George había perdido el hilo, por así decirlo.
El vino dulce no lo había espabilado. Se había mostrado mucho más emotivo de lo que pretendía. Había mencionado el cáncer, lo que no era muy alegre precisamente. ¿Era posible que hubiese hecho el ridículo?
Le pareció que más valía acabar el discurso tan rápido y con tanta elegancia como pudiese.
Se volvió hacia Katie y le agarró la mano. Jacob dormitaba en su regazo, de modo que el gesto fue más torpe de lo que había planeado. Tendría que servir.
—Mi adorable hija. Mi adorable y encantadora hija —¿qué trataba de decir exactamente?—. Tú, Ray y Jacob nunca, jamás dejéis de valoraros unos a otros.
Eso estaba mejor.
Soltó la mano de Katie y paseó una última mirada por la carpa antes de sentarse y vio a David Symmonds en el rincón del fondo. El tipo había estado de espaldas a él durante el banquete. En consecuencia, George se había ahorrado verlo mientras comía.
Se le ocurrió entonces que no sólo podía haber hecho el ridículo, sino que podía haberlo hecho con David Symmonds mirando.
—¿Papá? —dijo Katie tocándole el brazo.
George estaba paralizado a medio camino entre sentarse y quedarse de pie.
Demonios, qué satisfecho de sí mismo se lo veía, tan saludable y tan pulcro.
Las imágenes empezaron a volver. Las que llevaba tanto tiempo tratando de no visualizar. Las nalgas colgantes del hombre subiendo y bajando en la semipenumbra del dormitorio. Los tendones en sus piernas. Aquel escroto de carúncula de gallo.
—¿Papá? —repitió Katie.
George no pudo soportarlo más.