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Jamie y Katie entraron en la habitación y se desplomaron boca arriba sobre la cama. Se estaban riendo demasiado para explicarles el motivo a Ray o Jacob. Y realmente fue como tener catorce años otra vez. Pero en esa ocasión fue agradable.

Y entonces Jamie tuvo que ir a hacer pis, de manera que salió al rellano, y cuando emergía del lavabo apareció su padre y dijo:

—Jamie, necesito hablar contigo —ni saludos. Ni cortesías de rigor. Sólo un susurro cómplice y una mano en el codo de Jamie.

Siguió a George hasta la habitación de sus padres y se sentó en el brazo de la butaca.

—Jamie, verás…

Jamie aún estaba efervescente por el encuentro en la cocina y hubo algo tranquilizador en la voz suave y comedida de su padre.

—El cáncer —dijo George parpadeando, levemente avergonzado—. Ha vuelto, me temo.

Jamie cayó en la cuenta de que allí estaba pasando algo serio y se sentó un poco más tieso.

—¿El cáncer ha vuelto?

—Tengo miedo, Jamie. Mucho miedo. De morirme. De cáncer. Casi constantemente. No es agradable. No es agradable en absoluto. No puedo dormir. No puedo comer.

—¿Has hablado con mamá?

—Últimamente la saco un poco de quicio —repuso George—. No soy capaz de ayudar mucho. Necesito de veras sentarme en una habitación tranquila. Solo.

Jamie deseó inclinarse y acariciar a su padre, de la forma en que se acariciaría a un perro preocupado. Era un instinto peculiar, y probablemente no muy sensato.

—¿Puedo hacer algo para ayudarte?

—Bueno, pues sí —contestó George, animándose visiblemente—. Verás, lo que pasa es que en realidad no puedo ir a la boda.

—¿Qué?

—No puedo ir a la boda.

—Pero tienes que ir a la boda —dijo Jamie.

—¿De veras? —preguntó su padre con un hilo de voz.

—Por supuesto que sí —repuso Jamie—. Eres el padre de la novia.

George reflexionó sobre eso.

—Tienes toda la razón, por supuesto.

Hubo una breve pausa, y entonces George se echó a llorar.

Jamie nunca había visto llorar a su padre. Nunca había visto llorar a ningún hombre mayor. Excepto en la televisión, durante las guerras. Se sintió mareado y asustado y triste y tuvo que resistir la tentación de decirle a su padre que no hacía falta que asistiera a la boda. Porque si hacía eso Katie no volvería a hablarles a ninguno de los dos durante el resto de sus vidas naturales.

Jamie se levantó de la butaca y se puso en cuclillas delante de George.

—Papá. Mira —le frotó el antebrazo—. Estamos todos de tu parte. Y estaremos todos ahí para darte la mano. Cuando entres en la carpa puedes beberte unas cuantas copas de vino… Todo irá bien. Te lo prometo.

George asintió con la cabeza.

—Oh, y hablaré con mamá —añadió Jamie—. Le diré que necesitas un poco de paz y tranquilidad.

Se levantó. Su padre estaba en un mundo propio. Jamie le tocó el hombro.

—¿Estás bien?

George alzó la vista.

—Gracias.

—Pégame un grito si necesitas algo —dijo Jamie.

Salió de la habitación, cerró con cuidado la puerta y fue en busca de su madre.

Empezaba a bajar las escaleras, sin embargo, cuando echó un vistazo a su antigua habitación y vio unas maletas sobre la cama. Como estaba pensando en el bienestar de su padre, no consideró en realidad las implicaciones de las maletas hasta que se encontró a su madre en el recibidor con un montón de pantalones limpios.

—Oye, mamá. Vengo de hablar con papá y…

Jamie hizo una pausa, calculando qué decir y cómo expresarlo. Y mientras hacía eso otra parte de su cerebro consideró las implicaciones de las maletas, y se oyó decir:

—Esas maletas que hay en mi habitación…

—¿Qué pasa con ellas?

—¿Quién va a quedarse ahí?

—Eileen y Ronnie —respondió su madre.

—¿Y yo me quedo…?

—Te hemos encontrado una bonita pensión en Yarwell.

Fue en ese momento cuando a Jamie le dio una inusitada pataleta. Y supo que no era el momento oportuno para que le diera una pataleta, pero no pudo hacer gran cosa por evitarlo.