El error de George fue plantarse desnudo ante el espejo.
Había hecho la última visita a la consulta. La herida había granulado y ya no precisaba restañarse cada día. Ahora sólo tenía que quitarse el vendaje del día anterior después de desayunar, deslizarse en un baño de agua caliente con sales durante diez minutos, salir, secarse con suavidad y aplicarse un nuevo vendaje.
Se estaba tomando las pastillas y esperaba casi con ilusión la llegada de la boda. Con Katie y Ray dirigiendo el espectáculo le quedaba bien poco por hacer a él. Pronunciar un breve discurso le parecía una contribución bien simple a todo el tinglado.
Lo del espejo fue en parte una ridícula bravuconada, una celebración del hecho de haber dejado atrás sus problemas y de que no iba a permitirles ya limitar su conducta.
Aunque la razón ya no importaba mucho.
Salió de la bañera, se secó con la toalla, metió barriga, echó atrás los hombros y se puso firme delante del lavabo.
Fue la nube de puntitos rojos lo primero que le llamó la atención, los que había visto en la habitación del hotel y había conseguido olvidar. Parecían mayores y más numerosos de lo que recordaba.
Se mareó.
Era obvio que lo que tenía que hacer era apartarse del espejo, vestirse, tomarse un par de pastillas de codeína y abrir una botella de vino. Pero fue incapaz de contenerse.
Empezó a examinarse la piel con detalle. En los brazos. En el pecho. En el vientre. Se dio la vuelta y miró por encima del hombro para verse la espalda.
No fue una buena decisión. Fue como ver un plato de Petri en un laboratorio. Cada centímetro cuadrado contenía algún nuevo espanto. Lunares marrón oscuro, arrugados como pasas; pecas apiñadas como archipiélagos de islas de color chocolate, unas flácidas y otras llenas de líquido.
Su piel se había convertido en un zoo de formas de vida alienígenas. Si las miraba muy de cerca sería capaz de verlas moverse y crecer. Trató de no mirarlas muy de cerca.
Debería haber vuelto al doctor Barghoutian. O a otro médico mejor que él.
Había creído con arrogancia que podía resolver sus problemas con largos paseos y crucigramas. Y todo ese tiempo la enfermedad se había reído y extendido y afianzado y provocado otras enfermedades.
Dejó de mirarse al espejo sólo cuando vio borroso y se le doblaron las rodillas, haciéndolo caer al suelo del baño.
En ese momento la imagen de su propia piel desnuda, todavía vívida en su mente, mutó para transformarse en la piel de las nalgas de aquel hombre que subían y bajaban entre las piernas de Jean en el dormitorio.
Volvió a oírlos. Los ruidos animales. La carne arrugada que se veía zarandeada. Las cosas que no había visto pero podía imaginar con excesiva claridad. El órgano del hombre entrando y saliendo de Jean. El succionar y el deslizarse. Los labios rosados.
En su casa. En su propia cama.
De hecho llegaba a olerlo. El hedor a váter. Íntimo y sucio.
Se estaba muriendo. Y nadie lo sabía.
Su mujer se estaba acostando con otro hombre.
Y él tenía que pronunciar un discurso en la boda de su hija.
Estaba aferrado al último travesaño del toallero caliente, como un hombre que tratara de que no se lo llevara una riada.
Era como antes. Pero peor. Debajo de él no había suelo. El baño, la casa, el pueblo, Peterborough… todo se había levantado como una corteza para verse hecho pedazos que el viento se había llevado, dejando tan sólo un espacio infinito, sólo él y el toallero. Como si hubiese salido de la nave espacial para encontrarse con que la Tierra había desaparecido.
Estaba loco otra vez. Y en esta ocasión no había esperanza. Pensaba que se había curado. Pero había fracasado. No había nadie más en quien poder confiar. Iba a seguir así hasta que se muriera.
Codeína. Necesitaba la codeína. No podía hacer nada con respecto al cáncer. O a Jean. O a la boda. Lo único que podía hacer era ahogarlo todo un poco.
Sujetándose bien al toallero, empezó a ponerse en pie. Pero al incorporarse quedó expuesta la suave piel de su vientre y la notó retorcerse y escocer. Cogió una toalla y se envolvió con ella el abdomen. Trasladó las manos al borde de la bañera y se incorporó del todo.
Podía hacer eso. Era simple. Tomar las píldoras y esperar. Eso era cuanto tenía que hacer.
Abrió el armario y cogió la caja. Se tragó cuatro pastillas con agua del grifo de la bañera para evitar el espejo sobre el lavabo. ¿Era peligroso tomar cuatro? No tenía ni idea y no le importaba.
Se tambaleó hacia el dormitorio. Dejó caer la toalla y se las arregló de algún modo para ponerse la ropa pese al temblor en las manos. Se subió a la cama y se tapó la cabeza con el edredón y empezó a entonar canciones infantiles hasta que se dio cuenta de que era allí donde había ocurrido, justo ahí, donde apoyaba la cabeza, y sintió ganas de vomitar y supo que tenía que hacer algo, lo que fuera, para seguir en movimiento y ocupado hasta que los fármacos hiciesen efecto.
Apartó el edredón y se puso en pie y respiró profundamente varias veces para tranquilizarse antes de dirigirse al piso de abajo.
Asumiendo que Jean andaba ocupada por ahí, planeaba hacerse con una botella de vino e ir derecho al estudio. Si la codeína no funcionaba se emborracharía. Ya no le importaba lo que pensara Jean.
Pero Jean no andaba ocupada por ahí. George estaba a medio camino de las escaleras cuando su mujer apareció rodeando la balaustrada, blandiendo el teléfono y diciendo con tono de exasperación:
—Aquí estás. Te he estado llamando. Ray quiere charlar contigo.
George se quedó helado, como un animal descubierto por un ave de presa, confiando en que si se quedaba inmóvil quizá se mimetizaría con el fondo.
—¿Vas a cogerlo o no? —insistió Jean meneando el teléfono.
Él vio levantarse su mano para asir el teléfono mientras bajaba los últimos peldaños. Jean llevaba puesto un guante de goma y sujetaba un paño de cocina. Le tendió el teléfono, negó con la cabeza y desapareció de vuelta a la cocina.
George se llevó el teléfono a la oreja.
En su cabeza se sucedían imágenes grotescas de forma mareante. La cara del vagabundo en el andén de la estación. Los muslos desnudos de Jean. Su propia piel enferma.
Ray dijo:
—Hola, George. Soy Ray. Katie me ha dicho que querías charlar conmigo.
Era como una de esas llamadas que te despertaban en plena noche. Se hacía difícil recordar qué se suponía que debías hacer.
No tenía ni la más remota idea de sobre qué quería charlar con Ray.
¿Estaba sucediendo eso de verdad o había entrado en alguna especie de delirio? ¿Seguía tumbado en la cama en el piso de arriba?
—¿George? —dijo Ray—. ¿Estás ahí?
Trató de decir algo. De su boca emergió un leve maullido. Se apartó el auricular de la cabeza y lo miró. La voz de Ray seguía saliendo por los agujeritos. George no quiso que aquello continuara.
Con cautela, volvió a dejar el teléfono en su base. Se dio la vuelta y entró en la cocina. Jean estaba llenando la lavadora y George no tenía energías para la discusión que seguiría si salía por la puerta con una botella de vino.
—Caray, qué rápido —dijo Jean.
—Se han equivocado de número —contestó George.
Había recorrido medio jardín en calcetines cuando comprendió por qué no le habría colado a Jean esa brillante muestra suya de subterfugio.