46

La resaca le quitó los demás problemas de la cabeza a George casi con la misma eficacia con que lo había hecho el alcohol.

Había bebido en ocasiones hasta el exceso cuando tenía poco más de veinte años, pero no recordaba nada como eso. Parecía haber granos de genuina arena entre sus globos oculares y la cuenca circundante. Se tomó dos Nurofen, vomitó y se dio cuenta de que tendría que esperar a que el dolor remitiera por su cuenta.

Habría preferido no ducharse, pero se había orinado encima mientras dormía. También se había hecho un corte en la cabeza con el marco de la puerta y su cara en el espejo no le pareció muy distinta a la del vagabundo del día anterior en el andén.

Corrió las cortinas, giró el mando hacia el agua caliente, cerró los ojos, se quitó la ropa, maniobró para meterse bajo el chorro de agua, se masajeó con cuidado el cuero cabelludo con champú y luego giró despacio como un kebab para enjuagarse.

Sólo cuando hubo salido de la ducha se acordó del empapado estado de las toallas. Salió andando a tientas al dormitorio, sacó la suya de la mochila, se secó con suavidad e introdujo entonces cuidadosamente el cuerpo en un juego de prendas limpias.

Una parte de él deseaba sentarse en el borde de la cama durante un par de horas sin moverse. Pero necesitaba aire fresco, y necesitaba alejarse de todo aquel desastre.

Metió las toallas mojadas en la bañera y se enjuagó la boca con un poquito de pasta de dientes y agua fría.

Guardó las cosas en la mochila y entonces descubrió que no le era posible inclinarse y se vio obligado a tenderse sobre la moqueta para atarse los cordones.

Consideró rehacer la cama, pero ocultar las manchas le pareció peor que dejarlas visibles. Lo que sí hizo, sin embargo, fue enjugar la sangre en la pared al salir del baño con un montón de papel higiénico humedecido.

Jamás podría volver a ese hotel.

Se puso la chaqueta, comprobó que no hubiese perdido la cartera y se sentó entonces unos minutos a hacer acopio de fuerzas antes de echarse la mochila a la espalda. Pareció contener verdaderos ladrillos y a medio camino del ascensor tuvo que apoyarse contra la pared del pasillo y esperar a que la sangre le volviera a la cabeza.

En el vestíbulo, el hombre al otro lado del mostrador lo saludó con un alegre «Buenos días, señor Hall». Siguió caminando. Tenían los detalles de su tarjeta de crédito. No quería decirles qué había hecho en la habitación, o evitar decirles qué había hecho en la habitación. No quería plantarse ante el mostrador balanceándose un poco con una misteriosa herida en la cabeza.

Un botones le abrió la puerta y salió al ruido y al resplandor de la mañana y echó a andar.

El aire pareció lleno de olores diseñados específicamente para poner a prueba su estómago hasta el límite mismo: gases de los coches, desayunos calientes, humo de cigarrillos, lejía… Respiró por la boca.

Se iba a casa. Necesitaba hablar con alguien. Y Jean era la única persona con la que podía hablar. En cuanto a la escena del dormitorio, se ocuparían de eso más adelante.

De hecho, en ese momento, ocuparse de la escena del dormitorio parecía un problema menor que coger el autobús. El trayecto de cinco minutos andando hasta la estación fue como cruzar los Alpes, y cuando su autobús llegó se vio comprimido en un espacio reducido con treinta personas sin lavar y agitado con vigor durante veinticinco minutos.

Una vez desembarcó en el pueblo se sentó unos minutos en el banco junto a la parada del autobús para poner las ideas en orden y permitir que el dolor rechinante en su cabeza disminuyera un poco.

¿Qué iba a decir? En circunstancias normales jamás le habría confesado a Jean que se estaba volviendo loco. Pero en circunstancias normales no estaría volviéndose loco. Con un poco de suerte su desaliñado estado engendraría compasión sin tener que dar demasiadas explicaciones.

Se puso en pie, levantó la mochila, inspiró profundamente y anduvo hacia la casa.

Cuando entró por la puerta principal ella estaba de pie en la cocina.

—George.

Depositó la mochila junto a las escaleras y esperó a que ella entrara al recibidor. Habló en voz muy baja para mantener el dolor al mínimo.

—Creo que me estoy volviendo loco.

—¿Dónde has estado? —Jean preguntó eso con voz bastante alta. O quizá tan sólo le sonó alta—. Nos has tenido preocupadísimos.

—Me quedé en un hotel —repuso George.

—¿En un hotel? —repitió Jean—. Pero tienes aspecto de…

—Me sentía… Bueno, como te decía creo que me estoy…

—¿Qué es eso que tienes en la cabeza? —quiso saber Jean.

