Jean se desvistió mientras David se duchaba y se puso la bata que él le había dejado. Se dirigió a la ventana en saliente y se sentó en el brazo de la butaca.
La hacía sentir atractiva, el mero hecho de estar en esa habitación. Las paredes color crema. El suelo de madera. El gran grabado de peces en su marco metálico. Era como una de esas habitaciones que una veía en las revistas y que le hacían pensar en llevar una vida distinta.
Miró hacia el jardín oval. Tres arbustos en grandes macetas a un lado. Tres al otro. Una tumbona de madera plegable.
Le gustaba mucho hacer el amor, pero también le gustaba eso. La forma en que ahí podía pensar, sin que el resto de su vida se precipitara hacia ella para acosarla.
Jean rara vez hablaba de sus padres. La gente sencillamente no lo comprendía. Eran adolescentes antes de que cayeran en la cuenta de que la tía Mary de la puerta de al lado era la novia de su padre. Todo el mundo se imaginaba alguna especie de tórrido culebrón. Pero no había intriga, ni violentas peleas. Su padre trabajó en el mismo banco durante cuarenta años y hacía casitas de madera para pájaros en el sótano.
Y fueran cuales fuesen los sentimientos de su madre con respecto a aquel estrambótico acuerdo doméstico, nunca habló de él, ni siquiera después de que el padre de Jean muriese.
Jean sospechaba que tampoco hablaba de ello cuando él estaba vivo. Era algo que ocurría. Se guardaban las apariencias. Fin de la historia.
Jean se sentía avergonzada. Como lo haría cualquier persona sensata. Si no decías nada al respecto te sentías una mentirosa. Si contabas la historia te sentías como algo salido de un circo.
No era de extrañar que sus hijos huyeran tan rápido y en direcciones tan distintas. Eileen a su religión. Douglas a sus camiones articulados. Y Jean a George.
Se conocieron en la boda de Betty.
Había algo formal en George, casi militar. Era guapo en un sentido en que los jóvenes ya no lo eran por aquel entonces.
Todo el mundo se estaba comportando de forma bastante tonta (el hermano de Betty, el que murió en aquel espantoso accidente en la fábrica, había hecho un sombrero con una servilleta y estaba cantando «Tengo un precioso ramo de cocotero» para la gran hilaridad general). Jean advirtió que a George todo eso le resultaba tedioso. Quiso decirle que a ella también se le hacía tedioso, pero no parecía de esos a los que podía hablárseles así, como si nada.
Diez minutos después George estaba a su lado, ofreciéndole ir en busca de otra copa, y ella quedó como una tonta al pedirle una limonada, para demostrar que estaba sobria y era sensata, y luego pedirle vino porque no quería parecer infantil, y después cambiar de opinión por segunda vez porque George era realmente atractivo y se estaba poniendo un poquito nerviosa.
La invitó a cenar la semana siguiente y ella no quiso ir. Sabía qué ocurriría. George era honesto y absolutamente formal, y ella iba a enamorarse de él, y cuando George descubriese lo de su familia se desvanecería en una nube de humo. Como Roger Hamilton. Como Pat Lloyd.
Entonces él le contó lo de que su padre bebía hasta sumirse en un sopor etílico y dormirse boca abajo en el jardín. Y que su madre lloraba en el baño. Y que su tío se había vuelto loco y había acabado en algún hospital espantoso. En ese momento Jean sencillamente le tomó la cara y lo besó, que era algo que nunca le había hecho antes a un hombre.
Y no era que George hubiese cambiado con los años. Seguía siendo honesto. Seguía siendo formal. Pero el mundo había cambiado. Y ella también.
Si algo tuvo la culpa fueron aquellos cassettes franceses (¿fueron un regalo de Katie? No conseguía recordarlo). Iban hacia la Dordoña, y Jean tenía tiempo por delante.
Unos meses después estaba en una tienda en Bergerac comprando pan y queso y aquellas pequeñas tartaletas de espinacas, y la mujer se estaba disculpando por el tiempo que hacía, y Jean se encontró entablando una conversación mientras George se sentaba en un banco en la otra acera contándose las picaduras de mosquito. Y no pasó nada en ese momento preciso, pero cuando llegó a casa le pareció un poco fría, un poco pequeña, un poco inglesa.
A través de la pared le llegó el leve ruido de la mampara de la ducha al abrirse.
