Jamie cogió el desvío para entrar al pueblo y sintió ese pequeño nudo en el estómago que siempre sentía al volver. El rollo familiar. Como cuando tenía catorce años. Aparcó enfrente de la casa, apagó el motor y se armó de valor.
El secreto era recordar que ahora eras un adulto, que ya no había necesidad de librar las batallas que librabas a los catorce.
Dios, cómo deseaba que Tony estuviese con él.
Echó un vistazo hacia la casa y vio salir al tío Douglas por la puerta lateral con su mujer. Mary. O Molly. Sería mejor que lo comprobara preguntándoselo a alguien antes de meter la pata.
Se deslizó hacia abajo en el asiento para que no lo vieran y esperó a que se hubiesen subido al coche.
Dios, detestaba a las tías. El lápiz de labios. El perfume de lavanda. Las divertidísimas historias sobre cómo te habías mojado los pantalones durante un villancico en la iglesia.
El coche se alejó.
¿Qué iba a decir con respecto a Tony?
Ése era el problema, ¿no? Te ibas de casa. Pero en realidad nunca te convertías en adulto. En realidad no. Tan sólo la cagabas de maneras distintas y más complicadas.
En ese momento apareció Katie y aparcó a su lado. Salieron de sus coches simultáneamente.
—Eh, hola —dijo Katie. Se abrazaron—. ¿Tony no viene?
—Tony no viene.
Katie le frotó los brazos.
—Lo siento mucho.
—Oye, iba a preguntarte por eso. Me refiero a qué le has dicho a mamá.
—No le he dicho nada.
—Vale.
—Sólo dile la verdad —sugirió Katie.
—Ajá.
Katie lo miró a los ojos.
—Se lo tomarán bien. Tienen que tomárselo bien. Yo soy la reina durante el fin de semana. Y nadie va a saltarse las reglas, ¿de acuerdo?
—De acuerdo —repuso Jamie—. Por cierto, un corte de pelo genial.
—Gracias.
Fueron hacia la casa.