George estaba colocando los marcos de las ventanas. Había ya seis hileras de ladrillos sobre los alféizares a cada lado. Suficientes para que quedaran firmes. Extendió el mortero y colocó el primero en su sitio.
La verdad es que no era sólo lo de volar. Las vacaciones en sí no estaban mucho más arriba en su lista de ocupaciones favoritas. Visitar anfiteatros, pasear por la costa de Pembrokeshire, aprender a esquiar. Era capaz de verles sentido a esas actividades. Dos sombrías semanas en Sicilia casi habían merecido la pena por los mosaicos en la Piazza Armerina. Lo que no conseguía entender era lo de despacharse hacia un país extranjero para holgazanear en piscinas y consumir comida sencilla y vino barato que la vista de una fuente y un camarero que chapurreaba inglés volvían de algún modo gloriosos.
En la Edad Media sabían lo que hacían. Días de precepto. Peregrinajes. Canterbury y Santiago de Compostela. Treinta duros kilómetros al día, posadas sencillas y un objetivo.
Noruega podría haber estado bien. Montañas, tundra, costas escarpadas. Pero tenía que ser Rodas o Córcega.
Y encima en verano, de forma que los pecosos ingleses tenían que sentarse bajo toldos a leer el Sunday Times de la semana anterior mientras el sudor les corría por la espalda.
Ahora que lo pensaba, había sufrido un golpe de calor durante su visita a la Piazza Armerina y casi todo lo que recordaba de los mosaicos era de las postales que había comprado en la tienda antes de retirarse al coche de alquiler con una botella de agua y una caja de Nurofen.
La mente humana no estaba diseñada para los baños de sol y las novelas ligeras. No en días consecutivos, en cualquier caso. La mente humana estaba diseñada para hacer cosas. Fabricar lanzas, cazar antílopes…
Lo de la Dordoña en 1984 fue el nadir. Diarrea, polillas como hámsters voladores, el calor como de soplete. Despierto a las tres de la mañana sobre un colchón húmedo y lleno de bultos. Y la tormenta. Como alguien que diera martillazos en hojalata. Relámpagos tan brillantes que atravesaban la almohada. Por la mañana, sesenta, setenta ranas muertas girando despacio en la piscina. Y en el otro extremo algo más grande y peludo, un gato quizá, o el perro de los Franzettis, al que Katie daba golpecitos con el tubo de bucear.
Necesitaba una copa. Volvió a través del jardín y se estaba quitando las botas cuando vio a Jamie en la cocina, dejando caer la mochila y poniendo la tetera.
Se detuvo y miró, de la misma forma en que se detendría y miraría de haber un ciervo en el jardín, algo que a veces pasaba.
El propio Jamie era una criatura sigilosa. No era que anduviese escondiendo cosas. Pero sí era reservado. Más bien anticuado, ahora que lo pensaba. Si le cambiabas la ropa y el peinado bien podías verlo encendiendo un cigarrillo en un callejón de Berlín, o medio oculto por el vapor en el andén de una estación.
Al contrario que Katie, que no conocía el significado de la palabra reserva. Era la única persona que conocía capaz de sacar el tema de la menstruación durante la comida. Y aun así sabías que te estaba ocultando cosas, cosas que iba a dejar caer a intervalos aleatorios. Como la boda. A la semana siguiente anunciaría sin duda que estaba embarazada.
Dios santo. La boda. Jamie debía de haber venido por la boda.
Podía hacerlo. Si Jamie quería una cama de matrimonio diría que el dormitorio de invitados iba a ocuparlo alguien, y le reservaría habitación en alguna pensión de categoría por ahí. Siempre y cuando George no tuviese que utilizar la palabra novio.
Volvió de sus ensoñaciones y se percató de que Jamie lo saludaba con la mano desde la cocina y parecía un poco preocupado por la falta de respuesta de George.
Le devolvió el saludo, se quitó la otra bota y entró.
—¿Qué te trae por estos pagos?
—Oh, sólo se me ha ocurrido acercarme.
—Tu madre no ha mencionado nada.
—No he llamado.
—No importa. Seguro que hay bastante comida para los tres.
—No te preocupes. No tenía planeado quedarme. ¿Té?
—Gracias —George sacó las galletas integrales mientras Jamie ponía una bolsita en una segunda taza.
—Bueno. Esa boda —empezó Jamie.
—¿Qué pasa con ella? —preguntó George tratando de que pareciera que el tema no se le había pasado aún por la cabeza.
—¿Qué opinas tú?
—Opino… —George se sentó y ajustó la silla para que estuviera a la distancia precisa de la mesa—. Opino que deberías traerte a alguien.
Ahí estaba. Eso sonaba bastante neutral, por lo que a él le parecía.
—No, papá —repuso Jamie con tono de cansancio—. Me refiero a Katie y Ray. ¿Qué opinas de que se casen?