Que fuera David, precisamente, todavía la asombraba. Le había preparado espaguetis a la boloñesa en cierta ocasión. Había charlado con él sobre el nuevo conservatorio y se había sentido sosa pero agradablemente invisible. Él llevaba chaquetas de lino y jerséis de cuello alto de color melocotón y azul celeste y fumaba puritos. Había vivido tres años en Estocolmo y cuando él y Mina se separaron amigablemente no hizo sino incrementar la sensación de que David era un poco demasiado moderno para Peterborough.
Se jubiló pronto, George perdió el contacto con él y a Jean no volvió a pasársele por la cabeza hasta que alzó la vista de la caja registradora un día en Ottakar’s y lo vio cargado con un ejemplar de La cocina de Jamie Oliver y una caja metálica de lápices Maisie Mouse.
Tomaron un café enfrente y cuando Jean le habló de irse a París con Ursula no se burló de ella, como solía hacer Bob Green. Ni se maravilló de que dos damas de mediana edad pudiesen sobrevivir a un fin de semana largo en una ciudad extranjera sin que las atracaran o estrangularan o vendieran en el mercado de trata de blancas, como había hecho George.
Y no era que se sintiese físicamente atraída por él (era más bajo que ella y de los puños de la camisa le asomaba un montón de vello negro). Pero nunca conocía a hombres de más de cincuenta que aún estuviesen interesados en el mundo que los rodeaba, en gente nueva, libros nuevos, países nuevos.
Fue como hablar con una amiga. Sólo que era un hombre. Y sólo se habían encontrado hacía unos quince minutos. Lo cual fue muy desconcertante.
A la semana siguiente estaban de pie en un puente peatonal sobre la calzada de dos direcciones, y en el interior de Jean había brotado aquel sentimiento. El que experimentaba a veces junto al mar. Desembarcos, gaviotas graznando en la estela, aquellas sirenas lastimeras. La repentina conciencia de que una podía zarpar hacia aquel azul infinito y empezar de nuevo en otro lugar.
David le agarró entonces la mano, y Jean se sintió decepcionada. Había encontrado un alma gemela y él estaba a punto de echarlo todo por tierra dando un paso torpe. Pero David le oprimió la mano y se la soltó y dijo:
—Vámonos. Llegarás tarde a casa —y Jean deseó volver a agarrarle la mano.
Más adelante sintió miedo. De decir sí. De decir no. De decir sí y darse cuenta entonces de que debería haber dicho no. De decir no y darse cuenta entonces de que debería haber dicho sí. De estar desnuda delante de otro hombre cuando su cuerpo le hacía sentir a veces ganas de llorar.
Así que se lo contó a George. Lo del encuentro con David en la tienda y lo del café de enfrente. Pero no le contó lo de las manos y el puente. Deseó que se enfadara. Deseó que hiciera que su vida volviera a ser simple. Pero George no hizo nada de eso. Jean mencionó el nombre de David un par de veces más en la conversación y no obtuvo reacción alguna. Empezó a parecerle que la falta de preocupación de George le infundía ánimos.
David había tenido otras aventuras. Jean lo sabía. Incluso antes de que se lo contara. Por la forma en que su mano le había aferrado la nuca aquella primera vez. Se sintió aliviada. No quería hacer eso con alguien que navegara en aguas desconocidas, en especial después de la horrible historia de Gloria sobre que había encontrado a aquel hombre de Derby aparcado ante su casa una mañana.
Y Jean tenía razón. En efecto era muy velludo. Casi como un mono. Lo que de algún modo lo había vuelto mejor. Porque demostraba que en realidad no tenía que ver con el sexo. Aunque durante los últimos meses había llegado a cogerle cariño a esa sedosa sensación bajo los dedos cuando le acariciaba la espalda.
La puerta del baño se abrió y Jean cerró los ojos. David cruzó la alfombra y la rodeó con sus brazos. Jean olió a jabón de brea y piel limpia. Sintió el aliento de David en la nuca.
—Parece que he encontrado a una mujer hermosa en mi habitación —dijo.
Jean rió ante la puerilidad de semejante comentario. Estaba muy lejos de ser una mujer hermosa. Pero estaba bien, lo de fingirlo. Casi era mejor que la realidad. Como volver a ser una niña. Estar tan cerca de otro ser humano. Trepar a los árboles y beberse el agua del baño. Saber qué sensaciones transmitían las cosas, qué sabor tenían.
David le dio la vuelta y la besó.
