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George se agarró al borde del lavabo y gimió.

Ya hacía veinte minutos que Jamie se había ido. Era tiempo más que de sobra para preparar té y coger unas galletas.

George empezó a comprender que su hijo no iba a ayudarlo.

Se mecía de delante atrás como los osos polares en aquel zoo al que fueron una vez con los niños. En Amsterdam. O en Madrid, quizá.

¿Estaba asustando a la gente? Había tratado de hablar con Jean esa mañana pero había salido corriendo a planchar unos pantalones, o a limpiarle el trasero a alguien.

Se mordió con fuerza el antebrazo, justo encima de la muñeca. Tenía la piel sorprendentemente gruesa. Mordió más fuerte. Los dientes atravesaron la piel y luego algo más. No supo muy bien qué. Hizo un ruido parecido al apio.

Se puso en pie.

Iba a tener que hacer aquello él solo.