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Había sido casi agradable, lo de ver al doctor Barghoutian.

Como es obvio, el listón de lo que consideraba o no agradable había bajado bastante en las últimas semanas. Aun así, hablar sobre sus problemas con alguien a quien le pagaban por escuchar resultaba extrañamente tranquilizador. Más tranquilizador que ver Volcano o El pacificador, durante las que siempre oía una especie de nota baja de temor, como si estuviesen haciendo obras enfrente.

Qué extraño descubrir que describir sus temores en voz alta diera menos miedo que intentar no pensar en ellos. Tenía algo que ver con lo de enfrentarse a un enemigo en campo abierto.

Las píldoras no eran tan buenas. Tuvo problemas para dormir aquella primera noche y problemas aún más evidentes la segunda noche. Lloraba mucho y tenía que contener las ansias de salir a dar largos paseos a primerísima hora de la mañana.

Se estaba tomando ahora un par de pastillas de codeína con el desayuno y luego se bebía un buen whisky a media mañana, pero después se lavaba los dientes con energía para no despertar las sospechas de Jean.

La idea de acudir a un hospital psiquiátrico empezaba a parecerle más y más atractiva. Pero ¿cómo hacía uno para ir a un hospital psiquiátrico? ¿Y si te metías con el coche en el jardín de un vecino? ¿Y si le prendías fuego a la cama? ¿Y si te tendías en medio de la carretera?

¿Contaba que uno hiciera esa clase de cosas deliberadamente? ¿O era el hecho de fingir demencia en sí mismo un síntoma de demencia?

¿Y si la cama era más inflamable de lo que esperaba?

Quizá podía verterse agua en un gran círculo de moqueta alrededor de la cama para que actuase como una especie de barrera.

La tercera noche fue bastante más insoportable.

Aun así, continuó tomando obstinadamente las píldoras. El doctor Barghoutian había dicho que podían tener efectos secundarios y, en general, George prefería tratamientos que entrañaran dolor. Después de caerse de la escalera de mano había ido a ver a una quiropráctica que hacía poco más que darle palmadas en la nuca. Transcurridas varias semanas más de molestias acudió a un osteópata que lo agarró con firmeza desde atrás y lo levantó violentamente, haciéndole crujir las vértebras. Al cabo de un par de días volvía a caminar con normalidad.

De todas formas se sintió agradecido cuando llegó su cita con el psicólogo clínico el sexto día de medicación.

Nunca había conocido a un psicólogo clínico, fuera o no profesionalmente. En su opinión no estaban muy lejos de esas personas que leían las cartas del Tarot. Era del todo posible que le preguntara si había visto a su madre desnuda y si sufría acoso en el colegio (se preguntó qué habría sido de los infames gemelos Gladwell). ¿O eso era psicoterapia? No tenía muy claras esas distinciones.

Al final, su cita con la señora Endicott no implicó ninguna de las tonterías sensibleras que esperaba. De hecho no recordaba la última vez que había mantenido una conversación tan interesante.

Hablaron sobre su trabajo. Hablaron sobre su jubilación. Hablaron de sus planes para el futuro. Hablaron de Jean y Jamie y Katie. Hablaron sobre la boda.

La doctora le preguntó por los ataques de pánico: cuándo ocurrían, qué le hacían sentir, cuánto duraban. Le preguntó si había considerado el suicidio. Le preguntó qué le daba miedo exactamente y mostró una paciencia infinita mientras él trataba de expresar con palabras cosas que costaba expresar con palabras (los orcos, por ejemplo, o la forma en que el suelo parecía ceder). Y aunque algunas de esas cosas lo avergonzaban, la atención de ella fue seria e inquebrantable.

Le preguntó por la lesión y dijo que el doctor Barghoutian podía mandarlo a un dermatólogo si eso lo ayudaba. Él dijo que no y explicó que, en el fondo, sabía que era sólo un eczema.

Le preguntó si tenía amigos con quienes hubiese hablado de esas cosas. George explicó que él no hablaba de esas cosas con los amigos. Y desde luego no desearía que cualquiera de sus amigos le viniese con problemas similares. Era impropio. Ella asintió para mostrar que estaba de acuerdo.

Salió de la consulta sin tareas que llevar a cabo o ejercicios que realizar, sólo con la promesa de una segunda cita al cabo de una semana. De pie en el aparcamiento recordó que no había mencionado los efectos secundarios de la medicación. Entonces se le ocurrió que no era la persona que había subido al autobús esa mañana. Era más fuerte, más estable, estaba menos asustado. Podía apañárselas con los efectos secundarios de unas cuantas píldoras.

Esa tarde estaba tumbado en la cama viendo un campeonato de golf en la BBC2. Ese deporte nunca lo había atraído en realidad. Pero había algo tranquilizador en aquellos jerséis tan cómodos y en todo aquel verde que se extendía hacia lo lejos.

Le pareció injusto que todos sus esfuerzos por solucionar los aspectos mentales del problema nada hubiesen hecho por solucionar los aspectos físicos del problema.

Se le ocurrió entonces que de haber estado la lesión en un dedo de la mano o el pie podría habérsela quitado y santas pascuas. Así no tendría que hacer nada a excepción de tomarse las pastillas y volver a la consulta cada semana hasta que todo volviese a la normalidad.

En su cabeza se estaba formando un plan.

Un plan que, por lo que le pareció, era bastante bueno.