50

Katie y Jacob entraron tambaleándose y dejaron caer las bolsas.

Mamá los besó a los dos y dijo:

—Tu padre está en cama. No anda muy fino.

—¿Qué le pasa?

—No estoy segura, para serte franca. Creo que podrían no ser más que imaginaciones —esbozó una leve mueca al decir imaginaciones, como si acabara de abrir un envase de algo en mal estado.

—¿O sea que en realidad no está enfermo? —preguntó Katie.

—Tiene un eczema.

—¿Puedo ver mi vídeo de Bob el Constructor? —intervino Jacob.

—Lo siento, pero el abuelo se ha llevado el vídeo arriba —contestó mamá.

—Uno no tiene que meterse en cama porque tenga un eczema —dijo Katie. Tenía esa sensación que con frecuencia le transmitían sus padres, la de que le estaban ocultando algo, una sensación que no hacía sino volverse más siniestra a medida que envejecían.

—¿Puedo ver mi vídeo con el abuelo? —preguntó Jacob tirándole de los pantalones.

—Déjame acabar de hablar con la abuelita —repuso Katie.

—Dice que le preocupa morirse —añadió mamá llevándola un poco aparte.

—Pero yo quiero verlo ahora —insistió Jacob.

—Dos minutos —pidió Katie.

—Ya sabes cómo es tu padre —dijo mamá—. No tengo ni idea de qué le pasa por esa cabeza.

—¿Se está muriendo el abuelito? —quiso saber Jacob.

—El abuelito está perfectamente bien —respondió mamá.

—Sólo que no lo está —añadió Katie.

—Quiero una galleta —dijo Jacob.

—Bueno, resulta que he comprado unas galletas de chocolate buenísimas esta mañana —le dijo Jean a Jacob—. Vaya coincidencia.

—Mamá, no me estás escuchando —dijo Katie.

—¿Puedo comerme dos? —preguntó Jacob.

—Estás muy impertinente esta mañana —comentó Jean.

—Por favor, ¿puedo comerme dos galletas? —preguntó Jacob volviéndose hacia Katie.

—Mamá… —Katie se contuvo. No quería pelearse antes de haberse quitado el abrigo. Ni siquiera estaba segura de por qué estaba enfadada—. Mira, tú te llevas a Jacob a la cocina. Le das una galleta. Una sola galleta. Yo subiré a hablar con papá.

—Vale —canturreó mamá alegremente—. ¿Quieres un poco de zumo de naranja con la galleta?

—Hemos ido en tren —dijo Jacob.

—No me digas —repuso Jean—. ¿Qué clase de tren era?

—Un tren monstruo.

—Bueno, parece una clase de tren muy interesante. ¿Quieres decir que parecía un monstruo o que estaba lleno de monstruos?

Los dos desaparecieron en la cocina y Katie empezó a subir por las escaleras.

Le parecía raro, lo de acudir a la cabecera de su padre. A su padre no le iban las enfermedades. Ni las suyas ni las de los demás. A él le iba seguir adelante y distraerse para no pensar en las cosas. Que papá tuviese una crisis estaba en la misma categoría que papá dedicándose a la peluquería.

Llamó a la puerta y entró.

Estaba acostado en el centro de la cama con el edredón hasta la barbilla, como una dama anciana asustada en un cuento de hadas. Apagó la televisión casi de inmediato, pero por lo que Katie oyó parecía estar viendo… ¿De veras era Arma letal?

—Hola, damisela —parecía más pequeño de lo que ella recordaba. El pijama no ayudaba.

—Mamá ha dicho que no te encontrabas muy bien —no se le ocurría dónde instalarse. Sentarse en la cama era demasiado íntimo, quedarse de pie era demasiado médico y utilizar la butaca significaría tocar su camiseta usada.

—No mucho, no.

Permanecieron callados unos instantes, ambos mirando hacia el rectángulo verde pizarra de la pantalla del televisor con su franja sesgada de ventana reflejada.

—¿Quieres hablar de ello? —no podía creer que estuviese diciéndole esas palabras a su padre.

—En realidad no.

