siquiera lo hacía con los animales: daba de beber al caballo en silencio, en silencio lo uncía, se movía a su alrededor despacio y perezoso con pasos cortos e inseguros y cuando el caballo, molesto con el silencio, comenzaba a encapricharse y a juguetear le golpeaba en silencio con el mango del látigo. Le golpeaba con crueldad, con una constancia fría y malvada, que en caso de tener una fuerte resaca, llegaba al frenesí. En esos momentos el silbar del látigo y el repicar asustado, intermitente y lleno de dolor de las pezuñas contra el suelo de madera del establo, llegaban hasta la casa. El amo golpeaba a Janson por golpear al caballo, pero no pudo conseguir que dejara de hacerlo por lo que desistió. Una o dos veces al mes Janson se emborrachaba, esto tenía lugar generalmente en aquellos días en los que llevaba al señor a la estación grande de ferrocarril, donde había una cantina. Después de dejar al señor se alejaba a media versta de distancia y allí, tras meter el caballo y el trineo en la nieve a un lado del camino, esperaba la salida del tren. El trineo quedaba ladeado, casi tumbado, el caballo se adentraba en el montón con la nieve blanda y afelpada hasta el pecho y de vez en cuando bajaba el morro para lamerla, mientras que Janson quedaba medio tumbado en una incómoda posición en el trineo y parecía dormitar. Las orejeras desatadas de su deshecho gorro de piel colgaban sin fuerza, como las orejas de un sabueso y bajo su pequeña y rojiza nariz aparecía humedad.

Después Janson volvía a la estación y se emborrachaba rápidamente.

De vuelta a la granja, recorría las diez verstas a toda carrera. El pobre caballo apaleado y aterrorizado, saltaba con las cuatro patas como si el camino quemara, el trineo se deslizaba, se inclinaba, se golpeaba contra los postes y Janson, soltando las riendas y a punto de salir despedido a cada momento del trineo, cantaba o más bien gritaba algo en estonio con frases entrecortadas y sentidas. Pero más a menudo ni siquiera cantaba, sino que callaba, apretando fuertemente los dientes en un misterioso ataque de ira, sufrimiento y éxtasis, mientras seguía conduciendo como ciego: no veía a los que iban en dirección contraria, no gritaba para avisar, no frenaba su rabiosa carrera ni en los giros ni en las cuestas. Resulta inexplicable cómo no atropelló a nadie o como él mismo no se mató en uno de esos locos viajes.

Hacía tiempo que tenían que haberlo echado, como le habían echado de otros lugares, pero salía barato y los otros trabajadores no eran mejores, de modo que se quedó dos años. En la vida de Janson no sucedía nada. Una vez recibió una carta en su lengua, pero como era analfabeto y los demás no sabían estonio, la carta se quedó sin leer, y con una indiferencia algo salvaje y fanática, como si no comprendiera que la carta contenía noticias de su patria, Janson la arrojó al estiércol. Intentó también Janson hacer la corte a la cocinera, sufriendo al parecer por la falta de mujeres, pero no tuvo éxito y fue rechazado con rudeza y ridiculizado. Era de baja estatura, delgado, tenía la cara llena de pecas, los ojos marchitos y soñolientos eran de un color sucio botella. Janson enfrentó su fracaso con indiferencia y no siguió importunando a la cocinera.

Pero aunque hablara poco, Janson siempre estaba escuchando algo. Escuchaba el melancólico campo nevado ruso con pequeños montículos de estiércol congelado que parecían una fila de pequeñas tumbas cubiertas por la nieve y las delicadas lejanías azules y los ululantes postes de telégrafos y las conversaciones de la gente. Lo que le decían el campo y los postes de telégrafos lo sabía sólo él, pero las conversaciones de la gente eran alarmantes, llenas de rumores sobre asesinatos, sobre robos, sobre incendios. Y una noche se oyó cómo en el pueblo vecino tañía débil e impotente la pequeña campana de la iglesia luterana como si de una campanilla se tratara y cómo crepitaban las llamas de un incendio: unos forasteros habían robado una rica granja, habían matado a su dueño y a su mujer y habían quemado la casa.

En su granja vivían en alerta: soltaban los perros no sólo por la noche sino también por el día y durante la noche el dueño tenía una escopeta a su lado. Quiso darle también a él una escopeta, aunque vieja y de un solo cañón, pero Janson le dio vueltas en las manos, inclinó la cabeza y por alguna razón la rechazó. El señor no entendió el porqué de su negativa e insultó a Janson, la razón sin embargo era que Janson tenía más confianza en la fortaleza de su cuchillo finlandés, que en ese viejo objeto oxidado.

—Me matará a mí —dijo Janson soñoliento, mirando a su señor con ojos vidriosos.

El señor desesperado dejó caer la mano:

—Eres un idiota, Iván. ¡Dios mío, qué hago con estos trabajadores!

Y este mismo Iván Janson, que no confiaba en una escopeta, una tarde de invierno, cuando habían enviado al otro trabajador a la estación, cometió un intentó muy complicado de robo a mano armada, de asesinato y de violación. Lo hizo de forma sorprendentemente sencilla: encerró a la cocinera en la cocina, perezoso, con el aspecto de un hombre que tenía un sueño mortal, se acercó por detrás a su señor y le golpeó rápido en la espalda con su cuchillo, una vez tras otra. El señor se derrumbó desmayado, la señora comenzó a agitarse y a gritar, mientras Janson le mostraba los dientes, agitaba su cuchillo y comenzaba a voltear los baúles y las cómodas. Cuando hubo conseguido el dinero, pareció como si viera por primera vez a la señora e inesperadamente, incluso para él mismo, se arrojó sobre ella para forzarla. Pero antes de hacer esto había dejado el cuchillo, y la señora resultó ser más fuerte y no sólo no se dejó forzar sino que estuvo a punto de estrangularle. En ese momento el señor comenzó a revolverse en el suelo y en la cocina resonaron los golpes que con la horquilla daba la cocinera en la puerta hasta que consiguió desencajarla y Janson huyó al campo. Lo atraparon al cabo de una hora, cuando, de cuclillas en una esquina del establo encendía fósforos que se apagaban uno detrás de otro en un intento de incendiarlo.

Al cabo de unos días el señor murió de una septicemia y cuando le llegó el turno entre los demás ladrones y asesinos Janson fue juzgado y condenado a muerte. Durante el juicio tenía el mismo aspecto de siempre: pequeño, delgado, pecoso, con vidriosos ojos soñolientos. Parecía como si no entendiera del todo lo que estaba sucediendo y parecía ser completamente indiferente: pestañeaba con sus pestañas blancas, inexpresivo, sin curiosidad, contemplaba la sala desconocida e imponente y se hurgaba la nariz con un dedo rudo, encallecido y rígido. Tan sólo aquellos que le hubiera visto los domingos en la iglesia anglicana, podrían adivinar que se había arreglado un poco; llevaba atada al cuello una sucia bufanda de un rojo sucio y se había humedecido el pelo en algunos sitios. Allí donde el pelo estaba mojado era más oscuro y estaba alisado, mientras que en el otro lado sobresalía con remolinos rubios y ralos como paja sobre un campo golpeado por el granizo.

Cuando se leyó la sentencia: ejecución en la horca, Janson de pronto se inquietó. Enrojeció enormemente y comenzó a anudar y desanudar la bufanda como si le estuviera ahogando. Después comenzó a agitar las manos torpemente, dirigiéndose hacia el juez que no había leído la sentencia y señalando con el dedo al que la había leído:

—Ésa ha dicho que me tienen que colgar.

—¿Quién es ella? —preguntó, con una profunda voz de bajo, el presidente que había leído la sentencia.

Todos se sonrieron, escondiendo sus sonrisas bajo los bigotes o detrás de los papeles, pero Janson dirigió el dedo índice hacia el presidente y enfadado, con el ceño fruncido, respondió:

—¡Tú!

—¿Cómo?

Janson dirigió de nuevo la mirada hacia el juez a quien consideraba un amigo, suponiendo que no tenía ninguna relación con la condena, mientras este, callado, contenía la sonrisa.

—Ella dijo que tienen que colgarme. No me tienen que colgar.

—Llévense al acusado.

Pero Janson repitió convincente y serio de nuevo:

—No me tienen que colgar.

Estaba tan absurdo con su pequeña y enfadada cara a la que intentaba, en vano, dar una apariencia de importancia, con su dedo extendido, que incluso un soldado de la guardia, saltándose el reglamento, le dijo en voz baja, mientras lo sacaba de la sala:

—Eres un tonto, amigo.

—No me tienen que colgar —repetía obstinadamente Janson.

—Con tos mis respetos te van a colgar, no te va a dar tiempo ni pa escupir.

—¡Silencio! —gritó enfadado el otro guardián. Pero no pudo evitar añadir él mismo— ¡Además ladrón! ¿Pa qué acabaste con un alma humana, idiota? Pues ahora a la horca.

—¿Puede ser que le perdonen? —dijo el primero de los soldados, a quien Janson le daba pena.

—Y qué más. Perdonar a uno como éste… Bueno, basta de hablar.

Pero Janson ya callaba. Y lo encerraron de nuevo en la misma celda en la que ya había pasado un mes y a la que había conseguido acostumbrarse, como se acostumbraba a todo: a las palizas, al vodka, a los melancólicos campos nevados sembrados de pequeños montones redondos, como un cementerio. Incluso se sintió alegre cuando vio su cama, su ventana con las rejas y le dieron de comer, no había comido nada desde la mañana. Lo único que le desagradaba era lo que había sucedido en el juzgado, pero no podía pensar en ello, no era capaz. Ni siquiera era capaz de imaginarse la muerte en la horca.

A pesar de que a Janson lo habían condenado a muerte, había muchos como él y en la cárcel no le tenían por un delincuente importante. Por eso hablaban con él sin precauciones y sin respeto, como si hablaran con alguien al que no le esperara la ejecución. Como si no consideraran su muerte una muerte. El vigilante, cuando supo de la condena le dijo sentenciando:

—¿Qué hermano? ¡Ya te ha llegado la hora!

—¿Y cuándo me van a colgar? —preguntó Janson con desconfianza.

El vigilante se quedó pensativo.

—Tendrás que esperar hermano. Hasta que no detengan a un grupo. Sólo por uno y encima por uno como tú, no merece la pena ni esforzarse. Anímate.

—Pero ¿cuándo? —preguntó insistente Janson.

Ni siquiera se sentía ofendido porque no mereciera la pena colgar a alguien como él, y de hecho no lo creía, lo tomó como una excusa para aplazar la ejecución y posteriormente conmutarla completamente. Y se alegró: el triste y terrible momento, sobre el que no podía pensar, se perdió en la lejanía, se convirtió en algo fabuloso e increíble, como toda muerte.

—¡Cuándo, cuándo! —se enfadó el vigilante, un anciano obtuso y taciturno—, no se trata de colgar a un perro: te lo llevas al establo, zas y se terminó. Ya te gustaría a ti que así fuera.

—¡Pero yo no quiero! —dijo de pronto arrugando el cejo con alegría Janson—. Lo dijo ella que tienen que colgarme, ¡pero yo no quiero!

Y puede ser que por primera vez en su vida se echara a reír: una risa chirriante y absurda pero terriblemente alegre y feliz. Como si chillara un ganso: ¡ha, ha, ha! El vigilante lo miró con asombro, después frunció el ceño con severidad: esta absurda alegría de un hombre que iba a ser ejecutado ofendía a la cárcel y a la misma ejecución y las convertía en algo muy extraño. Y de pronto, por un instante, por un breve instante, toda una vida pasada en la cárcel, sus normas que había aceptado como leyes de la naturaleza, la misma vida, le pareció al viejo vigilante algo así como un manicomio y él, el vigilante, el más loco de todos.

—¡Pff! ¡Que te…! —escupió—. ¡De qué te ríes, esto no es una taberna!

—Yo no quiero, ¡ha, ha, ha! —se reía Janson.

—¡Es el Diablo! —dijo el vigilante, sintiendo la necesidad de persignarse. Ese hombre de cara pequeña y marchita era lo menos parecido a Satán, pero en su graznido de ganso había algo que destrozaba la santidad y la fortaleza de la cárcel. Si se riera un poco más se desmoronarían los corrompidos muros y caerían los húmedos barrotes y el mismo vigilante acompañaría a los prisioneros hasta las puertas: «por favor señores, paseen por la ciudad o quizá prefieran ir a su aldea. ¡El Diablo!».

Pero Janson había dejado de reírse y tan sólo entornaba los ojos con malicia.

—¡Miraaaa! —dijo el vigilante con una amenaza indefinida y salió mirando a su alrededor.

Durante toda esa tarde Janson estuvo tranquilo, incluso feliz. Se repetía a sí mismo la frase que había dicho: No me tienen que colgar, y era tan convincente, inteligente, irrefutable que no había nada de lo que preocuparse. Hacía tiempo que se había olvidado de su delito y tan sólo de vez en cuando se arrepentía de no haber podido forzar a la señora. Pero pronto se olvidó también de esto.

Cada mañana Janson preguntaba cuándo le iban a colgar y cada mañana el vigilante respondía enfadado:

—Ya tendrás tiempo, demonio. ¡Espera! —y salía rápidamente, antes de que Janson comenzara a reírse.

Y gracias a estas palabras que se repetían idénticas y al hecho de que cada día comenzara, pasara y terminara como el día más corriente, Janson se convenció irrevocablemente de que no habría ejecución. Comenzó a olvidarse muy rápido del juez y se pasaba los días tumbado en el camastro, ensoñado de forma confusa y alegre con los melancólicos campos nevados con sus montones, con la cantina de la estación con algo más lejano y brillante. En la cárcel le daban bien de comer y de alguna manera, muy rápido, en unos pocos días, engordó y comenzó a pavonearse un poco.

«Ahora sí que se enamoraría de mí,» pensaba como si hablara con la señora. «Ahora estoy gordo, ¿no soy peor que el señor?».

Y lo único que echaba de menos con fuerza era beber vodka, beber y cabalgar muy, muy rápido.

Cuando arrestaron a los terroristas, las noticias llegaron a la cárcel y a la habitual pregunta de Janson el vigilante de pronto, inesperada y brutalmente, le respondió:

—Dentro de poco.

Le miró tranquilo y le dijo con gravedad:

—Dentro de poco, creo que dentro de una semana.

Janson palideció y como si se hubiera quedado ciego, tan turbia se había quedado su vidriosa mirada, preguntó:

—¿Bromeas?

—Primero no puede esperar el momento y ahora que si bromeo. Nosotros no podemos bromear. Es a vosotros a los que os gusta bromear, pero nosotros no podemos bromear —dijo el vigilante con suficiencia y salió.

Para la tarde de ese mismo día Janson ya había adelgazado. Su piel estirada que durante un tiempo se había alisado, se replegó de pronto en una gran cantidad de pequeñas arruguitas, en algunos sitios parecía incluso que colgaba. Los ojos se volvieron completamente soñolientos y todos sus movimientos se hicieron lentos y débiles como si cada giro de la cabeza, el movimiento de un dedo, cada paso fuera una empresa tan complicada y farragosa que hubiera que pensar mucho antes. Por la noche se tumbaba en el camastro pero no cerraba los ojos y así, soñolientos, se quedaban abiertos hasta la mañana.

—¡Aha! —dijo con placer el vigilante al verle al día siguiente—. Esto querido no es una taberna, ¿eh?

Con un sentimiento de agradable satisfacción, como un estudioso cuya experiencia vuelve a darle la razón, contempló con interés y de arriba abajo al condenado: ahora todo irá como debe ser. El demonio había quedado humillado, se había restablecido la santidad de la prisión y de la pena de muerte y con condescendencia, incluso sintiendo una sincera lástima, el anciano se informó:

—¿Vas a ver a alguien?

—¿Para qué?

—Pues, para despedirte. Tu madre, por ejemplo, o tu hermano.

—No me tienen que colgar —dijo con calma Janson y miró con el ceño fruncido al vigilante—. No quiero.

El vigilante le miró y sacudió con la mano en silencio.

Hacia la tarde Janson se tranquilizó un poco. El día era tan corriente, el cielo nublado de invierno brillaba tan como de costumbre, tan corrientes sonaban los pasos en el pasillo y la diligente conversación de alguien, tan corriente y natural y olía como siempre a schi, que de nuevo dejó de creer en la ejecución. Pero por la noche se volvió terrible. Antes Janson percibía la noche tan sólo como oscuridad, como una parte del día especialmente oscura, en la que hay que dormir, pero ahora la percibía como una misteriosa y amenazante entidad. Para no creer en la muerte hace falta ver y escuchar la cotidianeidad a tu alrededor: los pasos, las voces, la luz, el schi, pero ahora todo se salía fuera de lo común y este silencio y esta penumbra por sí mismos eran ya como la muerte.

Y cuanto más se prolongaba la noche más pavoroso se hacía. Con la inocencia de una bestia o de un niño que cree que cualquier cosa es posible, Janson quería gritarle al sol: ¡Luce! Y pedía y suplicaba que el sol saliera, pero la noche inmutable arrastraba sus negras horas sobre la tierra y no había fuerza que pudiera detener su curso. Y esta imposibilidad que se apareció por primera vez tan claramente en la débil mente de Janson, le llenó de terror. Sin atreverse a sentirlo con claridad, reconoció por fin que la cercana muerte era inevitable y con paso moribundo subió al primer escalón del patíbulo.

