La cosa explotó el sábado por la mañana.
Tony se despertó temprano y se dirigió a la cocina a preparar el desayuno. Cuando Jamie bajó tranquilamente veinte minutos después, Tony estaba sentado a la mesa emanando malas vibraciones.
Estaba claro que Jamie había hecho algo malo.
—¿Qué pasa?
Tony se mordió el interior del carrillo y dio golpecitos en la mesa con una cuchara.
—Esa boda —dijo.
—Mira —empezó Jamie—, yo mismo no tengo especiales deseos de ir —le echó un vistazo al reloj. Tony tenía que irse en veinte minutos. Jamie se dio cuenta de que debería haberse quedado en la cama.
—Pero vas a ir —insistió Tony.
—En realidad no tengo elección.
—Bueno, y ¿por qué no quieres que vaya contigo?
—Porque vas a pasarlo de puta pena —explicó Jamie—, y yo voy a pasarlo de puta pena. Y no importa que yo lo pase de puta pena porque es mi familia, para bien o para mal. Así que de vez en cuando tengo que apretar los dientes y conformarme con pasarlo de puta pena por el bien de todos. Pero preferiría no ser responsable de que tú lo pases de puta pena, encima de todo.
—No es más que una jodida boda —repuso Tony—. No es cruzar a vela el Atlántico. ¿Hasta qué punto puede ser de puta pena?
—No es sólo una jodida boda —dijo Jamie—. Es que mi hermana va a casarse con la persona equivocada. Por segunda vez en su vida. Sólo que en esta ocasión lo sabemos de antemano. Difícilmente es motivo de celebración.
—A mí no me importa una mierda con quién se case —soltó Tony.
—Bueno, pues a mí sí —repuso Jamie.
—La cuestión no es con quién se casa —dijo Tony.
Jamie acusó a Tony de capullo incomprensivo. Tony acusó a Jamie de hijo de puta egocéntrico. Jamie se negó a seguir discutiendo sobre el tema. Tony se fue, furioso.
Jamie se fumó tres cigarrillos y se frió dos rebanadas de pan rebozadas en huevo y se percató de que no iba a hacer nada constructivo, de manera que bien podía conducir hasta Peterborough y oír el relato de la boda de primera mano por boca de sus padres.