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Jamie nunca había hecho de canguro. No debidamente.

Había cuidado de Jacob un par de veces cuando era un bebé. Durante una hora o dos. Mientras dormía, casi siempre. Hasta le había cambiado un pañal. En realidad no necesitaba cambiarse. Confundió el olor y cuando se lo quitó estaba vacío. Sencillamente no fue capaz de volverle a sujetar algo que contenía orina.

Pero no volvería a hacer de canguro nunca más. Hasta que Jacob tuviese al menos doce años.

Fue plenamente consciente de ello con considerable rapidez cuando Jacob lo llamó al baño al acabar de hacer caca, y Jamie lo vio deslizarse de la taza un poco antes de tiempo, arrastrando consigo la sección final por el asiento y dejándola colgando del borde como una húmeda estalactita de chocolate.

No era caca de bebé. Sino auténticas heces humanas. Con un toque de perro.

Jamie se armó con un rudimentario guante de horno a base de papel higiénico y se tapó la nariz.

Y era obvio que había trabajos peores en el mundo (exterminador de ratas, astronauta…), pero Jamie nunca había caído en la cuenta de que ser padre quedara tan abajo en la lista.

Jacob se sintió desmesuradamente orgulloso de su logro y el resto de actividades de la velada (tostada con huevo revuelto, Mister Gumpy se va de excursión, un baño con mucha, mucha espuma) se vieron interrumpidas por la narración de Jacob de su aventura en el baño al menos en veinte ocasiones.

Jamie nunca llegó a tener la oportunidad de hablar con su madre sobre el estado mental de su padre. Y quizá fuera mejor así. Una persona menos preocupándose. Cuando se fuera esa noche podía pedirle a Ray que lo vigilara.

Su padre se pasó el resto de la velada en su habitación. Por lo visto estaba bien.

Cuando Jacob se acostó por fin Jamie puso los pies sobre la mesa mientras veía Misión imposible (por alguna razón inexplicable, había un buen montón de películas de acción bajo el televisor).

A la mitad de la película Jamie pulsó el botón de pausa y fue a mear y a echarle un vistazo a su padre. Su padre no estaba en su habitación. Ni en el baño. Su padre no estaba en ninguna de las habitaciones, ni arriba ni abajo. Jamie volvió arriba y miró en los armarios y debajo de las camas, horrorizado de que su padre hubiera cometido alguna estupidez.

Estaba a punto de llamar a la policía cuando echó un vistazo hacia el jardín en penumbra y vio a su padre de pie en el centro del césped. Abrió la puerta y salió al exterior. Su padre se balanceaba un poco.

Jamie se acercó hasta ponerse a su lado.

—¿Qué tal van las cosas?

Su padre alzó la vista hacia el cielo.

—Qué increíble pensar que todo vaya a acabar.

Había bebido. Jamie lo olió. ¿Vino? ¿Whisky? Se hacía difícil saberlo.

—Música. Libros. Ciencia. Todo el mundo habla sobre el progreso, pero… —su padre seguía mirando hacia lo alto.

Jamie le puso una mano en el brazo para impedir que cayera hacia atrás.

—Unos cuantos millones de años y todo esto será una gran roca vacía. Sin pruebas de que hayamos existido siquiera. Sin nadie para advertir que no existen pruebas. Nadie que busque pruebas. Sólo… espacio. Y otras rocas grandes. Dando vueltas alrededor.

Jamie no había oído a nadie hablar así desde que se mataba a porros con Scunny en la universidad.

—Quizá deberíamos llevarte dentro otra vez.

—No sé si es terrorífico o tranquilizador —continuó su padre—. Ya sabes, que todo el mundo sea olvidado. Tú. Yo. Hitler. Mozart. Tu madre —bajó la vista y se frotó las manos—. ¿Qué hora es, por cierto?

Jamie consultó su reloj.

—Las diez y veinte.

—Será mejor volver.

Jamie guió con suavidad a su padre hacia la luz de la puerta de la cocina.

Él se detuvo en el umbral y se volvió hacia Jamie.

—Gracias.

—¿Por qué?

—Por escuchar. De no ser así no creo que pudiese soportarlo.

—De nada —repuso Jamie cerrando con llave mientras su padre se dirigía hacia las escaleras.

Cuando todos volvieron, Jamie se llevó a Ray aparte y le dijo que su padre se tambaleaba un poco. Le pidió a Ray que estuviese atento durante la noche y que no le dijera nada a Katie. Ray dijo que no habría problema.

Entonces se subió al coche y condujo hasta la pensión en Yarwell, donde le abrió la puerta a la que habían echado ya la llave una persona grandota y en caftán de género indeterminado que se mostró bastante irritable por que Jamie no hubiese llamado para decir que llegaría tan tarde.