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George estaba sentado en el coche en el exterior de la consulta, aferrando el volante como quien conduce cuesta abajo en un puerto de montaña.

Sentía la lesión como una tapa de alcantarilla de carne podrida bajo la camisa.

Podía ver al médico, o podía largarse de allí. Se sintió un poco más tranquilo sólo con expresarlo de ese modo. Opción A u opción B.

Si veía al médico le dirían la verdad. No quería que le dijeran la verdad, pero la verdad podía no ser tan mala como se temía. La lesión podía ser benigna o de un tamaño tratable. El doctor Barghoutian, sin embargo, sólo era médico de cabecera. George bien podía verse enviado a un especialista y tener que vivir con la perspectiva de ese encuentro durante una semana, dos semanas, un mes (era del todo posible que después de siete días sin comer o dormir uno se volviera completamente chiflado, en cuyo caso el asunto se le iría de las manos).

Si se largaba, Jean le preguntaría dónde había estado. De la consulta llamarían a casa para preguntar por qué no había acudido a la cita. A lo mejor no llegaba a tiempo de contestar al teléfono él primero. Se moriría de cáncer. Jean descubriría que no había ido al médico y se pondría furiosa al saber que se estaba muriendo de cáncer y no había hecho nada al respecto.

Por otra parte, si la lesión era benigna o de tamaño tratable y se largaba, podía mutar más adelante para volverse un cáncer maligno e imposible de tratar; podían decirle que era así y tendría que vivir, por poco que fuera, sabiendo que se estaba muriendo como resultado directo de su propia cobardía.

Cuando finalmente se bajó del coche lo hizo porque ya no soportaba más su propia compañía en ese espacio tan cerrado.

La presencia de otras personas en la consulta lo tranquilizó un poco. Dio su nombre en el mostrador y consiguió un asiento.

¿Qué podía decir sobre Ray en el discurso de la boda? Ahí tenía un buen rompecabezas al que hincarle el diente.

A Ray se le daban bien los niños. Bueno, al menos se le daba bien Jacob. Sabía arreglar cosas. O creía saber hacerlo. El cortacésped había muerto una semana después de que él le metiera mano. Fuera como fuese, no parecía una recomendación suficiente para el matrimonio. Ray tenía dinero. Eso era una recomendación suficiente, desde luego, pero que sólo podía añadirse como acotación divertida una vez que hubieses establecido que el tipo en cuestión te gustaba.

Todo eso le estaba ocupando la cabeza.

Ray estaba enamorado de Katie, y Katie estaba enamorada de Ray.

¿Lo estaba su hija? Su mente siempre había sido un misterio para él. Aunque no era precisamente que Katie tuviese reparos en compartir sus opiniones. Sobre el papel pintado en su dormitorio. Sobre los hombres con vello en la espalda. Pero sus opiniones eran tan violentas (¿podía acaso ser tan importante el papel pintado?), tan cambiantes, y estaba tan claro que no formaban parte de una visión coherente del mundo, que George se había preguntado, a veces, en especial durante la adolescencia de su hija, si algo no marcharía bien hablando desde el punto de vista médico.

No. Lo estaba considerando todo al revés. No era tarea del padre de la novia que su yerno le gustara (sintió que recuperaba la cordura con sólo formular ese pensamiento). Quien se ocupaba de eso era el padrino. En lo que a eso respectaba, si el padrino de Ray mejoraba en algo al payaso de la última boda de Katie, el alivio de George bien podría compensar sus recelos ante el matrimonio en sí («Así que llamé por teléfono a todas las novias anteriores de Graham para averiguar qué le esperaba a Katie. Y he aquí lo que dijeron…»).

Alzó la vista y vio un cartel en la pared de enfrente. Consistía en dos grandes fotografías. La fotografía de la izquierda mostraba un pedazo de piel bronceada y un titular que rezaba «¿Qué te parece mi bronceado?». En la imagen de la derecha se leía «¿Qué te parece mi cáncer de piel?» y mostraba lo que parecía un gran furúnculo lleno de ceniza de cigarrillo.

Estuvo a punto de vomitar y se percató de que había recobrado la compostura agarrando del hombro a la minúscula mujer hindú que tenía a su derecha.

—Perdone —se puso en pie.

¿En qué diablos estaban pensando al poner un cartel como ése precisamente en ese sitio? Se dirigió hacia la salida.

—¿Señor Hall?

