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Cuando George se despertó se habían ido. Jean, Katie, Jamie, Jacob, Ray. Se sintió bastante aliviado, francamente. Estaba cansadísimo, y su familia podía resultar dura de pelar. En particular en masa.

Empezaba a pensar que le iría bien leer un poco, y se estaba preguntando cómo podía hacerse con una revista decente cuando se abrieron las cortinas y apareció un hombre grandullón con una raída chaqueta de lona. Era completamente calvo y llevaba una tablilla con sujetapapeles.

—¿Señor Hall? —se subió unas gafas de montura metálica a la reluciente calva.

—Sí.

—Soy Joel Foreman. Psiquiatra.

—Pensaba que los tipos como usted se iban para casa a las cinco en punto —dijo George.

—Eso sería genial, ¿verdad? —rebuscó en unos papeles en su tablilla—. La lástima es que, por experiencia, la gente no hace sino volverse más loca a medida que avanza el día. Por automedicarse, normalmente. Aunque estoy seguro de que eso no puede aplicársele a usted.

—Desde luego que no —repuso George—. Aunque he estado tomando unos antidepresivos —decidió no mencionar la codeína y el whisky.

—¿Con sabor a qué?

—¿Sabor?

—¿Cómo se llaman?

—Lustral —contestó George—. Me hacen sentir absolutamente fatal, para serle franco.

El doctor Foreman era uno de esos hombres que son graciosos sin sonreír. Parecía el malo de una película de James Bond. Era desconcertante.

—Llanto, insomnio y ansiedad —dijo el doctor Foreman—. Siempre me hace reír cuando lo leo en los posibles efectos secundarios. Yo que usted los tiraría, sinceramente.

—Vale —repuso George.

—He oído decir que ha estado haciendo prácticas de cirugía.

George explicó, con lentitud y cautela y con un tono comedido salpicado de cierto humor autocrítico, cómo había acabado en el hospital.

—Tijeras. Un enfoque práctico —opinó el doctor Foreman—. ¿Y cómo se encuentra ahora?

—Me siento mejor de lo que me he sentido en mucho tiempo —contestó George.

—Bien —dijo el doctor—. Pero seguirá viendo al psicólogo de su médico de cabecera, ¿verdad? —no formuló la frase como una pregunta.

—Así es.

—Bien —repitió el doctor Foreman hendiendo el papel en la tablilla con una floritura circular con la punta del bolígrafo—. Bien.

George se relajó un poco. El examen había concluido y, si no se equivocaba, había aprobado.

—Hace sólo una semana estaba pensando que no me vendría mal una estancia en alguna clase de institución. Para descansar del mundo. Esa clase de cosa.

El doctor Foreman no reaccionó al principio y George se preguntó si había revelado una información que iba a cambiar la evaluación del psiquiatra. Como quien da marcha atrás y le pisa el pie al examinador tras el examen de conducir.

El doctor Foreman volvió a ponerse la tablilla bajo el brazo.

—Yo que usted me mantendría alejado de los hospitales psiquiátricos —hizo entrechocar los tacones. Fue un gesto a medio camino entre un desfile militar y El Mago de Oz. George se preguntó si el propio doctor Foreman no estaría un poco desquiciado—. Hable con su psicólogo. Coma como es debido. Váyase a la cama temprano. Haga ejercicio de forma regular.

—Lo cual me recuerda… —dijo George—. ¿Sabe usted dónde puedo conseguir algo para leer?

—Veré qué puedo hacer —repuso el doctor Foreman, y antes de que George pudiese especificar qué clase de material de lectura le gustaría, el psiquiatra le había estrechado la mano y había desaparecido a través de la cortina.

Media hora después llegó un camillero para llevarlo a una sala. George se sintió un poco insultado por la silla de ruedas hasta que intentó ponerse de pie. No era dolor en sí, sino la sensación de que algo andaba muy mal en la región abdominal y la sospecha de que si se ponía de pie las entrañas podían salírsele por el agujero que había hecho esa mañana. Cuando volvió a sentarse, el sudor le corría por la cara y los brazos.

—¿Va a comportarse ahora? —preguntó el camillero.

Aparecieron dos enfermeras y fue instalado en la silla.

Lo llevaron hasta una cama vacía en una sala abierta. Un minúsculo y arrugado asiático dormía en la cama a su izquierda en un entramado de tubos y cables. A su derecha, un adolescente escuchaba música a través de unos auriculares. Tenía la pierna sujeta a una polea y se había traído al hospital la mayoría de sus pertenencias: un montón de discos compactos, una cámara, un frasco de salsa HP, un pequeño robot, unos cuantos libros, un gran martillo hinchable…

George yació en la cama mirando el techo. Habría dado lo que fuera por una taza de té y una galleta.

Estaba a punto de captar la atención del adolescente para averiguar si coincidían en algún punto en sus gustos literarios cuando el doctor Foreman apareció a los pies de su cama. Le tendió a George dos ejemplares en rústica y dijo:

—Déjeselos a las enfermeras cuando los haya acabado, ¿eh? O le seguiré el rastro como un perro —esbozó una breve sonrisa y luego se volvió y se fue, intercambiando por el camino unas palabras con una enfermera en un idioma que no era inglés ni ningún otro que George reconociera.

