Jean pidió hora y llevó a George a la consulta después del colegio.
No era algo que estuviera deseando hacer. Pero Katie tenía razón. Más valía coger el toro por los cuernos.
Al final George se mostró sorprendentemente dócil.
Lo puso a prueba en el coche. Tenía que decirle la verdad al doctor Barghoutian. Nada de esos disparates sobre la insolación o que se sentía aturdido. No debía marcharse hasta que el doctor Barghoutian le hubiese prometido hacer algo. Y luego tenía que contarle a ella qué había dicho exactamente el doctor Barghoutian.
Le recordó que faltaba poco para la boda de Katie y que si no iba a estar allí para entregar a su hija y pronunciar un discurso iba a tener que dar explicaciones.
George pareció disfrutar del acoso de alguna forma perversa y prometió hacer cuanto le había dicho.
Se sentaron uno al lado del otro en la sala de espera. Jean trató de charlar. Sobre aquel arquitecto hindú que se había mudado enfrente. Sobre podar la glicina antes de que se metiera bajo el tejado. Pero él estaba más interesado en un ejemplar atrasado de la revista OK.
Cuando lo llamaron Jean le dio unas suaves palmaditas en la pierna para desearle suerte. Cruzó la sala un poco encorvado y con la mirada fija en la moqueta.
Jean probó a leer un poco de su P. D. James pero no consiguió meterse. Nunca le habían gustado las salas de espera de los médicos. Todo el mundo tenía siempre mala pinta. Como si no se hubiesen cuidado lo suficiente, lo que probablemente era cierto. Los hospitales no eran tan malos. Siempre y cuando estuviesen limpios. Pintura blanca y contornos bien definidos. Gente adecuadamente enferma.
No podía dejar a George. Lo que sintiera era irrelevante. Tenía que pensar en George. Tenía que pensar en Katie. Tenía que pensar en Jamie.
Y sin embargo cuando imaginaba que no iba a dejarlo, cuando se imaginaba diciéndole no a David, era como si se apagara una luz al final de un túnel oscuro.
Cogió la revista OK de George y leyó un artículo sobre el centenario de la reina madre.
Diez minutos después reapareció George.
—¿Y bien? —le preguntó.
—¿Podemos ir al coche?
Fueron al coche.
El doctor Barghoutian le había dado una receta de antidepresivos y le había pedido hora en un psicólogo clínico la semana siguiente. Fuera de lo que fuese que hubieran hablado, lo había dejado claramente agotado. Jean decidió no entrometerse.
Fueron a la farmacia. Él no quiso entrar, musitando algo que Jean no consiguió captar acerca de «libros sobre enfermedades», de manera que entró ella y aprovechó para comprar unas coles de Bruselas y unas zanahorias al lado mientras le preparaban la receta.
George abrió la bolsa cuando volvían a casa y se pasó mucho tiempo examinando el frasco. Ella no supo muy bien si lo horrorizaba o lo aliviaba. De vuelta en la cocina Jean se hizo cargo de las píldoras, le observó tragarse la primera con un vaso de agua y luego dejó el resto en el armario de encima de la tostadora. George dijo:
—Gracias —y se retiró a su habitación.
Jean tendió la colada, preparó café, rellenó el cheque y la solicitud de pedido para la gente de la carpa y luego dijo que tenía que salir un momento a hablar con la floristería.
Condujo hasta casa de David y trató de explicarle hasta qué punto era imposible tomar la decisión. Él se disculpó por haber hecho la propuesta en un momento tan difícil. Ella le dijo que no se disculpara. Él le dijo que nada había cambiado y que esperaría todo el tiempo que a ella le hiciese falta.
La rodeó con los brazos y permanecieron aferrados el uno al otro y fue como volver a casa después de un viaje largo y difícil y Jean se dio cuenta de que nunca podría renunciar a eso.