El día lo tranquilizó de nuevo y la noche lo volvió a asustar y así sucedió hasta que una noche asimiló y sintió que la muerte era inevitable y que tendría lugar dentro de tres días, al amanecer, cuando el sol saliera.

Nunca había pensado sobre lo que era la muerte y para él la muerte no tenía ningún aspecto, pero ahora sintió con claridad, vio, sintió cómo había entrado en la habitación y le buscaba palpando con las manos. Y para salvarse comenzó a correr por la habitación.

Pero la habitación era tan pequeña que parecía que las esquinas eran redondas y le empujaban hacia el centro. Y no tenía sentido esconderse. Y la puerta estaba cerrada. Y brillaba el sol. Se golpeó varias veces en silencio contra las paredes, una de las veces se chocó con un golpe sordo e inútil contra la puerta. Se tropezó con algo y cayó de bruces y en ese momento sintió que le atrapaba. Y tumbado boca abajo, pegado al suelo, escondiendo el rostro en su oscuro y sucio pavimento, Janson comenzó a gritar de terror. Estuvo tumbado aullando a voz en grito hasta que vinieron. Y cuando le levantaron del suelo, le sentaron sobre el camastro y le echaron agua por la cabeza, Janson todavía no se decidía a abrir los ojos fuertemente apretados. Abría un ojo, veía un rincón vacío iluminado o una bota de alguien en la oscuridad y comenzaba a gritar de nuevo.

Pero el agua fría comenzó a hacer efecto. También ayudó el hecho de que el vigilante de guardia, ese mismo anciano, le golpeara varias veces de forma terapéutica en la cabeza. Y lo cierto es que esta sensación vital expulsó a la muerte, Janson abrió los ojos y durmió profundamente el resto de la noche con el cerebro ofuscado. Estaba tumbado boca arriba, con la boca abierta y roncaba alto y desacompasado y el ojo muerto y plano sin pupila blanqueaba entre los párpados ligeramente cerrados.

Después de esto todo en el mundo; el día, la noche, los pasos, las voces, el schi, se convirtió para él en un interminable terror, le llevaba a un estado de enajenación salvaje que no tenía punto de comparación con nada. Su débil pensamiento no era capaz de unir estas dos nociones, tan horrorosamente contradictorias la una con la otra: un día corriente soleado, el olor y el gusto de la col y el hecho de que dentro de dos días, dentro de un día debía morir. No pensaba en nada, ni siquiera contaba las horas, simplemente se mantenía en un terror mudo ante esta contradicción que desgarraba su cerebro en dos partes y así se quedó, igual de pálido, ni más blanco ni más sonrosado, con un aspecto tranquilo. El único cambio fue que dejó de comer y de dormir del todo; se pasaba toda la noche sentado en el taburete con las piernas cruzadas, o bien caminaba por la habitación en silencio y furtivo, contemplando soñoliento a su alrededor. Tenía todo el tiempo la boca medio abierta, como si se sintiera permanentemente enormemente sorprendido, y antes de coger entre las manos el objeto más corriente, lo miraba largo tiempo, inexpresivo para, cogerlo luego con desconfianza.

Una vez que llegó a este punto el vigilante y los soldados que le vigilaban desde el ventanuco dejaron de prestarle atención. Era un estado habitual para los condenados que, según el vigilante que nunca lo había sentido, se parecía al de la res sacrificada cuando la aturden con la cabeza del hacha en la frente.

—Ahora ya está atontado, ya no sentirá nada hasta que se muera —dijo el vigilante, contemplándole con ojo experimentado—. Iván, ¿me oyes? ¿Eh, Iván?

—No me tienen que colgar —contestó opaco Janson, y su mandíbula inferior quedó colgando de nuevo.

—Pues no haber matado y no te colgarían —decía sentencioso el vigilante principal, un hombre todavía joven pero muy serio, todo lleno de medallas—. Matar matas pero no quieres que te cuelguen.

—Quería matar a un hombre sin pagar por ello. Tonto, tonto, pero astuto.

—No quiero —dijo Janson.

—Como sea querido, no quieres, es asunto tuyo —dijo indiferente el vigilante principal—. Sería mejor que pusieras en orden tus posesiones en lugar de decir tonterías, al fin y al cabo algo tendrás.

—No tiene nada. Una camisa y de mala calidad. Y un gorro de piel, ¡qué elegante!

Así pasó el tiempo hasta el jueves. Ese día, a las doce de la noche, entró mucha gente en la habitación de Janson y un señor con galones dijo:

—Bueno, prepárese. Nos vamos.

Janson, moviéndose igual de lento y lánguido, se puso todo lo que tenía y se ató la bufanda de rojo sucio. Mientras miraba como se vestía, el hombre con los galones, le dijo a alguien fumando un cigarrillo:

—Qué día tan cálido hace hoy. Ya es primavera.

Janson cerró completamente los ojos, se quedó completamente dormido y se movía con tanta lentitud y rigidez que el vigilante gritó:

—Venga, venga más rápido. ¿Te has quedado dormido?

De pronto Janson se detuvo.

—No quiero —dijo lánguido.

Le cogieron de debajo de los brazos y comenzó a andar sumiso, con los hombros levantados. Fuera en el patio lo asaltó inmediatamente un húmedo aire primaveral que le humedeció la nariz. A pesar de que todavía era de noche el deshielo se había intensificado y por algún sitio sobre una piedra caían animadas unas gotas alegres. Y mientras los soldados, con repicar de sables, se inclinaban para entrar en la negra carreta sin luces, Janson, a la espera, pasaba perezoso el dedo por la nariz húmeda y se arreglaba la bufanda mal ajustada.

NOSOTROS LOS DE OREL

El mismo tribunal militar de distrito que había juzgado a Janson, condenó a la horca a un campesino del Gubernia de Orel, del distrito de Eletski, Mijail Golubets, quien a pesar de ser tártaro era apodado Mishka el gitano. El primer delito que se le podía adjudicar con precisión, había sido el asesinato de tres personas y robo a mano armada, más allá su oscuro pasado se hundía en las misteriosas profundidades. Había confusos indicios de su participación en toda una serie de robos y asesinatos, se podía sentir la sangre a sus espaldas y un desenfreno ebrio. Con total franqueza, con absoluta sinceridad, se decía a sí mismo bandido y hablaba con ironía de aquellos que se las daban de «expropiadores» para estar a la moda. De su último delito, en el que de nada le servía negar las evidencias, contó todos los detalles con placer, a las preguntas sobre su pasado tan sólo enseñó los dientes y silbó:

—¡Intenta atrapar el viento en el campo!

Cuando le apretaban con el interrogatorio, el gitano adoptaba una apariencia seria y digna.

—Todos los de Orel somos unos cabezas locas —decía con seriedad y sensatez—. De Orel a Kroma asombro de los que roban, de Karachev a Livna, ladrones de mano fina y Elets el padre de todos los ladrones es. ¡Qué quieren que les explique!

Le llamaban gitano por su aspecto y por sus maneras de ladrón. Tenía el pelo tan moreno que resultaba extraño. Era delgado, con manchas amarillas por el sol en los afilados pómulos tártaros, giraba los ojos de una forma algo parecida a un caballo y siempre se apresuraba a algún sitio. Su mirada era veloz, pero directa hasta resultar siniestra y llena de curiosidad, si miraba un momento alguna cosa, parecía como si ésta perdiera algo, como si le entregara parte de sí misma y se convirtiera en otra cosa. Si miraba un cigarrillo, éste se volvía tan desagradable y era tan difícil cogerlo como si hubiera estado en la boca de otro. En su interior había una especie de inquietud eterna que lo retorcía como una cuerda o lo desperdigaba como un enorme haz de sinuosas chispas. Y bebía agua a cubos, como un caballo.

Durante el juicio respondía a todas las preguntas levantándose bruscamente, con pocas palabras, con fuerza y casi como con gusto:

—¡Cierto!

A veces remarcaba:

—¡Cierrrto!

Y de forma completamente inesperada, cuando se estaba hablando de otra cosa, se levantó de un saltó y preguntó al presidente:

—¿Me permite silbar?

—¿Y por qué? —se sorprendió éste.

—La señal que han dicho que di a mis compañeros fue así. Es muy interesante.

Con cierta desconfianza, el presidente accedió. El gitano introdujo rápidamente cuatro dedos en la boca, dos de cada mano, desencajó con fiereza los ojos y cortó el aire muerto del juzgado con un verdadero y salvaje silbido de bandido, de esos que hacen saltar y encabritarse a los caballos ensordeciéndolos y que hacen palidecer involuntariamente los rostros. Dentro de ese silbido se sentía la mortal tristeza del que es asesinado y la fiera felicidad del asesino, una terrible advertencia y la llamada y la oscuridad de una noche de mal tiempo otoñal y la soledad, y todo eso en un penetrante gemido que no era ni humano ni animal.

El presidente gritó algo, después agitó la mano en dirección al gitano y éste, obediente, se calló. Y, como un artista que ha interpretado con éxito un aria difícil pero de éxito asegurado, se sentó, se secó los dedos húmedos en el uniforme y contempló a los presentes con suficiencia.

—¡Eso si que es un bandido! —dijo uno de los jueces frotándose la oreja.

Pero otro, con una amplia barba rusa y con ojos tártaros, como el gitano, miró soñador hacia algún sitio por encima del gitano, se sonrió y replicó:

—Es verdaderamente interesante.

Y con el corazón tranquilo, sin pena y sin el menor remordimiento de conciencia, el jurado condenó al gitano a la pena de muerte.

—¡Cierto! —dijo el gitano, cuando le leyeron la condena—. En medio del campo y en un travesaño. Cierto.

Y dirigiéndose al guardián le dijo con arrojo:

—Venga, vamos o qué, polizonte. Agarra bien el fusil, ¡que te lo quito! —el soldado, le miró severo y, con recelo, buscó la mirada de su compañero y tanteó el gatillo de su fusil. El otro hizo lo mismo. Y durante todo el camino hasta la prisión los soldados más que andar parecían volar por el aire, iban tan absorbidos por el delincuente que no sentían la tierra bajo sus pies, ni el tiempo, ni a sí mismos.

Hasta el momento de la ejecución Mishka el gitano, al igual que Janson, tuvo que pasar diecisiete días en la cárcel. Y los diecisiete días se le pasaron tan rápido como si hubiera sido uno solo, como una idea continua de huir, de libertad, de vida. La inquietud que dominaba al gitano comprimida ahora por los muros, las rejas y las ventanas cegadas en las que no se veía nada, dirigió toda su ira hacia el interior y el pensamiento del gitano ardía como carbón desparramado por unos tablones. Como en una borrachera se arremolinaban imágenes brillantes pero indefinidas, chocaban y se enredaban, volaban juntas en un cegador e irresistible remolino, y todas estaban dirigidas a lo mismo, a la huida, a la libertad, a la vida. A ratos, ensanchando los agujeros de la nariz como un caballo, el gitano olisqueaba el aire durante horas, le parecía oler a cáñamo y a humo de incendios, una chamusquina acre y descolorida. A ratos daba vueltas como un lobo por la habitación, deprisa palpando las paredes, tanteándolas con los dedos, comprobando, picando el techo, limando las rejas mentalmente. El soldado que le vigilaba, agotado con su inquietud, más de una vez, desesperado, le había amenazado con dispararle. El gitano contestaba con sorna, brutal, y ésta era la única razón por la que todo acaba pacíficamente, el altercado se transformaba en poco tiempo en la habitual e inofensiva retahíla de tacos entre hombres, frente a la que disparar parecía algo absurdo e imposible.

Por las noches el gitano dormía profundamente, prácticamente sin moverse, en una inmovilidad inalterable pero viva, como un resorte que no funciona temporalmente. Pero una vez que saltaba se ponía a dar vueltas, a maquinar, a palpar. Sus manos estaban permanentemente secas y ardiendo, pero el corazón de vez en cuando se helaba, como si le colocaran en el pecho un hielo que no se derretía, que hacía que corriera por todo el cuerpo un ligero y seco temblor. Y el gitano, ya de por sí oscuro, en estos minutos se hacía todavía más sombrío y tomaba un color como de acero azulado. Le entró una extraña costumbre: como si se hubiera dado un atracón de algo excesiva e insoportablemente dulce, se lamía los labios, chasqueaba la lengua y a través de los dientes escupía con un silbido la saliva que aparecía. Y no alcanzaba a decir una palabra, los pensamientos iban tan rápidos que la lengua no era capaz de alcanzarlos.

Un día se le acercó el vigilante en jefe acompañado por los guardianes. Miró de reojo el suelo lleno de escupitajos y dijo con aire sombrío:

—¡Vaya manera de ensuciar!

El gitano contestó rápidamente:

—Tú, culo grasiento, ensucias toda la tierra y yo no te digo nada. ¿Para qué has venido por aquí?

Sin cambiar su aire sombrío el vigilante le ofreció el puesto de verdugo. El gitano mostró los dientes y se echó a reír.

—¿No encontráis a nadie eh? ¡Así me gusta! Ve y cuélgate, ja, ja, ja. Tienes cuello, tienes cuerda, pero no tienes quien cuelgue. Si señor, así me gusta.

—Salvarás la vida a cambio.

—Pues sólo faltaba, no voy a colgar para ti muerto encima. ¡Será estúpido!

—¿Entonces qué? Te da lo mismo una cosa que la otra.

—¿Y cómo colgáis vosotros? Seguro que colgáis a escondidas.

—No, con música —respondió con los dientes cerrados el vigilante.

—Pues claro estúpido. Por supuesto que hay que colgar con música. ¡Así! —Y comenzó a cantar algo lleno de arrogancia.

—Estás decidido del todo, querido —dijo el vigilante—. Venga, habla en serio.

El gitano mostró los dientes:

—¡Qué impaciente! Vuelve otra vez, ya te diré.

Y en medio del caos de brillantes pero inacabadas imágenes que avasallaban al gitano con su impetuosidad apareció una nueva: qué bueno sería ser un verdugo con su camisa roja. Se imaginó con viveza la plaza, repleta de gente, el alto cadalso, y como él, el gitano, con su camisa roja paseaba por él con el hacha. El sol brillando sobre las cabezas y resplandeciendo en el hacha y todo era tan alegre y suntuoso que incluso condenado sonreía. Y detrás de la multitud se veían carretas y las jetas de los caballos, los campesinos que llegaban de la aldea y más allá se veía el campo.

—Ts —chasqueó el gitano, se lamió los labios y escupió la saliva.

Y de pronto, como si le hubieran encasquetado un gorro de piel hasta la boca, todo se volvió oscuro y asfixiante y el corazón se volvió un trozo de hielo que no se derretía y envió un leve temblor seco.

El vigilante volvió un par de veces y el gitano, mostrando los dientes, le dijo:

—¡Qué impaciente! Pásate en otro momento.

Y por fin, como de paso, el vigilante gritó al ventanuco:

—Se te acabó la suerte, ¡cuervo! ¡Han encontrado a otro!

—¡Vete al diablo, cuélganos tú mismo! —gruñó el gitano. Y dejó de soñar con ser verdugo.

Pero finalmente, cuanto más se acercaba la fecha de la ejecución, la impetuosidad de las imágenes a jirones se hizo insoportable. El gitano quería detenerse, separar las piernas y detenerse, pero el remolino lo arrastraba y no había nada a lo que agarrarse; todo a su alrededor daba vueltas. Y en ese momento comenzaron los sueños intranquilos: aparecieron nuevas visiones abultadas, pesadas, como tacos de madera descascarillados, aún más impetuosas que los pensamientos. Ya no se trataba de una corriente, sino de una caída sin fin de una interminable montaña, un vuelo en círculos a través, al parecer, de todo el colorido mundo. En libertad el gitano llevaba unos bigotes bastante vistosos, pero en la cárcel le creció una barba corta, oscura y puntiaguda que le daba un aspecto terrible y de loco. A ratos el gitano ciertamente perdía los estribos y daba vueltas por la habitación de forma completamente incoherente, pero aún así seguía palpando la rugosa superficie de yeso de las paredes. Y bebía agua como un caballo.

Una vez al llegar la tarde, cuando encendían las luces, el gitano se puso a cuatro patas en el centro de la habitación y comenzó a aullar con un vibrante lamento de lobo. Mientras lo hacía estaba en cierto modo completamente serio y aullaba como si estuviera haciendo algo importante y necesario. Llenaba los pulmones de aire y lo dejaba salir lentamente en un aullido prolongado y vibrante, y atento, entrecerrando los ojos, escuchaba cómo salía. Incluso el temblor en la voz parecía un tanto intencionado. No gritaba con torpeza sino que hacía salir con minuciosidad cada nota de este grito bestial, lleno de un terror y aflicción inenarrable.

Después interrumpió de pronto el grito y durante unos minutos, sin levantarse, se quedó callado. De pronto en voz baja, dirigiéndose al suelo, comenzó a susurrar:

—¡Queridos míos, queridos… queridos míos, queridos, tened piedad… queridos míos! ¡Queridos!

Y de igual manera parecía que se detuviera a escuchar cómo sonaba. Decía una palabra y la escuchaba.

Después se levantó de un salto y durante toda una hora, sin tomar aliento, estuvo maldiciendo con todos los tacos posibles.

—¡Esos hijos de tal, que se vayan a tal! —berreaba, girando los ojos inyectados en sangre—. Si me tienen que colgar que me cuelguen, pero esto no… esos hijos de tal…

Y el soldado, blanco como la tiza, llorando de tristeza, de terror, golpeaba en la puerta con la boca del fusil y gritaba impotente:

—¡Te disparo! ¡Por Dios que te disparo! ¿Me oyes?

