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George decidió hacerlo el miércoles.

Jean iba a marcharse, como tenía planeado desde hacía tiempo, a ver a su hermana. Había insinuado poder cancelarlo si George necesitaba compañía, pero él había insistido en que fuera.

Cuando por fin llamó desde Northampton para decir que había llegado sana y salva y comprobar que George estuviese bien, él reunió lo necesario para equiparse. No dispondría de mucha energía o mucho tiempo una vez hubiese empezado, de manera que todo tenía que estar en su sitio.

Tragó dos pastillas de codeína con un buen vaso de whisky. Amontonó tres viejas toallas azules en el baño. Dejó el teléfono inalámbrico sobre la mesa de la cocina, llenó el cajetín de la lavadora de jabón y dejó la puerta abierta.

Sacó un envase de helado de dos litros vacío del fondo de la despensa, se aseguró de que la tapa encajase y se lo llevó al piso de arriba con un par de bolsas de basura. Dispuso las bolsas en el suelo y equilibró el envase de helado sobre los grifos de la bañera. Abrió el botiquín y lo dejó en el estante del baño.

El whisky y la codeína empezaban a hacerle efecto.

Bajó de nuevo, sacó las tijeras del cajón y las afiló con la pequeña piedra de afilar que utilizaban para el cuchillo de trinchar. Por si acaso afiló también el cuchillo de trinchar y se llevó ambos utensilios arriba, para dejarlos en el borde de la bañera opuesto a los grifos.

Estaba asustado, como era natural. Pero las sustancias químicas empezaban a embotar el miedo, y la certeza de que sus problemas no tardarían en solucionarse lo animaba a seguir.

Corrió las cortinas del baño y cerró las puertas del pasillo. Apagó todas las luces y esperó a que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad. Se quitó la ropa, la dobló y la dejó en un ordenado montón en lo alto de las escaleras.

Entraba de nuevo en el baño cuando se dio cuenta de que no quería que lo encontraran inconsciente en el suelo de su propio baño sin nada puesto. Volvió a ponerse los calzoncillos.

Abrió el agua caliente de la ducha, torció el grifo de teléfono en su soporte de forma que el agua diera contra la pared del fondo de la bañera y corrió la mampara de plástico.

La alfombrilla era gruesa y peluda. ¿Podría lavarse? No estaba del todo seguro. La movió hasta el otro extremo de la habitación por si acaso.

Metió un pie en la bañera para comprobar la temperatura del agua. Perfecta. Se metió dentro.

Ya estaba. Una vez que había empezado ya no había vuelta atrás.

Comprobó por última vez que todo estuviese en su sitio. Las tijeras, el envase de helado, las bolsas de basura…

Sabía que la primera parte sería la más dura. Pero no duraría mucho. Inspiró profundamente.

Cogió las tijeras con la mano derecha y deslizó entonces los dedos de la izquierda por la cadera, en busca de la lesión. Agarró la carne en torno a ella, y el picor mareante que se le extendió por los dedos y el brazo (como si estuviera cogiendo una araña o una caca de perro) no hizo sino confirmar la necesidad de lo que estaba haciendo.

Tiró para apartar la lesión de su cuerpo.

Bajó la vista y luego miró hacia otro lado.

Su carne se había estirado para formar una cumbre blanca, como queso caliente en una pizza.

Abrió las fauces de las tijeras.

«Inspire profundamente, y espire cuando llegue el dolor.» Eso era lo que había dicho el osteópata.

Colocó las hojas de las tijeras afiladas en torno a la piel estirada y cortó en seco.

No le hizo falta acordarse de espirar. Ocurrió espontáneamente.

El dolor fue tanto más intenso que cualquiera que hubiese experimentado antes, fue como si un avión a reacción le hubiese aterrizado a medio metro de la cabeza.

Volvió a bajar la vista. No había esperado un volumen semejante de sangre. Parecía algo salido de una película. Era más densa y oscura de lo previsto, casi aceitosa, y estaba sorprendentemente caliente.

La otra cosa que notó al bajar la vista fue que no había conseguido cortar del todo la carne en torno a la lesión. Bien al contrario, ahora le colgaba de la cadera como un pequeño bistec muy crudo.

