—Señor, hazme saber mi fin, y cuál es la medida de mis días.
Bob yacía bajo los peldaños del altar en un ataúd negro pulido que desde ese ángulo parecía un piano de cola.
—Como en tinieblas anda el hombre, y ciertamente en vano se afana.
Había ocasiones en que George le tenía envidia a esa gente (las cuarenta y ocho horas entre que se probara los pantalones en Allders y visitara al doctor Barghoutian, por ejemplo). No a esa gente de manera específica, sino a los asiduos, a los que veías en primera fila durante los servicios religiosos navideños.
Pero o tenías fe o no la tenías. No había readmisiones ni devoluciones. Como cuando su padre le había contado cómo serraban los magos en dos a las señoras. No podías dejar de saberlo por mucho que quisieras.
Observó a su alrededor los corderos en las vidrieras y el modelo a escala del Cristo crucificado y pensó en lo ridículo que era todo eso, esa religión del desierto transportada en bloque a los condados rurales de Inglaterra. Directores de banco y profesores de educación física escuchando relatos sobre cítaras y castigos y pan de cebada como si fuera lo más natural del mundo.
—Aparta de mí tu mirada, para que pueda recobrar fuerzas; antes de que me vaya y ya no exista más.
El párroco se dirigió al púlpito y pronunció su panegírico.
—Un hombre de negocios, un deportista, un hombre de familia. «Trabaja duro, juega duro»: ése era su lema —estaba claro que no sabía nada sobre Bob.
Por otra parte, si nunca ponías los pies en una iglesia cuando estabas vivo, difícilmente podías esperar que hicieran uso de todos los recursos cuando estuvieses muerto. Y nadie quería saber la verdad («Era un hombre incapaz de ver a una mujer con las tetas grandes sin hacer algún comentario infantil. En sus últimos años le apestaba el aliento»).
—Robert y Susan habrían cumplido cuarenta años de casados el próximo septiembre. Eran novios desde que se conocieron cuando ambos asistían al instituto de secundaria en Saint Botolph…
George recordó su propio trigésimo aniversario de boda. A Bob tambaleándose en el jardín, rodeándole con un ebrio brazo los hombros y diciéndole: «Lo gracioso es que si la hubieses matado a estas alturas ya estarías libre».
—Voy a declararos un misterio: no todos dormiremos, pero todos seremos transformados, en un instante, en un abrir y cerrar de ojos…
La lectura terminó y se llevaron a Bob de la iglesia. George y Jean salieron al exterior con el resto de la congregación, que se reunió de nuevo en torno a la tumba bajo una luz bochornosa y grisácea que prometía una tormenta antes de la hora del té. Susan estaba de pie al otro lado de la fosa con la cara hinchada y aspecto de deshecha, con sus dos hijos a cada lado. Jack rodeaba con un brazo a su madre, pero no era lo bastante alto para que el gesto denotara aplomo. A Ben se lo veía extrañamente aburrido.
—El hombre nacido de mujer no vive más que un tiempo breve y está lleno de amargura.
Bajaron a Bob a su fosa mediante cuatro fuertes correas de arpillera. Susan, Jack y Ben arrojaron cada uno una rosa blanca sobre el ataúd y la paz se vio hecha añicos por algún payaso que pasó ante el cementerio con la radio del coche a tope.
—… nuestro Señor Jesucristo, que transformará nuestro humilde cuerpo conforme a su cuerpo glorioso…
George miró a los portadores del féretro y se dio cuenta de que nunca había visto a uno con barba. Se preguntó si sería una norma, como los pilotos, que así conseguían un cierre hermético cuando caían las máscaras de oxígeno. Quizá tenía que ver con la higiene.
¿Y cuando les llegaba la hora…? ¿Los volvía confiados trabajar con todos esos cadáveres? Por supuesto, sólo veían a la gente después. La de convertirse en cadáver, ésa era la parte dura. La hermana de Tim trabajó en una residencia de enfermos terminales durante quince años y decidió acabar en el garaje con el motor encendido cuando le encontraron aquel tumor en el cerebro.
El párroco les pidió entonces que rezaran todos juntos el padrenuestro. George pronunció en voz alta los pasajes con que estaba de acuerdo («el pan nuestro de cada día dánoslo hoy… no nos dejes caer en la tentación») y se limitó a murmurar en las referencias a Dios.
—Que la gracia de nuestro Señor Jesucristo, el amor del Padre y la bendición del Espíritu Santo estén con todos nosotros para siempre. Amén… Y ahora, damas y caballeros —la voz del párroco adoptó un tono animado y como de boy scout—, me gustaría, en nombre de Susan y el resto de la familia Green, invitarles a compartir un refrigerio en la sala comunal del pueblo que encontrarán justo enfrente del aparcamiento cruzando la carretera.
Jean se estremeció con dramatismo.
—Cómo odio estas cosas.
Avanzaron con la marea de gente vestida de oscuro, que ahora hablaba en voz baja, por el sendero de gravilla curvo para pasar bajo el arco de entrada y cruzar la carretera.