Pero no se atrevía a disparar. A los condenados a muerte nunca se les disparaba, a no ser que hubiera un auténtico motín. Y el gitano rechinaba los dientes, maldecía y escupía, su cerebro humano, situado en una frontera asombrosamente fina entre la vida y la muerte, se deshacía en pedazos como un trozo de arcilla seca y erosionada.

Cuando por la noche aparecieron en la habitación para llevar al gitano a la ejecución, éste se agitó y pareció revivir. La dulzura en la boca se hizo aún más fuerte y la saliva se acumulaba incontenible en la boca, pero las mejillas se sonrojaron un poco y en los ojos chispeó esa picardía anterior un tanto salvaje. Mientras se vestía le preguntó al funcionario:

—¿Quién me va a ahorcar? ¿El nuevo? Ya verás, todavía no tiene práctica.

—No tiene por qué preocuparse por eso —contestó secamente el funcionario.

—¿Cómo que no me preocupe, su excelencia? Es a mí a quien van a colgar y no a usted. Ni siquiera le ofrece un simple jabón a un condenado a ser colgado.

—Vale, vale, por favor cállese.

—Es este de aquí el que se ha comido todo el jabón —el gitano señaló al vigilante—, mire cómo le brilla la cara.

—¡A callar!

—¡No tiene compasión!

El gitano se echó a reír, pero en la boca cada vez sentía más el dulzor y de pronto las piernas comenzaron a flaquearle de una manera extraña. A pesar de todo, mientras salía al patio pudo gritar:

—¡El carro del conde de Bengala!

BÉSALE Y CALLA

La condena de los cinco terroristas fue hecha pública de forma definitiva y ese mismo día fue confirmada. A los condenados no se les comunicó el momento de la ejecución, pero por cómo se solía hacer, los condenados sabían que los colgarían esa misma noche o, a más tardar, la siguiente. Y cuando les ofrecieron que se entrevistaran al día siguiente, es decir el jueves, con sus familiares, comprendieron que la ejecución se realizaría el viernes al amanecer.

Tania Kovalchuk no tenía familiares cercanos y aquellos que tenía se encontraban en algún lugar perdido en Bielorrusia y ni siquiera sabrían del juicio y la ejecución que se avecinaba. A Musia y a Werner, al ser desconocidos, no se les supusieron familiares y sólo a dos; Serguei Golovin y Vasili Kashirin, les aguardaba una entrevista con sus padres. Ambos pensaban en este encuentro con terror y tristeza, pero no se decidían a negar a los ancianos una última conversación, un último beso.

Serguei Golovin sufría especialmente ante el inminente encuentro. Quería mucho a su padre y a su madre, hacía poco que se habían visto y ahora estaba aterrado, qué es lo que pasaría. La misma ejecución, con toda su monstruosa singularidad, con la locura con la que golpeaba el cerebro, era más fácil de imaginar y no parecía tan terrible como estos pocos minutos, cortos e incomprensibles, que se encontraban como fuera del tiempo, como fuera de la misma vida. ¿Cómo mirar?, ¿qué pensar?, ¿qué decir? Su cerebro humano se negaba a comprenderlo. Lo más sencillo y cotidiano: coger la mano, darse un beso, decir «Hola padre», parecía incomprensiblemente terrorífico en su monstruosa, inhumana, demente falsedad.

Después de la sentencia no encerraron a los condenados juntos como había supuesto Kovalchuk, sino que los dejaron a cada uno en su soledad y toda la mañana, hasta las once en que llegaron los padres, Serguei Golovin paseó frenético por la habitación, se mesaba la barba, fruncía el ceño con dolor y murmuraba algo. A veces se paraba a media carrera, llenaba los pulmones de aire y resoplaba, como un hombre que ha pasado demasiado tiempo bajo el agua. Pero era tan sano, la juventud estaba tan fuertemente asentada en su interior, que incluso en estos minutos del sufrimiento más atroz, la sangre le fluía por las venas tiñendo sus mejillas y haciendo brillar sus ojos con inocencia.

Todo sucedió sin embargo mucho mejor de lo que esperaba Serguei.

El primero en entrar en la sala donde tuvo lugar la entrevista fue el padre de Serguei, el coronel de la reserva Nikolái Serguéyevich Golovin. Todo en él era del mismo color blanco: la cara, la barba, los cabellos, las manos, como si hubieran vestido con un abrigo humano a una estatua de nieve. Del mismo color era la levita, antigua, pero bien cosida, con olor a bencina con los galones transversales. Entró con firmeza, desfilando, con pasos fuertes y marcados. Alargó la blanca y seca mano y dijo en alto.

—Hola Serguei.

Tras él, sonriendo de una forma extraña, caminaba con pasos cortos la madre. También le estrechó la mano y repitió alto:

—Hola Serguei.

Le besó en los labios y se sentó en silencio. No se lanzó encima, no se echó a gritar, no hizo nada terrible como esperaba Serguei, sino que le besó y se sentó en silencio. Incluso arregló con manos temblorosas el traje negro de seda.

Serguei no sabía que toda la noche anterior, encerrado en su despacho, el coronel utilizando todas sus fuerzas había estudiado todo este ritual. «No debemos hacer más difícil, sino más fácil estos últimos minutos de nuestro hijo», había decidido el coronel con firmeza y sopesó con minuciosidad cada posible frase de la conversación del día siguiente, cada movimiento. Pero a ratos se confundía y olvidaba incluso lo que había conseguido preparar y lloraba amargamente en un rincón del sofá de hule. Por la mañana le explicó a su mujer cómo tenía que comportarse en la entrevista.

—¡Lo más importante es que le beses y calles! —la aleccionó—. Después puedes hablar, un poco más adelante, pero cuando le beses, calla. No hables después de besarle, ¿entiendes? Si no dirás lo que no debes decir.

—Entiendo, Nikolái Serguéyevich —contestó la madre llorando.

—Y no llores. ¡Qué dios te libre de llorar! ¡Lo matarás, si lloras, vieja!

—¿Y por qué lloras tú?

—¡Contigo es difícil no llorar! No debes llorar, ¿me oyes?

—Si Nikolái Serguéyevich.

Cuando estaban en el coche de caballos quiso repetirle de nuevo el sermón, pero se olvidó. De esta manera iban pues en silencio, encorvados, ambos canosos y ancianos. Iban pensando mientras la ciudad bullía alegre, era la semana de pascua y las calles ruidosas estaban llenas de gente.

Se sentaron. El coronel se quedó de pie en la pose estudiada, colocando la mano derecha en el pecho de la levita. Serguei se sentó un instante, se enfrentó al rostro arrugado de su madre y se incorporó.

—Siéntate, Serezhenka —le pidió la madre.

—Siéntate, Serguei —confirmó el padre.

Se quedaron en silencio. La madre sonreía de forma extraña.

—Cómo hemos intercedido por ti, Serezhenka.

—Es inútil mamá…

El coronel dijo con firmeza:

—Teníamos que hacerlo, Serguei, para que no pensaras que tus padres te abandonaban.

Volvieron a callar. Resultaba terrible pronunciar una palabra, como si una vez en la lengua cada una de ellas perdiera su sentido y significara sólo una cosa: muerte. Serguei miró la pulida levita con olor a bencina de su padre y pensó: «Ahora no tienen dinero, lo que quiere decir que la ha limpiado él mismo. ¿Cómo es que no me daba cuenta de cuando limpiaba la levita? Por la mañana debía ser». Y de pronto preguntó:

—¿Cómo está mi hermana? ¿Está bien de salud?

—Nínochka no sabe nada —contestó con presteza la madre.

Pero el coronel la detuvo con severidad:

—¿Para qué mentir? La muchacha lo leyó en los periódicos. Que Serguei sepa que todos… sus allegados… en este momento… pensaron y…

No pudo continuar y se detuvo. De pronto el rostro de la madre se arrugó, se contrajo y comenzó a agitarse violentamente entre el llanto. Los ojos sin color se desencajaron desmesuradamente, la respiración se hizo cada vez más entrecortada y sonora.

—Se… Ser… Se… Se… —repetía, sin mover los labios—, Se…

—Mamá.

El coronel dio un paso al frente y con todo el cuerpo temblando, con cada pliegue de su levita, con cada arruga de su rostro, sin comprender el miedo que él mismo inspiraba con su palidez mortal, con su forzada y desesperada firmeza, le dijo a su mujer:

—¡Calla! ¡No le atormentes! ¡No le atormentes! ¡Va a morir! ¡No le atormentes! —Asustada, ella ya se había callado, pero él agitó contenido los puños cerrados delante del pecho y afirmó:

—¡No le atormentes!

Después retrocedió, colocó la mano temblorosa en el pecho de su levita y alto, con una expresión de tranquilidad redoblada, preguntó con los labios lívidos:

—¿Cuándo?

—Mañana por la mañana —respondió con los labios igual de lívidos Serguei.

La madre miró hacia abajo, se mordía los labios y parecía no escuchar nada. Y sin dejar de morderse los labios como si dejara caer las extrañas y sencillas palabras:

—Nínochka me dijo que te diera un beso, Serezhenka.

—Dale un beso de mi parte —dijo Serguei.

—De acuerdo. Los Jvostov también te mandan saludos.

—¿Qué Jvostov? ¡Ah sí!

El coronel interrumpió:

—Nos tenemos que ir. Levántate madre, hay que irse.

Entre los dos levantaron a la madre sin fuerzas.

—¡Despídete! —ordenó el coronel—. Bendícele.

Ella hizo todo lo que le decían. Pero al besar y bendecir al hijo con un corto beso, inclinó la cabeza y afirmó absurdamente:

—No, esto no puede ser así. No, así no. No, no. ¿Qué voy a hacer después? ¿Cómo lo voy contar? No así no.

—¡Adiós Serguei! —dijo el padre.

Se dieron la mano con fuerza, pero se besaron rápidamente.

—Tú… —empezó Serguei.

—¿Sí? —preguntó entrecortado el padre.

—No así no. No, no. ¿Cómo lo voy a contar? —repetía la madre, inclinando la cabeza. Había vuelto a sentarse y se balanceaba con todo el cuerpo.

—Tú… —comenzó de nuevo Serguei.

De pronto su rostro se frunció con dolor como un niño y los ojos se llenaron de lágrimas. A través de la ranura chispeante vio cercana la pálida cara de su padre con los mismos ojos.

—Tú padre eres un hombre noble.

—¿Qué dices? ¿Qué dices? —Se asustó el coronel.

Y de pronto su cabeza cayó, como si se derrumbara, sobre el hombro de su hijo. Había sido más alto que Serguei pero ahora se había quedado más bajo y el bulto mullido y seco de su cabeza estaba reclinado sobre el hombro del hijo. Y los dos se besaron con ansiedad en silencio. Serguei, los suaves y blancos cabellos y él, el uniforme de prisionero.

—¿Y yo? —gritó de pronto una voz.

Los dos miraron: la madre estaba de pie y alzando la cabeza miraba con rabia, casi con odio.

—¡Pero mamá! —gritó el coronel.

—¿Y yo? —dijo balanceando la cabeza, con una expresión demente—. Vosotros os besáis, ¿y yo? ¿Los hombres sí? ¿Y yo? ¿y yo?

—¡Mamá! —dijo Serguei lanzándose sobre ella.

Lo que sucedió después no hace falta contarlo y no se debe contar.

Las últimas palabras del coronel fueron:

—Te bendigo en tu muerte, Seriezha. Muere con valor, como un oficial.

Y se fueron. De alguna manera se fueron. Habían estado, se habían quedado y de pronto no estaban. Aquí mismo estaba madre sentada, aquí estaba padre de pie y de pronto parecía que habían desaparecido. Cuando regresó a su habitación. Serguei se tumbó en el camastro de cara a la pared para ocultarse del soldado y lloró durante un buen rato. Después se cansó de las lágrimas y se durmió profundamente.

A Vasili Kashirin sólo le visitó su madre, el padre, un rico comerciante, no quiso ir. Vasili recibió a la anciana caminando por la habitación y temblando de frío, aunque no hacía frío, incluso hacía calor. La conversación también fue corta, angustiosa.

—No merecía la pena venir mamá. Tan sólo conseguirás torturarme y torturarte.

—¿Por qué, Vasya? ¿Por qué lo has hecho? ¡Dios!

La anciana comenzó a llorar, secándose las lágrimas con el borde de un pañuelo de seda negro. Y él, siguiendo la costumbre que tenían él y sus hermanos de gritar a su madre, que no entendía nada, se detuvo y, temblando de frío, le espetó enfadado:

—¡Míralo! ¡Lo sabía! ¡No entiendes nada mamá! ¡Nada!

—Vale, vale. ¿Qué te pasa, tienes frío?

—Frío… —le cortó Vasili y comenzó a andar de nuevo, con el ceño fruncido, mirando enfadado a su madre.

—Te puedes constipar.

—Ah, mamá, pero qué constipado cuándo…

Y de pronto hizo un gesto con la mano. La anciana quería decir: «Tu padre nos ordenó hacer blinis de pascua desde el lunes», pero se asustó y en lugar de eso dijo:

—Le dije: es tu hijo, ven, dale tu perdón. No, se encabezonó, viejo testarudo…

—¡Que se vaya al diablo! ¡Ése no es mi padre! Seguirá siendo el mismo miserable que ha sido toda su vida.

—Vasenka, ¡estás hablando de tu padre! —la madre se enderezó por completo con reproche.

—De mi padre.

—De tu propio padre.

—¡Qué padre ni qué nada!

Todo esto era salvaje y absurdo. Por delante le esperaba la muerte y de pronto surgía una pequeñez insignificante, innecesaria, y las palabras crujían, como cáscaras de nuez bajo los pies. Y, a punto de llorar de tristeza, de esa eterna incomprensión que durante toda la vida se había alzado como un muro entre él y sus allegados y que ahora en sus últimos momentos antes de la muerte, le desencajaba brutalmente sus pequeños y estúpidos ojos, Vasili gritó:

—¡Pero es que acaso no entiende que me van a colgar! ¡Colgar! ¿Lo entiende o no? ¡Colgar!

—Si no hubieras hecho daño a nadie, no te… —gritó la anciana.

—¡Dios mío! ¡Qué es esto! Esto no les pasa ni a los animales. ¿Soy tu hijo o no?

Se echó a llorar y se sentó en un rincón. La anciana también se echó a llorar en su rincón. Sin fuerzas siquiera para fundirse por un instante en un sentimiento de amor y contrapesar su terror ante la muerte que se avecinaba, ambos lloraron fríos, sin calentar el corazón con las lágrimas de la soledad. La madre dijo:

—Me dices que si soy tu madre o no, me reprochas. Y de estos días el pelo se me ha quedado blanco, me he convertido en una anciana. Y tú me dices esas cosas, me reprochas.

—Vale, vale, mamá. Perdona. Tiene que irse. Dé un beso a mis hermanos.

—¿Acaso no he sido una madre? ¿Acaso no merezco lástima?

Finalmente se fue. Lloraba amargamente, se secaba las lágrimas con el borde del pañuelo y no veía el camino. Y cuanto más se alejaba de la cárcel con más intensidad brotaban las lágrimas. Volvió a la cárcel, después se perdió completamente en la ciudad en la que había nacido, había crecido y había envejecido. Se adentró en un jardín vacío con unos pocos árboles viejos y desvencijados y se sentó en un banco lleno de nieve derretida. Y súbitamente comprendió que mañana le iban a colgar.

La anciana se levantó, quería correr, pero de pronto la cabeza le empezó a dar vueltas con fuerza y se cayó. El camino congelado se había comenzado a derretir, estaba resbaladizo y la anciana no podía levantarse: se retorcía, se apoyaba en los codos y en las rodillas y volvía a caer de costado. El pañuelo negro se le cayó de la cabeza dejando al aire en la nuca una calva entre los cabellos de un color gris sucio. Por alguna extraña razón le pareció que estaba de fiesta en una boda; casaban a su hijo y ella bebía vino y se emborrachaba.

—No puedo. ¡Dios mío, no puedo! —se negaba sacudiendo la cabeza y se arrastraba por el hielo resbaladizo y húmedo y le seguían sirviendo vino, sin parar.

Y el corazón empezó a dolerle de la risa embriagada, de las atenciones, del baile desenfrenado y seguían sirviéndole vino. Sin parar.

LAS HORAS VUELAN

En la fortaleza en la que estaban encerrados los terroristas condenados había una torre con un reloj antiguo. Cada hora, cada media hora, cada cuarto de hora emitía un sonido alargado y triste que se derretía lentamente en la altura como el lejano grito de los pájaros migratorios. Durante el día esta extraña y triste música se perdía entre el ruido de la ciudad, de la calle, grande y llena de gente, que pasaba junto a la fortaleza. Los tranvías silbaban, resonaban las pezuñas de los caballos, más allá en la lejanía gritaban los automóviles de paso. De los alrededores de la ciudad venían coches de alquiler especialmente para la pascua y los cascabeles que llevaban al cuello sus pequeños caballos llenaban el aire con su tintineo. Y se alzaba un murmullo: un murmullo de pascua alegre y un tanto embriagado y así avanzaban disonantes el joven deshielo primaveral, los charcos turbios en las aceras, los árboles que de pronto se oscurecían en los jardines. Del mar soplaba un viento cálido en amplias y húmedas ráfagas: parecía como si, con los ojos, se pudiera ver directamente cómo, arrastradas en un amistoso vuelo, volaban hacia la infinita libertad del horizonte las minúsculas y frescas partículas de aire, mientras se reían en su vuelo.

