Katie no sabía muy bien qué sentía.
Ray no había vuelto. Estaba recorriendo las calles, o durmiendo en el sofá de alguien. Iba a aparecer por la mañana con un ramo de flores o una caja de bombones de mierda de alguna estación de servicio y ella iba a tener que rendirse por lo torturado que se le vería. Y no conseguía encontrar palabras para expresar cuánto iba a mosquearla eso.
Por otra parte, ella y Jacob tenían la casa para los dos.
Vieron Ivor el tren y leyeron La bruja Winnie y encontraron la historieta que había hecho Jamie en una esquina del cuaderno de dibujo de Jacob, de un perro que meneaba la cola y hacía caca y la caca se levantaba y se convertía en un hombrecito que salía corriendo. Jacob insistió en que hicieran una ellos y Katie se las apañó para dibujar una breve historieta de un perro no muy bien trazado bajo un viento muy fuerte, de la que Jacob coloreó tres viñetas.
A la hora del baño mantuvo los ojos cerrados durante seis segundos enteros mientras ella le enjuagaba el champú, y tuvieron una discusión sobre la altura de un rascacielos y sobre el hecho de que aún cupiese en el mundo aunque fuese diez veces más alto porque el mundo era verdaderamente enorme y no era sólo la Tierra, sino la Luna y el Sol y los planetas y todo el espacio.
Tomaron pasta rellena y pesto a la hora del té y Jacob preguntó:
—¿Aún vamos a ir a Barcelona?
Y Katie respondió:
—Por supuesto —y fue sólo después, cuando Jacob ya se había acostado, cuando empezó a preguntárselo. ¿Era cierto lo que le había dicho a Ray? ¿Se negaría a casarse con alguien que la tratara de esa manera?
Ella perdería la casa. Jacob perdería a otro padre. Tendrían que mudarse a algún pisito cutre. Pan blanco con alubias. Faltar al trabajo cada vez que Jacob estuviese enfermo. Pelearse con Aidan por conservar un empleo que detestaba. Sin coche. Sin vacaciones.
Pero ¿y si seguía adelante? ¿Se pelearían como sus padres y se distanciarían? ¿Acabaría por tener una aventura poco entusiasta con el primer tío que se lo propusiera?
Y no era tanto la idea de vivir así lo que la deprimía. Unos cuantos años de madre soltera en Londres y una podía soportar prácticamente cualquier cosa. Era el compromiso lo que dolía, la perspectiva de tirar por la borda todos los principios que una vez tuviera. Que todavía tenía. La idea de escuchar los pequeños y petulantes sermones de su madre sobre mujeres jóvenes que lo querían todo y ya no ser capaz de responderle.
Iba a tener que ser una caja pero que bien grande de bombones.