Jean se detuvo a medio camino de las escaleras y se agarró a la barandilla. Se sentía atontada, como le pasaba a veces en lo alto de los rascacielos.
De pronto estaba todo muy claro.
Su relación con David había terminado. Cuando George le pegó, fue de George de quien se preocupó ella. De que se hubiese vuelto loco. De que hiciera el ridículo delante de todos los que conocían.
Ni siquiera sabía si David estaba aún en la casa.
Ojalá se hubiera dado cuenta el día anterior, o la semana anterior, o el mes anterior. Podría habérselo dicho a David. Él no habría asistido a la boda y nada de aquello habría ocurrido.
¿Cuánto hacía que George lo sabía? ¿Era saberlo la razón de su depresión? Esa cosa espantosa que se había hecho a sí mismo en la ducha. ¿Era culpa de ella?
Quizá su matrimonio se había acabado también.
Cruzó el rellano y llamó a la puerta de su habitación. Le llegó un gruñido del otro lado.
—¿George?
Se oyó otro gruñido.
Jean abrió la puerta y entró en la habitación. Estaba tumbado en la cama, medio dormido.
—Oh, eres tú —dijo, y se incorporó despacio hasta sentarse.
Jean se sentó en la butaca.
—George, mira…
—Lo siento —interrumpió él. Arrastraba un poco las palabras—. Ha sido imperdonable. Lo que he hecho en la carpa. A tu… a tu amigo. A David. No debería haberlo hecho.
—No —dijo Jean—. Soy yo la que no… —le estaba costando mucho hablar.
—Tenía miedo —George no parecía escucharla—. Miedo de… Para serte franco, no estoy seguro de saber de qué tenía miedo. De envejecer. De morirme. De morirme de cáncer. De morirme en general. De pronunciar el discurso. Las cosas se han vuelto un poco confusas. Casi olvidé que todos los demás estaban ahí.
—¿Cuánto hacía que lo sabías? —preguntó Jean.
—¿Que sabía qué?
—Que sabías… —no pudo decirlo.
—Oh, ya sé a qué te refieres —repuso George—. En realidad no importa.
—Necesito saberlo.
George reflexionó sobre eso durante un rato.
—El día que se suponía que me iba a Cornualles —George se balanceó un poco.
—¿Cómo? —preguntó Jean, perpleja.
—Volví aquí. Y os vi. Aquí dentro. En la cama. Se me quedó grabado en la retina, como suelen decir.
Jean se mareó.
—La verdad es que debería haber dicho algo en ese momento. Ya sabes, haberme desahogado.
—Lo siento, George. Lo siento mucho.
George apoyó las manos en las rodillas para calmarse.
—¿Qué va a pasar ahora? —preguntó ella.
—¿Qué quieres decir?
—Con nosotros.
—No estoy del todo seguro —repuso George—. No es una situación en la que haya estado muchas veces.
Jean no supo muy bien si George pretendía que eso fuese divertido.
Permanecieron sentados en silencio un rato.
Los había visto desnudos.
Haciendo el amor.
Realizando el acto sexual.
Fue como un carbón ardiendo en el interior de su cabeza, y la quemaba y escaldaba y no podía hacer absolutamente nada por evitarlo porque no podía decírselo a nadie. Ni a Katie. Ni a Ursula. Sencillamente iba a tener que vivir con eso.
Jamie llamó a la puerta. Mantuvieron una breve conversación con él y luego volvió a irse.
Jean se sintió mal por no haberle dado las gracias. Ahora veía lo bueno que había sido al pronunciar ese discurso. Tendría que decírselo más tarde.
Miró a George. Se hacía muy difícil saber qué estaba pensando. O si estaba pensando siquiera. Todavía se balanceaba un poco. No parecía sentirse muy bien.
—Quizá debería traerte un café —sugirió Jean—. Quizá debería traer café para los dos.
—Sí, me parece muy buena idea —respondió George.