Por la noche la calle enmudecía bajo la solitaria luz de los soles eléctricos. Y en ese momento la enorme fortaleza, en cuyos lisos muros no había ni una sola luz, se replegaba en la oscuridad y la calma, una línea de silencio, inmovilidad y sombras la separaba de la ciudad, siempre viva y en movimiento. Y entonces se hacía audible el sonar de las horas. Lenta y triste se alzaba y moría en las alturas una melodía extraña y ajena a la tierra. Volvía a alzarse engañando al oído, resonaba lastimera y con calma se interrumpía y volvía a sonar. Las horas y los minutos, como grandes y transparentes gotas de cristal, caían desde una altura desconocida sobre una taza metálica que resonaba silenciosa. O volaban los pájaros migratorios.

Lo único que entraba en la habitación en la que estaban encerrados cada uno de los condenados era este sonido. Penetraba a través del techo, de los anchos muros de piedra, alteraba la calma, se iba imperceptiblemente, para volver de nuevo, imperceptiblemente. A veces se olvidaban de él y no lo escuchaban, otras veces lo esperaban con desesperación, viviendo sólo de campanada en campanada, desconfiando ya de la calma. La prisión estaba destinada únicamente a delincuentes importantes, tenía normas especiales, estrictas, duras y severas como una esquina de los muros de la fortaleza, y si en la severidad hay nobleza, se trataba de una nobleza sorda, muerta, una solemne y muda tranquilidad, que atrapaba los susurros y los más leves suspiros.

Y en esta solemne calma, sacudida por el lastimero sonido del correr de los minutos, separados de todo lo vivo, cinco hombres, dos mujeres y tres hombres, esperaban la llegada de la noche, el amanecer y la ejecución y cada uno se preparaba para ello por separado.

LA MUERTE NO EXISTE

De igual manera que durante toda su vida Tania Kovalchuk pensaba únicamente en los demás y nunca en sí misma, ahora sufría únicamente por sus compañeros y la invadía la tristeza. Se hacía una idea de la muerte tan sólo porque ésta suponía un sufrimiento para Seriezha Golovin, para Musia y para los demás, parecía que no tuviera nada que ver con ella.

Y como recompensa por la forzada firmeza que había mostrado durante el juicio, lloró durante horas, como tan sólo saben llorar las mujeres mayores que han conocido una enorme amargura o aquellas jóvenes que son enormemente misericordiosas y bondadosas. Y la suposición de que a Serguei se le había podido acabar el tabaco o que Werner podía no tener ese té fuerte al que estaba acostumbrado, unido al hecho de que ambos iban a morir, la atormentaba casi tanto como el mismo pensamiento de la ejecución. La ejecución era algo inevitable e incluso ajeno, sobre lo que no valía la pena pensar, pero el hecho de que alguien en la cárcel, y por si fuera poco antes de ser ejecutado, no tuviera tabaco era algo insoportable. Recordaba, seleccionaba detalles queridos de su vida en común y se quedaba paralizada de terror imaginándose el encuentro de Serguei con sus padres.

Sentía una especial compasión por Musia. Hacía tiempo que le parecía que Musia amaba a Werner y, aunque esto era completamente falso, ella seguía soñando para ellos un maravilloso y brillante futuro. Cuando se encontraba fuera de la cárcel Musia llevaba un pequeño anillo, en el que estaban representados un cráneo y un hueso rodeados por una corona de espinas. Tania Kovalchuk miraba a menudo, con dolor, este anillo, como si fuera un símbolo de condena y medio en broma, medio en serio, pedía a Musia que se lo quitara.

—Regálamelo —le pedía.

—No, Taniechka, no te lo regalo. Tú pronto tendrás otro anillo en el dedo.

Por alguna razón, los demás pensaban de ella a su vez que era inevitable que en poco tiempo se casara, lo que la ofendía, ella no quería a ningún hombre. Y, recordando estas conversaciones medio en broma con Musia y el hecho de que Musia estaba realmente condenada, se ahogaba en lágrimas, de compasión materna. Y cada vez que sonaban las campanadas alzaba su cara llena de lágrimas e intentaba escuchar cómo encajaban allí, en las otras habitaciones, este prolongado y perseverante llamamiento de la muerte.

Pero Musia era feliz.

Andaba por la habitación en línea recta, infatigable, con las manos detrás de la espalda y el inmenso uniforme de presidiario, varias tallas más grande, que de forma extraña le hacía parecer un chico adolescente, vestido con el traje de otro. Las mangas del uniforme le quedaban grandes, por lo que les había dado la vuelta, y de las grandes aberturas salían unos brazos finos, casi infantiles, flacos, como el tallo de una florecilla de la boca de un burdo y sucio jarrón. La basta tela rozaba e irritaba el fino y blanco cuello y de vez en cuando Musia, con un movimiento de ambas manos, liberaba la garganta y con cuidado pasaba el dedo por donde la irritada piel escocía y había enrojecido.

Musia andaba y se justificaba frente al mundo, conmovida y ruborizada. Y se justificaba porque a ella, una joven e insignificante muchacha, que había hecho tan poco y que no era ninguna heroína, la esperara la misma bella y honrosa muerte, que habían tenido antes que ella los verdaderos héroes y mártires. Con una fe inquebrantable en la bondad humana, en la compasión y en el amor, se imaginaba como se conmocionaban con ella, cómo sufrían y cómo la compadecían y se sentía avergonzada hasta enrojecer. Como si muriendo en la horca cometiera una enorme torpeza.

En la última visita de su abogado le pidió que le proporcionara un veneno, pero de pronto se dio cuenta, ¿y si los demás pensaban que lo hacía por pose o por cobardía y en lugar de morir humildemente y sin ostentación, hacía aún más ruido? Y apresuradamente añadió:

—No, en realidad, no hace falta.

Y ahora sólo quería una cosa: explicarle a la gente y demostrarles claramente que no era ninguna heroína, que morir no era nada terrible y que no se compadecieran de ella ni se preocuparan. Explicarles que ella no era culpable, en absoluto, de que a ella, joven e insignificante, le esperara una muerte así y de que se armara tanto jaleo por su culpa.

Como si se tratara de una persona a la que realmente estuvieran acusando, Musia buscaba una justificación intentaba encontrar algo que elevara su sacrificio, que le diera un verdadero valor. Razonaba:

—Por supuesto soy joven y podría vivir muchos años, pero…

Y de igual modo que una vela palidece ante la salida del sol, la juventud y la vida le parecían mates y oscuras ante la grandeza y el brillo que había de adornar su humilde cabeza. No había justificación.

¿Acaso no sería eso especial que llevaba en su alma: el amor infinito, la disposición infinita a las hazañas, el infinito desprecio hacía sí misma? Porque la verdad es que ella no era culpable de que le permitieran hacer todo lo que podía y quería, que la mataran en el umbral del templo, a los pies del altar.

Pero si esto fuera así, si el hombre valiera no sólo por lo que ha hecho, sino por lo quiere hacer, entonces… entonces ella era digna de la corona del martirio.

«¿Acaso?», pensaba Musia con vergüenza, «¿Acaso soy digna? ¿Digna de que la gente llore, se conmueva por mí, tan pequeña e insignificante?».

Y en ese momento la embargó una alegría indecible. No había ni dudas ni vacilaciones, había sido aceptada en el seno, había sido aceptada de forma legítima entre aquellos santos que desde el inicio de los tiempos habían ido al alto cielo a través de la hoguera, el martirio o la ejecución. Un mundo claro y tranquilo y una felicidad infinita, que resplandecía con calma. Como si se hubiera ausentado ya de la tierra y se hubiera acercado al desconocido sol de la verdad y la vida y ardiera, incorpórea, en su luz.

«Y esto es la muerte. ¡Qué va a ser esto la muerte!», pensaba Musia con beatitud.

Y si en su celda se reunieran científicos, filósofos y verdugos de todo el mundo y desplegaran frente a ella libros, escalpelos, hachas y una soga y se dispusieran a demostrarle que existe la muerte, que el hombre muere y se mata, que no existe la inmortalidad, no harían más que sorprenderla. ¿Cómo que no existe la inmortalidad cuando ella ya era inmortal? ¿Pero de qué inmortalidad, de qué muerte se puede hablar, cuando ella ya estaba muerta y era inmortal, muerta en vida, como estuvo viva en vida?

Y si introdujeran un féretro con su propio cadáver putrefacto en su habitación, llenándola con su hediondo olor y le dijeran:

—¡Mira, eres tú!

Ella miraría y contestaría:

—No, ésa no soy yo.

Y cuando comenzaran a convencerla de que se trataba de ella, ¡de ella!, asustándola con el siniestro aspecto de la descomposición, Musia contestaría con una sonrisa:

—No. Sois vosotros los que pensáis que soy yo, pero ésa no soy yo. Yo soy ésta con la que estáis hablando, ¿cómo puedo ser ésa?

—Pero morirás y te convertirás en eso.

—No, yo no moriré.

—Te ajusticiarán. Mira la soga.

—A mí me ajusticiarán pero no moriré. ¿Cómo puedo morir, cuando ya soy inmortal?

Y los científicos, los filósofos y los verdugos se retirarían diciendo estremecidos:

—No os acerquéis a este lugar. Este lugar es sagrado.

¿Sobre qué más pensaba Musia? Pensaba sobre muchas cosas, ya que la muerte no había cortado el hilo de la vida sino que éste seguía hilándose tranquilamente y sin pausa. Pensaba en los camaradas y en los que se hallaban lejos, que sufrían con tristeza y dolor su condena y en los cercanos que subirían con ella al cadalso. Se sorprendía con Vasili, de qué se asustaba tanto, siempre había sido muy valiente e incluso podía bromear con la muerte. El mismo martes por la mañana, cuando se estaban poniendo los dos el cinturón de cargas explosivas, que en unas horas debería hacerlos saltar por los aires a ellos mismos, a Tania Kovalchuk le temblaban las manos de la excitación y hubo que apartarla, Vasili entonces bromeó, hizo el payaso, bailoteó, era tan imprudente que hasta Werner dijo severo:

—No hay que tontear con la muerte.

¿De qué se asustaba entonces? Pero este incomprensible sentimiento de miedo era tan ajeno al alma de Musia, que pronto dejó de pensar en él y de buscar las causas, de pronto le apeteció desesperadamente ver a Seriezha Golovin y reírse con él de algo. Pensó un poco y con mayor desesperación le entraron ganas de ver a Werner y convencerle de algo. E imaginándose que Werner andaba a su lado con su paso preciso, medido, golpeando con los tacones en el suelo, Musia le decía:

—No Werner, querido, todo esto es una tontería, no tiene ninguna importancia que mataras a NN o no. Eres inteligente, pero parece como que jugaras al ajedrez: tomas una figura, tomas otra y entonces ganas. Lo importante aquí es que estamos preparados para morir. ¿Lo entiendes? Porque, ¿qué es lo que piensan estos señores?, que no hay nada más terrible que la muerte. Ellos mismos se han inventado la muerte, son ellos los que la temen y nos asustan. A mí incluso me gustaría salir sola frente a todo un pelotón de soldados y comenzar a dispararles con una Browning. Pongamos que yo estoy sola y ellos son mil y no mato a ninguno. Es importante que sean mil. Cuando mil matan a uno significa que ese uno los ha ganado. Es cierto, Werner querido.

Y todo esto estaba tan claro, que no le apetecía demostrar nada más, Werner probablemente ya lo había entendido por sí mismo. Y puede ser que simplemente no le apeteciera detener sus pensamientos sobre una sola cosa, como un pájaro que planea suavemente, que puede ver el horizonte infinito, que tiene a su alcance todo el espacio, todas las profundidades toda la felicidad del delicado y acariciante azul. Las campanadas sonaban incesantemente, agitando la sorda calma y en este sonido armonioso, remotamente maravilloso confluyeron sus pensamientos que a su vez comenzaron a resonar, y las resbaladizas imágenes con fluidez se convirtieron en música. Como si Musia fuera por un ancho y liso camino en la tranquila y oscura noche hacia algún lugar, y sonaran suavemente los muelles y vibraran los cascabeles. Todas las angustias e inquietudes, el cansado cuerpo se disolvió en la oscuridad y un pensamiento de cansada felicidad comenzó a crear tranquilamente brillantes imágenes y a embriagarse con sus colores y su callada quietud. Musia recordó a tres de sus camaradas que habían sido ahorcados hacía poco y sus caras eran claras, alegres y cercanas, más cercanas ya que las de los vivos. Así se piensa alegremente por la mañana en la casa de unos amigos a la que va a ir por la tarde con un saludo en los sonrientes labios.

Musia estaba muy cansada para andar. Se tumbó con cuidado en el camastro y continuó soñando con los ojos ligeramente cerrados. Las campanas sonaron sin interrupción alterando la sorda tranquilidad y en sus estridentes orillas flotaban quietas brillantes y cantarinas imágenes. Musia pensaba:

«¿Acaso esto es la muerte? ¡Dios mío que hermosa es! ¿O acaso esto es la vida? No lo sé, no lo sé. Miraré y escucharé».

Hacía ya tiempo, desde los primeros días de su encierro, que su oído había comenzado a fantasear. De naturaleza muy musical, se exacerbaba con el silencio y con este mismo silencio de fondo y con lo poco que había de realidad; los pasos de los vigilantes en el pasillo, el resonar de las campanas, el murmullo del viento en el tejado de metal, el chirriar de los faroles, componía auténticas escenas musicales. En un principio Musia se asustó de ellas, las intentó apartar de sí, como si fueran alucinaciones, después comprendió que estaba sana y que no padecía ninguna enfermedad y comenzó a entregarse a ellas poco a poco.

Y ahora de pronto, con absoluta claridad y precisión, escuchaba los acordes de una música militar. Abrió los ojos sorprendida, alzó la cabeza, al otro lado de la ventana era de noche y volvieron a sonar las campanas del reloj. «¡De nuevo!». Pensó con tranquilidad y cerró los ojos. Y en cuanto cerró los ojos comenzó a sonar otra vez la música. Se oía con toda claridad, como si viniera de detrás de una esquina del edificio, a la derecha, salían soldados, una compañía entera, y pasaban junto a la ventana. Los pies marcaban el paso con regularidad sobre la tierra congelada: ¡Un dos! ¡Un dos! Se oía incluso como a ratos crujía el cuero de las botas, o cómo se resbalaba el pie de alguno de ellos y en el mismo instante se enderezaba. Y la música se acercaba: una marcha completamente desconocida, muy sonora, muy vigorosa y alegre. Parecía que en la fortaleza había alguna fiesta.

En ese momento la orquesta llegó hasta la ventana y toda la habitación se llenó de alegres sonidos, rítmicos y polifónicos. Una trompeta, grande de bronce, interpretaba un cortante falsete, a ratos se retrasaba a ratos adelantaba alegremente a la melodía. Musia veía al soldado con su trompeta, su aplicada fisonomía y se reía.

Todos se alejaban. Los pasos iban muriendo: ¡uno dos! ¡uno dos! En la lejanía la música era aún más bella y alegre. La trompeta, gritó un par de veces en un alegre falsete con su voz de bronce y todo se fue apagando. Y de nuevo sonó el reloj en el campanario, despacio, triste, prácticamente sin alterar la tranquilidad.

«¡Se han ido!», pensó Musia con una ligera tristeza. Sentía pena por los sonidos que se habían alejado, tan alegres y divertidos, sentía incluso tristeza por los soldados, porque éstos: concentrados, con trompetas de bronce, con botas crujientes son completamente diferentes de aquéllos a los que quería disparar con su Browning.

—¡Una vez más! —pide con dulzura. Y vinieron de nuevo. Se inclinaron sobre ella, la rodearon con una nube transparente y la alzaron con las aves migratorias que graznaban como heraldos a su derecha, a su izquierda, arriba y abajo. Llamaban, avisaban, anunciando desde lejos su vuelo. Batían las alas y la oscuridad les sostenía del mismo modo que les sostiene la luz y los hinchados pechos cortados por el aire resplandecían azulados iluminados por la brillante ciudad más abajo. El latido de su corazón se hizo más regular, la respiración se acalló y se volvió más tranquila. Musia se quedó dormida. Su rostro cansado y pálido, tenía ojeras y sus famélicos brazos de muchacha estaban muy delgados, pero a pesar de todo tenía una sonrisa en los labios. Mañana, cuando salga el sol, una mueca inhumana deformará este rostro humano, el cerebro se llenará de espesa sangre y los ojos vidriosos se le saldrán de las órbitas, pero ahora duerme tranquila y sonríe en su inmensa inmortalidad.

Musia se quedó dormida.

Pero la vida en la cárcel sigue a su ritmo, sorda y atenta, ciega y vigilante, como la alerta más angustiosa. Se oyen pasos en algún sitio. En algún otro cuchichean. En algún lugar tintinea un fusil. Parece que alguien gritó. Y puede que nadie gritara sino que el silencio provocara una ilusión auditiva.

De pronto se abrió silenciosa la mirilla de la puerta, en la oscura abertura apareció un oscuro rostro con bigote. Repasó a Musia con la mirada sorprendido y desapareció en silencio, como había aparecido.

Los carillones resuenan y cantan atrozmente durante largo rato. Como si las horas se arrastraran hacia la media noche por una alta montaña y su camino se hiciera cada vez más difícil y duro. Se interrumpen, se resbalan, caen hacia abajo con un gemido y de nuevo vuelven a ascender con sufrimiento hacia su negra cima.