Estaba a medio camino de la puerta cuando oyó a la recepcionista repetirlo, con tono más severo esta vez. Se dio la vuelta.

—El doctor Barghoutian le recibirá ahora.

Fue demasiado débil para desobedecer y se encontró recorriendo el pasillo hasta donde el doctor Barghoutian se hallaba en pie junto a su puerta abierta, esbozando una amplia sonrisa.

—George —saludó el doctor Barghoutian.

Se estrecharon las manos.

El doctor Barghoutian hizo pasar a George al interior, cerró la puerta detrás de él, se sentó y se reclinó con el cabo de un lápiz embutido como un puro entre los dedos índice y medio de su mano derecha.

—Bueno, ¿qué puedo hacer por usted?

Había una figurita de plástico barata de la Torre Eiffel en un estante detrás de la cabeza del doctor Barghoutian y una fotografía enmarcada de su hija en un columpio.

Ése era el momento.

—Tuve un ataque —dijo George.

—¿Y de qué clase de ataque estamos hablando?

—A la hora de comer. Me encontré con que me costaba respirar. Tiré unas cuantas cosas, con las prisas por salir al exterior.

Un ataque. Sólo había sido eso. ¿Por qué se había puesto tan frenético?

—¿Dolor en el pecho? —preguntó el doctor Barghoutian.

—No.

—¿Se cayó?

—No.

El doctor Barghoutian se lo quedó mirando y asintió sabiamente con la cabeza. George no se sentía bien. Era como en esa escena cerca del final de la película, después del asesino ruso y el incendio sin explicación y el diputado aficionado a las prostitutas. Y todo se reducía a eso, a algún ex alumno de Eton en la biblioteca de un club londinense, que lo sabía todo y podía borrar a la gente del mapa con una simple llamada telefónica.

—¿De qué trataba de huir? —preguntó el doctor Barghoutian.

A George no se le ocurrió respuesta imaginable alguna.

—¿Tenía miedo de algo?

George asintió con la cabeza. Se sentía como un niño de cinco años.

—¿Y de qué tenía miedo? —quiso saber el doctor Barghoutian.

Todo iba bien. No tenía nada de malo ser un niño de cinco años. La gente se ocupaba de los niños de cinco años. El doctor Barghoutian se ocuparía de él. Lo único que tenía que hacer era contener las lágrimas.

George se levantó la camisa y se bajó la cremallera de los pantalones.

Con lentitud infinita, el doctor Barghoutian cogió las gafas del escritorio, se las puso y se inclinó para acercarse a la lesión.

—Muy interesante.

¿Interesante? Jesús. Iba a morirse de cáncer rodeado de estudiantes de medicina y profesores visitantes de dermatología.

Pareció transcurrir un año.

El doctor Barghoutian se quitó las gafas y volvió a reclinarse en la silla.

—Eczema discoidal, si no me equivoco. Una semana de pomada esteroide debería solucionarlo —hizo una pausa y dejó caer un poco de ceniza imaginaria del lápiz sobre la alfombra—. Ya puede subirse los pantalones.

George volvió a bajarse la camisa y se abrochó los pantalones.

—Le extenderé una receta.

Al cruzar la zona de recepción pasó a través de una columna de luz de sol que se derramaba desde una ventana alta sobre la moqueta moteada de verde. Una madre le estaba dando el pecho a un bebé. Junto a ella, un hombre mayor de mejillas rubicundas y con botas de lluvia se apoyaba sobre un bastón y parecía contemplar, más allá de los cochecitos de bebé y las revistas con las esquinas dobladas, los campos ondulantes en que sin duda había pasado la mayor parte de su vida laboral. Un teléfono repicó como las campanas de una iglesia.

George empujó la puerta de cristal de doble hoja y entró de nuevo al día.

Se oía cantar a los pájaros. En realidad no se oía cantar a los pájaros, pero se le antojó una mañana que merecía que cantasen los pájaros. En lo alto, un avión a reacción abría una cremallera blanca en medio de un cielo azul, transportando hombres y mujeres a Chicago y Sidney, a conferencias y universidades, a reuniones familiares y habitaciones de hotel con toallas mullidas y vistas del océano.

Se detuvo en los peldaños y aspiró los agradables olores del humo de hoguera y de la lluvia reciente.

A quince metros de distancia, al otro lado de un seto de alheña pulcramente recortado hasta la altura de la cintura, el Volkswagen Polo lo esperaba como un perro fiel.

Se iba a casa.