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Sólo que no era una piscina porque su trasero verde lima (se llamaba Marianna, ahora se acordaba) se deslizó hacia la derecha y se oyó el rítmico golpeteo que era el sonido de unos remos hendiendo el agua porque estaba viendo una regata en la televisión (pensándolo bien podía haber sido Marlena), pero quizá no fuera la televisión porque estaba apoyado contra una robusta balaustrada de granito, aunque también sentía una moqueta contra la mejilla, lo cual sugería que, después de todo, igual no estaba al aire libre, y el comentarista estaba diciendo algo sobre la cocina, y una forma de dibujar un ficus sería fotografiarlo y luego proyectar una diapositiva sobre una gran hoja de papel sujeta con cinta adhesiva a la pared y trazarlo, lo que a algunos podría parecerles un engaño, aunque Rembrandt usaba lentes, o eso decían en un artículo en la revista del Sunday Times, o quizá era Leonardo da Vinci, y nadie los acusaba de engaño porque lo que importaba era cómo quedaba el cuadro, e iban vestidos de blanco y lo estaban levantando en el aire y no era un círculo de luz, sino más bien un rectángulo puesto de pie en lo alto de un tramo de escaleras, aunque ahora que lo pensaba igual había tirado el proyector de diapositivas en 1985 junto con la piscina de plástico, y alguien estaba diciendo «¿George…? ¿George…? ¿George…?», y entonces entró en el rectángulo de luz brillante y le pusieron algo en la boca y las puertas se cerraron y estaba subiendo ahora por una especie de hueco de ascensor de cristal directamente sobre la casa, y cuando miró abajo vio el estudio sin acabar y el canalón obstruido encima de la ventana del baño que en realidad tendría que haber llegado a despejar, y un tren de vapor en la vía del Nene Valley y los tres lagos del parque natural y el cubrecama de campos y aquel pequeño restaurante en Agrigento y las mariposas en los Pirineos y las entramadas estelas de aviones a reacción y el azul del cielo volviéndose lentamente negro y las pequeñas y duras hogueras que eran las estrellas.