Se oyen pasos en algún sitio. En algún lugar cuchichean. Y ya están unciendo los caballos a la carreta negra sin luces.

EXISTE LA MUERTE, EXISTE LA VIDA

Serguei Golovin nunca había pensado en la muerte más que como en algo ajeno, que no tenía absolutamente nada que ver con él. Era un joven fuerte, sano, alegre dotado de esa tranquila y clara alegría de vivir ante la que cualquier pensamiento o sentimiento malo, perjudicial para la vida desaparece rápidamente del organismo sin dejar huella. De igual manera que se curaba con rapidez de cualquier corte, herida o contusión, cualquier pena que hiriera el alma era inmediatamente expulsada fuera. Y en todo lo que hacía aunque fuera un entretenimiento, ya fuera una fotografía, ir en bicicleta o prepararse para un atentado terrorista, aportaba esa seriedad tranquila y llena de alegría de vivir: todo en la vida es alegre, todo en la vida es importante, todo hay que hacerlo bien.

Y todo lo hacía bien: manejaba con maestría un velero, disparaba de maravilla, era firme en la amistad tanto como en el amor y creía con fanatismo en «la palabra dada». Sus amigos se reían de él diciendo que si un agente secreto con toda la pinta de serlo, alguien que era evidentemente un espía, le daba su palabra de que no lo era, Serguei le creería y le estrecharía la mano como a un camarada. Tan sólo tenía un defecto: estaba convencido de que cantaba bien, pero no tenía el más mínimo oído y cantaba de la forma más pésima haciendo falsetes hasta en las canciones revolucionarias y se ofendía cuando se reían de él.

—O sois todos unos burros o lo soy yo —decía serio y ofendido. Y con la misma seriedad, después de pensarlo, decidían unánimemente:

—Tú eres el burro, se nota en la voz.

Pero por este defecto, como sucede a menudo con la gente buena, le querían quizá incluso más que por sus cualidades.

Temía tan poco a la muerte y pensaba tan poco en ella que en la fatídica mañana, antes de que saliera de la habitación Tania Kovalchuk, él fue el único que desayunó con apetito, como debe ser. Se bebió dos vasos de té, rebajados con leche hasta la mitad y se tomó un bollo de cinco kopecs entero. Después miró con tristeza al pan sin tocar de Werner y dijo:

—¿Qué pasa, no vas a comer? Come, tienes que fortalecerte.

—No me apetece.

—Entonces me lo como yo, ¿vale?

—Pero ¿cómo puedes tener apetito Serezha?

En lugar de responder, Serguei con la boca llena, cantó con voz sorda y desafinado:

«Vientos enemigos soplan sobre nosotros…».

Después del arresto se había entristecido: no lo hemos hecho bien, hemos fracasado, pero después pensó, «Ahora hay otra cosa que hay que hacer bien: morir». Y se alegró. Y aunque fuera extraño, a partir de la segunda mañana en la fortaleza comenzó a hacer gimnasia siguiendo el sistema extraordinariamente racional de un alemán, un tal Müller, con el que se había entusiasmado. Se desnudaba y ante la inquieta sorpresa del centinela que le vigilaba, realizaba con precisión los dieciocho ejercicios establecidos. Y el hecho de que el centinela le observara y, al parecer, se sorprendiera, le agradaba, como propagador del sistema de Müller y a pesar de que sabía que no recibiría ninguna respuesta, le decía al ojo que salía de la ventanilla:

—Es bueno hermano, fortalece, esto es lo que tenéis que introducir en vuestro regimiento —le gritaba breve y persuasivo para que no se asustara, sin sospechar que el soldado le tenía simplemente por un loco.

El miedo a la muerte comenzó a aparecer en él paulatinamente y como a empujones, como si alguien cogiera y, desde abajo, con toda su fuerza, le diera un puñetazo en el corazón. Era más doloroso que terrible. Después el sentimiento desaparecía y al cabo de unas horas aparecía de nuevo y cada vez se hacía más permanente y doloroso. Y es entonces cuando comenzaba a tomar los turbios rasgos de un terror inmenso e incluso insoportable.

«¿Acaso tengo miedo?,» pensó Serguei con sorpresa. «¡Menuda tontería!».

Tenía miedo su joven, resistente y fuerte cuerpo que no se dejaba engañar ni por la gimnasia del alemán Müller ni por las friegas de agua fría. Y cuanto más fuerte y fresco se quedaba después del agua fría, más aguda e insoportable se hacía la sensación de súbito terror. Y precisamente en esos minutos en los que sentía en la voluntad una fuerza y una alegría por la vida especiales, por la mañana después de un profundo sueño y el ejercicio físico, era cuando aparecía este terror afilado, como ajeno. Se dio cuenta de esto y pensó:

«Es una estupidez, hermano Serguei. Para que le sea más fácil morir hay que debilitarlo y no fortalecerlo. ¡Qué tontería!».

Y dejó de hacer gimnasia y de darse friegas. Pero al soldado como explicación y justificación le gritó:

—Tú no tengas en cuenta que lo he dejado. Es bueno en cualquier caso. Sólo que no vale para los que van a ahorcar, pero para el resto es muy bueno.

Y de hecho parecía que todo era algo más fácil. Intentó también comer un poco menos, para debilitarse un poco, pero, a pesar de la falta de aire fresco y de ejercicio, su apetito era enorme, era difícil conseguirlo, se comía todo lo que le traían. Así que comenzó a hacer lo siguiente: antes de ponerse a comer, tiraba la mitad de la comida por la cañería y en cierto modo ayudó. Surgió un embotamiento, una languidez soñolienta.

—¡Te vas a enterar! —le amenazaba al cuerpo, pero al mismo tiempo se pasaba la mano con suavidad por los lacios y lánguidos músculos.

Pero el cuerpo pronto se habituó a este régimen y el miedo a la muerte apareció de nuevo, ciertamente no tan agudo, no tan ardiente, pero más fastidioso, parecido a las arcadas. «Esto es porque tardan demasiado,» pensó Serguei, «estaría bien dormir todo este tiempo hasta que llegue la ejecución», e intentó dormir todo lo que podía. Al principio lo consiguió, pero después, por dormir demasiado o por alguna otra razón, comenzó a tener insomnio. Y con el insomnio llegaron afilados y penetrantes pensamientos y con ellos una tristeza por dejar de vivir.

«¡Diablos! ¿Acaso la tengo miedo?», pensó sobre la muerte. «Me da pena por la vida. Es una cosa maravillosa por mucho que digan los pesimistas. ¿Y que pasaría si ahorcaran a un pesimista? Me da pena por la vida, mucha pena. ¿Y por qué me ha salido barba? No me salía nunca y de pronto ha crecido. ¿Por qué?».

Balanceó la cabeza con tristeza y emitió largos y profundos suspiros. Un silencio y después un profundo y prolongado suspiro, de nuevo otro corto silencio y de nuevo un suspiro más profundo y prolongado.

Así estuvo hasta el juicio y hasta la terrible última entrevista con sus padres. Cuando se despertó en la habitación con la clara conciencia de que la vida se había terminado para él, que por delante únicamente quedaban unas horas de espera en la nada y la muerte, se sintió algo extraño. Parecía como si le hubieran desnudado completamente, como si le hubieran desnudado de una forma extraña, no sólo le habían quitado la ropa sino que le habían privado del sol, del aire, del ruido y de la luz, de las acciones y del habla. Todavía no había llegado la muerte, pero ya no estaba en vida, había algo nuevo, asombrosamente incomprensible y que no estaba completamente desprovisto de significado aunque tampoco lo tenía, pero tan profundo, misterioso e inhumano que era imposible descifrarlo.

—¡Maldita sea! —se sorprendió dolorido Serguei—. ¿Pero qué es esto? ¿Pero dónde es que estoy? Yo… ¿Quién soy yo?

Se contempló a sí mismo con atención, con interés, comenzando por los grandes zapatos de prisionero, terminando por el estómago en el que se hinchaba el uniforme de prisionero. Comenzó a andar por la habitación abriendo los brazos mientras se seguía contemplando, como una mujer con un vestido nuevo que le queda largo. Giró la cabeza y ésta giró. Y esto, por alguna razón un tanto terrorífica, era él: Serguei Golovin, y esto dejará de serlo. Y todo se hacía muy extraño.

Intentó andar por la habitación, era extraño que pudiera andar. Intentó sentarse, era extraño que se pudiera sentar. Probó a beber agua, era extraño que bebiera, que tragara, que sostuviera la taza, que tuviera dedos y que estos dedos temblaran. Se atragantó, tosió y mientras tosía pensó: «Qué extraño, estoy tosiendo».

«Pero qué pasa, ¿me estoy volviendo loco?», pensó Serguei, sintiendo frío. «Pues sólo faltaba esto, malditos sean».

Se secó la frente con la mano y hasta esto resultó extraño. Y en ese momento sin respirar durante lo que parecieron horas se quedó solidificado, inmóvil, apagando todo pensamiento, aguantando su aliento, evitando todo movimiento ya que cualquier pensamiento era una locura, todo movimiento era una locura. El tiempo desapareció, parecía como si se hubiera convertido en espacio, invisible, sin aire, en una inmensa superficie en la que todo; la tierra y la vida y la gente y todo se podía ver de un vistazo, todo hasta el final, hasta el misterioso precipicio: la muerte. Pero el sufrimiento no provenía de que se viera la muerte, sino de que se veían a la vez la muerte y la vida. Una mano sacrílega había retirado la cortina que desde hacía mucho tiempo ocultaba el misterio de la vida y de la muerte y éstas habían dejado de ser un misterio, pero no se habían hecho comprensibles, como una verdad escrita en una lengua desconocida. No había conceptos en su cerebro humano, ni palabras en su lengua humana que pudieran abarcar lo que había visto. Y las palabras «tengo miedo» resonaron en su interior únicamente porque no había otras palabras, no existían y no podían existir conceptos que correspondieran a este nuevo e inhumano estado. Lo mismo le pasaría a un hombre que se quedara en los límites del entendimiento, la experiencia y los sentimientos humanos y de pronto viera al mismísimo Dios, lo viera y no comprendiera, aunque supiera que eso se llama Dios, y se estremeciera con sufrimientos inauditos con una incomprensión inaudita.

—¡Vaya con Müller! —gritó de pronto con extraordinaria convicción y meció la cabeza. Y con ese inesperado cambio de humor, para el que es tan apta el alma humana, alegre y sincero comenzó a reírse—. ¡Ay Müller, Müller! ¡Ay querido Müller! ¡Ay mi querido requetequerido alemán! A pesar de todo tienes razón, Müller, y yo hermano Müller, soy un asno.

Volvió a pasearse rápido por la habitación unas cuantas veces y para nueva sorpresa del soldado que le vigilaba por la mirilla, se desnudó rápidamente y alegre con una extrema aplicación realizó los dieciocho ejercicios, estiró y contrajo su cuerpo joven y un poco enflaquecido, hizo flexiones, aspiró y espiró aire, se alzó sobre las puntillas estirando las piernas y los brazos. Y después de cada ejercicio decía con placer:

—¡Ahora sí! ¡Esto sí que es el presente, hermano Müller!

Sus mejillas se sonrojaron, de los poros brotaron gotitas de cálido y agradable sudor y el corazón batió fuerte y regular.

—El asunto, Müller, es —razonaba Serguei, hinchando el pecho de tal manera que se le marcaban claramente las costillas bajo la fina piel estirada—, el asunto, Müller, es que hay un ejercicio decimonoveno colgar del cuello en posición estática. Y esto se llama ejecución. ¿Entiendes, Müller? Cogen a un vivo, digamos Serguei Golovin, lo fajan como a una muñeca y lo cuelgan del cuello hasta que se muere. Es estúpido Müller, pero no hay nada que hacer, así debe ser.

Se inclinó hacia el costado derecho y repitió:

—Así debe ser hermano Müller.

TERRIBLE SOLEDAD

Bajo ese mismo sonido del reloj, separado de Serguei y de Musia por unas cuantas habitaciones vacías pero en una soledad tan terrible como si en todo el universo tan sólo existiera él, terminaba su vida sumido en la tristeza y el terror el desgraciado Vasili Kashirin.

Sudoroso, con el húmedo uniforme de preso pegado al cuerpo, con el pelo, que antes era rizado, desordenado, daba vueltas por la habitación de forma convulsiva y desesperada como un hombre que tiene un dolor de muelas insoportable. Se sentaba, comenzaba a correr de nuevo, se apoyaba en la pared con la frente, se detenía y recorría la habitación con la mirada como si estuviera buscando una medicina. Había cambiado tanto que parecía que tuviera dos caras y la anterior, la joven, se hubiera ido a algún sitio y en su lugar hubiera aparecido una nueva, terrible, venida de la oscuridad.

El miedo a la muerte en su caso había llegado súbitamente y le había dominado por completo y poderosamente. Por la mañana cuando iba a una muerte segura, se había familiarizado con él, pero ya por la tarde, encerrado en una solitaria celda, se vio rodeado e invadido por una ola de un miedo endiablado. Mientras que había sido él el que había ido a la muerte y al peligro por su propia voluntad, mientras que tenía en sus manos su propia muerte, aunque ésta fuera de una forma terrible, no le había sido difícil, casi había sido divertido: en el sentimiento de la libertad sin límites, la valiente y firme afirmación de su insolente e intrépida voluntad había ocultado sin dejar huellas su miedo pequeño y arrugado, como envejecido. Con la carga de explosivos, se convirtió él mismo en una especie de bomba, conectó dentro de sí la severa mentalidad de la dinamita, asimiló su flamígero y mortal poder. Y mientras caminaba por la calle, entre la gente ajetreada, cotidiana, ensimismada en sus asuntos, esquivando apresuradamente los coches de caballos y los tranvías, le pareció ser un visitante de otro mundo desconocido, donde no se conocía ni la muerte ni el miedo. Y de pronto tuvo lugar un cambio brusco, violento, desconcertante. De pronto ya no iba donde quería sino que le llevaban donde otros querían. Ya no era él quien elegía el lugar, sino que le enterraban en una celda de piedra y echaban la llave como si fuera una cosa. Ya no podía elegir libremente entre la muerte o la vida como el resto de la gente, sino que en breve y de forma inevitable le iban a dar muerte. Después de ser por un instante la encarnación de la voluntad, de la vida y de la fuerza, se convirtió en la lamentable imagen de la impotencia, se convirtió en un animal esperando el matadero, en un objeto sordo y sin voz que se podía cambiar de sitio, quemar, romper. Dijera lo que dijera, no escucharían sus palabras y si empezaba a gritar, le taparían la boca con un trapo y si iba él por su propio pie, lo conducirían a la horca, pero si se resistía, si se revolvía o se tiraba al suelo, lo levantarían a la fuerza, lo atarían y de esa manera lo llevarían al cadalso. Y el hecho de que este trabajo maquinal sobre su persona lo realizara gente como él, les daba el aspecto nuevo, inusual y siniestro, de unos espectros que tramaban algo, venidos a propósito, o de unos autómatas a resortes: cogen, agarran, llevan, cuelgan y tiran de las piernas. Cortan la cuerda, descargan, transportan, entierran.

Y desde el primer día de cárcel la gente y la vida se convirtieron en un incomprensible y terrible mundo de espectros y autómatas. Prácticamente enloquecido por el terror intentó imaginarse que la gente tenía lengua y hablaba y no pudo, le parecían mudos. Intentaba acordarse de su lengua, del sentido de las palabras que utilizaban cuando se relacionaban pero no pudo. Las bocas se abrían, algo sonaba, después se separaban, se movían las piernas y no había nada.

Así es como se sentiría un hombre si una noche, estando solo en casa, todos los objetos se animaran, comenzaran a moverse y adquirieran sobre él, el hombre, un poder infinito. De pronto, el armario, la silla, el escritorio y el sofá comenzarían a juzgarle. Él comenzaría a gritar, a correr, suplicaría, pediría auxilio, y ellos se dirían algo entre ellos en su lengua, después se lo llevarían para ahorcarlo: el armario, la silla, el escritorio y el sofá. Mientras que el resto de las cosas mirarían.

Y a Vasili Kashirin, condenado a la horca, todo comenzó a parecerle de juguete: su habitación, la puerta con mirilla, el sonido del reloj de la prisión, la fortaleza pulcramente modelada y especialmente ese autómata con un fusil, que hacía resonar sus pasos por el pasillo y esos otros que asustados le miraban a través de la mirilla y en silencio le dan la comida. Y lo que sentía no era terror ante la muerte, es más casi prefería la muerte, con todo su ancestral misterio e incomprensibilidad era más accesible a su razón que este mundo fantástico y salvaje en continuo cambio. Más aún, la muerte había quedado como anulada por completo en este loco mundo de espectros y autómatas, había perdido su gran y misterioso significado, se había convertido también en algo mecánico y por eso mismo terrible. Cogen, agarran, llevan, cuelgan y tiran de las piernas. Cortan la cuerda, descargan, transportan, entierran.

El hombre había desaparecido del mundo.

Durante el juicio, la cercanía de sus camaradas hizo que Kashirin volviera en sí y de nuevo, durante un instante, viera a gente: ahí estaban sentados, juzgándole, hablando en una lengua humana, escuchando como si entendieran. Pero ya durante la entrevista con su madre, con el terror de un hombre que comienza a perder la razón y lo sabe, sintió con fuerza que esa mujer mayor con el pañuelo negro no era más que un autómata hábilmente construido, como esos que dicen «pa, pa», «mamá», sólo que mejor hecho. Intentaba hablar con ella, pero mientras, estremeciéndose, pensaba: «¡Por Dios! Si es un autómata. Un autómata de mi madre. Y allí un autómata soldado y en casa un autómata de mi padre y éste es el autómata de Vasili Kashirin».

