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George leyó el libro de Peter Ackroyd durante un largo almuerzo en una pizzería atestada y no muy buena en Westgate.

Siempre había pensado que los comensales solitarios resultaban tristes. Pero ahora que él era el comensal solitario se sentía más bien superior. A causa del libro, sobre todo. Estaba aprendiendo algo mientras todos los demás perdían el tiempo. Era como trabajar por la noche.

Después de comer dio una vuelta. El centro de la ciudad no era el mejor sitio para pasear y parecía un poco absurdo coger un taxi para que lo dejara en medio de ninguna parte, así que echó a andar por Eastfield hacia la carretera de circunvalación.

Tendría que recoger el coche en algún momento. Por la noche, quizá, para minimizar el riesgo de toparse con Jean. Pero ¿era suyo el coche? Lo último que deseaba era una pelea indecorosa. O aún peor, que lo acusaran de robo. Quizá, en definitiva, sería mejor comprar un coche nuevo.

Estaba caminando en la dirección equivocada. Debería haberse dirigido al oeste. Pero dirigirse al oeste lo habría llevado hacia Jean. Y no quería que lo llevaran hacia Jean, por pintoresco que fuera el paisaje cerca de ella.

Cruzó la carretera de circunvalación, bordeó los polígonos industriales y se encontró caminando, por fin, entre campos verdes.

Por un tiempo se sintió tonificado por el aire frío y el cielo abierto y le pareció que estaba obteniendo todos los beneficios de una buena caminata a lo largo del Helford, pero sin la compañía de Brian y seis horas de tren.

Entonces apareció ante su vista una vieja fábrica, del lado izquierdo. Chimeneas oxidadas. Tuberías y juntas. Tolvas manchadas. No era precisamente algo hermoso. Y tampoco lo era la nevera rota que habían tirado en el área de descanso más adelante.

El tono grisáceo del cielo y la implacable monotonía de los campos circundantes empezaron a afectarle.

Deseó estar trabajando en el estudio.

Se percató de que ya no podría volver a trabajar en el estudio.

Tendría que embarcarse en algún otro proyecto. Un proyecto más pequeño. Un proyecto más barato. El vuelo sin motor le pasó por la cabeza sin que lo pretendiera y tuvo que descartarlo con rapidez.

Ajedrez. Footing. Natación. Obras de caridad.

Aún podía dibujar, por supuesto. Y dibujar podía hacerse en cualquier sitio con muy poco gasto.

Se le ocurrió entonces que quizá Jean quisiera irse de casa. Para vivir en otro sitio. Con David. En cuyo caso aún sería capaz de trabajar en el estudio.

Y ése fue el alegre pensamiento que le permitió dar la vuelta y echar a andar con energía de vuelta a la ciudad.

Para cuando llegó al centro ya oscurecía. Pero no le pareció lo bastante tarde para volver al hotel y cenar en el restaurante. Por suerte, pasaba por delante de un cine y se dio cuenta de que no había visto una película en la pantalla grande desde hacía un buen puñado de años.

Training Day parecía alguna clase de sórdido thriller policíaco. Spy Kids era claramente para espectadores jóvenes y se acordó de que Una mente maravillosa era sobre alguien que se volvía loco y que por tanto más valía evitarla.

Sacó una entrada para El señor de los anillos: la comunidad del anillo. Las críticas habían sido favorables y recordaba haber disfrutado con el libro en algún momento del pasado borroso y distante. Le taladraron la entrada y buscó un asiento en el centro de la sala.

Una adolescente sentada con un grupo de más adolescentes en la fila de delante se volvió para ver quién se había sentado detrás. George miró alrededor y se percató de que era un hombre solitario y más bien anciano sentado en un cine lleno de jóvenes. No era exactamente lo mismo que acechar en un parque infantil, pero le hizo sentir incómodo.

Se levantó, volvió a salir al pasillo y encontró un asiento en el centro de la primera fila, donde la película se vería más grande y nadie podría acusarlo de nada indecoroso.

La película era bastante buena.

Unos cuarenta minutos después de que empezara, sin embargo, la cámara mostró un primer plano de Christopher Lee, que interpretaba al malvado Saruman, y George advirtió una pequeña zona oscura en su mejilla. Podría no haberle dado importancia, pero recordó haber leído un artículo en la prensa sobre que Christopher Lee había muerto recientemente. ¿De qué había muerto? George no se acordaba. No era probable que hubiese sido de cáncer de piel. Pero podría haberlo sido. Y si era cáncer de piel, estaba viendo morirse a Christopher Lee delante de sus narices.

O quizá era en Anthony Quinn en quien estaba pensando.

Se estrujó el cerebro tratando de recordar las necrológicas que había leído en los últimos meses. Auberon Waugh, Donald Bradman, Dame Ninette de Valois, Robert Ludlum, Harry Secombe, Perry Como… Los vio a todos en una hilera como los guerreros adláteres de la película, la prescindible infantería en alguna vasta guerra entre fuerzas elementales absolutamente fuera de su control, con cada uno de ellos empujado de forma imparable hacia el borde de un imponente barranco en un cruel juego cósmico del tejo, para precipitarse hilera tras hilera desde el borde y caer gritando al abismo.

Cuando volvió a mirar la pantalla se encontró viendo primer plano tras primer plano de rostros terriblemente ampliados, cada uno de ellos con algún bulto o zona de pigmentación anormal, cada uno de ellos un melanoma en ciernes.

No se sentía bien.

Entonces reaparecieron los orcos y ahora los vio tal como eran: criaturas infrahumanas de cabezas despellejadas de forma que no tenían ya labios o ventanillas de la nariz, rostros compuestos por entero de carne viva y cruda. Y ya fuera porque su aspecto parecía la consecuencia de alguna enfermedad maligna de la piel, o porque no tenían piel y eran inmunes por tanto al cáncer de piel, o porque eso los volvía propensos a él de una forma nada natural y, como niños albinos en el Sahara, se estaban muriendo de cáncer desde el instante en que venían al mundo; no supo por qué, pero fue más de lo que pudo soportar.

Sin importarle ya lo que pensaran de él otros miembros del público, se levantó y trazó una senda en zigzag de vuelta por el empinado pasillo hasta la puerta, irrumpió en el vestíbulo sorprendentemente brillante y desierto, pasó tambaleándose a través de las grandes puertas de vaivén y se encontró en la relativa oscuridad de la calle.