Era verdad. Realmente las formas en que podías equivocarte al hablarles a tus hijos no tenían límite. Les ofrecías una rama de olivo y era la rama de olivo equivocada en el momento equivocado.
—¿Y bien? —insistió Jamie.
—Para serte franco, estoy tratando de mantener un distanciamiento budista con respecto a todo el asunto para impedir que me quite diez años de vida.
—Pero Katie va en serio, ¿verdad?
—Tu hermana siempre va en serio con todo. Vete tú a saber si irá en serio dentro de dos semanas.
—Pero ¿qué dijo?
—Sólo que iban a casarse. Tu madre puede ponerte al día en el aspecto emocional de la cosa. Me temo que a mí me dejaron hablando con Ray.
Jamie dejó una taza de té delante de George y arqueó las cejas.
—Apuesto a que fue una experiencia escalofriante.
Y ahí estaba, aquella puertecita que se abría un resquicio.
Nunca habían tenido una estrecha relación padre-hijo. Un par de tardes de sábado en el circuito de Silverstone. Habían armado juntos el cobertizo del jardín. Eso era más o menos todo.
Por otra parte, tenía amigos que sí mantenían una estrecha relación padre-hijo y por lo que él veía equivalía a ocupar asientos contiguos en los partidos de rugby y a compartir chistes vulgares. Madres e hijas, eso sí tenía sentido. Ropa. Cotilleos. En general, no tener una relación estrecha padre-hijo probablemente podía considerarse una huida afortunada.
Y sin embargo había momentos como ése en que veía cuánto se parecían él y Jamie.
—Confieso que Ray es un tipo difícil —dijo George—. Según mi larga y lastimosa experiencia —remojó una galleta—, tratar de cambiar la mente de tu hermana es un ejercicio inútil. Supongo que la estrategia es tratarla como a una adulta. Apretar los labios. Ser agradable con Ray. Si todo va como es de prever, en un par de años…, bueno, ya tenemos un poco de práctica en ese terreno. Lo último que quiero es dejar que tu hermana sepa que no nos parece bien, y luego tener a Ray de yerno contrariado durante los próximos treinta años.
Jamie tomó un poco de té.
—Yo sólo…
—¿Qué?
—Nada. Probablemente tienes razón. Debemos dejar que se salga con la suya.
Jean apareció en el umbral con un cesto de ropa sucia.
—Hola, Jamie. Qué agradable sorpresa.
—Hola, mamá.
—Bueno, he aquí tu segunda opinión —dijo George.
Jean dejó el cesto sobre la lavadora.
—¿Sobre qué?
—Jamie se estaba preguntando si no deberíamos salvar a Katie de un matrimonio insensato y desaconsejable.
—Papá… —dijo Jamie entre dientes.
Y era en eso en lo que Jamie y George se diferenciaban. Jamie era incapaz de hablar en broma, no a sus expensas. Era, para ser francos, un poco delicado.
—George —Jean le dirigió una mirada acusadora—. ¿De qué habéis estado hablando?
George se negó a morder el anzuelo.
—Es sólo que estoy preocupado por Katie —explicó Jamie.
—Todos estamos preocupados por Katie —repuso Jean empezando a cargar la lavadora—. Ray tampoco es mi candidato ideal. Pero es lo que hay. Tu hermana es una mujer que sabe lo que hace.
Jamie se levantó.
—Será mejor que me vaya.
Jean dejó de cargar la lavadora.
—Si acabas de llegar.
—Ya lo sé. Debería haber llamado, en realidad. Sólo quería saber qué había dicho Katie. Mejor me voy.
Y se fue.
Jean se volvió hacia George.
—¿Por qué tienes que sacarlo de quicio siempre?
George se mordió la lengua. Otra vez.
—¿Jamie? —Jean salió al pasillo.
George se acordaba demasiado bien de lo mucho que había odiado a su padre. Un ogro amistoso que te encontraba monedas en las orejas y hacía ardillas de papiroflexia y que con los años se fue encogiendo lentamente para convertirse en un hombrecillo airado y ebrio que pensaba que alabar a los niños los volvía débiles y que nunca admitió que su propio hermano era esquizofrénico, y que siguió encogiéndose de forma que, para cuando George y Judy y Brian fueron lo bastante mayores para pedirle cuentas, había hecho el truco más impresionante de todos al volverse una figura artrítica y autocompasiva, demasiado frágil para ser el blanco de la rabia de nadie.
Quizá lo mejor que uno podía esperar era no hacerles lo mismo a sus hijos.
Jamie era buen chaval. No era el más robusto de los chavales. Pero se llevaban bastante bien.
Jean volvió a la cocina.
—Se ha ido. ¿De qué iba todo esto?
—Dios sabe —George se levantó y dejó la taza vacía en el fregadero—. El misterio de los hijos de uno es interminable.