Le daba la impresión de que con un poquito más escucharía el rechinar del mecanismo, el chirriar de las ruedecillas mal engrasadas. Cuando su madre comenzó a llorar, por un momento surgió algo humano, pero desapareció con sus primeras palabras y resultaba curioso y horroroso contemplar como brotaba agua de los ojos de un autómata.

Después, en su habitación, cuando el horror se hizo insoportable, Vasili Kashirin intentó rezar. De todo aquello con apariencia de religión que había rodeado su infancia en la casa paterna de un comerciante, había quedado un poso desagradable, amargo e irritante, y no tenía fe. Pero en algún momento, puede que fuera en su primera infancia, escuchó tres palabras que le fulminaron con una impactante emoción y que posteriormente quedaron para toda la vida insufladas de una callada poesía. Estas tres palabras fueron: «Consuelo de todos los afligidos».

A veces, en los momentos más difíciles se susurraba a sí mismo, sin rezar, sin ninguna conciencia: «Consuelo de todos los afligidos» y de pronto se aliviaba y le entraban ganas de ir a ver a alguien amable y quejarse en voz baja:

—Nuestra vida… ¿pero acaso esto es la vida? ¿Querida mía, acaso esto es vida?

Y de pronto se alegraba y le entraban ganas de despeinarse, ponerse de rodillas, poner el pecho bajo los golpes de alguien: «¡golpea!».

No le había contado a nadie, ni siquiera a sus amigos más cercanos, nada sobre su «Consuelo de todos los afligidos» y ni siquiera él mismo, de alguna manera, sabía sobre ello, tan profundo estaba oculto en su alma. Y lo recordaba muy pocas veces, con cautela.

Y en ese momento en que el horror irresoluble, poniéndole frente a la vista los misterios le cubrió de la cabeza a los pies, como el agua que inunda las mimbreras de rivera, le entraron ganas de rezar. Quería ponerse de rodillas, pero le daba vergüenza hacerlo delante del soldado y, uniendo las manos sobre el pecho, susurro en voz baja: «Consuelo de todos los afligidos».

Y con tristeza, pronunciando con ternura, repitió:

—Consuelo de todos los afligidos, venid a mi, apoyad a Vaska Kashirin. —Hace mucho tiempo, cuando aún estaba en el primer curso de la universidad y todavía andaba de jarana, antes de conocer a Werner y entrar en la sociedad, entre jactancioso y lamentable se llamaba a sí mismo «Vaska Kashirin», ahora sin saber porqué le apetecía volverse a llamar así. Pero las palabras sonaban muertas y desagradables: «Consuelo de todos los afligidos».

Algo se agitó. Como si en la distancia pasara flotando la imagen lenta y afligida de alguien y se apagara en silencio sin iluminar la oscuridad de la agonía. Sonó el reloj en la torre. El soldado hizo sonar algo, el sable o el fusil por el pasillo y dio unos cuantos bostezos prolongados.

—¡Consuelo de todos los afligidos! ¿Te quedas callado? ¿No quieres decir nada Vashka Kashirin?

Sonrió con ternura y esperó. Pero en su alma y a su alrededor sólo había vacío. La imagen tranquila y afligida no volvió. A su mente vino innecesaria y dolorosa la imagen de las velas de cera ardiendo, el pope con su sotana, el icono pintado en la pared y como su padre, inclinándose y enderezándose, rezaba y hacía reverencias y como miraba de reojo si Vaska rezaba o estaba haciendo travesuras. Y de pronto tuvo más miedo que antes de rezar.

Todo desapareció.

La locura se acercaba arrastrándose lentamente. La conciencia se apagó como se enfrían los restos de una hoguera esparcida, como el cadáver de un hombre que acaba de morir y que todavía tiene el corazón caliente pero cuyos pies y manos ya están rígidos. El pensamiento moribundo, después de estallar enrojecido, le dijo de nuevo que él, Vaska Kashirin, podía volverse loco, sufrir tormentos para los que no hay nombre, llegar a tal límite de dolor y sufrimiento al que no había llegado todavía ningún ser vivo, que podía dar cabezazos contra las paredes, sacarse los ojos con los dedos, decir y gritar todo lo que le diera la gana, afirmar con lágrimas en los ojos que no podía más y nada, no pasaría nada.

Y nada sucedió. Las piernas, que tenían su propia conciencia y su propia vida, continuaron andando y portando su tembloroso cuerpo mojado. Las manos que tenían su propia conciencia, intentaban en vano cerrar la chaqueta que se abría en el pecho y calentar su tembloroso cuerpo empapado. Su cuerpo temblaba aterido de frío. Los ojos miraban. Y eso era lo más parecido a la tranquilidad.

Pero hubo otro momento de terror salvaje. Fue cuando comenzó a entrar gente. Ni siquiera se le ocurrió que ya había llegado el momento de ir a la ejecución, simplemente vio gente y se asustó, casi como si fuera un niño.

—¡No lo volveré a hacer! ¡No lo volveré a hacer! —susurró inaudible con sus labios moribundos y se alejó lentamente hacia el fondo de la habitación, como cuando era niño y su padre levantaba la mano.

—Nos tenemos que ir.

Hablaban, andaban a su alrededor, le daban algo. Cerró los ojos, se balanceó y comenzó a levantarse pesadamente. Debía ser que la conciencia comenzaba a regresar: de pronto le pidió un cigarrillo al funcionario. Y este amablemente abrió una pitillera con un dibujo decadente.

LOS MUROS SE DERRUMBAN

El desconocido que tenía por apodo Werner era un hombre cansado de la vida y de la guerra. Hubo un tiempo en el que amó profundamente la vida, disfrutó del teatro, de la literatura, del contacto con la gente, dotado de una maravillosa memoria y una voluntad firme, estudió a la perfección varias lenguas europeas. Podía hacerse pasar tranquilamente por un alemán, por un francés o por un inglés. En alemán normalmente hablaba con acento bávaro, pero podía si quería hablar como un auténtico berlinés de nacimiento. Le gustaba vestirse bien, tenía unas maneras exquisitas y era el único de toda su hermandad que podía aparecer en un baile de gala sin peligro de ser descubierto.

Pero desde hacía tiempo, sin que sus camaradas se dieran cuenta, había germinado dentro de su alma un oscuro desprecio por la gente en el que había desesperación y un cansancio pesado, casi mortal. Su naturaleza era más cercana a la del matemático que a la del poeta, no había conocido hasta el momento la inspiración ni el éxtasis y había minutos en los que se sentía como un loco que busca la cuadratura del círculo en charcos de sangre humana. Ese enemigo con el que batallaba cada día, no podía infundirle respeto por sí mismo, se trataba de una densa red de tonterías, traiciones y mentiras, sucios insultos, de viles mentiras. Lo último que, al parecer, había aniquilado en él el deseo de vivir había sido el asesinato de un delator, que habían realizado por orden de la organización. Le mató tranquilamente, pero de pronto, al ver ese rostro muerto, falso, aunque ya tranquilo y a pesar de todo miserable, dejó de tener respeto por sí mismo y por sus actos. No es que sintiera arrepentimiento sino simplemente dejó de apreciarse, se convirtió en alguien poco interesante, poco importante y aburridamente ajeno para sí mismo. Pero como hombre de voluntad única e indivisible, no abandonó la organización y de puertas afuera siguió siendo el mismo, aunque en sus ojos se asentó algo frío y siniestro. Y no le dijo nada a nadie.

Poseía además una cualidad rara: del mismo modo que hay gente que nunca ha sufrido un dolor de cabeza, él no sabía lo que era el miedo. Y cuando los otros tenían miedo no los juzgaba, pero tampoco los tenía una compasión especial, era como si se tratara de una enfermedad bastante extendida que sin embargo él nunca había padecido. Compadecía a sus compañeros, especialmente a Vasia Kashirin, pero se trataba de una compasión fría, casi oficial, que probablemente no le era ajena a algunos de los jueces.

Werner comprendió que la condena no era únicamente la muerte, sino que era otra cosa, pero aun así decidió recibirla con tranquilidad, como algo que no tenía relación con él: vivir hasta el final como si no hubiera pasado nada y nada fuera a pasar. Ésta era la única manera que tenía de mostrar el mayor desprecio hacia la condena y conservar la última e irreductible libertad de espíritu. Durante el juicio, y esto puede que no lo creyeran siquiera sus camaradas que conocían bien su fría e insensible arrogancia, no pensaba en la muerte o en la vida, sino que concentrado, con la más profunda y tranquila atención, terminaba una complicada partida de ajedrez. Era un excelente jugador de ajedrez, había comenzado esta partida el primer día de encierro y la continuaba de forma ininterrumpida. Ni siquiera la sentencia que le condenaba a morir en la horca consiguió mover una figura del tablero invisible.

Ni siquiera el hecho de que fuera evidente que no podría terminar la partida le detuvo y la mañana del último día que le quedaba en la tierra la comenzó corrigiendo un paso no del todo afortunado del día anterior. Apretando los brazos entre las rodillas, se sentaba inmóvil durante largo rato, después se levantaba y comenzaba a andar mientras pensaba. Tenía una manera de andar peculiar: inclinaba un poco hacia delante la parte superior del tronco y golpeaba preciso y fuerte la tierra con los tacones, incluso en la tierra seca sus pasos dejaban una huella clara y profunda. En voz baja y de un solo soplo silbaba una sencilla aria italiana, esto le ayudaba a pensar.

Pero las cosas esta vez por alguna razón salieron mal. Con el desagradable sentimiento de haber cometido algún fallo importante, deshizo varios pasos de la jugada y comenzó a repasar la partida casi desde el principio. No encontró errores, pero la sensación de haber cometido un error no sólo no desapareció sino que se hizo cada vez más fuerte y enojosa. Y de pronto surgió una idea inesperada y ofensiva: ¿no estaría intentando con la partida de ajedrez distraer su atención de la condena y protegerse así del miedo a la muerte que parece ser inevitable para el condenado?

—¡No, para qué! —contestó cerrando fría y tranquilamente el invisible tablero. Y con la misma atención y concentración con la que jugaba, como si estuviera respondiendo a las preguntas de un severo examen, intentó hacer un informe de lo terrorífico e irreversible de su situación. Después de observar la celda intentando no pasar nada por alto, contó las horas que le quedaban para la ejecución, se hizo una idea aproximada y bastante precisa del momento de la ejecución y se encogió de hombros.

—¿Y? —dijo como si respondiera a alguien— eso es todo, ¿dónde está el miedo? —y ciertamente no había miedo. Y no sólo no había miedo sino que comenzó a crecer algo completamente opuesto, un sentimiento de una felicidad difusa pero inmensa y atrevida. Y el error que seguía sin aparecer, ya no le provocaba enojo, ni frustración sino que a su vez invocaba algo bueno e inesperado, como si hubiera dado por muerto a un amigo querido y cercano y de pronto éste apareciera sano y salvo riéndose.

Werner volvió a encogerse de hombros y se palpó el pulso. El corazón latía acelerado pero fuerte y regular, con una sonora fuerza. Como un novato que acabara de entrar en la cárcel, volvió a mirar de nuevo con atención las paredes, los cerrojos, la silla atornillada al suelo y pensó:

«¿Por qué me siento tan ligero, tan feliz, tan libre? Especialmente libre. Pienso en la ejecución de mañana y como si no existiera. Miro los muros y como si no hubiera muros. Y estoy tan libre como si no estuviera en la cárcel, sino que acabara de salir de una cárcel en la que había estado encerrado toda la vida. ¿Qué me pasa?».

Las manos le comenzaron a temblar, un hecho inaudito para Werner. El pensamiento comenzó a latir cada vez con más furia. Parecía como si en la cabeza se le encendieran lenguas de fuego, un fuego que luchaba por llegar al exterior e iluminar la amplía lejanía nocturna todavía oscura. Hasta que finalmente se abrió paso y la extensa lejanía comenzó a brillar iluminada.

Desapareció el turbio cansancio que había consumido a Werner durante los dos últimos años y del corazón cayó muerta una serpiente fría y pesada, con los ojos cerrados y una mueca mortal en la boca. Su maravillosa juventud regresó jugando ante el rostro de la muerte. Y era algo más que su maravillosa juventud. Con esa asombrosa claridad de espíritu que en contados minutos cubre al hombre y le alza hasta las cumbres más altas de la contemplación, Werner de pronto vio la vida y la muerte y se quedó asombrado ante la grandeza del inaudito espectáculo. Parecía como si anduviera por la cima de una cordillera tan estrecha como el filo de un cuchillo y a un lado viera la vida y al otro la muerte como dos bellos mares brillantes y profundos que se fundían en el horizonte en una ancha extensión sin límites.

—¿Qué es esto? ¡Qué visión divina! —dijo lentamente, levantándose de forma involuntaria y enderezándose como si se encontrara en la presencia de un ser superior. Y demoliendo los muros, el espacio y el tiempo con el ímpetu de su penetrante mirada, pasó la vista por algún lugar de las profundidades de la vida que abandonaba.

La vida le pareció algo nuevo. No intentó como antes reproducir con palabras lo que veía, no había palabras para ello en la lengua humana tan pobre y escueta. Ese algo pequeño, sucio y feo que despertaba en él el desprecio por la gente y que incluso le provocaba repugnancia ante la visión de un rostro humano, desapareció completamente, del mismo modo que para alguien que se sube a un globo aerostático desaparece la inmundicia y la suciedad de las calles estrechas de la ciudad que deja atrás y la fealdad se convierte en belleza.

En un impulso inconsciente Werner se acercó a la mesa y se apoyó en ella con la mano derecha. Orgulloso y poderoso por naturaleza, nunca había adoptado una pose tan orgullosa libre y poderosa, nunca había girado así el cuello, nunca había mirado así, porque nunca había sido tan libre y poderoso como aquí, en la cárcel, a pocas horas de la ejecución y la muerte.

Y la gente tomo un nuevo aspecto, a su mirada iluminada adquirieron un aspecto agradable y encantador. Planeando sobre el tiempo vio con claridad como la joven humanidad ayer mismo aullaba como las fieras en los bosques y aquello que le parecía horroroso en la gente, imperdonable y mezquino, de pronto se transformó en ternura, como la ternura hacia un niño, hacia su incapacidad para andar como andan los adultos, su incoherente balbuceo que brilla con chispas de genialidad, sus divertidos fallos, errores y sus terribles magulladuras.

—¡Queridos míos! —sonrió de pronto inesperadamente Werner y perdió de pronto toda la inspiración de su pose, de nuevo se convirtió en un prisionero, agobiado e incomodo en su encierro y un tanto aburrido del insistente ojo que escudriñaba, saliendo de la masa de la puerta. Y es extraño que prácticamente en un instante se había olvidado de lo que acababa de ver con tanta claridad y detalle y, lo que era más terrible, ni siquiera intentó recordarlo. Únicamente se acomodó, sin su habitual sequedad en la posición del cuerpo y con una sonrisa débil y delicada que le era ajena a su estilo, contempló los muros y las rejas. Sucedió algo aún más novedoso, que nunca le había pasado, de pronto comenzó a llorar.

—¡Queridos camaradas! —susurró y lloró amargamente—. ¡Queridos camaradas! —¿Por qué misteriosos caminos pasó del sentimiento de orgullo e infinita libertad a esta delicada y terrible compasión? Ni lo sabía ni pensó en ello. Y su rejuvenecido corazón que acababa de resucitar no sabía si se compadecía de ellos, de sus queridos camaradas o sus lágrimas ocultaban en él algo todavía más elevado y pasional. Lloraba y susurraba:

—¡Queridos camaradas! ¡Queridos camaradas míos!

En este hombre que lloraba amargamente y sonreía a través de las lágrimas nadie podría reconocer al frío y arrogante, cansado e insolente Werner; ni los jueces, ni los camaradas ni siquiera él mismo.

SE LOS LLEVAN AL PATÍBULO

Antes de sentar a los condenados en las carretas, reunieron a los cinco en una enorme habitación fría de techo abovedado que parecía una oficina en desuso o un recibidor vacío y les permitieron hablar entre sí.

Pero tan sólo Tanya Kovalchuk se aprovechó inmediatamente del permiso. El resto se mantuvo en silencio y se dieron un fuerte apretón con manos frías como el hielo y calientes como el fuego, y en silencio intentando no mirarse, se agolpó el grupo distraído e incómodo. Ahora que estaban juntos parecía como si se avergonzaran de lo que cada uno de ellos había experimentado en soledad y tenían miedo de mirar para no ver y no mostrar eso nuevo, especial, algo vergonzoso que cada uno de ellos sentía o sospechaba detrás de sí.

Pero de pronto se miraron los unos a los otros, se sonrieron e inmediatamente se sintieron relajados y sencillos, como antes, no había habido ningún cambio y si había sucedido algo, se había aposentado sobre todos de forma tan parecida que individualmente ninguno notó la diferencia. Todos hablaban y se movían de forma extraña: a ráfagas, a borbotones o demasiado despacio o demasiado rápido, a ratos se atropellaban con las palabras y las repetían muchas veces, a veces dejaban a medias una frase empezada o pensaban que la habían dicho sin darse cuenta. Todos entornaban los ojos y miraban las cosas más comunes con curiosidad sin reconocerlas, como la gente que normalmente lleva gafas y de pronto se las quitan, se giraban a menudo con violencia como si detrás de sí alguien les estuviera mostrando algo o les estuviera gritando constantemente. Pero de esto tampoco se daban cuenta. A Musia y a Tanya Kovalchuk les ardían las orejas y las mejillas, Serguei estaba un tanto pálido al principio pero pronto se recuperó y volvió a ser el de siempre.