Jamás lo había oído hablar con tanta franqueza. Tuvo la extraña e inquietante sensación de que conversaban como era debido por primera vez. Era como encontrar una nueva puerta en la pared de la sala de estar. No era del todo agradable.

—Me temo que tu madre no lo entiende en realidad —comentó su padre.

Katie no tenía ni idea de qué decir.

—Ella no sabe mucho de estas cosas.

Por Dios. Se suponía que los padres tenían que resolver esas cosas por sí mismos.

Katie no quería ocuparse de eso. Ahora no. Pero él necesitaba a alguien con quien hablar, y claramente a su madre no le entusiasmaba la tarea.

—¿De qué cosas no sabe mucho mamá?

Su padre inspiró profundamente.

—Tengo miedo —tenía la vista fija en el televisor.

—¿De qué?

—De morirme… Tengo miedo de morirme.

—¿Hay algo que no le estés contando a mamá? —vio un montón de vídeos junto a la cama. Volcano, Independence Day, Godzilla, Conspiración

—Creo que… —hizo una pausa y apretó los labios—. Creo que tengo cáncer.

Katie se sintió mareada y un poco desfallecida.

—¿De verdad?

—El doctor Barghoutian dice que es un eczema.

—Y tú no le crees.

—No —repuso él—. Sí —lo pensó un poco—. No. En realidad no.

—Quizá deberías pedir que te vea un especialista.

Su padre frunció el entrecejo.

—No puedo hacer eso.

Katie estuvo a punto de decir «Déjame echar un vistazo», pero la idea era burda en demasiados sentidos.

—¿Estás seguro de que el problema es el cáncer? ¿O se trata de otra cosa?

Su padre frotó inútilmente una manchita de mermelada en el edredón.

—Creo que me estoy volviendo loco.

Abajo Jacob chillaba mientras Jean lo perseguía por la cocina.

—Quizá deberías hablar con alguien.

—Tu madre cree que estoy siendo un tonto. Lo cual es cierto, por supuesto.

—Alguna clase de consejero —añadió Katie.

Su padre la miró con rostro inexpresivo.

—Estoy segura de que el doctor Barghoutian podría mandarte.

Su padre siguió con rostro inexpresivo. Katie se lo imaginó sentado en una habitación pequeña con una caja de pañuelos de papel sobre la mesa y algún joven vivaracho con un cárdigan, y entendió su postura. Pero no quería ser el único blanco de aquello.

—Necesitas ayuda.

Se oyó un golpetazo en la cocina. Luego un gemido. Su padre no reaccionó ante ninguno de los dos ruidos.

Katie dijo:

—Tengo que irme.

Ante eso tampoco reaccionó. Dijo en voz muy baja:

—He desperdiciado mi vida.

—No has desperdiciado tu vida —le dijo Katie con una voz que normalmente reservaba para Jacob.

—Tu madre no me quiere. Me pasé treinta años haciendo un trabajo que no significaba nada para mí. Y ahora… —estaba llorando—. Me duele tanto…

—Papá, por favor.

—Tengo unas manchitas rojas en el brazo —reveló su padre.

—¿Qué?

—Ni siquiera me atrevo a mirarlas.

—Papá, escúchame —Katie se llevó las manos a la cabeza para concentrarse mejor—. Estás preocupado. Estás deprimido. Estás… lo que sea. No tiene nada que ver con mamá. No tiene nada que ver con tu trabajo. Está pasando dentro de tu cabeza.

—Lo siento —repuso su padre—. No debería haber dicho nada.

—Por Dios, papá. Tienes una casa bonita. Tienes dinero. Tienes un coche. Tienes a alguien que cuide de ti —Katie estaba enfadada. Era la ira que había estado guardando para Ray. Pero en realidad no podía hacer nada al respecto, ahora que ya se había destapado—. No has desperdiciado tu vida. Eso son gilipolleces.

No le había dicho la palabra gilipolleces a su padre en diez años. Necesitaba salir de la habitación antes de que las cosas empezaran a ir cuesta abajo de verdad.

—A veces no puedo respirar —no hizo intento alguno de enjugarse las lágrimas de la cara—. Empiezo a sudar, y sé que está a punto de ocurrir algo espantoso, pero no tengo ni idea de qué es.

