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Para cuando George llegó al final del pueblo se sentía un poco más tranquilo.

Estaba a medio camino del campo junto a la vía del tren, sin embargo, cuando vio a Eileen y Ronnie caminar hacia él. Estaban levantando al perro para pasarlo sobre la cerca y tuvo la certeza de que no lo habían visto. Se agazapó con sigilo en la depresión junto a los espinos para salir de su campo de visión.

El perro estaba ladrando.

No podía volver sobre sus pasos sin que lo vieran, y un montón de zarzas le impedía cruzar la vía en sí. Sintió una presión en el pecho.

El brazo aún le sangraba donde se lo había mordido.

Los ladridos se tornaron más audibles.

Se tendió y rodó hacia la zanja de drenaje, donde la hierba descendía antes de pasar bajo la valla. Su abrigo era verde. Si se quedaba muy quieto a lo mejor no lo veían.

Se estaba a gusto en la zanja y sorprendentemente cómodo. Era interesante, además, verse contemplando la naturaleza desde un primer plano, algo que no había hecho desde que era niño. Debía de haber unas cuarenta o cincuenta especies de plantas a su alcance. Y no conocía el nombre de ninguna. Excepto las ortigas. Asumiendo que fueran ortigas.

Y el perifollo. Asumiendo que fuera perifollo.

Seis años atrás Katie le había regalado un vale para libros por Navidad (un regalo perezoso, pero una mejora con respecto a aquellas ridículas copas de vino suecas que te colgabas del cuello con un cordel). Lo había utilizado para comprarse la Guía de la flora y fauna inglesa del Reader’s Digest con la intención de aprenderse los nombres de los árboles al menos. El único dato que ahora recordaba del libro era que una colonia de ualabíes vivía salvaje en las montañas de Cotswold.

Se dio cuenta de que no tenía que ir caminando a ningún sitio para huir de la boda. De hecho, si caminaba era más probable que llamara la atención. Mejor simplemente quedarse ahí, o en algún sitio más internado en la maleza. Podía reaparecer por la noche.

Entonces Eileen estaba diciendo:

—¿George…? —y a él se le ocurrió que si no se movía, ella sencillamente se marcharía.

Pero no se marchó. Volvió a pronunciar su nombre, y entonces gritó ante la falta de respuesta.

—¡Ronnie! ¡Ven aquí!

George rodó sobre sí para demostrar que seguía vivo.

Eileen le preguntó a George qué había pasado. George le explicó que había salido a dar un paseo y se había torcido el tobillo.

Ronnie lo ayudó a ponerse en pie y George fingió que cojeaba y la cosa fue soportable durante unos minutos, porque aunque la zanja era cómoda la idea de pasarse las diez horas siguientes solo no lo era. Y, para ser franco, se sentía bastante aliviado al verse en compañía de otros seres humanos.

Pero Eileen y Ronnie lo estaban llevando de vuelta a la casa y eso no era bueno, y a medida que se acercaban se sintió como si alguien le pusiera una bolsa de basura negra en la cabeza.

Estuvo a punto de echar a correr cuando llegaron a la carretera principal. No le importaba que el perro estuviese adiestrado para atacar. No le importaba la vergüenza que suponía una carrera de liebre perseguida por sabueso con Ronnie a través del pueblo (una carrera que estaba casi seguro de que ganaría; tenía tanta adrenalina recorriéndole el sistema que podría haber dejado atrás a una cebra). Era simplemente la única opción que le quedaba.

Sólo que no lo era.

Había otra opción, y era tan obvia que no pudo creer que la hubiese olvidado. Se tomaría el Valium. Se tomaría todo el Valium que quedaba en cuanto volviese a casa.

Pero ¿y si alguien había tirado el frasco? ¿Y si alguien había arrojado las pastillas al váter y tirado de la cadena? ¿O las había escondido para impedir que un niño las ingiriera por accidente?

Echó a correr.

—George —exclamó Ronnie—. Tu tobillo.

No tenía ni la más remota idea de qué hablaba ese hombre.