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Ray no apareció a la mañana siguiente. Ni la noche siguiente. Katie estaba demasiado enfadada para llamar a la oficina. Era Ray quien tenía que hacer una oferta de paz.

Pero cuando al día siguiente tampoco apareció, Katie se rindió y llamó, aunque fuera para quedarse tranquila. Estaba en una reunión. Llamó una hora después. Había salido de la oficina. Le preguntaron si quería dejar un mensaje, pero las cosas que quería decir no eran cosas que quisiera compartir con una secretaria. Llamó una tercera vez, él no estaba en su mesa, y empezó a preguntarse si no habría dejado instrucciones de que no quería hablar con ella. No llamó más.

Además, estaba disfrutando de tener la casa para ella sola y no estaba de humor para rendirse antes de tener que hacerlo.

El jueves por la noche ella y Jacob montaron el tren Brio sobre la alfombra de la sala de estar. El puente, el túnel, la grúa, las vías macizas con sus extremos que encajaban como un rompecabezas. Jacob dispuso una fila de vagones detrás de Thomas y luego los estampó contra un desprendimiento de tierra de Lego. Katie puso los árboles y la estación e hizo un fondo montañoso con el edredón de Jacob.

Ella había querido una niña. Ahora parecía ridículo. La idea de que eso importara. Además, no acababa de imaginarse arrodillada en la alfombra tratando de parecer entusiasmada por la visita de Barbie a la peluquería.

—Toma… Pum. Va y le corta al conductor… Le corta… le corta el brazo —dijo Jacob—. Niinooo, niinooo

Katie no sabía nada de motores de gasolina o del espacio exterior (Jacob quería ser piloto de carreras de mayor, preferiblemente en Plutón), pero al cabo de doce años preferiría la perspectiva del olor corporal y música death metal a las expediciones de compras y los trastornos alimenticios.

Cuando Jacob se hubo ido a la cama se preparó un gin-tonic y estuvo más o menos mirando el último Margaret Atwood sin llegar de hecho a leerlo.

Ocupaban mucho espacio. Ése era el problema de los hombres. No se trataba tan sólo de las piernas espatarradas y de pisar fuerte al bajar las escaleras. Era la exigencia constante de atención. Sentarse con otra mujer en una habitación significaba que podías pensar. Los hombres tenían esa lucecita parpadeante en la coronilla. «Hola. Soy yo. Sigo aquí.»

¿Y si Ray no volvía nunca?

Le pareció estar de pie a un lado, viendo desplegarse su vida. Como si le estuviera pasando a otra persona.

Quizá era la edad. A los veinte la vida era como luchar contra un pulpo. Cada momento importaba. A los treinta era un paseo por el campo. La mayor parte del tiempo tu mente estaba en otra parte. Para cuando tenías setenta era probablemente como ver jugar al billar en la tele.

El viernes llegó y se fue sin rastro alguno de Ray.

Jacob dijo que quería ir a ver a la abuelita, y pareció tan buen plan como cualquier otro. Katie podría poner los pies encima de la mesa mientras su madre se ocupaba un poco de su nieto. Su padre y Jacob podían hacer unas cuantas cosas de chicos en el aeródromo. Mamá preguntaría por Ray, pero Katie sabía por experiencia que no le gustaba hablar mucho rato del tema.

Llamó a casa y su madre pareció anormalmente excitada ante la perspectiva.

—Además, tenemos algunas decisiones que tomar sobre el menú y cómo sentar a la gente. Sólo nos quedan seis semanas.

A Katie se le cayó el alma a los pies.

Al menos Jacob estaría contento.