Jean fue en busca de dos tazas de café a la cocina felizmente desierta.
George apuró su taza de un largo trago.
Jean necesitaba hablar sobre David. Necesitaba explicar que todo había acabado. Necesitaba explicar por qué había ocurrido. Pero estaba bastante segura de que George no quería hablar del tema.
Al cabo de unos minutos, George dijo:
—Me ha parecido que el salmón estaba bueno.
—Sí —convino Jean, aunque tuvo problemas para recordar qué tal estaba el salmón.
—Y los amigos de Katie me han parecido un grupo bien agradable. Sospecho que ya conocía a algunos de ellos de antes, pero no soy muy bueno recordando caras.
—Sí que parecen agradables —dijo Jean.
—Qué pena ver a esa joven en la silla de ruedas —comentó George—. Parecía muy guapa. Una pena horrible.
—Sí —repuso Jean.
—Bueno —dijo George. Se puso en pie.
Jean lo ayudó.
—Será mejor que bajemos. No ayuda que estemos aquí arriba sentados. Probablemente estamos haciendo que haya un ambiente raro.
—Vale —dijo Jean.
—Gracias por el café —añadió George—. Ahora me siento un poco más seguro —se detuvo en la puerta—. ¿Por qué no vas tú primero? Necesito hacer una visita al lavabo de chicos —y se fue.
De manera que Jean bajó y salió para dirigirse a la carpa y George tenía razón con lo del ambiente porque todo el mundo parecía haberla estado esperando, lo cual le hizo sentirse muy incómoda. Pero Ursula se acercó y la abrazó y Douglas y Maureen la llevaron a una mesa y le dieron un segundo café y más vino y unos minutos después bajó George y se sentó a otra mesa y Jean trató de concentrarse en lo que Ursula y Douglas y Maureen le decían pero le costó mucho. Porque se sentía como si acabara de salir de un edificio en llamas.
Observó a Jamie y Tony, y todo lo que pudo pensar fue cuánto había cambiado el mundo. Su propio padre se había acostado con la vecina de al lado durante veinte años. Ahora su hijo estaba bailando con otro hombre y era la vida de ella la que se hacía pedazos.
Se sentía como el hombre de aquella historia de fantasmas de la televisión, el que no se daba cuenta de que estaba muerto.
Se acercó a Katie y Ray para disculparse. Le dio las gracias a Jamie por su discurso. Le pidió perdón a Jacob, que en realidad no entendió por qué pedía perdón. Bailó con Douglas. Y consiguió tener una pequeña charla con Ursula ella sola.
El dolor remitió a medida que avanzaba la velada y el alcohol hacía su trabajo y poco después de medianoche, cuando el número de invitados se iba reduciendo, cayó en la cuenta de que George había desaparecido. Así que deseó buenas noches varias veces y se fue al piso de arriba y se encontró a George profundamente dormido en la cama.
Trató de hablarle pero estaba como un tronco. Se preguntó si le estaba permitido dormir en la misma cama. Pero no había otro sitio donde dormir. De modo que se desvistió y se puso el camisón y se lavó los dientes y se deslizó en la cama junto a él.
Miró fijamente el techo y lloró un poquito, sin hacer ruido para no despertar a George.
Perdió la noción del tiempo. El baile se interrumpió. Las voces se fueron apagando. Oyó pisadas yendo y viniendo por las escaleras. Luego silencio.
Miró el reloj despertador en la mesita de noche. Era la una y media.
Se levantó, se calzó las zapatillas, se puso la bata y bajó por las escaleras. La casa estaba desierta. Olía a tabaco y vino rancio y cerveza y pescado cocido. Abrió la puerta de la cocina y salió al jardín, pensando en quedarse de pie bajo el cielo nocturno y despejarse un poco. Pero hacía más frío del que esperaba. Empezaba a llover otra vez y no había estrellas.
Volvió a entrar, subió al piso de arriba y se metió en la cama y se quedó tumbada hasta que por fin la atrapó el sueño.