Volvió a cogerla, abrió de nuevo las tijeras y trató de hacer una segunda incisión. Pero la sangre ponía difícil agarrarla bien y la grasa parecía más dura esta vez.

Se inclinó, dejó las tijeras en el borde de la bañera y cogió el cuchillo de trinchar.

Cuando se incorporó, sin embargo, un enjambre de lucecitas blancas apareció en su campo de visión y su cuerpo pareció más lejos de lo que debía. Tendió una mano para apoyarse en la pared alicatada. Por desgracia, todavía sujetaba en ella el cuchillo de trinchar. Soltó el cuchillo y apoyó la mano contra la pared. El cuchillo cayó en la bañera y vino a aterrizar con la punta incrustada en el empeine del pie de George.

En ese momento la habitación entera empezó a girar. El techo apareció ante su vista, seguido de un vívido primer plano del artilugio magnético de color aguacate en que reposaba el jabón, y luego se dio en la nuca con el grifo del agua caliente.

Se quedó tumbado de costado mirando la longitud de la bañera. Parecía que alguien hubiese matado un cerdo en ella.

La lesión seguía adherida a su cuerpo.

Virgen santa. Las células cancerígenas traumatizadas estaban sin duda fluyendo a través del istmo de carne entre el colgajo y la cadera, para establecer pequeñas colonias en sus pulmones, su médula, su cerebro…

Supo entonces que no tendría fuerzas para arrancárselo.

Tenía que ir al hospital. Allí lo cortarían por él. Quizá se lo cortarían en la ambulancia si explicaba la situación con el suficiente cuidado.

Se puso muy despacio a cuatro patas.

Sus endorfinas no funcionaban demasiado bien.

Iba a tener que bajar por las escaleras.

Maldición.

Debería haberlo hecho todo en la cocina. Podría haberse puesto de pie en esa vieja piscina de plástico que los niños usaban en verano. ¿O era ése uno de los objetos que había sacado del fondo del garaje en 1985?

Era muy posible.

Se inclinó sobre el borde de la bañera y cogió una toalla.

Se detuvo. ¿De veras quería oprimirse el tejido de rizo contra una herida abierta?

Se puso en pie con cautela. Las lucecitas blancas iban y venían otra vez.

Bajó la vista. Se hacía difícil saber qué había en la zona general de la herida, y mirarla lo hacía marearse un poco. Giró la cabeza y posó brevemente la vista en los azulejos salpicados.

Inspira. Aguanta. Espira. Tres. Dos. Uno.

Bajó la vista otra vez. Asió el colgajo rebanado por el lado de fuera y lo puso de nuevo en su sitio haciendo presión. No encajaba muy bien. De hecho, en cuanto lo soltó se deslizó de la herida para mecerse de forma desagradable de su bisagra húmeda y roja.

Realmente había algo que latía dentro de la herida. No fue un espectáculo tranquilizador.

Volvió a coger el colgajo de carne, lo sostuvo en su sitio y luego aplicó la toalla encima.

Esperó un minuto, y entonces se puso de pie.

Si llamaba enseguida para pedir una ambulancia podía llegar demasiado pronto. Primero recogería un poco, luego llamaría.

Lo primero que tenía que hacer era limpiar la ducha.

Cuando tendió la mano para coger el teléfono de la ducha del soporte, sin embargo, pareció más alto de lo que recordaba y a su torso no lo entusiasmó que lo estirasen.

Lo dejaría estar e inventaría alguna historia para Jean cuando volviese de Sainsbury’s.

¿Había ido a Sainsbury’s? Todo estaba un poco brumoso.

Decidió en cambio vestirse.

Se dio cuenta de que eso tampoco iba a ser fácil. Llevaba un par de calzoncillos empapados en sangre. Había calzoncillos limpios en la cómoda del dormitorio, pero estaba en el otro extremo de diez metros de moqueta color crema, y había un considerable volumen de sangre corriéndole por la pierna.

Podía haberlo planeado mejor.

