A las cuatro de la tarde siguiente Katie cometió el error de decirle a Jacob:
—Bueno, colega, media hora más y nos volvemos a Londres.
Siguieron lágrimas y gimoteos a todo volumen.
—Te odio.
—Jacob…
Katie trató de calmarlo pero la cosa tenía pinta de acabar en pataleta de las gordas. Así que lo llevó a la salita y cerró la puerta y le dijo que podría salir cuando se hubiese calmado.
Su madre cedió casi de inmediato y entró diciéndole:
—No seas mala con él —dos minutos después Jacob estaba comiendo Maltesers en la cocina.
¿De qué iban los abuelos? Treinta años antes todo eran bofetadas y a la cama sin té. Ahora eran segundas raciones de pudin y juguetes en la mesa del comedor.
Katie metió las cosas en el coche y se despidió de su padre. Cuando le dijo que mamá iba a llamar al médico se quedó petrificado, pero la compasión de Katie se había agotado varias horas antes. Le dio un beso en la frente y cerró la puerta sin hacer ruido detrás de ella.
Metió a la fuerza en el coche a Jacob, que no paraba de retorcerse, y abracadabra: en cuanto vio que toda resistencia era inútil se dejó caer hacia atrás, callado y agotado.
Dos horas y media más tarde aparcaron delante de la casa. La luz de la entrada estaba encendida y las cortinas estaban echadas. Ray estaba ahí. O había estado.
Jacob estaba en coma, de manera que lo tomó en brazos y lo llevó hasta la puerta. El recibidor estaba en silencio.
Lo subió a su cuarto y lo dejó en la cama. Quizá dormiría hasta la mañana siguiente. Si Ray merodeaba por ahí no quería pelearse mientras se ocupaba de un niño despierto. Le quitó los zapatos y los pantalones y lo tapó con el edredón.
Oyó un ruido y volvió al piso de abajo.
Ray apareció en el recibidor cargado con la bolsa azul de viaje y la mochila de Batman de Jacob que había sacado del coche. Hizo una breve pausa, alzó la vista, dijo «Lo siento» y se lo llevó todo a la cocina.
Lo decía en serio. Katie se dio cuenta. Se le veía deshecho. Se percató de que muy pocas veces oía a alguien decir lo siento en serio.
Lo siguió a la cocina y se sentó al otro lado de la mesa.
—No debería haber hecho eso —Ray le daba vueltas a un bolígrafo entre los dedos—. Lo de largarme. Fue una estupidez. Deberías poder ir a tomar un café con quien te dé la gana. No es asunto mío.
—Es asunto tuyo —repuso Katie—. Y yo te habría explicado…
—Pero me habría puesto celoso, lo sé. Mira…, no te culpo de nada…
La ira de Katie había desaparecido. Se dio cuenta de que era más franca y consciente de sí que cualquier miembro de su familia. ¿Cómo no lo había visto antes?
Le tocó la mano a Ray. Él no reaccionó.
—Dijiste que no podías casarte con alguien que te tratara así.
—Estaba furiosa —dijo Katie.
—Sí, pero tenías razón —repuso Ray—. No puedes casarte con alguien que te trate así.
—Ray…
—Escúchame. He estado pensando mucho estos últimos días —hizo una breve pausa—. No deberías casarte conmigo.
Katie trató de interrumpir pero él levantó una mano.
—No soy la persona adecuada para ti. No les gusto a tus padres. No le gusto a tu hermano…
—Ellos no te conocen —en esos tres días sola en la casa había agradecido el espacio y la tranquilidad. Ahora lo veía marchándose por segunda vez y eso la aterraba—. Además, no tiene nada que ver con ellos.
Ray entrecerró los ojos mientras ella hablaba como quien trata de alejar un dolor de cabeza.
—Yo no soy tan listo como tú. No se me da bien la gente. No nos gusta la misma música. No nos gustan los mismos libros. No nos gustan las mismas películas.
Era cierto. Pero se equivocaba del todo.
—Te enfadas y yo no sé qué decir. Y sí, claro, nos llevamos bastante bien. Y me gusta ocuparme de Jacob. Pero… no sé… Dentro de un año, o de dos, o de tres…
—Ray, esto es ridículo.
—¿Lo es?
—Sí —contestó Katie.
Él la miró directamente.
—En realidad no me quieres, ¿verdad?
Katie no dijo nada.
Él siguió mirándola.
—Vamos, dilo. Di «te quiero».
Ella no pudo hacerlo.
—Ya ves, yo sí te quiero. Y ése es el problema.
La calefacción central se conectó con un chasquido.
Ray se puso en pie.
—Necesito irme a la cama.
—Sólo son las ocho.
—No he dormido estos últimos días. No como es debido… Lo siento.
Se fue al piso de arriba.
Katie observó la habitación. Por primera vez desde que ella y Jacob se mudaran la vio tal como era. La cocina de otro con unas cuantas de sus pertenencias añadidas. El microondas. La panera esmaltada. El tren alfabeto de Jacob.
Ray tenía razón. No podía decirlo. Hacía mucho tiempo que no lo decía.
Sólo que no estaba bien expresarlo de esa forma.
Había una respuesta, en algún sitio. Una respuesta a todo lo que había dicho Ray que no la hacía sentir egoísta y estúpida y mezquina. Estaba ahí, en alguna parte. Ojalá pudiese verla.
Cogió el bolígrafo con que había estado jugueteando Ray y lo colocó en la misma dirección que las vetas de la mesa. A lo mejor si lo ponía con absoluta precisión su vida no se haría pedazos.
Tenía que hacer algo. Pero ¿qué? ¿Deshacer las mochilas? ¿Cenar? De pronto nada parecía tener sentido.
Se acercó al aparador. Había tres billetes de avión a Barcelona en el estante de la tostadora. Abrió el cajón y sacó las invitaciones y los sobres, la lista de invitados y la lista de regalos. Sacó los mapas fotocopiados y las recomendaciones de hoteles y los libritos de sellos. Lo llevó todo a la mesa. Escribió nombres en la parte superior de todas las invitaciones y las metió en los sobres con las hojas din A4 dobladas. Los cerró, les puso sellos y los dispuso en tres pulcras pagodas blancas.
Cuando estuvo todo listo cogió las llaves de casa, llevó los sobres al final de la calle y los echó al buzón, sin saber si trataba de hacer que todo saliera bien pensando en positivo o si se estaba castigando por no querer lo suficiente a Ray.