Katie se acordó entonces. Aquella comida. Lo de salir corriendo y sentarse en el patio.

Abajo, Jacob había dejado de gimotear.

—Se llama ataque de pánico —explicó Katie—. Todo el mundo los tiene. Vale, quizá no todo el mundo. Pero sí montones de personas. No eres extraño. O especial. O diferente —se sintió ligeramente alarmada por el tono de su propia voz—. Hay medicinas. Hay formas de solucionar esas cosas. Tienes que ir a ver a alguien. Esto no te incumbe sólo a ti. Tienes que hacer algo. Tienes que dejar de ser egoísta.

Parecía haberse desviado del rumbo en algún punto intermedio.

Su padre dijo:

—Quizá tengas razón.

—En esto no hay ningún quizá —esperó a que el pulso no le latiera tan rápido—. Hablaré con mamá. Haré que busque alguna solución.

—De acuerdo.

Volvía a ser la escena del patio. Eso le dio miedo, la forma en que lo absorbía todo y no respondía. Le hizo pensar en aquellos viejos que arrastraban los pies en hospitales con una sombra de barba en la cara y bolsas de orina colgando de percheros con ruedas.

—Ahora voy a irme abajo —dijo.

—Vale.

Durante un breve instante pensó en abrazarlo. Pero ya habían hecho suficientes cosas nuevas para una mañana.

—¿Quieres que te traiga un café?

—No te preocupes. Tengo un termo aquí arriba.

Katie dijo:

—No hagas nada que yo no haría —con un acento humorístico escocés totalmente inapropiado, fruto sobre todo del alivio. Luego cerró la puerta tras ella.

Cuando llegó a la cocina, Jacob estaba sentado en las rodillas de Jean, que lo alimentaba con helado de chocolate directamente del envase. Como anestésico, sin duda. Además de la galleta de chocolate, como cabía presumir.

Su madre alzó la vista y dijo con tono desenfadado:

—Bueno, ¿cómo te ha parecido que está tu padre?

La capacidad de las personas mayores de fracasar totalmente a la hora de comunicarse entre sí nunca dejaba de asombrarla.

—Necesita ver a alguien.

—Prueba a decírselo a él.

—Ya lo he hecho —repuso Katie.

—Me he dado un golpe —intervino Jacob.

Katie se inclinó y lo abrazó. Tenía helado en las cejas.

—Bueno, como sin duda habrás averiguado —dijo su madre—, es inútil intentar que tu padre haga algo.

Jacob se retorció para liberarse y empezó a hurgar en su mochila de Batman.

—No hables de ello —dijo Katie—, tan sólo hazlo. Habla con el doctor Barghoutian. Lleva a papá a la consulta. Haz que el doctor Barghoutian venga aquí. Lo que sea.

Vio a su madre torcer el gesto. También vio a Jacob marchar hacia el pasillo con Una Navidad para el recuerdo en las pegajosas zarpas.

—¿Adónde vas, monito?

—Voy a ver Bob el Constructor con el abuelito.

—No sé si es buena idea.

Jacob pareció alicaído.

Quizá debía dejarlo ir. Papá estaba deprimido. No estaba comiéndose las bombillas. Hasta podía sentarle bien la distracción.

—De acuerdo, sube. Pero sé bueno con él. Se siente muy cansado.

—Vale —repuso Jacob.

—Y Jacob…

—¿Qué?

—No le preguntes si se está muriendo.

—¿Por qué no? —quiso saber Jacob.

—Es una grosería.

—Vale —Jacob se alejó con paso torpe.

Katie esperó, y luego se volvió hacia su madre.

—Hablo en serio. Sobre papá —supuso que ella diría «Mira, jovencita…», pero no lo hizo—. Tiene una depresión.

—Ya me he dado cuenta —repuso su madre con aspereza.

—Sólo digo que… —Katie hizo una pausa y bajó la voz. Necesitaba ganar en esa discusión—. Por favor. Llévalo al médico. O haz que el médico venga aquí. O ve tú a la consulta. Esto no va a solucionarse por sí solo. Falta poco para la boda y…

Su madre exhaló un suspiro y negó con la cabeza.

—Tienes razón, no queremos que haga el ridículo delante de todo el mundo, ¿no?