A la mañana siguiente Jean se despertó, se lavó y volvió tranquilamente a la habitación.
George estaba sentado en el borde de la cama con la expresión abatida que había esbozado esos últimos días. Ella hizo cuanto pudo por ignorarlo. Si decía algo iba a perder los estribos.
Quizá era insensible, quizá era anticuada, pero le parecía que no había nada tan oneroso como para no poder dejarlo a un lado durante el día de la boda de su hija.
Estaba poniéndose la combinación cuando él dijo:
—Lo siento —y ella se volvió en redondo y vio que lo decía en serio—. Lo siento mucho, Jean.
Ella no supo muy bien qué decir. ¿Que no pasaba nada? Porque no era verdad que no pasara nada. Se daba perfecta cuenta.
Se sentó y le agarró una mano y se la sostuvo. Quizá eso fuera todo cuanto podía hacerse.
Se acordó de sus hijos de niños, de enseñarles a decir lo siento cuando se pegaban o rompían algo. Y para ellos no eran más que dos palabras. Una forma de tapar con papel las grietas. Entonces oías a alguien decir lo siento de verdad y te dabas cuenta de lo poderoso que era. Las palabras mágicas que abrían la puerta de la cueva.
—¿Qué puedo hacer yo? —preguntó Jean.
—No creo que haya nada que puedas hacer —contestó George.
Ella se sentó a su lado en la cama y lo rodeó con los brazos. Él no se movió.
—Vamos a hacer que superes esto —dijo Jean.
Unos segundos después Katie llamaba a la puerta.
—¿Mamá…? ¿Hay alguna posibilidad de que me eches una mano?
—Dame un minuto —acabó de vestirse, le dio un beso a George y dijo—: Todo va a salir bien. Te lo prometo.
Entonces bajó a ocuparse del resto de la familia.