Oprimió con un poco más de firmeza la toalla contra la herida y enjugó la sangre del suelo pisando las otras dos toallas y arrastrando los pies lentamente por el baño durante un par de minutos. Trató de inclinarse a recoger las dos toallas para tirarlas a la bañera, pero a su cuerpo inclinarse no lo entusiasmó más que estirarse.

Decidió cortar por lo sano. Fue tambaleándose hasta el dormitorio y llamó al 999.

Cuando miró de nuevo hacia el umbral, sin embargo, vio que había dejado huellas en la moqueta crema. Jean iba a disgustarse mucho.

—¿Policía, bomberos o ambulancia?

—Policía —contestó George sin pensar—. No. Espere. Ambulancia.

—Ahora le paso…

—Habla usted con el servicio de ambulancias. ¿Puede darme su número?

¿Cuál era su número de teléfono? Parecía habérsele ido de la cabeza. Lo marcaba muy rara vez.

—¿Hola, sigue ahí? —preguntó la mujer al otro lado de la línea.

—Lo siento —dijo George—. No consigo acordarme del número.

—No pasa nada. Dígame.

—Bueno, sí. Por lo visto me he cortado. Con un formón grande. Hay mucha sangre.

El número de Katie, por ejemplo. De ése sí se acordaba sin el menor problema. ¿Se acordaba? A decir verdad, ese número también parecía habérsele ido de la cabeza.

La mujer al otro lado de la línea dijo:

—¿Puede darme su dirección?

También le costó cierto esfuerzo recordar eso.

Después de colgar el teléfono se dio cuenta, por supuesto, de que había olvidado ir en busca del formón antes de meterse en la bañera. Jean ya iba a enfadarse bastante. Si descubría que había hecho todo aquel desastre cortándose el cáncer con sus tijeras favoritas se pondría como una moto.

El formón, sin embargo, estaba en el sótano, y el sótano estaba muy lejos.

Se preguntó si se habría acordado de colgar el teléfono.

Luego se preguntó si habría llegado a acordarse de la dirección antes de colgar el teléfono. Asumiendo que en efecto lo hubiese colgado.

Podían averiguar de dónde provenían las llamadas.

Al menos podían hacerlo en las películas.

Pero en las películas uno podía hacer que alguien perdiera el conocimiento con sólo apretarle el hombro.

Se vio en el espejo del recibidor y se preguntó qué haría un viejo loco, desnudo y sangrando de pie junto a la mesilla del teléfono.

Las escaleras del sótano fueron realmente difíciles.

Antes de que él y Jean envejecieran mucho más sería buena idea colocar una escalera nueva menos empinada. Una barandilla tampoco estaría de más.

Cuando cruzaba el sótano pisó algo muy parecido a esas pequeñas piezas de Lego que Jacob dejaba a veces por todas partes, las de un solo taquito. Trastabilló y dejó caer la toalla. Recogió otra vez la toalla. Estaba llena de serrín y una variedad de insectos muertos. Se preguntó por qué tenía una toalla en la mano. La dejó sobre la tapa del congelador. Por alguna razón la toalla parecía empapada en sangre. Tendría que contarle eso a alguien.

El formón.

Hurgó en el pequeño cesto verde y lo sacó de debajo del martillo de orejas y la cinta métrica retráctil.

Se dio la vuelta para irse, se le doblaron las rodillas y cayó de lado dentro de la piscina de plástico que mantenían hinchada a medias para impedir que se formara moho en las superficies interiores.

Estaba viendo la imagen de un pez desde muy cerca. De la parte de arriba de la cabeza le salía un chorrito de agua, lo que sugería que se trataba de una ballena. Pero también era rojo, lo que sugería que podía tratarse de una clase de pez completamente distinto.

Olió a goma y oyó el chapoteo del agua y vio pequeñas vieiras de luz de sol bailar ante sus ojos, y luego a aquella atractiva joven del hotel en Portugal con su biquini verde lima.

Si la memoria no le fallaba, fue el sitio en que sirvieron aquel postre venenoso en piñas vaciadas.

Parecía estar sintiendo un dolor tremendo, aunque se hacía difícil decir por qué exactamente.

También se sentía muy cansado.

Podría dormir un ratito.

Sí, le pareció buena idea.