Jamie aparcó en un área de descanso a la salida del pueblo.
«Opino que deberías traerte a alguien.»
Por Dios. Evitabas el tema durante veinte años y te pasaba ante las narices a cien por hora para desvanecerse en una nube de humo.
¿Se habría equivocado con respecto a su padre desde el principio? ¿Era posible que pudiese haber salido del armario a los dieciséis sin que lo molieran a palos? «Totalmente comprensible. Un chaval en el colegio. Le gustaban otros chavales. Acabó jugando al criquet para Leicestershire.»
Jamie estaba enfadado. Aunque se hacía difícil precisar con quién estaba enfadado. O por qué.
Era la misma sensación que tenía cada vez que visitaba Peterborough. Cada vez que veía fotografías suyas de niño. Cada vez que olía plastilina o probaba palitos de pescado. Volvía a tener nueve años. O doce. O quince. Y no se trataba de lo que sentía por Ivan Dunne. O de lo que no sentía por las bailarinas de Pan’s People. Sino del escalofriante hecho de comprender que había nacido en el planeta equivocado. O en la familia equivocada. O en el cuerpo equivocado. El hecho de comprender que no le quedaba otra opción que esperar el momento oportuno para marcharse y construir un pequeño mundo propio en que sentirse seguro.
Fue Katie quien lo ayudó a pasar por todo eso. Diciéndole que ignorase a la pandilla de Greg Pattershall. Explicándole que el graffiti sólo contaba si estaba escrito con corrección. Y tenía razón. Realmente acabaron llevando unas vidas de mierda inyectándose heroína en alguna urbanización en Walton.
Era probablemente el único chico del colegio que había aprendido defensa personal de su hermana. La puso en práctica una vez, con Mark Rice, que se desplomó contra un matorral y sangró terriblemente, asustando tanto a Jamie que nunca volvió a pegarle a nadie.
Ahora había perdido a su hermana. Y nadie lo entendía. Ni siquiera Katie.
Quiso sentarse en su cocina y hacer muecas divertidas para Jacob y tomar té y comer demasiado pastel de dátiles y nueces de Marks & Spencer y… ni siquiera hablar. Ni siquiera tener que hablar.
A la mierda. Si pronunciaba la palabra «hogar» iba a echarse a llorar.
Quizá si se hubiera mantenido más en contacto. Quizá si hubiese comido un poco más de pastel de dátiles y nueces. Si los hubiese invitado a ella y a Jacob más a menudo…
Eso no servía de nada.
Giró la llave en el contacto, salió del área de descanso y casi lo mató una furgoneta Transit verde.