—¿Dónde?

—Ahí.

—Oh, eso.

—Sí, eso —repuso Jean.

—Me caí y me di un golpe contra el marco de una puerta —explicó George.

—¿El marco de una puerta?

—En el hotel.

Jean preguntó si había estado bebiendo.

—Sí. Pero no cuando me golpeé en la cabeza. Lo siento. ¿Podrías hablar un poquito más bajo?

—¿Por qué demonios te quedaste en un hotel? —preguntó Jean.

No se suponía que tuviera que ocurrir así. Era él quien estaba dejando elegantemente de lado ciertas cuestiones. Era él quien merecía el beneficio de la duda.

Le dolía muchísimo la cabeza.

—¿Por qué no fuiste a Cornualles? —quiso saber Jean—. Brian estuvo llamando, preguntándose qué había pasado.

—Necesito sentarme —George fue hasta la cocina y encontró una silla que chirrió horriblemente contra las baldosas. Se sentó y se llevó una mano a la frente.

Jean lo siguió.

—¿Por qué no me llamaste, George?

—Estabas… —casi lo dijo. Por puro rencor, sobre todo. Por suerte no tenía palabras para decirlo. El acto sexual era como ir al lavabo. No era algo de lo que uno hablase, y mucho menos en su cocina y a las nueve y media de la mañana.

Y mientras se esforzaba en encontrar las palabras y no lo conseguía, la imagen acudió de nuevo a su mente: el escroto de aquel hombre, los muslos caídos de Jean, las nalgas de él, el calor en el aire, los gruñidos. Y sintió algo parecido a un puñetazo en el estómago, una profunda sensación de que todo estaba mal, que era en parte miedo, en parte indignación, en parte algo que iba mucho más allá de cualquiera de esas cosas, una sensación tan inquietante como la que habría sentido de haber mirado por la ventana y visto que la casa estaba rodeada por mar.

No quería encontrar las palabras. Si se lo describía a otro ser humano nunca se vería libre de la imagen. Y al comprender eso experimentó una especie de alivio.

No hacía falta describírselo a otro ser humano. Podía olvidarlo. Podía relegarlo al fondo de su mente. Si se quedaba allí el tiempo suficiente se iría apagando y perdería su poder.

—George, ¿qué estabas haciendo en un hotel?

Jean estaba enfadada con él. Se había enfadado con él otras veces. Ésa era su antigua vida. Suponía un consuelo. Era algo a lo que podía enfrentarse.

—Me da miedo morirme —ya estaba. Lo había dicho.

—Eso es absurdo.

—Ya sé que es absurdo, pero es verdad —se sintió de pronto radiante, algo que no esperaba sentir, sobre todo esa mañana. Le estaba hablando a Jean con más franqueza que nunca.

—¿Por qué? —preguntó ella—. No te estás muriendo —hizo una pausa—. ¿O sí?

Jean estaba asustada. Bueno, a lo mejor estaba bien que se asustara un poco. Empezó a sacarse los faldones de la camisa, al igual que hiciera en la consulta del doctor Barghoutian.

—¿George…? —Jean apoyó una mano en el respaldo de la silla.

Él se subió la camiseta y se bajó la cinturilla de los pantalones.

—¿Qué es eso? —preguntó Jean.

—Eczema.

—No lo entiendo, George.

—Yo creo que es cáncer.

—Pero no es cáncer.

—El doctor Barghoutian dijo que era un eczema.

—Entonces, ¿por qué te preocupa?

—Y tengo unas manchitas rojas en el brazo.

Sonó el teléfono. Ninguno de los dos se movió durante un par de segundos. Entonces Jean cruzó la habitación a una velocidad sorprendente y diciendo:

—No te preocupes, ya lo cojo yo —aunque George no había dado muestras de tener intención de moverse.

Jean levantó el auricular.

—Hola… Sí. Hola… Ahora mismo no puedo hablar… No, no pasa nada… Está aquí ahora… Sí. Luego te llamo —colgó—. Era… Jamie. Lo llamé anoche. Cuando me preguntaba dónde estarías.

—¿Te queda alguna de esas pastillas de codeína? —quiso saber George.

—Creo que sí.

—Tengo una resaca espantosa.

—¿George?

—¿Qué? —preguntó él.

—¿Te parece que sería buena idea meterte en la cama? A ver si te sientes un poco mejor en un par de horas.

—Sí. Sí, sería muy buena idea.

—Te acompaño arriba —dijo Jean.

—Y la codeína. Creo que necesito de verdad la codeína.

—Ahora la busco.

—Y quizá no en la cama. Sólo me tumbaré en el sofá.