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Jamie volvió tarde de casa de Tony. En cualquier caso, demasiado tarde para llamar a gente con niños. Así que decidió ir a casa de Katie y Ray al día siguiente, recoger una invitación y felicitarlos en persona.

Le gustaba Becky. Se había vuelto menos intransigente ante el curry para microondas, aunque sus opiniones sobre los agentes inmobiliarios no lo habían hecho. Le gustaban las mujeres insolentes. Por haber crecido con Katie, sin duda. Lo que de verdad no podía soportar era que ladearan la cabeza con gesto encantador y que la sacudieran para apartarse el pelo y que llevaran cosas de mohair rosa (por qué atraían a jugadores de rugby y albañiles era un misterio que nunca iba a resolver). Se preguntó brevemente si sería lesbiana. Entonces se acordó de una historia de Tony sobre que ella y un chico habían roto la taza del váter de sus padres durante una fiesta. Aunque la gente cambiaba, por supuesto.

Jamie habló sobre la relación de montaña rusa de Katie y Ray y se las apañó para convencer a Becky de que Ray era un candidato adecuado para la castración, y luego tuvo que dirigirla con cautela para que pensara que Ray era un tipo honorable, lo que le fue bastante más duro porque, puestos a pensarlo, no acertaba a saber precisamente qué había cambiado.

Becky le habló de Norwich, donde habían crecido. Los cinco perros. La alergia de su madre a las tareas domésticas. La devoción patológica de su padre por los trenes de vapor. El accidente de coche en Escocia («Salimos arrastrándonos y nos alejamos sin un rasguño, y cuando nos dimos la vuelta el coche estaba partido en dos y había, literalmente, medio perro en la carretera. Tuve unas cuantas pesadillas sobre eso. Aún las tengo»). El niño al que acogió su familia y que tenía obsesión por los cuchillos. La ocasión en que Tony y un amigo le prendieron fuego a un aeromodelo a motor, lo lanzaron desde la ventana del dormitorio y lo vieron ladearse lentamente al fondo del jardín, envuelto en espectaculares llamas, para entonces virar y colarse en la casa en obras de los vecinos…

Jamie había oído antes la mayoría de esas historias, de una forma u otra. Pero en esa ocasión las escuchó como era debido.

—Vaya desastre.

—En realidad no lo fue —explicó Becky—. Es sólo la forma en que Tony lo cuenta.

—Pensaba que tus padres lo habían echado. Después de aquello que pasó con él y…

—Carl. Carl Waller. Sí. Pero Tony quería que lo echaran.

—¿De verdad?

—Lo de ser gay era un regalo del cielo —Becky encendió un cigarrillo—. Quiero decir que podía ser un proscrito sin tener que chutarse heroína o robar coches.

Jamie digirió eso despacio. Más de mil quinientos kilómetros de distancia entre ambos y se sentía más cerca de Tony que nunca.

—Pero Tony y tú… estabais medio distanciados o algo así, ¿no? ¿Y ahora le cuidas el piso?

—Nos reencontramos cuando me mudé a Londres. Hace unas semanas. De pronto nos dimos cuenta de que nos gustábamos.

Jamie rió. De puro alivio, en realidad. De que Tony pudiese cometer los mismos errores que él.

—¿Qué te divierte tanto? —quiso saber Becky.

—Nada —contestó Jamie—. Es sólo que… es estupendo. Es realmente estupendo.

Desde luego parecía que la suerte de todos estaba cambiando. Quizá flotaba algo en el ambiente.

Cuando llegó a casa de Katie la tarde siguiente le abrieron la puerta ella y Ray juntos, lo que le pareció simbólico, y se encontró diciéndoles «Felicidades» con la sinceridad de que no había sido capaz la primera vez.

Le hicieron pasar a la cocina tras obtener sólo un minúsculo gruñido por parte de Jacob, que estaba profundamente concentrado en un vídeo de Sam el Bombero en la sala de estar.

Katie parecía un poco aturdida. Como esa gente que veías entrevistar en las noticias a la que el cable de un helicóptero había rescatado de algo escalofriante.

A Ray también se lo veía distinto, aunque se hacía difícil saber si era sólo porque los sentimientos de Jamie hacia él eran diferentes ahora. Desde luego él y Katie se llevaban mejor. Se tocaban, para empezar, algo que Jamie no había visto antes. De hecho, cuando Sam el Bombero acabó y Jacob entró en busca de un cartón de zumo de manzana, hubo una clara tensión edípica («Deja de abrazar a mamá…» «Quiero abrazar a mamá»). Y a Jamie se le ocurrió que Katie y Ray se habían enamorado sólo después de pasar por toda la mierda que la mayoría de la gente dejaba para el final de su relación. Lo que era otra forma de hacer las cosas.

Jamie pidió una invitación para Tony, y Ray pareció anormalmente excitado ante la perspectiva de que pudiese acudir.

—Es una posibilidad remota —explicó Jamie—. Está incomunicado en Grecia. Tan sólo confío en que vuelva a tiempo.

—Podríamos localizarlo —sugirió Ray con una dinámica alegría que no pareció del todo apropiada.

—Creo que tenemos que dejarlo en manos de los dioses —repuso Jamie.

—Es cosa tuya —dijo Ray.

En ese momento Katie exclamó:

—¡Jacob! —y todos se volvieron en redondo para verle vaciar a propósito el cartón de zumo de manzana en el suelo de la cocina.

Ray le hizo disculparse y luego se lo llevó a rastras a jugar al jardín, para mostrarle que los padrastros servían para algo más que para monopolizar a las madres.

Jamie y Katie llevaban diez minutos hablando de la boda cuando llamaron a Katie al teléfono de casa. Reapareció unos instantes después con aspecto de estar un poco preocupada.

—Era papá.

—¿Cómo está?

—Me ha parecido que bien. Pero quería hablar con Ray. No ha querido decirme para qué.

—Quizá quiere hacerse el hombre y pagarlo todo.

—Es probable que tengas razón. Bueno, lo averiguaremos cuando Ray lo llame.

—No creo que papá tenga muchas posibilidades —opinó Jamie.

—Bueno —dijo Katie—, ¿qué vas a escribirle a Tony?