Jamie estaba esperando a un posible comprador en el piso de Princes Avenue, el piso en que había conocido a Tony.
Los dueños iban a mudarse a Kuala Lumpur. Eran ordenados y no tenían niños, gracias a Dios. Nada de expresionismo abstracto a bolígrafo en los zócalos, ni un pedregal de juguetes en el suelo del comedor (Shona le estaba enseñando a una pareja el piso de cuatro habitaciones de Finchley cuando la mujer se torció el tobillo al pisar una Dino-Bici Power Ranger). Trabajaban en la City y apenas tocaban nada en la casa por lo que él veía. Se podrían lamer los fogones. Muebles de Ikea. Grabados insulsos con marcos de acero batido. Frío e impersonal pero vendible.
Entró en la cocina, tocó la pintura con las yemas de los dedos y recordó haber visto a Tony con una brocha en la mano, antes de que hubiesen cruzado palabra, cuando aún era un atractivo extraño.
Jamie veía ahora, con absoluta claridad, lo que había hecho.
Había esperado el momento oportuno. Se había marchado. Había erigido un pequeño mundo en que sentirse a salvo. Y estaba describiendo una órbita muy lejos, desconectado de todos. Era frío y era oscuro y no tenía ni idea de cómo hacer que volviera a acercarse al sol.
Hubo un momento, en Peterborough, poco después del puñetazo de Katie, en que se había dado cuenta de que necesitaba a aquella gente. A Katie, a su madre, a su padre, a Jacob. A veces lo sacaban de quicio. Pero habían estado con él todo el trayecto. Formaban parte de él.
Ahora había perdido a Tony e iba a la deriva. Necesitaba un sitio al que acudir cuando tuviese problemas. Necesitaba a alguien a quien llamar a altas horas de la noche.
La había cagado. Aquellas horribles escenas en el comedor. Su madre diciendo: «No tienes ni idea». Tenía razón. Eran extraños. Los había convertido en extraños. Deliberadamente. ¿Qué derecho tenía a decirles cómo llevar sus vidas? Se había asegurado bien de que ellos no tuvieran derecho a decirle cómo llevar la suya.
Sonó el timbre.
Mierda.
Inspiró profundamente, contó hasta diez, se puso el chip de vendedor y le abrió la puerta a un hombre con un clarísimo peluquín.