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George estaba tendido en la cama sin los pantalones, dejando que le cambiaran el vendaje.

La enfermera en prácticas era bastante atractiva, aunque tiraba a regordeta. Siempre le habían gustado las mujeres de uniforme. Samantha, así se llamaba. Era alegre, además, sin llegar a parlanchina.

Lo cierto era que iba a echar de menos esas sesiones cuando llegaran a su fin al cabo de un par de semanas. Era como cuando a uno le cortaban el pelo. Sólo que a él siempre le había cortado el pelo un anciano chipriota y era mucho menos doloroso.

La enfermera arrancó despacio el gran esparadrapo sobre la herida.

—Bueno, señor Hall. Llegó el momento de apretar los dientes.

George se agarró a los bordes de la cama.

La enfermera tiró del extremo del vendaje. El primer par de palmos de cinta rosa salió con suavidad. Entonces se enganchó. George hizo anagramas mentales con la palabra vendaje. La enfermera dio un suave tirón y el resto del vendaje se separó de la herida, haciéndole decir algo que nunca habría dicho normalmente en presencia de una mujer.

—Perdóneme.

—No hace falta que se disculpe.

La enfermera sostuvo en alto el vendaje usado. Parecía una gran castaña que se hubiese empapado en sangre y crema de limón. Lo dejó caer en la pequeña papelera de tapa de vaivén junto al costado de la cama.

—Vamos a ponerle uno limpio.

George se tumbó de nuevo y cerró los ojos.

Casi le gustaba el dolor ahora que se había acostumbrado a él. Sabía cómo iba a ser y cuánto iba a durar. Y cuando remitía, su mente permanecía increíblemente despejada durante cinco o diez minutos, como si le hubiesen lavado el cerebro a manguerazos.

Oyó decir a alguien en una habitación cercana:

—Escoliosis de columna.

Se sentía aliviado por lo de la boda. Era triste para Katie. O quizá para ella también fuera un alivio. No habían podido hablar mucho durante su visita. Y a decir verdad, rara vez hablaban de esa clase de cosas. Aunque Ray había parecido un poco raro en el hospital, lo que no hacía sino confirmar su intranquilidad con respecto a la relación.

En cualquier caso, George estaba contento de que la casa no fuera a verse invadida por una carpa llena de invitados. Todavía se sentía un poco frágil como para disfrutar con la perspectiva de ponerse en pie y soltar un discurso.

Jean también parecía sentir cierto alivio.

Pobre Jean. Realmente la había dejado hecha polvo. No había parecido la misma esos últimos días. Era obvio que seguía preocupada por él. Ver esa moqueta a diario probablemente no ayudaba.

Pero él ya había salido del dormitorio, mantenían conversaciones, y George ya era capaz de ocuparse de un par de tareas domésticas. Cuando estuviese un poco más en forma la sacaría a cenar. Había oído buenas recomendaciones de aquel nuevo restaurante en Oundle. Excelente pescado, al parecer.

—Ya está —dijo Samantha—. Listo.

—Gracias —repuso George.

—Venga, vamos a sentarle.

Le compraría unas flores a Jean de camino a casa, algo que no había hecho en muchísimo tiempo. Eso le levantaría el ánimo.

Después llamaría a los instaladores de moquetas.