Jean le tocó el codo y dijo:
—Te alcanzo en unos minutos.
George se volvió para preguntarle adónde iba pero Jean ya dirigía sus pasos hacia la iglesia.
Se dio la vuelta otra vez y vio a David Symmonds caminar hacia él, sonriendo y con la mano tendida.
—George.
—David.
David había dejado Shepherds cuatro o cinco años atrás. Jean se había encontrado con él en un par de ocasiones, pero George apenas lo había visto. No era que le desagradase. De hecho, si en la oficina todo el mundo hubiese sido como David todo habría ido como la seda. No competía por ascender de puesto. No pasaba la pelota. Un tipo brillante, además. El cerebro detrás de todo aquel asunto de los bosques sostenibles que les hizo conseguir Cornualles y Essex.
Vestía un poco demasiado bien. Ésa era probablemente la mejor forma de expresarlo. Loción para después del afeitado bien cara. Cintas de ópera en el coche.
Cuando anunció que se jubilaba de forma anticipada todo el mundo se echó atrás. Un animal enfermo en la manada. Todos se sintieron un poco insultados. Como si hubiese estado haciendo aquello como hobby, eso a lo que ellos habían dedicado sus vidas. Y sin planes reales, además. Fotografía. Vacaciones en Francia. Insignia C de Oro de vuelo sin motor.
Todo parecía bastante distinto ahora que el propio George había recorrido la misma senda, y cuando se acordaba de John McLintock diciendo que David nunca había sido en realidad «uno de nosotros» se percataba de que era un caso de quiero y no puedo.
—Encantado de verte —David estrechó la mano de George—. Aunque las circunstancias no sean las más alegres.
—Susan no me ha parecido muy entera.
—Oh, yo creo que Susan estará bien.
Ese día, por ejemplo, David llevaba un traje negro y un jersey gris de cuello alto. Otras personas podían considerarlo una falta de respeto, pero George se percataba ahora de que era simplemente una forma distinta de hacer las cosas. De no formar ya parte de la multitud.
—¿Qué, andas muy ocupado? —preguntó George.
David rió.
—Pensaba que de lo que se trata cuando te jubilas es de que ya no tienes que estar ocupado.
George rió.
—Sí, supongo.
—Bueno, me imagino que más nos vale cumplir con nuestro deber —David se volvió hacia la puerta de la sala comunal.
George rara vez sentía la necesidad de prolongar una conversación con alguien, pero se dio cuenta de que David estaba en el mismo barco que él, y le pareció bien lo de charlar con alguien en el mismo barco. Mejor desde luego que comer rollitos de salchicha y hablar sobre la muerte.
—¿Conseguiste leerte la colección de las cien mejores novelas?
—Tienes una memoria terriblemente buena —David volvió a reír—. Abandoné en Proust. Demasiado duro para mí. Estoy en cambio con Dickens. Llevo siete y me faltan ocho.
George le habló del estudio. David habló de su reciente viaje a pie por los Pirineos («Tres mil metros por encima del nivel del mar y hay mariposas por todas partes»). Se felicitaron mutuamente por haber dejado Shepherds antes de que Jim Bowman subcontratara el mantenimiento y aquella chica de Stevenage perdiera el pie.
—Ven —dijo David guiando a George hacia la puerta de doble hoja—. Vamos a vernos en un aprieto si nos encuentran aquí fuera divirtiéndonos.
Se oyeron pisadas en la gravilla y George se volvió para ver acercarse a Jean.
—Me había dejado el bolso.
George dijo:
—Me he encontrado con David.
Jean pareció un poco aturullada.
—David. Hola.
—Jean —saludó David tendiendo la mano—. Es un placer verte.
—Estaba pensando —intervino George— que sería buena idea invitar a David a cenar en algún momento.
Jean y David se miraron un poco sorprendidos y George se percató de que lo de dar una palmada y sacar el tema tan alegremente quizá no resultaba apropiado en una ocasión tan solemne.
—Oh —repuso David—. No quiero que Jean trabaje como una negra en la cocina por mi culpa.
—Estoy seguro de que a Jean le gustará verse un poco aliviada de mi compañía —George se metió las manos en los bolsillos del pantalón—. Y si estás dispuesto a correr el riesgo, yo mismo sé preparar un risotto pasable.
—Bueno…
—¿Qué tal dentro de dos fines de semana? ¿La noche del sábado?
Jean le dirigió a George una mirada que le hizo preguntarse brevemente si habría algún hecho importante sobre David que había pasado por alto en su entusiasmo, que era vegetariano, por ejemplo, o que no había tirado de la cadena en una visita anterior.
Pero Jean inspiró profundamente y sonrió y dijo:
—De acuerdo.
—No estoy seguro de tener libre el sábado —repuso David—. Es una idea encantadora…
—El domingo, entonces —insistió George.
David frunció los labios y asintió con la cabeza.
—Sí, el domingo, entonces.
—Estupendo. Lo estaré deseando —George mantuvo abierta la puerta—. Vamos a ser sociables.