Tan sólo prestaron atención a Vasili. Incluso rodeado de los demás estaba extraño y resultaba aterrador. Werner conmovido dijo en voz baja a Musia con una tierna intranquilidad:

—¿Qué sucede Musechka? ¿Acaso… eh? ¿Qué? Hay que hablar con él.

Vasili desde algún lugar en la lejanía, miró a Werner como si no le reconociera y bajó la mirada.

—Vasia, ¿qué es lo que te ha pasado en el pelo, eh? ¿Qué te pasa? No pasa nada hermano, nada, no pasa nada, ya queda poco. Aguanta, aguanta.

Vasili guardaba silencio. Y cuando ya parecía que no iba a decir nada, llegó una respuesta sorda, atrasada, terriblemente lejana, como la que podría haber dado una tumba a muchos llamamientos.

—Estoy bien. Aguanto.

Y repitió.

—Aguanto.

Werner se alegró.

—Eso es, eso es. Muy bien. Aguanta.

Pero se encontró con la impetuosa, oscura y lejana mirada que venía de la profundidad más lejana y pensó con una instantánea tristeza «¿Desde dónde mira? ¿Desde dónde habla?», y con una profunda ternura como sólo se le habla a las tumbas, dijo:

—Vasia ¿me oyes? Te quiero mucho.

—Y yo a ti también te quiero mucho —respondió moviendo la lengua con dificultad.

De pronto Musia cogió a Werner de la mano y mostrando su sorpresa, con afectación casi teatral, dijo:

—Werner, ¿qué te sucede? ¿Has dicho «quiero»? Tú nunca le has dicho a nadie te quiero. ¿Y por qué estás tan… luminoso y suave? ¿Y qué?

—¿Y qué?

Y como un actor expresando con afectación lo que sentía, Werner apretó con fuerza la mano a Musia:

—Sí, ahora amo con fuerza. No se lo digas a los demás, no hace falta, me avergüenza pero quiero con fuerza.

Sus miradas se encontraron y resplandecieron y todo se apagó alrededor de igual modo que ante el resplandor de un rayo se ocultan todos los demás fuegos y hasta la llama más amarilla y pesada lanza su sombra sobre el suelo.

—Sí —dijo Musia—. Sí Werner.

—Sí —respondió él—. ¡Sí, Musia, sí!

Algo quedó sobrentendido entre ellos y fue confirmado de forma inquebrantable. E iluminado por las miradas Werner se conmovió de nuevo y fue rápidamente hacia Serguei.

—¡Seriozha!

Pero contestó Tanya Kovalchuk. Exaltada, a punto de llorar de orgullo materno, agarrada a la manga de Serguei con frenesí.

—¡Mira Werner! ¡Yo llorando por él, atormentándome y él…! ¡se dedica a hacer gimnasia!

—¿Con el método Muller? —se sonrió Werner.

Serguei frunció el ceño confundido:

—Werner, no se de que te ríes. Estoy convencido completamente de que…

Todos se echaron a reír. Relacionándose entre ellos, sacando fuerzas y fortaleza, poco a poco volvieron a ser como antes, pero no se dieron tampoco cuenta de esto, pensaban que todo el tiempo seguían siendo los mismos. De pronto Werner interrumpió la carcajada y con extrema seriedad le dijo a Serguei:

—Tienes razón, Seriozha. Tienes toda la razón.

—No, entiéndeme —se alegró Golovin—, por supuesto que vamos a…

Pero en ese momento les pidieron que salieran. Y fueron tan amables que les permitieron sentarse en parejas como quisieran. En general habían sido muy amables casi demasiado: o bien querían manifestar su condición humana o dar a entender que no estaban ahí y que todo se hacía solo. Pero estaban pálidos.

—Tú Musia, con él —dijo Werner señalando a Vasili, que estaba inmóvil de pie.

—Entiendo —asintió Musia con la cabeza—. ¿Y tú?

—¿Yo? Tanya con Serguei, tú con Vasia… yo iré solo. No pasa nada, yo puedo, ya sabes.

Cuando salieron a la oscuridad del patio, la humedad les golpeó con calor en la cara y en los ojos con fuerza y delicadeza, les arrebató el aliento, atravesando limpiadora y tierna todo su tembloroso cuerpo. Era difícil creer que aquello que resultaba tan sorprendente fuera tan sólo un viento primaveral, un viento húmedo y cálido. Y esta sorprendente noche primaveral olía a nieve derritiéndose a espacio infinito, resonaban con las gotas de agua. Éstas, diligentes y constantes, persiguiéndose unas a otras caían rápidas y tintineaban amistosamente una sonora canción, de pronto una de las voces desentonaba y todo se confundía en un alegre chapoteo, en una ajetreada confusión. Después una gota grande severa golpeaba con fuerza y de nuevo, concisa y sonora, tintineaba la apresurada canción primaveral. Y sobre la ciudad, por encima de los tejados de la fortaleza, se asentaba el pálido resplandor de las luces eléctricas.

—Uahhhhh —bostezó Serguei Golovin y contuvo el aliento como si le diera penar expulsar de los pulmones un aire tan fresco y maravilloso.

—¿Hace mucho que hace este tiempo? —Se informó Werner—. Ya es plena primavera.

—Éste es el segundo día —fue la atenta y amable respuesta—, por lo demás heladas en general.

Las oscuras carretas se acercaron rodando con suavidad una tras otra, los subieron de dos en dos y salieron hacia la oscuridad, donde, bajo el portón, se balanceaba un farol. Las grises siluetas de los vigilantes rodeaban los coches y las herraduras de los caballos repicaban con sonoridad o crujían sobre la húmeda nieve.

Cuando Werner, inclinándose, se disponía a subirse a la carreta, el gendarme dijo de forma indefinida:

—Aquí hay otro más que va con vosotros.

Werner se sorprendió:

—¿A dónde? ¿A dónde va? ¡Ah sí! ¿Otro más? ¿Quién es?

El soldado guardó silencio. Ciertamente, en un rincón de la carreta, en la oscuridad, se apretujaba algo pequeño, inmóvil, pero vivo. El roce de un rayo de luz del farol hizo brillar un ojo abierto. Al sentarse Werner golpeó con la pierna su rodilla.

—Perdone camarada.

Éste no respondió. Únicamente cuando la carreta comenzó a agitarse, preguntó súbitamente en un ruso deslavazado y tartamudeando:

—¿Quién es usted?

—Yo soy Werner, condenado a la horca por atentar contra N. N. ¿Y usted?

—Yo soy Janson. No me tienen que colgar.

Iban a enfrentarse cara a cara dentro de dos horas al gran misterio indescifrable, pasar de la vida a la muerte, y se acababan de conocer. La vida y la muerte iban al tiempo en dos planos y hasta el último momento, hasta en los detalles más chistosos o absurdos, la vida seguía siendo vida.

—¿Y qué es lo que ha hecho, Janson?

—Le clavé un cuchillo a mi señor. Robé dinero.

Por la voz parecía que Janson se estaba quedando dormido. En la oscuridad Werner encontró su mano lacia y la apretó. Janson apartó la mano igual de lánguido.

—¿Tienes miedo? —preguntó Werner.

—No quiero.

Se callaron. Werner de nuevo cogió la mano del estonio y la apretó fuerte entre sus palmas secas y calientes. La mano se quedó tiesa, como una tabla, pero Janson no volvió a intentar apartarla.

La carreta era estrecha y agobiante, olía a uniforme de soldado, a rancio, a estiércol y a cuero de botas húmedas. El joven gendarme que se sentaba frente a Werner le exhalaba en la cara su cálido aliento mezcla de cebolla y tabaco barato. Pero a través de alguna rendija se colaba un aire fresco y penetrante y gracias a eso, en la pequeña y agobiante caja en movimiento, la primavera se sentía todavía más fuerte que fuera. La carreta giraba a la derecha, a la izquierda o hacía como que daba la vuelta, a veces parecía que llevaban horas dando vueltas al mismo sitio. Al principio, a través de las espesas cortinas echadas, se colaba por las ventanas la azulada luz eléctrica, después, súbitamente, al girar una esquina oscureció y sólo por esto podía uno adivinar que habían llegado a las apartadas calles de las afueras y que se estaban acercando a la estación de S. A veces cuando tomaban una curva cerrada la rodilla viva y encogida de Werner chocaba amistosamente con la rodilla tan viva y tan encogida como la del gendarme y se hacía muy difícil creer en la ejecución.

—¿A dónde vamos? —preguntó de pronto Janson.

La cabeza le daba un poco vueltas del constante girar dentro de la caja oscura y tenía arcadas.

Werner le contestó y apretó más fuerte la mano del estonio. Quería decirle algo especialmente amistoso, amable a esta pequeña y soñolienta persona y ya le amaba como a nada en la vida.

—¡Querido! Parece que estás incomodo ahí sentado. Acércate a mí.

Janson calló y después respondió:

—No gracias, estoy bien. ¿A ti también te van a colgar?

—También —respondió Werner inesperadamente alegre casi con una carcajada y agitó la mano de una forma fresca y ligera. Parecía como si se tratara de alguna broma absurda y tonta que les estuvieran haciendo unos amigos cercanos pero terriblemente bromistas.

—¿Tienes mujer? —preguntó Janson.

—No. ¡Qué dices! Estoy soltero.

—Yo también estoy soltero. Soltera —se corrigió Janson después de pensar.

A Werner comenzó a darle vueltas la cabeza. Y durante unos minutos le pareció que se dirigían a alguna fiesta, extraño, pero casi a todos los que iban a la ejecución sentían lo mismo y junto a la tristeza y el terror, se alegraban vagamente de eso tan indefinido que estaba teniendo lugar. La realidad se emborrachó de locura y la muerte al juntarse con la vida dio a luz espectros. Era muy probable que en las casas ondearan banderas.

—¡Ya hemos llegado! —dijo Werner alegre y curioso cuando se detuvo la carreta y saltó ligero.

Pero con Janson la cosa fue más complicada. En silencio y muy lánguido se negó a salir. Se agarraba del manillar y el gendarme soltaba los dedos sin fuerza y le liberaba la mano, se agarraba de una esquina, de la puerta, de las altas ruedas e igualmente con poco esfuerzo el gendarme le soltaba. Más que agarrarse, el silencioso Janson simplemente se pegaba soñoliento a cualquier objeto y se desprendía fácilmente y sin esfuerzo. Al final se levantó.

No había banderas. La estación estaba tan oscura, tan vacía y tan sin vida como si fuera de noche, los trenes de pasajeros todavía no salían y para el tren que esperaba en silencio a estos pasajeros no hacían falta luces brillantes ni revuelo de ningún tipo. Y de pronto Werner se sintió aburrido. No sintió miedo, ni tristeza sino un aburrimiento enorme, un aburrimiento lento y abrumador, que le provocaba ganas de ir a algún sitio, tumbarse y cerrar fuertemente los ojos. Werner se estiró y bostezó durante un buen rato. Janson también se estiró y bostezó varias veces seguidas.

—¡Ya podía ser más rápido! —dijo Werner cansado.

Janson calló y se encogió.

Cuando en la plataforma sin gente, acordonada por soldados, los condenados se acercaron a los mal iluminados vagones, Werner coincidió con Serguei Golovin y éste, señalándole con la mano algún sitio a un lado, comenzó a hablar y tan sólo se oyó con claridad la palabra «farola» mientras que el final se hundía en un cansado y prolongado bostezo.

—¿Qué dices? —preguntó Werner, respondiendo con un bostezo también.

—El farol. La lámpara echa humo —dijo Serguei.

Werner miró. Ciertamente la lámpara del farol humeaba con fuerza y los cristales de arriba ya habían comenzado a ennegrecer.

—Si, está humeando.

Y de pronto pensó «¿Y a mí qué me importa por cierto que humee la lámpara cuando…?». Era evidente que Serguei pensaba lo mismo: miró rápido a Werner y se dio la vuelta. Pero los dos dejaron de bostezar.

Todos fueron por su pie hasta los vagones y únicamente hubo que arrastrar a Janson. Al principio se apuntalaba con las piernas como si quisiera pegar las suelas a las tablas del andén, después dobló la rodilla y quedó colgado de los brazos de los gendarmes, arrastrando las piernas como si estuviera muy borracho y con las punteras rechinando por la madera. En la puerta estuvieron un buen rato empujándole, pero en silencio.

Vasili Kashirin también iba sólo, imitando confuso los movimientos de sus camaradas, hacía todo como ellos. Pero en el momento de entrar en el vagón se echó atrás y el gendarme le cogió del codo para sujetarle, Vasili se estremeció y retirando el brazo emitió un grito penetrante:

—¡Ay!

—Vasia ¿qué te pasa? —se lanzó hacia él Werner.

Vasili se quedó en silencio y tembló con fuerza. El gendarme confuso e incluso acongojado explicó:

—Quería sostenerle, pero ellos…

—Vamos Vasia, yo te agarro —dijo Werner y se acercó a cogerle del brazo. Pero Vasili retiró el brazo de nuevo y gritó aún más fuerte:

—¡Ay!

—Vasia, soy yo, Werner.

—Ya lo sé, no me toques. Ya voy yo solo.

Y, todavía temblando, entró en el vagón por su propio pie y se sentó en un rincón. Inclinándose hacia Musia, Werner le preguntó en voz baja señalando con la mirada a Vasili:

—¿Qué tal?

—Mal —contestó Musia igual de bajo—. Ya está muerto. Werner dime, ¿acaso existe la muerte?

—No lo sé Musia, pero creo que no —respondió Werner con seriedad y meditativo.

—Yo tampoco lo creo. ¿Pero él? Lo he pasado muy mal con él en la carreta, era como si fuera con un muerto.

—No sé Musia. Puede ser que para algunos sí que exista la muerte. Adiós y dejas de existir del todo. Para mí existía la muerte y ahora no.

Las mejillas, un tanto pálidas, de Musia se encendieron.

—¿Existía Werner? ¿Existía?

—Existía. Ahora no. Como para ti.

En las puertas del vagón se escuchó un ruido. Haciendo ruido con los tacones y con su sonora respiración, escupiendo a los lados entró Mishka el gitano. Echó una mirada y se detuvo en seco.

—¡Aquí no hay sitio gendarme! —le gritó al cansado gendarme que le miraba con enfado—. Consígueme un sitio donde vaya holgado o si no, no voy, colgadme aquí mismo de un farol. Menuda carreta me habéis dado también, hijos de perra, ¿acaso eso es una carreta? ¡Un maldito tartana y no una carreta es lo que es!

Pero de pronto inclinó la cabeza, estiró el cuello y así siguió hacia delante, donde estaban los demás. Sus ojos negros enmarcados por sus greñas despeinadas y su barba, miraban salvajes y fieros, con una expresión un tanto enloquecida.

—¡Oh! ¡Señores! —continuó—. Aquí estamos. Buenos días señor.

Golpeó el brazo de Werner y se sentó enfrente e inclinándose cerca le guiñó un ojo y pasó rápidamente la mano por el cuello.

—También, ¿no?

—También —sonrió Werner.

—¿Es que todos…?

—Todos.

—¡Aha! —dijo el gitano mostrando los dientes y tanteó con la mirada rápidamente a todos, se detuvo un instante más en Musia y en Janson. Y de nuevo le hizo un gesto a Werner.

—¿El ministro?

—El ministro. ¿Y tú?

—Yo señor por otra razón. ¡El ministro queda muy alto para nosotros! Yo señor soy un bandido, eso es lo que soy. Un asesino. No hay nada de lo que avergonzarse señor, no se ha juntado con esta compañía por voluntad. En el otro mundo hay sitio para todos.

Salvaje, por debajo del pelo enmarañado, dirigió a todos una mirada impetuosa, desconfiada. Pero todos le miraron en silencio y con seriedad e incluso con visible simpatía. Enseñó los dientes y palmeó en la rodilla a Werner rápidamente varias veces.

—¡Eso es lo que hay señor! Como dice la canción «No hagas ruido, verde robledal, déjame pensar mi triste pensamiento».

—¿Por qué me llamas señor si todos vamos a…?

—Cierto —asintió con gusto el gitano—. ¿Qué señor, ni qué nada cuando vas a colgar a mi lado? Ése es el que es el señor —dijo señalando con el dedo al silencioso gendarme—. Y ese vuestro de ahí no es pero que nosotros —dirigiendo la mirada hacia Vasili—. Será señor, pero aun así tiene miedo, ¿eh?

—No pasa nada —contestó girando la lengua con dificultad.

—¿Cómo que no pasa nada? No te avergüences, no hay nada de lo que avergonzarse. Sólo los perros mueven la cola y abren la boca cuando los van a colgar, pero tú eres un hombre. ¿Y quién es ese cateto? ¿No es de los vuestros?

Movió los ojos rápidamente de uno a otro mientras con un silbido escupía dulce saliva constantemente. Janson era un bulto inmóvil que se apretaba contra el rincón, agitó un poco las orejeras de su estropeado gorro de piel, pero no contestó nada. Contestó por el Werner:

—Apuñaló a un señor.

—¡Dios! —se sorprendió el gitano—, ¿cómo permiten apuñalar a gente así?