George les dio la vuelta a los libros. El puerto de la traición y La goleta Nutmeg de Patrick O’Brian.

Lo acertado de la elección fue casi escalofriante. George había leído Capitán de mar y guerra el año anterior y tenía la intención de leer alguna más. Se preguntó si habría dicho algo mientras estaba inconsciente.

Leyó unas ochenta páginas de El puerto de la traición, se tomó una insípida cena institucional a base de estofado de ternera, verdura hervida y melocotón con crema, y luego se durmió sin soñar y sólo se despertó para una larga y complicada visita al lavabo a las tres de la madrugada.

Por la mañana le dieron un cuenco de cereales, una taza de té y una breve clase sobre cómo ocuparse de la herida. La enfermera de guardia le preguntó si estaba en posesión de un lavabo en una planta baja y una esposa que pudiese moverlo por la casa. Se vio obsequiado con una silla de ruedas, se le dijo que la devolviera cuando pudiese caminar sin ayuda y le fueron presentados sus papeles de desmovilización.

Llamó a Jean y dijo que podía irse a casa. Pareció poco impresionada por la noticia, y George se sintió un poco irritado hasta que recordó lo que le había hecho a la moqueta.

Le pidió que le trajera algo de ropa.

Ella le dijo que intentaría recogerlo lo antes posible.

George se sentó y leyó otras setenta páginas de El puerto de la traición.

El capitán Aubrey estaba escribiendo una carta a casa sobre la afortunada caja de rapé de Byrne cuando George alzó la vista y vio a Ray recorrer la sala. Lo primero que pensó fue que le había pasado algo horroroso al resto de su familia. Y, de hecho, la conducta campechana habitual de Ray había dado paso a algo más bien adusto.

—Ray.

—George.

—¿Va todo bien? —quiso saber George.

Ray dejó caer una bolsa de viaje sobre la cama.

—Tu ropa.

—Sólo estoy sorprendido de verte, eso es todo. Quiero decir en lugar de Jean. O de Jamie. No pretendo ser grosero. Tan sólo me da un poco de vergüenza que te hagan hacer esto —trató de sentarse. Dolía. Mucho.

Ray le ofreció la mano y tiró suavemente de George hasta que quedó sentado en el borde de la cama.

—Va todo bien, ¿verdad? —repitió George.

Ray exhaló un suspiro de hastío.

—¿Bien? —dijo—. Yo no iría tan lejos. Es un maldito desastre. Eso probablemente se le acerca más.

¿Estaría borracho Ray? ¿A las diez de la mañana? George no olía a alcohol, pero Ray no parecía controlarse del todo.

Y ése era el hombre que iba a llevarlo a casa.

—¿Sabes qué? —preguntó Ray sentándose en el borde de la cama junto a George.

—¿Qué? —repitió George en voz baja, sin deseos en realidad de saber la respuesta.

—Creo que bien puedes ser el miembro más cuerdo de esta familia —respondió Ray—. Aparte de Jamie. Parece tener la cabeza en su sitio. Y es homosexual.

El asiático menudo los miraba fijamente. George cruzó los dedos y confió en que no entendiese bien el inglés.

—¿Ha ocurrido algo en casa? —preguntó George con cautela.

—Jean y Katie se han estado chillando sobre la mesa del desayuno. He sugerido que todo el mundo se calmara un poco y me han dicho que me fuera a la comillas puta mierda comillas.

—¿Te lo ha dicho Jean? —preguntó George sin ser del todo capaz de creerlo.

—Katie —contestó Ray.

—¿Y por qué ha sido la pelea? —quiso saber George. Empezaba a lamentar haber pasado el examen del doctor Foreman. Unos días más en el hospital parecían de pronto tentadores.

—Katie no quiere casarse —explicó Ray—. Lo cual probablemente es un alivio para ti.

George no tenía ni idea de cómo responder a eso. Jugó con la posibilidad de caerse de la cama para que algún otro viniera a rescatarlo, pero decidió no hacerlo.

—De manera que he dicho que te recogería yo. Me ha parecido mucho más fácil que quedarme en la casa —Ray inspiró profundamente—. Perdona. No debería desahogarme contigo. Las cosas están siendo un poco estresantes últimamente.

Se quedaron sentados uno al lado del otro durante unos instantes, como un par de caballeros ancianos en un banco del parque.

—Bueno —dijo Ray—. Será mejor que te lleve a casa, o van a preguntarse dónde andamos —se levantó—. ¿Vas a necesitar que te ayude a ponerte esa ropa?

Durante una fracción de segundo George pensó que Ray estaba a punto de quitarle los pantalones del pijama de hospital, y la perspectiva fue tan desconcertante que se encontró emitiendo un chillido audible. Pero Ray simplemente echó las cortinas en torno a la cama de George y se fue en busca de una enfermera.