George le dio un sorbito al vino dulce.
—En cualquier caso, dejó caer el lóbulo de la oreja —dijo Sarah—. Así que el policía tuvo que hurgar en su busca bajo el asiento. Y no sé cuántos de vosotros subisteis alguna vez a aquel Fiat Panda, pero uno podía perder, no sé, hasta un perro en el suelo de aquel coche. Corazones de manzana, paquetes de tabaco, migas de galleta.
Judy se tapaba la boca con una servilleta. George no supo muy bien si trataba de contener la risa o se disponía a vomitar.
La amiga de Katie era sorprendentemente buena hablando en público. Aunque a George le costaba creer la historia sobre Paul Harding. ¿De verdad era posible que un joven hubiese podido salir por la ventana de la habitación de Katie, caerse desde el techo de la cocina y romperse el tobillo sin que George se enterara? Quizá sí. Parecían haberle ocultado muchas cosas, o simplemente él no las había advertido.
Le dio otro sorbito al vino.
Jamie y Tony seguían agarrados de la mano. No tenía ni idea de cómo se suponía que tenía que reaccionar él. Unos meses antes habría impedido que sucediera para que otras personas no se sintieran ofendidas. Pero ahora estaba menos seguro de sus opiniones, y menos seguro de su capacidad para impedir que algo sucediera.
Estaba perdiendo el control sobre el mundo. Ahora pertenecía a los jóvenes. Katie, Ray, Jamie, Tony, Sarah, Ed. Como debía ser.
No le importaba envejecer. Era ridículo que a uno le importara envejecer. Le pasaba a todo el mundo. Pero eso no lo hacía menos doloroso.
Sólo deseaba inspirar un poco más de respeto. Quizá era culpa suya. Recordaba haberse pasado un rato esa mañana tumbado en una zanja. No le parecía una actividad muy digna. Y si uno no actuaba con dignidad, ¿cómo iba a inspirar respeto?
Se inclinó para agarrarle la mano a Jacob y darle un leve apretón, pensando en lo mucho que se parecían, los dos girando en alguna órbita exterior, a miles de kilómetros de distancia del brillante centro en que se tomaban las decisiones y se determinaba el futuro. Aunque iban en direcciones opuestas, por supuesto: Jacob hacia la luz y él alejándose de ella.
La mano de Jacob no respondió. Permaneció lánguida y sin vida. George se percató de que su nieto se había dormido.
Le soltó la mano y apuró la copa de vino.
La cruda verdad era que había fracasado. Prácticamente en todo. En el matrimonio. Como padre. En el trabajo.
Nunca había vuelto a empezar a pintar.
Entonces Sarah dijo:
—… unas palabras del padre de la novia —y lo pilló completamente desprevenido.
Por suerte hubo unos cuantos aplausos preliminares, durante los cuales fue capaz de poner en orden sus pensamientos. Al hacerlo se acordó de la conversación que había tenido con Jamie antes de comer.
Se puso en pie y observó a los invitados en torno a él. Se sentía bastante emotivo. Qué emociones precisas sentía se hacía difícil saberlo. Había una serie de emociones distintas, y eso en sí era confuso.
Levantó la copa.
—Me gustaría proponer un brindis. Por mi maravillosa hija, Katie. Y por su estupendo marido, Ray.
—Por Katie y Ray —resonó por toda la carpa.
Se disponía a sentarse otra vez, pero se detuvo. Se le ocurrió que estaba llevando a cabo una especie de actuación de despedida, que nunca volvería a tener a sesenta o setenta personas pendientes de cada palabra suya. Y no aprovechar esa oportunidad le pareció una admisión de la derrota. Volvió a incorporarse.
—Nos pasamos la mayor parte de nuestro tiempo en el planeta pensando que vamos a vivir para siempre…