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George se detuvo delante de David al fondo del comedor y se plantó con las piernas separadas y los puños apretados.

Por desgracia, David miraba en dirección opuesta y no se percató de que tenía a George detrás. George no quiso pedirle que se volviera porque pedirle lo que fuera sugeriría que David era el animal dominante. Como con los perros.

Y se suponía que George era el animal dominante.

Tampoco quería asir a David del hombro y obligarlo a volverse porque eso era lo que hacía la gente en las peleas en los bares y él quería que el encuentro concluyera con el menor revuelo posible.

De manera que se quedó ahí tenso durante unos segundos hasta que la mujer con quien David hablaba dijo «George» y David se volvió y dijo «George», y sonrió y se embutió el purito entre los dedos que sujetaban la copa y le tendió la otra mano a George para que se la estrechara.

George se encontró estrechando la mano de David y diciendo «David», lo cual no formaba en absoluto parte del plan.

—Debes de sentirte pero que muy orgulloso —dijo David.

—Ésa no es la cuestión —repuso George.

La mujer se escabulló.

—No —admitió David—. Tienes razón. Todo el mundo dice eso. Pero es una forma bastante egoísta de verlo. Que Katie sea feliz. Eso es lo que importa.

Por Dios, qué escurridizo era. George empezaba a entender cómo había conseguido ganarse el afecto de Jean.

Y pensar que había trabajado con ese hombre durante quince años.

David enarcó una ceja.

—Por cierto, me ha contado Sarah que son Katie y Ray quienes están pagando todo esto —indicó con un ademán la habitación como si fuera suya—. Pues vaya gesto tan ahorrativo, George.

Tenía que hacerlo en ese momento.

—Me temo que…

Pero David lo interrumpió diciendo:

—¿Qué tal va el resto de tu vida? —y a George empezaba a darle algunas vueltas la cabeza y David parecía hablar tan en serio y estar tan genuinamente preocupado que George tuvo que contener el impulso de confesarle que se había rebanado con unas tijeras y había acabado en el hospital después de encontrarse a su mujer realizando el acto sexual con otro hombre.

Se dio cuenta de que no iba a pedirle a David que se fuera. No tenía fuerzas para hacerlo. Ni morales ni físicas. Si trataba de echar a David probablemente causaría un revuelo y avergonzaría a Katie. Quizá lo mejor era no hacer nada. Y sin duda ese día concreto era un día en que tenía que dejar a un lado sus propios sentimientos.

—¿George? —preguntó David.

—¿Perdona?

—Te preguntaba qué tal te iban las cosas —dijo David.

—Bien —repuso George—. Van bien.