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Jean rara vez veía a Douglas y Maureen. En parte porque vivían en Dundee. Y en parte porque… bueno, a decir verdad, porque Douglas era un poco como Ray. Sólo que aún más. Para empezar, dirigía una empresa de transportes. Era uno de esos hombres que se sienten demasiado orgullosos de no ser presuntuosos y afectados.

La opinión de Jean sobre la gente como Ray, sin embargo, había cambiado en las últimas veinticuatro horas, y esa noche estaba disfrutando de la compañía de Douglas.

Ya se había tomado un par de copas de vino cuando Maureen preguntó qué le pasaba a George, de manera que pensó «Al diablo» y les contó que sufría de estrés.

A lo que Maureen respondió:

—Doug pasó por eso hace un par de años.

Douglas se acabó el cóctel de gambas, encendió un cigarrillo, rodeó a Maureen con el brazo y dejó que hablase por él.

—Sufrió un desvanecimiento conduciendo la Transit al norte de Edimburgo. Cuando volvió en sí estaba raspando la barrera de protección en la mediana a ciento diez por hora. Escáner cerebral. Análisis de sangre. El médico dijo que fue la tensión.

—De modo que vendimos una de las obras de arte y nos largamos a Portugal tres semanas —añadió Douglas—. Dejé a Simon al mando de la oficina. Hay que saber cuándo soltar las riendas. Ésa es la cuestión.

Jean iba a decir «No lo sabía». Pero ya sabían que no lo sabía. Y todos sabían por qué. Porque nunca le había interesado. Y se sintió mal por ello.

—Lo siento de verdad —dijo—. Tendría que haberos pedido que os alojarais en casa.

—¿Con Eileen? —preguntó Maureen arqueando las cejas.

—En su lugar —contestó Jean.

—Confío en que no se traiga a ese maldito perro a la boda —comentó Douglas, y todos rieron.

Y Jean se preguntó brevemente si podía contarles lo de las tijeras antes de decidir que era llevar las cosas un poco lejos.