Quería hacerla sentir bien. Jean no recordaba la última vez que alguien había hecho eso.
David corrió las cortinas y la llevó hasta la cama, la hizo tenderse, volvió a besarla y le quitó la bata de los hombros, y Jean se fundió en la oscuridad de detrás de sus párpados, de la forma en que la mantequilla se funde en una sartén caliente, de la forma en que te fundes en el sueño después de haberte despertado en plena noche, tan sólo dejando que se te lleve.
Le rodeó el cuello con las manos y sintió los músculos bajo su piel y los pelitos minúsculos donde el barbero había apurado con la navaja. Y las manos de David bajaron con lentitud por su cuerpo y Jean los vio a los dos desde el otro extremo de la habitación, haciendo eso que en las películas sólo le veía hacer a la gente guapa. Y quizá sí creía ahora que era hermosa, que los dos eran hermosos.
Tenía la sensación de que el cuerpo se le mecía con el movimiento de los dedos de David, un viaje en el parque de atracciones que la llevaba más alto y más rápido a cada vaivén, de forma que no pesaba nada en cada extremo, tan alto que veía las atracciones y los ferries en la bahía y las colinas verdes al otro lado del agua. David dijo:
—Jesús, te quiero —y ella también lo quiso, por hacer eso, por comprender una parte de ella cuya existencia ni siquiera conocía. Pero no pudo decirlo. No pudo decir nada. Tan sólo le oprimió el hombro como diciéndole: «Sigue».
Le rodeó el pene con la mano y la movió de arriba abajo y ya no le pareció extraño, ni siquiera una parte del cuerpo de David sino más bien del suyo, y las sensaciones fluyeron en un círculo ininterrumpido. Y se oyó jadear entonces, como un perro, pero no le importó.
Y se dio cuenta de lo que estaba a punto de pasar y se oyó decir «Sí, sí, sí», y ni siquiera el sonido de su propia voz rompió el hechizo. Y la recorrió en oleadas como una ola recorre la arena para luego retirarse y volver a lamerla y a retirarse de nuevo.
En su mente brotaban imágenes como pequeños fuegos de artificio. El olor a coco. Morillos de latón. La almohada cilíndrica y almidonada en la cama de sus padres. Un cucurucho caliente de briznas de hierba. Se estaba desintegrando en un millar de añicos, como la nieve, o las chispas de una hoguera, elevándose y girando en el aire para luego empezar a caer, tan despacio que ni siquiera parecía que cayera.
Agarró de la muñeca a David para detener su mano y se quedó ahí tumbada con los ojos cerrados, aturdida y sin aliento.
Estaba llorando.
Era como volver a descubrir tu cuerpo después de cincuenta años y darte cuenta de que erais viejos amigos y comprender de pronto por qué te habías sentido tan sola todo ese tiempo.
Abrió los ojos. David la miraba, y supo que no había necesidad de explicarle nada.
Él esperó un par de minutos.
—Y ahora —dijo—, creo que me toca a mí.
Se puso de rodillas y se movió entre sus piernas. La abrió con suavidad con los dedos y se deslizó en su interior.
Y esa vez Jean lo observó inclinarse sobre ella hasta que estuvo llena de él.
Unas veces disfrutaba del hecho de que él le estuviera haciendo eso. Otras veces disfrutaba del hecho de que ella le estuviera haciendo eso a él. Ese día la distinción no parecía existir.
David empezó a moverse más rápido y sus ojos se entrecerraron de placer y finalmente se cerraron. De forma que ella cerró los suyos y se agarró a sus brazos y se dejó mecer adelante y atrás, y por fin él alcanzó el clímax y se quedó inmóvil dentro de ella y fue presa de ese pequeño estremecimiento animal. Y cuando abrió los ojos su respiración era entrecortada y sonreía.
Ella le devolvió la sonrisa.
Katie tenía razón. Te pasabas la vida dándoles todo a los demás, para que pudiesen marcharse, al colegio, a la universidad, a la oficina, a Hornsey, a Ealing. Y qué poco de ese amor volvía.
Se había ganado eso. Se merecía sentirse como alguien de una película.
David se dejó caer suavemente a su lado y atrajo la cabeza de Jean contra su hombro, de forma que ella vio minúsculas perlas de sudor en una hilera en el centro de su pecho y oyó latir su corazón.
Jean volvió a cerrar los ojos, y en la oscuridad sintió que el mundo entero giraba.