Hacía tiempo que el gitano miraba de reojo a Musia y ahora, girándose con rapidez, le clavó los ojos directamente.

—¡Señorita, pero si es una señorita! ¡Pero qué es esto! Tiene las mejillas sonrosadas y se ésta riendo. Mira se está riendo de verdad —agarró a Werner por la rodilla con unos dedos de hierro que parecían una garra—. Mira, mira.

Sonrojándose, con una sonrisa un tanto azorada, Musia también le miró a los ojos; directos y algo enloquecidos, profundos y salvajemente interrogadores.

Todos se quedaron en silencio.

Las ruedas sonaron intermitentes y diligentes, los pequeños vagones comenzaron a saltar por los estrechos raíles y a tomar velocidad lentamente. En una curva o en un cruce sonó el silbato débil y delicado, el maquinista tenía miedo de atropellar a alguien. Y resultaba terrible pensar que en el ajusticiamiento de unos condenados pudiera haber tanta rutina y diligencia, escrupulosidad y aplicación humana, que la acción más loca sobre la tierra se llevara a cabo de una forma tan sencilla y sensata. Los vagones corrían, dentro había gente sentada, como siempre van, y viajaban, como viajan normalmente, y después harían una parada, como siempre, «El tren se detendrá cinco minutos».

Y ahí llegaría la muerte, la eternidad, el gran misterio.

LLEGAN 

Los vagones viajaban afanosamente.

Serguei había vivido varios años seguidos en una casa en este mismo camino, a menudo iba allí tanto de día y como de noche y lo conocía bien. Si cerraba los ojos se podía imaginar que volvía a casa, que se le había hecho tarde en la ciudad en casa de unos amigos y que volvía en el último tren.

—Ya estamos llegando —dijo después de abrir los ojos y mirar la oscura ventana, que apresada por las rejas callaba.

Nadie se movió ni contestó, únicamente el gitano escupía con rapidez una vez tras otra su dulce saliva. Recorrió con la mirada el vagón, como palpando la ventana, las puertas, el soldado.

—Hace frío —dijo Vasili Kashirin con los labios apretados, como si ciertamente se le hubieran congelado y de la boca le salió algo así como «ze-fío».

Tania Kovalchuk se puso en marcha.

—El pañuelo, átatelo al cuello. El pañuelo calienta mucho.

—¿El cuello? —preguntó inesperadamente Serguei y se asustó con la pregunta.

Pero como todos habían pensado lo mismo, nadie lo escuchó, como si nadie hubiera dicho nada o todos hubieran dicho la misma palabra a la vez.

—No pasa nada, Vasia, átatelo, tendrás menos frío —le aconsejó Werner, después se volvió a Janson y le preguntó con dulzura.

—Querido, ¿y tú no tienes frío, eh?

—Werner, puede ser que quiera fumar. Camarada, ¿quizás quiera fumar? —preguntó Musia—, tenemos.

—¡Quiero!

—Dale un cigarrillo, Serezha —se alegró Werner.

Pero Serguei ya había sacado el cigarrillo. Y todos contemplaron con amor como los dedos de Janson tomaban el cigarrillo, cómo ardía la cerilla y de la boca de Janson salía el humo azulado.

—Gracias —dijo Janson—. Es bueno.

—¡Qué extraño! —dijo Serguei.

—¿Qué es lo que es extraño? —se giró Werner—. ¿Qué es extraño?

—Eso, el cigarrillo.

Sujetaba el cigarrillo, un cigarrillo normal, entre unos dedos vivos normales y lo contemplaba pálido, con sorpresa, casi hasta con cierto horror. Y todos clavaron los ojos en el fino cilindro, de su extremo salía una cinta azul de humo que giraba sobre si misma arrastrada a hacia el lado del filtro, después se oscureció y se convirtió en ceniza. Se apagó.

—Se apagó —dijo Tanya.

—Sí, se apagó.

—¡Que se vaya al diablo! —dijo Werner, frunciendo el entrecejo y mirando con desasosiego a Janson, cuya mano, que sujetaba el cigarrillo, colgaba como si estuviera muerta. De pronto el gitano se giró rápidamente, se inclinó muy cerca, cara con cara hacia Werner y girando los ojos, susurro como un caballo:

—Señor, y por qué no les… a los guardianes… ¿eh? ¿Probamos?

—No, mejor no —le respondió también en un susurro Werner—. Apura el vaso hasta el fondo.

—¿Y pa qué? Con una pelea todo es más divertido, ¿eh? Yo a él, él a mí y no te das cuenta de que te han pinchado. Como si no te murieras.

—No, no hace falta —dijo Werner y se volvió hacia Janson—. Querido, ¿por qué no fumas?

De pronto el flácido rostro de Janson se frunció, como si de un golpe alguien hubiera tirado de un hilo que pusiera en marcha las arrugas y todas ellas se contrajeron. Y como a través de un sueño, Janson comenzó a gimotear, sin lágrimas, con una voz seca, casi fingida:

—No quiero fumar. ¡Ga, ga, ga! No me tienen que ahorcar. ¡Ga, ga, ga!

Todos se arremolinaron a su alrededor. Tanya Kovalchuk llorando profusamente, le acariciaba el brazo y le colocaba las orejeras colgantes de su gorro pelado:

—¡Querido mío! Cariño, no llores, ¡pero querido! ¡Desdichado mío!

Musia miró a un lado. El gitano captó su mirada y mostró los dientes.

—¡Su señoría es un tío raro! Bebe té y tiene la panza fría —dijo con una risilla corta. Pero su misma cara comenzó a volverse azul oscuro como el hierro colado y los grandes dientes amarillos comenzaron a castañear.

De pronto los vagones se estremecieron y se ralentizaron. Todos menos Janson y Kashirin se incorporaron un poco y se volvieron a sentar igual de rápido.

—¡La estación! —dijo Serguei.

Respirar se hizo tremendamente difícil, como si de pronto hubieran extraído todo el aire del vagón. El corazón ensanchado explotaba en el pecho, se subió a la garganta, se agitaba enloquecido, gritaba horrorizado con su voz de sangre. Pero los ojos miraban hacia abajo al tembloroso suelo y los oídos escuchaban como las ruedas comenzaron a girar cada vez más despacio, resbalaban, giraban de nuevo y se detenían súbitamente.

El tren se detuvo.

En ese mismo momento dio comienzo un sueño. No es que fuera demasiado terrible, sino espectral, sin memoria y en cierto modo ajeno: los que lo soñaban quedaba apartados y únicamente sus espectros se movían, incorpóreos, hablaban sin sonido, sufrían sin sufrimiento. En un sueño salieron del vagón, se dividieron por parejas, aspiraron el aire especialmente fresco, selvático y primaveral. Janson, en un sueño, opuso resistencia con torpeza y sin fuerza, y en silencio lo arrastraron fuera del vagón.

Descendieron por los escalones.

—¿Acaso vamos a ir a pie? —Preguntó alguien casi con alegría.

—Está aquí no muy lejos —respondió otro desconocido igual de alegre.

Después formando un grupo grande, silencioso y oscuro atravesaron a pie el bosque por un camino mal alisado, húmedo y suavemente primaveral. La nieve hacía que del bosque surgiera un aire fresco y recio; los pies se resbalaban, a veces se hundía en la nieve y las manos se agarraban involuntariamente al compañero, los vigilantes respirando fuerte, con dificultad, se movían a los lados por la nieve virgen. Se escuchó la voz de alguien decir con enfado:

—Podían haber limpiado los caminos. Hay que andar revolcándose aquí en la nieve.

Alguien se justificó con culpabilidad.

—Los han limpiado su excelencia. Es el deshielo, no hay nada que hacer.

La conciencia volvió, aunque no del todo, sino a retazos, en extraños pedazos. Y de pronto la mente corroboró aplicada «Ciertamente, ¿acaso no podían haberlos limpiado?».

Tan pronto se extinguía todo y quedaba sólo el olfato: el insoportable y punzante olor del aire, del bosque, de la nieve derritiéndose, como todo se volvía inusualmente claro, el bosque, la noche, el camino y el hecho de que ahora, en ese momento les iban a ahorcar. La conversación contenida fulguraba a retazos en un susurro:

—Pronto serán las cuatro.

—Ya te dije que salíamos pronto.

—Comienza a amanecer a las cinco.

—Sí, a las cinco.

En la oscuridad, en un pequeño claro, se detuvieron. A cierta distancia, a través de los escasos árboles clareados por el invierno, se movían en silencio dos faroles. Ahí se encontraban los patíbulos.

—He perdido un chanclo —dijo Serguei Golovin.

—¿Cómo? —dijo sin entender Werner.

—He perdido un chanclo. Tengo frío.

—Y ¿dónde está Vasili?

—No sé. Ahí está.

Vasili se encontraba de pie, oscuro e inmóvil.

—¿Y dónde está Musia?

—Estoy aquí. ¿Eres tú Werner?

Comenzaron a mirarse, evitando mirar hacia el lado donde en silencio los faroles continuaban balanceándose con terrible claridad. A la izquierda el bosque desnudo, como ralo, se entreveía algo grande, blanco, llano. Y de allí soplaba un viento fresco.

—El mar —dijo Serguei Golovin, inspirando y atrapando el aire con la boca—. Allí está el mar.

Musia contestó sonoramente.

—¡Mi amor es ancho como el mar!

—¿Qué dices Musia?

—Mi amor es ancho como el mar, las orillas de la vida no lo pueden contener.

—Mi amor es ancho como el mar —repitió pensativo Serguei sometiéndose al sonido de la voz y de las palabras.

—Mi amor es ancho como el mar… —repitió Werner sorprendiéndose con alegría de pronto—. ¡Muska! ¡Qué joven eres todavía!

De pronto, muy cerca, pegado a la oreja de Werner, se escuchó el ardiente, sofocante susurro del gitano:

—¡Señor, ey, señor! Es el bosque, ¿no? ¡Dios mío qué es esto! Y eso de ahí qué es, allí donde están los faroles, ¿la horca o qué? ¿Qué es eso, eh?

Werner echó una mirada: el gitano sufría la angustia previa a la muerte.

—Tenemos que despedirnos… —dijo Tania Kovalchuk.

—Espera, todavía tienen que leer la condena —contestó Werner. ¿Dónde está Janson?

Janson estaba tumbado en la nieve y junto a él trasteaban con algo. Súbitamente subió un penetrante olor a hidrato de amonio.

—¿Qué es lo que pasa ahí doctor? ¿Va a terminar pronto? —preguntó alguien impaciente.

—Nada un simple desmayo. Frótenle con nieve en las orejas. Ya vuelve en sí, puede leer.

La luz de farol tapado caía sobre el papel y sobre las manos blancas sin guantes. Tanto el primero como las segundas temblaban un poco, lo mismo que la voz:

—Caballeros, ya que conocen la sentencia ¿podemos pasar sin leerla?

—No la lea —respondió por todos Werner, y el farol se apagó rápidamente.

Todos rechazaron también al cura. El gitano dijo:

—Padre, deja de hacer el tonto, tú me perdonas y ellos me cuelgan. Vete por dónde has venido.

Y la oscura y ancha silueta se alejó rápido y en silencio hacia las profundidades. Por lo que parecía había empezado a amanecer: la nieve comenzó a blanquear, las siluetas de la gente a oscurecerse y el bosque clareo, más triste y sencillo.

—Caballeros, tienen que ir en pares. Distribúyanse como quieran, sólo les pido que se den prisa.

Werner señaló a Janson, que ya estaba en pie, sujetado por dos gendarmes:

—Yo con él. Y tú Serezha, ponte con Vasili. Ir los primeros.

—Vale.

—¿Yo contigo Musechka? —preguntó Kovalchuk—. Démonos un beso.

Se besaron todos rápidamente. El gitano besaba con fuerza, de tal forma que se notaban los dientes. Janson blando y flojo, con la boca medio abierta, parecía que no se diera cuenta ni de lo que hacía. Cuando Serguei Golovin y Kashirin ya se habían adelantado unos pasos, Kashirin se detuvo de pronto y dijo alto y claro pero con una voz desconocida de una forma que le era totalmente ajena:

—¡Adiós camaradas!

—¡Adiós, camarada! —le gritaron.

Se fueron. Todo se quedó en silencio. Los faroles tras los árboles se detuvieron lentamente. Esperaron algún grito, alguna voz, algún tipo de ruido, pero allí había el mismo silencio que aquí y los faroles brillaban inmóviles.

—¡Ah, dios mío! —exclamó con voz ronca alguien. Todos miraron: era el gitano sufriendo de angustia antes de la muerte—. ¡Los están colgando!

—¿Qué es esto caballeros? ¿A mí me toca ir solo o qué? Acompañado es más ameno. ¡Caballeros! ¿Qué es esto?

Agarró a Werner de la mano apretando con unos dedos convulsos, como si estuvieran jugando:

—Señor, querido, ven tú por lo menos conmigo, ¿ah? ¡Hazme el favor, no te niegues!

Werner contestó sufriendo:

—No puedo querido. Voy con él.

—¡Ay dios mío! Así que voy solo. ¿Qué es esto? ¡Dios!

Musia dio un paso al frente y dijo suavemente:

—Ven conmigo.

El gitano se echó hacia atrás y giró salvajemente los ojos:

—¿Contigo?

—Sí.

—¡Fíjate! ¡Con lo pequeña que es! ¿No tienes miedo? Si así es, es mejor que vaya solo.

—No, no tengo miedo.

El gitano mostró los dientes.

—¡Fíjate! Pero si soy un bandido. ¿No me desprecias? Si es así mejor que no vengas. No me voy a enfadar contigo.

Musia se mantuvo en silencio, bajo la leve iluminación del amanecer su rostro tenía un aspecto pálido y enigmático. Después, súbitamente se acercó al gitano y, pasando la mano por detrás del cuello, le besó con fuerza en los labios. Él la agarró con los dedos de los hombros y la apartó admirado y comenzó a darle ruidosos besos en los labios, en la nariz, en los ojos.

—¡Vamos!

De pronto el soldado más cercano se tambaleó y abrió las manos dejando caer el fúsil. Pero no se inclinó para recogerlo sino que se mantuvo un instante inmóvil, se giró bruscamente y como un ciego comenzó a andar por la nieve virgen hacia el bosque.

—¿A dónde vas? —susurró asustado un segundo—. ¡Quieto!

Pero el otro, con la misma dificultad y en el mismo silencio se arrastraba por la profunda nieve, pareció como si se hubiera tropezado con algo, agitó las manos y se cayó de bruces al suelo. Allí se quedó tumbado.

—¡Coge el arma polizonte! ¡O si no la cojo yo! —dijo amenazante el gitano—. ¿No sabes tus obligaciones?

Los faroles de nuevo volvieron a ponerse en marcha con aire atareado. Llegó el turno de Werner y Janson.

—¡Adiós señor! —dijo alto el gitano—. Cuando nos veamos en el otro mundo, nos reconoceremos, no te des la vuelta. Y cuando me veas traeme algo de agua, tendré calor ahí.

—¡Adiós!

—No quiero —dijo débilmente Janson.

Pero Werner le tomó de la mano y el estonio recorrió algunos pasos él solo, después se detuvo y cayó a la nieve. Se inclinaron sobre él, lo alzaron y lo portaron, mientras forcejeaba débil contra las manos que los arrastraban. ¿Por qué no gritaba? Probablemente se había olvidado de que tenía voz.

Y de nuevo los brillantes faroles se detuvieron inmóviles.

—Entonces Musechka se queda sola —dijo con tristeza Tanya Kovalchuk—. Vivimos juntos y ahora…

—Tanechka, querida…

Pero el gitano intervino con ardor. Cogiendo a Musia por el brazo como si temiera que se la pudieran arrebatar, comenzó a hablar deprisa y práctico:

—¡Ah señora! Tú puedes ir sola, eres un alma pura, tú puedes ir donde quieras sola. ¿Entiendes? Pero yo no. Siendo un bandido… ¿entiendes? No puedo ir solo. ¿A dónde vas asesino? ¡Yo robaba caballos, dios mío! Pero con ella es como…, como con un niño. ¿Lo entiendes?

—Lo he entendido. Id, id. Déjame que te bese otra vez, Musechka.

—Besaos, besaos —dijo a las mujeres el gitano animándolas—. Así tiene que ser, hay que despedirse bien.

Musia y el gitano se pusieron en marcha. La mujer iba circunspecta, avanzando mientras se agarraba por costumbre la falda y el hombre la llevaba del brazo hacia la muerte tanteando precavido el camino.

Los fuegos se detuvieron. Alrededor de Tania Kovalchuk todo estaba tranquilo y desierto. Los soldados callaban, grises bajo la luz apagada y descolorida del día que comenzaba.

—Tan sólo quedo yo —dijo repentinamente Tania y suspiró. Ha muerto Serezha y Werner y Vasia. Estoy sola. ¡Ey soldaditos, soldaditos!, estoy sola… Sola…

Sobre el mar comenzó a Salir el sol.

Pusieron a los cadáveres en los ataúdes. Después se los llevaron. Llegaron aquí con los cuellos estirados, con los ojos terriblemente desencajados, con la lengua hinchada y azul, saliendo de entre los labios, rociados de una espuma sangrienta, como una terrible flor desconocida. Y la nieve primaveral seguía siendo igual de suave y fragante y el aire primaveral seguía siendo igual de fresco y recio. Y el chanclo perdido de Serguei resaltaba negro contra la nieve, húmedo y aplastado.

Así saludaron al sol naciente.