Jean le pidió disculpas a Eileen por su estallido y Eileen dijo:
—Te perdono —con un tono que hizo desear a Jean volver a ser grosera con ella.
—Espero que George se encuentre bien —intervino Ronnie.
Y Jean se dio cuenta de que era culpa suya. Había estado ahí sentado en la cama con un aspecto espantoso y deseando hablar, y Katie había asomado la cabeza y se había visto arrastrada por la vorágine de preparativos y no había vuelto a preguntarle qué lo inquietaba.
—Bajo en cinco minutos —dijo, y se dirigió escaleras arriba, sonriendo educadamente a Ed y Alan y Barbara al pasar ante la puerta de la sala de estar.
No les habían llevado el té, ¿no?
Oh, bueno, tenía cosas más importantes que hacer.
Cuando llegó a su habitación George se estaba poniendo los calcetines. Se sentó a su lado.
—Perdóname, George.
—¿Por qué?
—Por salir pitando esta mañana.
—Tenías cosas que hacer —repuso George.
—¿Qué tal te encuentras ahora?
—Mucho mejor —respondió George.
Desde luego parecía mucho mejor. Quizá Ray había exagerado un poco las cosas.
—Tu brazo.
—Oh, sí —George levantó el brazo. Tenía un buen tajo en la muñeca—. Debo de habérmelo pillado en esa alambrada de púas.
A primera vista parecía un mordisco. No lo habría atacado ese perro, ¿no?
—Deja que te lo cure antes de que te manches la ropa de sangre.
Jean entró en el baño y cogió el pequeño botiquín verde y le curó la herida mientras él permanecía sentado pacientemente. Jean deseó poder hacer más a menudo esa clase de cosas. Poder ayudarlo en sentido práctico.
Pegó una segunda tira de esparadrapo para sujetar en su sitio el pequeño vendaje.
—Ya está.
—Gracias —George puso la mano en la de Jean.
Jean se la tomó.
—Siento haber sido tan inútil.
—¿Lo has sido? —preguntó George.
—Sé que no te has sentido bien —repuso Jean—. Y sé que… a veces no presto la suficiente atención. Y eso no está bien. Es sólo que… se me hace difícil.
—Bueno, pues ya no tienes que preocuparte por mí —dijo George.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Jean.
—Quiero decir que ya no tienes que preocuparte por mí hoy —corrigió George—. Ahora me siento mucho más contento.
—Me alegro —dijo Jean.
Y era verdad. George parecía en efecto muy relajado, más relajado de lo que Jean lo había visto en bastante tiempo.
—Pero si algo empieza a preocuparte, me lo harás saber, ¿verdad?
—Estaré bien.
—Lo digo en serio —insistió Jean—. Sólo tienes que decírmelo y dejaré lo que sea que esté haciendo. Te lo prometo.
—Gracias —contestó George.
Permanecieron unos instantes allí sentados, y entonces empezó a sonar un teléfono.
—Ése no es nuestro teléfono, ¿verdad? —preguntó George.
No lo era.
—Espera —Jean se levantó y salió al pasillo. El ruido procedía de un teléfono móvil en el alféizar de la ventana.
Jean lo cogió y oprimió el botón verde y se lo llevó a la oreja.
—¿Hola?
—¿Jamie? —preguntó una voz de hombre—. Lo siento. Creo que he marcado mal.
—¿Ray? —preguntó Jean.
—¿Jean? —preguntó Ray.
—Sí —dijo Jean—. ¿Eres Ray?
—¿Dónde estás? —quiso saber Ray.
—En el rellano —contestó Jean un poco perpleja.
—Estaba intentando llamar a Jamie —explicó Ray.
—Aquí no está —repuso Jean, a la que siempre habían desconcertado un poco los móviles.
—Lo siento —dijo Ray, y cortó la comunicación.
Jean consultó el reloj. Al cabo de veinte minutos tendrían que irse. Más le valía ocuparse de que George estuviese listo y luego de reunir a las tropas.
Volvió a dejar el teléfono y abrió el armario del pasillo para coger el pañuelo y casi le dio un infarto cuando vio a Sarah mirarla entre los abrigos.
—Jugamos al escondite —explicó Sarah.