Katie y Graham no hablaron sobre Ray. Ni siquiera hablaron sobre la boda. Hablaron sobre Bridget Jones y el camión cisterna con gasolina colgando de la autopista en las noticias de esa mañana en televisión y del cabello verdaderamente estrambótico de la mujer en el otro extremo de la cafetería.
Era justo lo que Katie necesitaba. Era como ponerse un jersey viejo. Lo bien que sentaba. El olor reconfortante.
Acababa de pedirle la cuenta a la camarera, sin embargo, cuando alzó la vista y vio a Ray entrar en la cafetería y dirigirse hacia ellos. Durante medio segundo se preguntó si habría habido alguna clase de urgencia. Entonces le vio la expresión en la cara y se quedó lívida.
Ray se detuvo junto a la mesa y bajó la vista hacia Graham.
—¿De qué va esto? —preguntó Katie.
Ray no dijo nada.
Graham dejó tranquilamente siete libras en monedas sobre el platillo de acero inoxidable y deslizó los brazos en las mangas de la chaqueta.
—Será mejor que me vaya —se levantó—. Gracias por la charla.
—Siento muchísimo esto —Katie se volvió hacia Ray—. Por el amor de Dios, Ray. Crece de una vez.
Durante un terrible instante pensó que Ray iba a pegarle a Graham. Pero no lo hizo. Tan sólo observó cómo Graham se dirigía despacio hacia la puerta.
—Bueno, eso ha sido adorable, Ray. Sencillamente adorable. ¿Cuántos años tienes?
Ray se la quedó mirando.
—¿Vas a decir algo o piensas quedarte ahí con esa cara de imbécil?
Ray se dio la vuelta y salió de la cafetería.
La camarera volvió para recoger el platillo de acero inoxidable y Ray apareció en la acera al otro lado de la ventana. Levantó una papelera por encima de la cabeza como un vagabundo desquiciado y luego la arrojó contra la acera.