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Jamie se levantó de la cama y fue al baño.

Los rollos de papel de repuesto tenían fundas de ganchillo azul celeste y había un juego de platos pintados a mano de la Costa Brava.

Se había despertado varias veces durante la noche, perturbado por una serie de sueños en que no conseguía impedir cosas espeluznantes que le pasaban a su padre. En uno de ellos Jamie miraba desde una ventana alta para ver a su padre, encogido hasta más o menos la mitad de su tamaño y sangrando profusamente, ser arrastrado por el jardín por un lobo. En consecuencia Jamie estaba bastante cansado, y cuando imaginó la clase de desayuno que le esperaría abajo (bacon caliente con trocitos de cartílago blanco, té demasiado fuerte y con leche entera…) le pareció más de lo que podía soportar.

Esa noche dormiría en el sofá de casa de sus padres. O en la carpa.

Hizo la maleta, comprobó que no hubiese moros en la costa y bajó de puntillas las escaleras. Estaba abriendo la puerta cuando el corpulento hombre-mujer apareció imponente en el umbral de la cocina diciendo:

—¿Le gustaría desayunar algo…? —y Jamie salió corriendo.