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Katie observó a Jamie incorporarse y se le ocurrieron tres cosas en rápida sucesión.

En primer lugar, iba a tener que darle una buena explicación a Jacob. En segundo, había perdido su último vestigio de superioridad moral sobre Ray. Y en tercero, era la primera vez que le daba un puñetazo en toda regla a alguien desde aquella pelea sobre las sandalias rojas con Zoë Canter en la escuela primaria, y la sensación había sido genial.

Se sentó junto a su hermano. Ninguno de los dos habló durante unos instantes.

—Lo siento —dijo Katie, aunque no era verdad. No del todo—. Estas últimas semanas han sido tremendas.

—Ya somos dos.

—¿Qué quieres decir?

—Tony me ha plantado.

—Mierda. Lo siento mucho —dijo Katie, y por encima del hombro de Jamie vio a una mujer que se parecía mucho a su madre correr hacia el pasillo principal del hospital como si la persiguiera un perro invisible.

—Y no era un formón —añadió Jamie—; se estaba cortando el cáncer, por lo visto. Con unas tijeras.

—Bueno, eso tiene un poco más de sentido —repuso Katie.

Jamie pareció algo decepcionado.

—Pensé que conseguiría una reacción mejor por tu parte.

De manera que Katie le explicó lo de su visita a casa y los ataques de pánico y Arma letal.

—Oh, se me olvidaba —dijo Jamie—. Ha estado aquí.

—¿Quién?

—El amiguito de mamá.

—¿Qué quieres decir con que ha estado aquí? —preguntó Katie.

—La ha traído él, por lo visto. Estaba intentando pasar inadvertido. Por razones obvias. Me he encontrado con él al llegar.

—Bueno, y ¿cómo es?

Jamie se encogió de hombros.

—¿Te lo tirarías?

Jamie arqueó las cejas y Katie se dio cuenta de que los acontecimientos recientes la estaban volviendo un poco chiflada.

—Compartir a un viejo amante bisexual con mi madre —ironizó Jamie—. Me parece que la vida ya es bastante difícil —hizo una pausa—. Atildado. Bronceado. Jersey de cuello alto. Se le va un poco la mano con la loción para después del afeitado.

Katie se inclinó hacia él y le agarró ambas manos.

—¿Estás bien?

Jamie rió.

—Ajá. Por sorprendente que parezca, estoy bien.

Katie sabía a qué se refería exactamente. Y en ese momento tuvo la sensación de que todo estaba bien. Los dos allí sentados, juntos y tranquilos. El ojo del huracán.

—Así pues, ¿vas a casarte? —quiso saber Jamie.

—Dios sabe. Mamá está como loca, por supuesto. Naturalmente, una parte de mí quiere casarse con Ray sólo para hacerla enfadar —permaneció en silencio unos instantes—. Debería ser simple, ¿no? Quiero decir, o quieres a alguien o no lo quieres. No es exactamente teoría cuántica. Pero no tengo ni idea, Jamie. Ni idea.

Un joven asiático de traje azul oscuro entró por la puerta de doble hoja y se dirigió al mostrador. Parecía sobrio pero tenía la camisa empapada de sangre.

Katie se acordó de aquellos dibujos animados de niños sentados en hospitales con cacerolas en las cabezas, y se preguntó si era posible en realidad que te encasquetaran una cacerola en la cabeza.

Cortarse el cáncer con tijeras. Era totalmente lógico cuando te ponías a pensarlo. Un tratamiento un poco agresivo para el eczema, sin embargo.

El hombre asiático se cayó. Pero no se desplomó. Cayó rígido, como un rastrillo o la manecilla grande de un reloj muy rápido. Hizo mucho ruido al golpear contra el suelo. Fue divertido y nada divertido al mismo tiempo.

Se lo llevaron en camilla.

Entonces aparecieron Ray y Jacob.

—Estaba… Había un… El abuelito estaba roncando.

—No habréis visto a vuestra madre, ¿no? —preguntó Ray.

—¿Por qué? —quiso saber Jamie.

—Se ha puesto un poco rara, y luego ha salido pitando.

Jacob miró a Jamie.

—Haz aparecer la moneda.

—Más tarde, ¿vale? —se levantó y le revolvió el cabello a Jacob—. Iré a buscarla.

Diez minutos más tarde iban de vuelta al pueblo.

Llevaron a mamá en su coche. Katie se sentó detrás con Jacob. Quedó claro que a su madre no la entusiasmaba ir delante con Ray pero a Katie le supuso una perversa distracción verlos a los dos tratar de mantener una conversación educada.

Además, le gustaba ir detrás con Jacob. Los niños. Cero responsabilidades. Los adultos resolviéndolo todo. Como aquel verano en Italia cuando el motor del Alfa Romeo reventó a las afueras de Reggio Emilia y pararon en el arcén y el hombre del bigote increíble llegó y dijo que estaba completamente morte o algo así y papá vomitó en la hierba, aunque en aquel momento no fue más que otro ejemplo de extraña conducta paterna y un mal olor, y ella y Jamie se sentaron en el arcén a jugar con los prismáticos y aquel pequeño rompecabezas de madera del copo de nieve, bebiendo naranjada con gas sin la más mínima preocupación en el mundo.